Mauro retomó el camino que llevaba de nuevo a Pinzolo. En aquel corto trayecto, Bruno recordaba al curioso personaje que había conocido en el bosque. «Mucho he aprendido en este viaje», no cesaba de pensar. Bruno permaneció unos días con sus padres, olvidándose de todo, para intentar recuperar el tiempo perdido. También le vino bien a Mauro, quien hacía mucho tiempo que no se tomaba un merecido descanso. Y la felicidad de Bruno se hizo patente al comprobar que el brebaje que le entregó Gerolamo ya estaba haciendo efecto en su padre, que comenzaba a olvidarse de sus dolores, y andaba más por la casa y el jardín. Finalmente, en el momento de la partida, Bruno, a solas con sus padres, les habló:
—¡Padres! Es posible que mi vida dé un cambio en poco tiempo.
—¿Qué quieres decir, hijo?
—No es nada grave, al contrario. Me he enamorado de una dulce y hermosa mujer que conocí en este viaje, en la población de Bolbeno, cuando veníamos hacia aquí. La sensación que experimenté al verla y hablar con ella no la había sentido antes en mis cuarenta años…
—Es maravilloso cuanto nos estás diciendo, hijo —exclamó la madre, con el asentimiento de Simone, su marido.
—No es del principado, es extranjera, alemana, pero no tengo problemas con el idioma, como bien sabéis.
—Me alegra que te hayan servido las lecciones que te di, de pequeño, en mi lengua materna —comentó llena de felicidad Carla, acariciando con dulzura el rostro de su hijo.
—Siempre os estaré agradecido, madre; y a vos padre, por haberme inculcado ese interés por el arte. Y a ambos, por haber forjado en mí el amor y respeto a las personas, y respetar sus ideales, valores sociales y religión. Lo más maravilloso de todo es que os haya encontrado vivos, y mi más profundo y sincero deseo es que sigáis así muchos años más —se expresó Bruno, al tiempo que se fundía con sus progenitores en un fuerte abrazo, en medio de un mar de lágrimas de alegría, prometiéndoles regresar más a menudo a verles.
Instantes después, todos salieron a la entrada de la casa, donde aguardaba Mauro, ocupado en los arreos de los caballos y la puesta a punto del carromato, y se produjo la despedida. El conductor también mostró un gran afecto hacia los padres de Bruno. Luego, tomaron rumbo hacia el sur, por la misma ruta anterior, a través de Val Rendena, en dirección a Caderzone, en cuya población les aguardaba Angiolo, en casa de sus tíos.
—Bruno, querido amigo, tengo mucho que contarte. Pero, en primer lugar, ¿cómo ha sido tu estancia en Pinzolo?, ¿pudiste averiguar algo sobre tus padres? —se interesó Angiolo nada más verlo.
—Todo ha sido magnífico, ya te contaré por el viaje, porque tan pronto como hayan descansado los caballos y tengamos nuestras pertenencias a punto deberíamos de partir enseguida —aconsejó Bruno—. Ya hace muchas semanas que salimos de Trento.
—Bien, pero antes quiero informarte de algo —musitó Angiolo.
—Háblame —exclamó Bruno, mientras descansaba en la mesa del salón comedor, ante la atenta mirada de los tíos de Angiolo.
—Hemos podido resolver el asunto de mi casa natal —le explicó Angiolo, con una inmensa felicidad en su rostro, compartida por todos los allí presentes—. El alcaide pidió informes sobre la familia que usurpó nuestra propiedad, y no tardamos en recibir información desde los juzgados de Trento, confirmándonos que todas las pertenencias de los Bersone volverían a sus anteriores dueños, dado que esta familia estaba vinculada con Carlo Caraffa y también con el maléfico pontífice Paulo IV. Esta decisión fue tomada, tras la ejecución en la hoguera de ese temible inquisidor, por orden del actual pontífice Pío IV —informó Angiolo.
