Las campanas de Santa Maria Maggiore repicaban la hora tertia —las nueve de la mañana— cuando el carruaje del cardenal, en medio de un numeroso séquito, atravesaba la gran plaza en donde se alzaban la catedral y la Fontana del Nettuno; desde las ventanas y balcones, entre vítores de aclamación, muchas personas arrojaban flores al paso de su eminencia. Tras cruzar la Porta Veronensis, la persona más poderosa del principado abandonaba la ciudad de Trento, por su sector sureste, tomando de inmediato el camino que llevaba a Venecia a través del espléndido valle de la Valsugana.
Y fue al salir de Costasavina, y antes de alcanzar las orillas del lago de Caldonazzo, cuando en la lejanía apareció recortada en el horizonte la oscura silueta de la impresionante fortaleza de Pèrgine. El cardenal, que tenía su mente algo abstraída, fijó de inmediato sus pupilas en aquel baluarte de piedra grisácea, oscura como una noche de luna nueva, no pudiendo evitar que su corazón se sobresaltara al recordar de repente a su hermano que, en las horripilantes mazmorras de ese castillo, en aquellos momentos debía estar encerrado por orden suya, lejos de la luz natural, con escasos alimentos, aunque sin recibir duros castigos.
«¡Ay, Eriprando, Eriprando! ¿Cómo pudiste hacerle esto a tu propio hermano? Yo te hubiese entregado la plaza que más te hubiese gustado para ti y tu familia en agradecimiento por tus servicios. Sin embargo, este ofrecimiento nunca lo considerasteis, preferisteis el camino de la deslealtad y permanecer al margen de la ley como mercenario, sin bandera ni ley», pensaba el cardenal, con el más doloroso pesar, sin dejar de contemplar aquella ciudadela desde las ventanas de su carruaje. La frialdad de un aire que bajaba con fuerza de aquellas nevadas montañas hizo que se cubriera con una gruesa manta de armiño; una profunda tristeza provocó entonces que algunas lágrimas no tardaran en brotar de sus ojos.
Mientras tanto, en Trento, Domenico Tonelli, que igualmente madrugó aquella mañana, ya había iniciado los pasos necesarios para la coordinación de los preparativos de sus tropas para llevar a cabo la arriesgada misión encomendada por el cardenal.
—¡Avisa al teniente Manderiolo! —imperó Tonelli, dirigiéndose al mayordomo, quien hizo lo propio con un soldado de palacio.
—¡Enseguida, señor!
Pocos instantes después, se presentó el responsable de la guardia en ausencia de Tommaso.
—Capitán, ¿me habéis hecho llamar?
—Sí, teniente. Como bien sabéis, es preciso organizar de inmediato la misión que me ha encomendado su eminencia —dijo Tonelli.
—¡Sí, mi capitán! Debemos coordinar todos los preparativos, porque la operación no debe demorarse. A lo largo de la tarde de ayer fueron saliendo los mensajeros con los correos hacia las fortalezas que estableció el cardenal.
—¿Y las tropas que llegaron conmigo de la frontera norte? —preguntó Domenico.
—Me han informado de que ya descansaron bien. Aguardan con impaciencia vuestras órdenes.
—Bien. Ahora es preciso revisar el armamento que debemos llevarnos en carros, discretamente cubierto con mantas para no despertar la atención de los ciudadanos de Trento, sin olvidarse de la intendencia para la tropa —recordó Tonelli.
—¡Señor!, todo ello ya se ha tenido en cuenta. Además, su eminencia me ha insistido en que yo, durante su ausencia, mantenga una formación militar, a modo de retén, preparada en todo momento para cualquier ayuda que podáis necesitar en esta delicada operación.
—Ahora quiero que me acompañes a los cuarteles para ver a mis hombres antes de partir hacia Castel Romano —le indicó el capitán—. Saldremos mañana, discretamente, a la hora prima, antes del repique de los tradicionales setenta y ocho golpes de la campana mayor de la torre de la iglesia de Santa Maria Maggiore. Para entonces, ya deberá estar todo el destacamento militar a punto de revista.
—¡Como ordenéis, capitán!
Momentos después, Gabriel Manderiolo acompañó a Domenico Tonelli a los cuarteles, que se hallaban entre la iglesia del Suffragio y la puerta Verde, en el extremo noroeste de la ciudad y a un tiro de ballesta del Castello del Buonconsiglio; dada la proximidad con el palacio tridentino, prefirieron desplazarse a pie. En el corto trayecto, Tonelli preguntó al teniente:
—Me resulta un tanto extraña esta misión. ¿Sabéis alguna cosa al respecto?
