XXX. Operación militar

En la ciudad de Trento, el cardenal Cristoforo Madruzzo, después de haber regresado con su séquito y guardia personal desde su estancia en Toblino, ya estaba a punto para partir hacia Venecia y asistir a la ceremonia de coronación del nuevo dux. Nadie, a excepción de los más allegados, quienes habían formado parte de la expedición que le llevó a Stenico, conocía lo que sucedió en el viaje de regreso, y menos aún la traición de Eriprando, su hermano, que ya estaba encarcelado en los calabozos de la ciudadela de Pèrgine.

—¡Eminencia! Ya deberíamos partir hacia Venecia, en la Serenísima nos esperan para los actos —aconsejó Tommaso, después de saludar cortésmente al cardenal.

—¡Estoy de acuerdo!, pero aún no quiero marchar, espero pronto la llegada de Domenico Tonelli, que está en camino, y según las informaciones recibidas, esta noche llegará a Trento. Que lo tengan todo listo. Por cierto, Tommaso, ¿qué se sabe de mi hermano? —se interesó Madruzzo.

—Eminencia, Eriprando ya lleva una semana internado en la fortaleza de Pèrgine, y, siguiendo vuestras ordenanzas, no recibirá ningún castigo que ponga en peligro su vida —repuso.

—¿Pudiste averiguar algo sobre la familia Lodron, de Castel Romano? —volvió a preguntar el cardenal.

—¡Sí, eminencia! Los señores de Lodron, en estos momentos, se encuentran en su palacio a orillas del lago d’Idro, y por lo tanto, Castel Romano se halla desprotegido —informó el capitán de la guardia personal del cardenal.

Una leve sonrisa se asomó en los labios de Madruzzo.

Era ya muy avanzada la noche, y pocas luces quedaban encendidas, pues la ciudad dormía. Las puertas hacía horas que habían sido cerradas; sin embargo, las de la torre de Vanga, por orden expresa del cardenal, no tardaron en abrirse de par en par, para facilitar el paso de un destacamento militar que llegaba exhausto, a cuyo frente iba el capitán Domenico Tonelli, quien, procedente de las fronteras del norte del principado y con pocas paradas de descanso en el camino, después de un largo trayecto, en aquellos momentos hacía su entrada en Trento.

—¡Bienvenido, capitán! —exclamó el sargento de guardia.

—¡Gracias! Venimos muy agotados por el largo viaje —repuso Tonelli.

—¡Señor! Ya está todo dispuesto, por orden directa de su eminencia —informó el jefe de la guardia—. Han sido preparadas unas estancias en el palacio del Castello del Buonconsiglio, donde podréis descansar; y la tropa, en los cuarteles del sector oriental de la ciudad. Mañana seréis recibido por el cardenal a primera hora, porque según las instrucciones, su eminencia ha de partir de viaje.

—¡Gracias, sargento! Pero que descansen bien mis hombres, y también los caballos y mulas de carga —imperó el capitán.

A la mañana siguiente, cuando las campanas de la catedral repicaban anunciando el inicio de la jornada, Domenico ya aguardaba en su recámara, vestido con su más elegante uniforme de campaña, esperando el aviso del encuentro con el cardenal. Unos golpes en la puerta no tardaron en producirse.

—¡Señor! Sígame, por favor —solicitó el mayordomo personal del cardenal, acompañado de varios servidores.

Tras recorrer algunos pasillos y los patios que enlazaban las dos fortalezas del Castello del Buonconsiglio, llegaron a la sala de embajadores, donde había fijado el punto de encuentro su eminencia. Instantes después, el cardenal Madruzzo hizo su entrada.

—Eminencia, ¿me habéis hecho llamar? —preguntó el capitán Tonelli, al tiempo que se inclinaba para besar la mano del cardenal.

—Sí, Domenico, pero antes infórmame de cómo está la situación en nuestras fronteras del norte —se interesó el cardenal.

—Eminencia, desde hace varios años las fuerzas del conde del Tirol no dejan de hostigar nuestras defensas; desde Boxen estoy abasteciendo las ciudades y los castillos que aseguran los límites de nuestro principado con los territorios del archiduque de Austria, y cada vez la situación es más insostenible.

—Gracias, Domenico, me lo temía. Te facilitaré los medios y recursos necesarios para que puedas llevar a cabo esa difícil tarea. Soy consciente de tu valor y entereza en todo cuanto vas haciendo por la seguridad y estabilidad de nuestro principado. Y, a pesar de lo cansado que debes encontrarte por el viaje desde las fronteras del norte, quiero que cumplas una arriesgada y difícil misión de suma importancia, que, además, reviste un interés muy especial para mi persona, mientras me encuentre en la Serenísima, en cuya ciudad de Venecia debo asistir a la toma de posesión del nuevo dux. Por ello, he querido recibirte con tanta premura —imperó Madruzzo.

—Eminencia, mi espada está al servicio de nuestro principado, y daría mi sangre, si fuera preciso, por la defensa de vuestra persona y de nuestro territorio —exclamó con autoridad y confianza el capitán.