Transcurrieron largas horas de amena charla, entre algún que otro trago de vino; hubo miradas de alegría y complicidad entre todos, con el crujir de las llamas de la chimenea. Luego, Angiolo prosiguió:
—He decidido que esta casa sea para mis primos, Alberto y Enmanuela, en justo agradecimiento por todo cuanto hicieron por mi madre en vida, y sus aprecios a ella tras su fallecimiento. Yo ya tengo mi hogar en Trento, y ninguno de mis hijos necesita, gracias al Altísimo, de esta propiedad.
—¡Gracias primo! —respondió Alberto—. Mi hermana y yo volveremos a dignificar la belleza de ese palacio, que, con sus jardines, fue uno de los más hermosos de Caderzone.
—Aquí siempre tendrás un hogar, sabes que es como si fuera tuyo —recordó con todo afecto Ricardo.
—A nosotros ya nos quedan pocos otoños que vivir —comentó con cierta tristeza Jacinta.
—Entonces, ¿también Indro podría recuperar sus minas y la casa de su familia en la montaña? —preguntó Bruno.
—¡Sí! Precisamente ayer nos visitó. Solo me encontraba yo en casa, y me explicó que ya está comenzando a abrir las viejas galerías, y también a reconstruir la vivienda. Aprovechó para entrar en el cementerio y me prometió que, mientras estuviese con vida, no faltaría a su cita semanal para depositar un ramo de flores sobre la tumba de mi madre —respondió emocionado Angiolo.
—Lo recibiremos siempre como si fuera miembro de nuestra familia, querido sobrino —confirmó Ricardo.
—Muchas gracias a todos vosotros, queridos tíos y primos. Mañana partiremos de regreso a Trento. Pero os prometo que volveré más a menudo a visitaros, y también para ver cómo se llevan las obras de restauración de la casa… —comentó animadamente Angiolo.
Con los primeros rayos del amanecer, el carromato abandonaba Caderzone, en dirección a Trento. Un largo camino quedaba aún por recorrer, pero en las mentes de Angiolo y de Bruno se habían producido grandes novedades, a consecuencia de este viaje.
A medida que fueron pasando por los lugares en donde hicieron una parada en el trayecto anterior, brotaban recuerdos. Y Bruno no pudo evitar un salto en su corazón, cuando avistaron Bolbeno, al evocar para sí la figura de la dulce Margarethe.
«Margarethe, pronto nos veremos en tu querida Sajonia; ardo en deseos de salir a tu encuentro…», pensó Bruno desde lo más profundo de su interior.
Angiolo se percató del estado de su amigo, que parecía estar en aquellos momentos flotando sobre una nube.
—Bruno, ¿qué te sucede? —le preguntó—. Parece que estás en otro lugar.
—Sí, amigo Angiolo, quiero confesarte algo —le respondió con una leve sonrisa—, que ya sabe Mauro, nuestro conductor, a quien se lo comuniqué mientras íbamos a Carisolo: ¡estoy enamorado!
—Eso es fantástico, amigo. No sabes cuánto me alegro. ¿Conozco yo a la afortunada?
—¡Claro! Es aquella joven a la que se le cayó el guante de la mesa cuando estábamos cenando precisamente en el albergo de los familiares de Mauro, en esta población que estamos dejando atrás en estos momentos —explicó Bruno.
—Algo me decía que, entre vosotros, había surgido esa sensación de amor. Me acuerdo muy bien, fue efectivamente en Bolbeno, aunque no tuve ocasión de hablar con ella; me pareció una dama de alta cuna y sólidos valores, por sus modales y distinción. Recuerdo que estaba leyendo, discretamente, una obra prohibida por la Iglesia —confirmó Angiolo.
—Así es. Se trata de la hija de Martín Lutero, es alemana y reside en Sajonia —explicó Bruno.