—Es posible que guarde alguna relación con Eriprando —comentó en voz baja Manderiolo.
—¿El hermano del cardenal? ¿Qué puede haber sucedido? —preguntó Tonelli con la mayor extrañeza.
—Ya conocéis las maniobras militares en las que siempre está involucrado Eriprando, y hace tiempo que no le vemos en Trento. Tampoco su familia conoce su paradero, según se dice por ahí —respondió calladamente Gabriel—. Pero, por favor, no digáis nada a nadie de todo esto.
—Descuidad, teniente, bastante trabajo tengo yo en la cabeza para mantener las fronteras de nuestro principado seguras y guardar al mismo tiempo las vidas de mis hombres como para meterme en nuevos asuntos.
Domenico no paraba de darle vueltas a la cabeza, pensando en los motivos de la operación que iba a llevar a cabo, y también en la explicación que le había dado aquel teniente cuando llegaron a la puerta de los cuarteles.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —se cuadró el sargento de guardia.
—Llévanos ante mis hombres.
—Mi capitán, el destacamento en estos momentos se encuentra haciendo ejercicios con armas de fuego y tiros con ballesta en el patio de armas —respondió el sargento.
—Gracias —respondió Tonelli.
—Sargento, comunique la llegada del capitán —ordenó Manderiolo.
—Sí, mi teniente.
El sargento de guardia ordenó de inmediato a un soldado que llevase el mensaje al resto de la tropa. Mientras tanto, el teniente acompañó a Domenico hasta el patio de armas, a donde llegaron, después de pasar unos largos pasillos y algunas galerías con troneras, para hacer las guardias. Al llegar al lugar, toda la tropa ya se hallaba formada y en perfecto estado de revista.
—¡Descansen! —ordenó el capitán, mirando con afecto a sus hombres.
Miradas de júbilo se encendieron en los rostros de aquellos soldados al ver a su querido y admirado capitán. Eran hombres de armas, profesionales acostumbrados a desarrollar las más arriesgadas misiones.
—Mañana, al alba, saldremos hacia una nueva misión —expuso Domenico Tonelli en una galería desde la que, a poca distancia, se dominaba todo el patio de armas—, pero será diferente a las demás. Sobre la ruta os iré informando. Esta operación militar reviste una enorme responsabilidad, y he querido que seáis vosotros quienes me acompañéis en defensa de nuestro territorio tridentino, según deseos de nuestro amado cardenal.
—Gracias, capitán. Sabéis que siempre estaremos con vos donde sea necesario por la defensa de Trento, del territorio y del cardenal —respondió, en nombre de todos los allí formados, el teniente Umberto Casotto, que era el militar de mayor graduación de aquella formación y la mano derecha de Tonelli.
—Gracias. Es preciso tenerlo todo preparado antes de acostaros. Y descansad bien esta noche —aconsejó Tonelli.
Después Umberto rompió la formación y fue al encuentro del capitán para dialogar con él. Y en una estancia de aquel acuartelamiento, elegida por Tonelli, este se reunió con los dos tenientes en la mayor intimidad.
—Todos estamos a punto para cualquier misión que nos encomiende, como bien sabéis. ¿De qué se trata en esta ocasión? —preguntó con manifiesto interés y un tanto expectante Casotto, tras saludar cortésmente a su capitán.
—¿Habéis estado en alguna ocasión en Castel Romano, teniente? —preguntó Domenico.
—Sí, mi capitán. Además, yo nací muy cerca, en la aldea de Condino.
—¡Perfecto! Es importante conocer bien la zona. Se trata de tomar esa fortaleza, haciendo una maniobra sorpresa y procurando no derramar mucha sangre.
—Recuerdo que de pequeño acostumbraba a ir por Pieve di Bono, y oía a las personas mayores del lugar que hablaban sobre la existencia de galerías secretas que, desde el interior del castillo, comunicaban con el lecho del río Chiese, cerca de Cologna, al otro lado de Valli Giudicarie —explicó Umberto, ante el asombro de los dos.
—Es muy importante todo cuanto me estáis diciendo, teniente —dijo Tonelli mientras le daba una palmada en el hombro—. Conocer en profundidad el terreno, en toda operación militar, resulta esencial. —Después, dirigiéndose a Gabriel Manderiolo, preguntó—: ¿Y el material para llevarnos, cómo está?
—¡Todo a punto de revista, capitán! Si deseáis os lo puedo mostrar —se ofreció con seguridad el teniente de la guardia personal del cardenal.
—No hace falta, confío en vos. Que esté todo a punto para partir mañana, y la salida de Trento la haremos con bastante sigilo —imperó el capitán, despidiéndose amablemente de Umberto. Al salir al exterior, Tonelli se dirigió a Manderiolo—: Teniente, quiero aprovechar mi regreso a Trento para acercarme a casa de mis padres, que no viven lejos de aquí, y saludar a mi madre, a quien hace tiempo que no veo. Al anochecer, antes del toque de queda, regresaré al Castello del Buonconsiglio, y mañana nos veremos antes de partir. Muchas gracias por todo.
—De acuerdo, capitán. ¿Queréis que os acompañe un soldado, para vuestra seguridad? —ofreció Manderiolo.
—No. Gracias, teniente. El lugar no queda lejos de aquí, y lo conozco muy bien.
—Hasta mañana, pues. Que descanséis.
Tonelli, que hacía varios años que no iba a Trento, a medida que transitaba por las calles de la ciudad iba recordando algunos agradables momentos de su infancia; especialmente cuando, tras dejar atrás Il Cantone y la Torre Verde, entró en la Via del Suffragio, y se recreó pensando en cuando jugaba de pequeño bajos los soportales de esa añorada calle que le vio nacer hacía treinta y cuatro años. El tiempo había pasado, pero las costumbres y juegos de los bambini seguían siendo los mismos (el escondite, el aro, las pompas de agua con jabón…), mientras las niñas, en lugares aparte, seguían vistiendo a sus muñecas de trapo… Sin darse cuenta, alcanzó la casa de sus padres. Pero antes de golpear la aldaba de la puerta quedó unos momentos pensativo, recordando a Antonella, su madre, siempre atareada con las faenas de casa. Finalmente, golpeó la aldaba, y al poco se abrió la puerta.
—¡Hijo! ¡Qué alegría! ¡No te esperaba! —exclamó la madre, llena de gozo al verle.
—¡Madre! Yo también soy muy feliz al veros.
—¡Pasa! Tu padre salió de viaje hace muchos días, aunque ya no deberá tardar en regresar.
—Sí, le vi en Caderzone, en casa de los tíos Ricardo y Jacinta. También estaban los primos Alberto y Enmanuela. Todos se encuentran muy bien —informó Domenico, sin dejar de abrazar a su madre.
—¿Te quedarás muchos días? —preguntó Antonella, mirando con ternura a su hijo.
—No. Lamento decíroslo, madre, pero he venido a Trento para cumplir una importante misión, a requerimiento del cardenal, de la cual no puedo hablaros, pero, una vez terminada, y de regreso de nuevo, procuraré permanecer unos días en casa y te informaré ampliamente. Se trata de algo muy delicado.
—No me inquietes, hijo. Ten mucho cuidado; corren tiempos difíciles y la gente habla de enemigos que acechan a nuestro principado —apuntó con honda preocupación Antonella.
—Sí, madre. ¡Qué me vais a contar! Estoy combatiendo a diario a enemigos que buscan apoderarse de nuestro territorio. Pero no os inquietéis, todo saldrá bien —respondió Domenico, intentando calmarla.
Después de un silencio, con sollozos y abrazos, y sin dejar de mirarse con inmenso cariño y ternura, Antonella, al ver las estrellas que mostraba en el hombro su hijo, dio un salto de alegría.
—¡Ya eres capitán!
—Sí, madre; desde hace un par de años. Fue nuestro querido cardenal quien, después de una valerosa acción en las fronteras del norte, aprobó el ascenso de mi graduación.
—El cardenal Madruzzo es lo mejor que hemos tenido en nuestra historia. También lo fue su antecesor, Bernardo Clesio, pero la gloria del concilio se la debemos a Cristoforo. A su eminencia todo el mundo le quiere y respeta, porque es un hombre justo. ¿Pero cuándo debes partir a esa misión? —preguntó con interés y preocupación Antonella.
—Solo podré quedarme esta tarde con vos, madre, porque esta noche he de regresar al Castello del Buonconsiglio, antes del toque de queda, porque partiremos mañana. Os ruego que no habléis de esto con nadie, por favor.
—Descuida, hijo. Lo dejo todo y estaré contigo. El cuarto lo tienes tal como lo dejaste, lo mismo que el de tu hermano, Luigi, que sigue de monje en San Romedio.