—¿Cómo? ¿Hija de Lutero, el reformador? ¡No es posible! —exclamó un tanto sorprendido Angiolo.
—¡Sí, querido amigo! Pero mi corazón y el suyo se han comunicado con toda fuerza de la naturaleza —justificó Bruno—. Ha sido un amor a primera vista, y su linaje no ha tenido ninguna influencia o impedimento en ambos. Nos estuvimos viendo a escondidas en las jornadas que permanecimos en esta población.
—Entonces, ¿cómo lo vas a resolver? Sajonia está lejos de aquí, al otro lado de los Alpes —preguntó Angiolo, con cierta preocupación.
—He decidido darle un cambio a mi vida. Lo he meditado con la almohada y también con los ojos bien abiertos. Ya no hay marcha atrás. Los años que me queden de vida, deseo de todo corazón compartirlos con ella. Por lo tanto, me trasladaré a Alemania, después de haberme despedido de los señores Dossi, de Trento, quienes como sabes me recogieron como uno más de los suyos y además pagaron mi formación académica; me costará mucho encontrar las palabras adecuadas para decírselo. Tampoco me será fácil despedirme del cardenal, a quien le estoy infinitamente agradecido, y más ahora que me he enterado de que, desde hace algunos años, su eminencia está ayudando económicamente a mis padres, y yo sin saberlo. Y de ti, querido Angiolo, mi mejor amigo: no olvidaré nunca los buenos momentos que hemos vivido juntos, y este viaje… En Alemania valoran los trabajos relacionados con el arte en todas sus facetas, estoy bien informado —comentó Bruno, afectadamente, pero con una felicidad interior desbordante.
—¿Y respecto a la religión, amigo Bruno?
—Bueno, esto es algo que no te lo había dicho nunca, a pesar de los años que hace que nos conocemos. La religión para mí está en el respeto a las personas, en ayudar al prójimo…, no imponer por la fuerza las creencias a las personas, ni tener que abonar tantos impuestos, y, menos aún, vivir constantemente bajo el miedo y el terror de la Inquisición —expuso Bruno con voz firme pero quedamente.
—Te voy a ser sincero, amigo Bruno. Me había llamado la atención el hecho de no haberte visto nunca dentro de una iglesia…
—Bueno, para restaurar obras de arte religioso sí he estado jornadas enteras, pero no he querido perder el tiempo oyendo las arengas de los sacerdotes desde el púlpito, cuando sabemos que su máxima es «hacer lo que yo diga y no lo que yo haga».
—Sí. La Iglesia católica tiene muchos errores que deberá resolver, y cuanto más pronto mejor. Uno de estos, probablemente el más grave, es no haber parado los pies a los esbirros de la Inquisición —manifestó Angiolo.
—He leído mucho sobre Lutero, y me parece que sus ideas van más hacia el entendimiento entre los seres humanos, sin imponer rezar a esculturas —añadió Bruno—. En las iglesias luteranas no hay santos.
—Te echaré de menos, amigo. Pero sabes que en Trento tienes también una familia; nuestra casa siempre te abrirá las puertas de par en par cuando vengas a visitarnos —recalcó Angiolo.
—Además de los Dossi, y de ti, amigo Angiolo, como te he dicho antes, la despedida más difícil será la que tenga con el cardenal, por la admiración que le tengo, pero no podré ocultarle la razón de mi marcha.
—Gracias, amigo —susurró con tristeza Angiolo.
Fue al dejar atrás el lago Ponte Pia y divisar en el horizonte la ciudadela de Stenico, cuyos altos y fríos muros se recortaban sobre el bosque, más cerca de las nubes que del suelo, cuando Angiolo recordó las jornadas que allí vivieron, con el amargo episodio del apresamiento y reclusión de Gina y Giovanna, las mujeres que iban a ser quemadas en la hoguera por las iras del inquisidor Domenico Caraffa pero que se salvaron gracias a la intervención del cardenal, quien no titubeó un momento con firmeza y valentía frente a la cólera del poder del máximo responsable del Santo Oficio… Y entonces, dirigiéndose a su compañero, le preguntó:
—Bruno, ya que las circunstancias lo requieren, me gustaría hacerte una pregunta un tanto delicada.
—Dime, amigo Angiolo, te responderé si está en mi conocimiento.
—Pues querría pedirte que me hablaras de Lutero y en qué consiste realmente la Reforma, que tantas iras ha despertado en Europa, y también guerras de religión que están causando tantos muertos.
Bruno —que en aquellos instantes estaba un tanto ausente, pensando en las pinturas de la iglesia de Carisolo, magistralmente realizadas por su padre, y la felicidad de haber comprobado personalmente que estas llamaban la atención de algunas personas, por sus méritos artísticos— no se esperaba aquella delicada pregunta. Y después de un momento, mirándole a los ojos le respondió:
—Martín Lutero fue el principal artífice de la Reforma, que inició el treinta y uno de octubre de 1517. Lutero tenía entonces treinta y cuatro años, era sacerdote agustino en el convento de ermitaños de Erfurt, en Sajonia, y, a pesar de dirigir un curso de la Sagrada Escritura en la Universidad de Wittenberg, no encontraba la paz de su alma. Después, leyendo un día la carta a los romanos «El hombre es justificado por la fe sin obras de la ley», comprendió que el hombre no se salva por sus esfuerzos, sino que Dios lo hace justo solo por su gracia. El hombre sigue siendo pecador, pero en su desesperación Dios acude a salvarlo; y fue entonces cuando Lutero encontró la alegría y la paz. Sus lecturas de san Agustín y de otros textos le llevaron a mostrar su descontento escribiendo noventa y cinco tesis contra las indulgencias…
—¿Qué eran las indulgencias? —preguntó con la máxima curiosidad Angiolo.
—Las indulgencias fueron una especie de impuesto que el pontífice León X, uno de los más sombríos y funestos de la historia de la Iglesia, se sacó de la manga para ayudar a la construcción de la basílica de San Pedro de Roma, y también para satisfacer su pecaminosa y placentera vida. Este Papa, que era hijo de Juan de Médicis, mucho más interesado en el esplendor de su familia que en el bien para la Iglesia, convirtió el Vaticano en un teatro permanente y en un burdel de lujo, y ya no hablemos del nepotismo llevado a cabo para beneficiar a sobrinos, primos y amigos, y el nombramiento de nuevos cardenales, sin una base cristiana suficiente. Expolió sin miramientos a varios ducados para entregar la corona a sus parientes… León X convirtió la diplomacia en el arte de la mentira; no había nada más inseguro que su propia palabra. Los dominicos predicaban por toda Alemania una indulgencia, basada en la remisión de las penas debidas al pecado para los vivos y para los muertos, para cubrir los gastos del arzobispo de Maguncia, que tenía que abonar un impuesto por la acumulación de tres obispados. Uno de estos predicadores llegó a decir: «Un alma sube al cielo cuando la moneda suena en el fondo del cepillo». Toda esta serie de cosas fueron el detonante que crisparía los nervios de Lutero, inspirándole a redactar sus noventa y cinco tesis, que clavó personalmente en la puerta del castillo de Wittenberg. Ante esto, el Papa le mandó una bula, que Lutero, en diciembre de 1520, no dudó en quemar públicamente. Y León X excomulgó al reformador el tres de enero de 1521. En sus tesis, Lutero rechazaba la falsa seguridad que daban las indulgencias, porque para él, el cristiano no puede comprar la gracia que Dios da gratuitamente a todos, sin excepción —explicó Bruno.
—Creo que estas explicaciones deberíamos conocerlas todas las personas —comentó Angiolo—. ¿Pero Lutero estaba solo en esta desesperada lucha religiosa?