Después de pasar toda aquella jornada en el hogar que le vio nacer, en compañía de su madre, Domenico se marchó con los primeros rayos del crepúsculo, cuando comenzaban a encenderse las antorchas de las calles y plazas de Trento. A paso firme, no tardó en llegar al palacio cardenalicio, porque quiso acostarse pronto, para descansar lo suficiente.
A la mañana siguiente, y tal como el capitán había previsto, el destacamento ya estaba formado frente a la fachada principal del Palazzo del Buonconsiglio, y Tonelli no tardó en aparecer, sobre su hermoso caballo de larga melena negra. La tropa iba vestida con ropa de campaña, para no llamar demasiado la atención; además, se había escogido una hora en la cual la mayoría de la población dormía, porque las campanas de Santa Maria Maggiore aún permanecían en silencio. Todos, debidamente formados en fila de dos, con los carromatos hábilmente camuflados, abandonaron Trento por la puerta de Vanga. Al frente iba Domenico Tonelli, que cabalgaba junto con su teniente, mientras que el jinete gonfalón, que iba delante a poca distancia, ondeaba al viento con orgullo la bandera del principado tridentino.
—Hemos de hacer algunos altos en el itinerario, según lo acordado con el cardenal, para recibir soldados, y aprovechar para descansar —manifestó Tonelli.
—¿Qué ruta tomaremos, capitán? —preguntó Umberto.
—La primera parada será Toblino —informó Tonelli—. Su señor, Nicolò Gaudenzio, ya nos estará esperando. Después será Castel Campo, donde nos aguarda Alberto Segonzano. En Madruzzo, la cuna de nuestro amado cardenal, nos espera Salvatore Felice, y en Stenico, la más importante de nuestras plazas fuertes, Alessandro Civerone. Con todo ello, ya podremos establecer bien la mejor maniobra de ataque a Castel Romano, y espero que los señores de Lodron se encuentren dentro de la ciudadela para no tener que poner cerco al palacio que esta influyente familia dispone en las proximidades del lago d’Idro.
—La mejor ruta es seguir en todo momento Valli Giudicarie —aconsejó el teniente—, pero también es la más frecuentada. Conozco unos senderos que nos llevarían directamente a Pieve di Bono, desde Stenico, a través de las montañas del interior, por Ballino, para no llamar mucho la atención de las gentes de los pueblos y aldeas que se hallan sobre la Giudicarie.
—Bien. El ir vestidos con ropa de campaña hace pensar que estamos en maniobras militares. Organizad la ruta con los mandos. Pero acordaos de que llevamos carromatos pesados y pólvora.
—No os preocupéis, mi capitán, lo tengo previsto. Conozco muy bien el territorio que vamos a atravesar —respondió Umberto, tranquilizando a Domenico.
Las paradas en Toblino, Castel Campo, Madruzzo y Stenico se llevaron a cabo según los cálculos establecidos. Y el contingente militar había triplicado su número, hasta completar la cifra de hombres que consideró suficiente el capitán para esta operación. También fue importante el material recibido en las citadas fortalezas, tanto de armas de fuego como de aceros, lanzas y ballestas. Tampoco faltaba comida. Todo estaba a punto al salir de Stenico. Ya había transcurrido una semana, y la tropa se encontraba con ganas de entrar en acción.
—Mi capitán, ya falta poco para alcanzar el curso del Chiese y el pueblo de Pieve di Bono —anunció ansiosamente el teniente.
—Sí, ya observo la fortaleza. Este lugar está bien para instalar el cuartel de campaña, a cubierto por el bosque y con una posición estratégica idónea, para contemplar, sin ser vistos, desde una distancia prudente la fortaleza. Parece que en Castel Romano todo está normal. Atacaremos pasada la medianoche.
—De acuerdo, mi capitán. Los hombres deberían ir vestidos de negro, y, aunque lleven armas de fuego, prefiero que se evite su uso, y emplearlas solamente cuando esté en peligro la vida de la persona. En cambio, debemos utilizar las ballestas, las espadas y los cuchillos, que son más eficaces en el cuerpo a cuerpo y hacen menos ruido —aconsejó Umberto.
—Y, sobre todo, recordad que hemos de procurar salvar el mayor número de vidas posible —recordó Domenico.
En poco tiempo, amparados por las sombras del crepúsculo, las tiendas fueron abriéndose en aquel lugar elegido por el capitán, mientras los hombres iban tomando posiciones a medida que se conocían los detalles de la operación. De los carromatos fueron sacándose, con rapidez y en el máximo silencio, las armas, alimentos, mantas y demás útiles, para estar a punto en todo momento. Los soldados, mientras tanto, se estaban vistiendo con ropa oscura, cubriéndose de barniz oscuro la cara, y evitando cualquier objeto metálico que pudiera reflejar los rayos de una luna llena que iluminaba la fría noche. Estaba ya todo preparado para entrar en acción, cuando de pronto sucedió algo.
—¡Capitán, se ha abierto la puerta de la fortaleza! —exclamó Umberto Casotto, sin alzar la voz.
—¡Sí, sí, ya lo estoy viendo! Pero vamos a esperar unos instantes, para ver qué sucede —instó Tonelli.
Pocos momentos después salió de aquella ciudadela un carromato tirado por dos caballos y ocho jinetes armados escoltándolo.
—Es muy extraño. A estas horas tan avanzadas de la noche, no creo que se trate de mercancías que salgan del castillo —dijo en voz baja Tonelli—. ¿Serán los señores de Lodron, a los que alguien haya avisado de nuestra operación militar, que parten de la fortaleza ocultos para buscar refugio en el palacio próximo al lago d’Idro?
—Puede ser cierto, capitán —repuso el teniente, mientras que los hombres que estaban preparados para llevar a cabo el ataque sorpresa se mantenían ocultos, pero con los ojos bien abiertos, siguiendo al dedillo todo cuanto estaba sucediendo en el portalón principal del castillo.
—¡Bien! Habrá cambio de planes —musitó en voz baja el capitán. Después de unos momentos de silencio, aunque con un cierto nerviosismo en el ambiente, expuso la siguiente estrategia—: De la forma más cautelosa posible, vamos a sorprender al destacamento que acaba de salir de Castel Romano. Lo haremos con rapidez y procurando evitar el derramamiento de sangre. Para no hacer ruido con los cascos de los caballos, se les pondrá un trozo de saco atado en las patas. Tú, Umberto, cortarás la salida con veinte hombres, al final de aquel bosque, porque pueden tomar ese itinerario, que sería el más lógico, dado que lleva al lago d’Idro. Pero es probable, si han sido informados de nuestra operación, que quieran confundirnos, tomando el sendero que conduce al oeste, a Castel Condino, para refugiarse en esa fortaleza, cuyo señor también ha dado muestras en algunos momentos de apoyar a los Lodron. Y será entonces cuando yo les atajaré el paso, al otro lado del río, con otros veinte hombres. Los demás, permaneced aquí, a las órdenes del sargento, en estado de total alerta, por si salen tropas de la fortaleza para darles apoyo.
—Me parece una excelente idea, capitán —respondió el teniente.
—Pues bien. ¡Todos en marcha, señores! No debemos perder el menor tiempo —mandó Tonelli, mientras extraía la espada y el cuchillo de su funda y los examinaba.
Con la más férrea disciplina y rapidez, procurando hacer el menor ruido posible, ambas formaciones bajaron para tomar las posiciones acordadas. Aquel carromato, después de bajar a toda prisa, flanqueado por los jinetes de seguridad, tomó el camino hacia el sur, y el teniente Casotto ya aguardaba con sus hombres, al final del bosque, para cortarles el paso. Domenico Tonelli, que había advertido ese cambio de rumbo, no dudó en acercarse con sus hombres a todo galopar, para cortar una posible retirada, de nuevo, en dirección a Castel Romano.
—¡El carromato viene hacia nosotros, pero no disparéis ni salgáis hasta que dé la orden! —impuso el teniente Umberto, calmando a sus hombres, mientras estos asentían con gestos.
En pocos instantes, aquel pequeño destacamento que había salido del castillo iniciaba su entrada a la espesura del bosque, con los caballos trotando a toda velocidad, sin imaginarse lo que les aguardaba. Entretanto, Domenico Tonelli ya acudía al lugar para cortar la salida. Y el teniente Umberto, esperando el momento adecuado, no tardó en ordenar a sus hombres al ver aparecer aquel grupo:
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Cortadles el paso!
—¡Alto! ¡Estáis rodeados! —gritó Casotto, dirigiendo las armas de fuego sobre los conductores del carromato.