—Lutero, tras ser excomulgado por la Iglesia, fue convocado a la Dieta de Worms, donde se reunirían en asamblea todos los príncipes del imperio ante el emperador Carlos V. Sin embargo, el reformador no dudó en afirmar que se sentía obligado por la Escritura y, por su conciencia, a mantener sus posiciones. Tras esto, en la primavera de 1521 sería desterrado, siendo ocultado en un pajar por el elector de Sajonia y otros nobles alemanes. Y en su retiro, lejos de los grandes cambios que ya se estaban produciendo en toda Europa, gracias principalmente a sus teorías, llevaría a cabo la traducción de la Biblia al alemán.
—¡El preciado libro que llevaba Margarethe la noche que la conocimos! —musitó Angiolo.
—Sí, querido amigo, la obra esencial de este reformador, que fue su padre. Este libro se convirtió para Lutero en la única fuente de fe que cada cual podía interpretar libremente, y, por lo tanto, liberar a los hombres de sus pecados.
—¿Pero qué pretendía realmente Lutero?
—Nada parece indicar que la pretensión de Lutero fuera crear una nueva religión, sino más bien reformar la tradición cristiana existente —explicó Bruno—. Este pensador en ningún momento abandonó la fe en Cristo. Él creó una amplia corriente de pensamiento que pretendía el regreso al cristianismo primitivo. Y aunque algunos enviados de Roma intentaron persuadirle para que corrigiera sus afirmaciones, Lutero se mantuvo en sus convicciones, y no tardó en convertirse, para el pueblo alemán y también para gran parte del centro y norte de Europa, en el defensor de un ideal religioso que condenaba los excesos, las influencias y los procedimientos fiscales impuestos por el Vaticano, así como la desorbitada acumulación de bienes eclesiásticos que se estaban produciendo en Alemania a consecuencia del tráfico de indulgencias.
Se produjo un largo silencio, antes de que Bruno extrajera de su saca el preciado libro que le regaló Margarethe, escrito por su padre.
—Aquí la tienes. Es la biblia del reformador, puedes abrirla y leerla. La teoría de Lutero tuvo amplias consecuencias en diversos aspectos, como sus ataques al sacramento de la Santa Misa, a los votos monásticos y al celibato de los clérigos. No se cansaba de afirmar que no hay más mediador entre Dios y los hombres que el propio Jesucristo.
Angiolo quedaba extasiado oyendo a su amigo.
—Bruno, todo esto me parece bien —dijo con una muestra de tristeza dibujada en su mirada—. Pienso que cada persona debería ser fiel a su conciencia y seguir los designios del Altísimo, respetando al prójimo, y no condenar a nadie ni someterle a ninguna tortura. No dejo de pensar en los horrores que, con el respaldo de la Santa Sede, la Inquisición está cometiendo, destrozando vidas y mentes humanas. Lo hemos podido ver tan de cerca… Pero la Iglesia es mucho más que unas personas, que unos intereses religiosos, políticos o económicos. No quiero perderte como amigo si te marchas a Alemania.
Bruno miró con afecto a Angiolo y le puso las manos sobre los hombros.
—Amigo Angiolo, no me voy a Alemania para siempre —le dijo—. El viaje es por razones del corazón. Me he enamorado y, aunque ha sido con la hija de Lutero, esto no quisiera que cambiara mi vida. Solo estará la distancia, pero procuraré venir a veros siempre que pueda. Aquí en Trento, y en todo el principado tridentino, tengo mis raíces, mi familia, mis recuerdos…, y a mi mejor amigo.
—¡Gracias, Bruno!
Pasaron algunos días desde esta conversación, cuando en cierto momento, el conductor del carromato, mientras sacudía las riendas, anunció felizmente:
—¡Señores, la ciudad de Trento está en el horizonte!
—¡Gracias, Mauro! —exclamaron al unísono Angiolo y Bruno.
Habían transcurrido cerca de dos meses desde la salida.