De pronto, aquel grupo, al verse acosado y acorralado, intentó buscar una salida entre la espesura, pero los jinetes del capitán ya estaban a muy poca distancia, y el soldado que llevaba las riendas tiró de golpe para frenar a los caballos, siguiendo órdenes que se oyeron tímidamente de alguien que se hallaba en el interior del carromato. De inmediato, uno de los jinetes que custodiaban la parte trasera de aquel carro hizo intento de sacar su arma de fuego, pero una flecha de ballesta de los hombres del teniente que estaba apostado sobre las ramas de un árbol cruzó el aire y atravesó el pecho del soldado entrando encima de la armadura y por la rendija debajo del brazo; al instante, cayó desplomado e inerte al suelo. La voz firme de Umberto retumbó en aquel escenario, poco antes de la llegada del capitán Tonelli:
—¡Rendíos! ¡Arrojad las armas al suelo! —bramó el teniente—. ¡No cometáis más imprudencias!
—¡Haced lo que dicen! ¡Nos rendimos! —se oyó una voz titubeante y ronca que salía del interior del carromato.
Inmediatamente, llegó el capitán Tonelli, al frente de su grupo.
Aquellos jinetes fueron arrojando sus armas al suelo, mientras desmontaban de sus caballos. Y el capitán no tardó en llegar, aproximándose con prudencia al carromato, para conocer la identidad de quienes estaban dentro.
—¡No disparéis! Estamos desarmados.
—¿Quiénes sois? —preguntó con autoridad Domenico.
—Somos los señores de Lodron.
—Descended del carruaje —mandó Tonelli, sin apartar una fría mirada hacia los ocupantes, atento a sus movimientos.
En breve, todos los soldados habían sido reducidos y maniatados, y los señores de Lodron fueron conducidos con extrema vigilancia hasta el lugar en donde se encontraba el campamento base de los atacantes, donde se planificaría minuciosamente la siguiente operación a realizar.
Después de dejar a todos los prisioneros en un lugar seguro, y bien custodiados, Tonelli se reunió con sus mandos.
—Ahora hay que tomar la fortaleza, pero al igual que se ha desarrollado esta primera fase, sin apenas derramar sangre, deberá hacerse en la siguiente incursión.
—Sí, mi capitán, llevaremos a los señores de Lodron como rehenes, para que nos abran las puertas, aprovechando, además, el factor de la noche —musitó el teniente.
—Bien, adelante. No perdamos tiempo. Pero en esta ocasión necesitamos a la mayoría de nuestros soldados, que deberán rodear todo el perímetro de la fortaleza, a una distancia que permita ver los movimientos de sus defensores sin ser vistos desde las almenas y las altas murallas, por si se produce alguna sorpresa. Tened preparados los garfios, por si fuera necesario escalar los muros. También debemos tener a punto, en posiciones adecuadas, las piezas de bombardas y las catapultas de fuego, para disparar sobre la fortaleza y reducir a los defensores de las almenas.
El capitán encabezó aquel destacamento militar, con el gonfalón al frente, enarbolando la bandera de Trento, y con los señores de Lodron en primera línea, sobre sus sillas, con las muñecas a la espalda bien maniatadas a las monturas con cuerdas.
Una vez frente a la puerta del castillo los defensores no supieron qué hacer, y el sargento de guardia, al ver a sus señores apresados, bajo la luz de una antorcha, se apresuró en mandar enarbolar la bandera blanca de rendición de la plaza.
Castel Romano se rindió sin abrir fuego, y la puerta de la fortaleza se abrió de par en par facilitando la entrada de los atacantes; solo se había producido una baja entre los jinetes de los señores de Lodron, debido a una imprudencia. Por lo tanto, no podía haberse llevado mejor la operación.
—Su eminencia deberá estar contento cuando a su regreso de Venecia sea informado de esta misión —afirmó Tonelli, lleno de felicidad, dirigiéndose a su teniente.
—Capitán, pocos militares podrían haber protagonizado una operación tan exitosa en todos los sentidos —repuso Casotto.
—Gracias, Umberto, pero sin tu consejos y apoyo no habría sido lo mismo. Lo más importante, por encima de haber conquistado la plaza y de apresar a los señores de Lodron, ha sido para mí que no hubiese derramamiento de sangre, y la que ha habido ha sido por una imprudencia de ese jinete que defendía el carromato —manifestó con la mayor confianza el capitán.
Tonelli y sus hombres, ya de regreso, siguiendo los deseos del cardenal, llevaron a los ilustres presos a Stenico, en cuya plaza, su señor, Alessandro, les tenía preparadas unas estancias cerradas y custodiadas, donde no les faltaría de nada a esos nobles. Después el destacamento militar fue pasando por las demás fortalezas para dejar a los soldados que habían ido incorporándose, y Tonelli regresó a Trento con el grupo inicial.