—Lo sé muy bien, amigo Domenico. En todas las acciones que has participado, he sido informado puntualmente de tu valor. Por ello no he dudado al pensar en ti. Hace tiempo que era necesario recordarles a los señores de Lodron la lealtad que les deben a Trento y a nuestro principado, y quiero que se les dé un escarmiento.

—Eminencia, personalmente no conozco la fortaleza de Castel Romano —comentó el capitán—, pero sí he oído hablar de las poderosas influencias de esos señores.

—¡En efecto, Domenico! Los Lodron son capaces de aliarse hasta con el mismísimo Diablo para conseguir sus fines. Sus ansias de poder no tienen límites. Incluso han llegado a comprar uno de los mejores terrenos del norte de la ciudad de Trento, concretamente entre la iglesia de la Trinità y el Palazzo Firmian, para construirse una suntuosa residencia desde la cual poder admirar mejor el Castello del Buonconsiglio y rivalizar con los palacios más lujosos y elegantes de la capital —argumentó el cardenal.

Instantes después, su eminencia se reclinó en su diván, mientras saboreaba un racimo de uvas que tomó de la bandeja de plata llena de frutas que tenía sobre la mesa. Y seguidamente prosiguió:

—Castel Romano se encuentra cerca de Pieve di Bono, al sur de Valli Giudicarie, sobre la orilla izquierda del río Sarca, a un tiro de ballesta de Prezzo, entre los pueblos de Cimego y Lardaro. Allí es donde tienen concentradas sus tropas. Sin embargo, el Palazzo Lodron, según informaciones recientemente recibidas, se halla en la villa de Lodrone, a una hora de marcha al nordeste del lago d’Idro.

—Eminencia, estoy pensando en un ataque sorpresa, directamente a Castel Romano —explicó Domenico—. Para ello no es necesario un número elevado de soldados. Prefiero hombres de valor y de alta preparación militar. Con un destacamento de doscientos hombres, bien armados, creo que será suficiente.

—Me parece muy bien —repuso el cardenal—. Antes de partir hacia Venecia lo dejaré todo bien establecido para que recibáis cuanto necesitáis.

—Eminencia, para que la operación sea exitosa, como comprenderéis, debemos hacerla además con el mayor secretismo. No debemos llamar mucho la atención aquí en Trento. El grueso de la tropa se puede ir incorporando por el camino; estoy pensando en Toblino, Campo, Madruzzo y, sobre todo, Stenico —manifestó el capitán, señalando sobre un mapa cartográfico la ruta con la punta de su afilada daga.

—En efecto, todo debe hacerse con absoluta discreción. Recuerda que nadie, a excepción de nosotros y de Tommaso, mi jefe de guardia personal, conoce esta misión —insistió el cardenal.

—¡Gracias, eminencia, por confiar en mí para esta delicada misión! —exclamó el capitán, mirando con alto respeto y gratitud a Madruzzo.

—¡Bien! Mañana, a primera hora, parto hacia la Serenísima, pero antes voy a extender órdenes selladas y escritas con mi puño y letra a los señores de esas cuatro fortalezas que se alinean en la ruta que vais a seguir para que tengan a punto los destacamentos de hombres y material necesarios. Los emisarios saldrán hoy mismo —confirmó el cardenal.

—Eminencia, después de tomar por sorpresa Castel Romano, si dentro de la ciudadela no se encuentra la familia Lodron, me dirigiré de inmediato con un destacamento más reducido, pero de élite, a la residencia que tienen en Lodrone, próxima al lago d’Idro —expuso con seguridad el capitán.

—¡Sí, Domenico! Pero es posible que los Lodron reciban algún apoyo desde Castel San Giovanni, fortaleza que, hace más de un siglo, ya defendió a esta familia contra un intento de asalto por parte de tropas tridentinas —informó el cardenal.

—Entonces, eminencia, deberé pensar en otro apoyo más cercano, que podría ser el Castel Santa Bárbara, cuyo señor, como bien sabéis, siempre ha puesto su baluarte al servicio de Trento —insinuó el capitán.

—De acuerdo, Domenico, también incluiré esta fortaleza entre los comunicados a enviar, pero procurad tener el menor número posible de muertes, puesto que tanto a los atacantes como a los defensores los considero como hijos míos y también de nuestro principado. Debéis reducir a la guarnición y apresar a los señores, a quienes quiero que llevéis a Stenico, para ser encerrados en las entrañas de la horripilante cárcel de la torre Bondone. Recuerda que Tommaso mañana no se encontrará, porque me acompaña a Venecia, pero su ayudante, el teniente Gabriel Manderiolo, podrá ayudaros en todo cuanto necesitéis; también él está informado de esta operación —destacó el cardenal, dándole una palmada de afecto a Domenico en la espalda.

—Gracias, eminencia, así lo haré. Espero que a su regreso de la Serenísima ya haya podido culminar con éxito esta delicada misión que me habéis encomendado.

Domenico besó respetuosamente la mano izquierda del cardenal y después retrocedió hacia la puerta, sin darle la espalda en ningún momento.

—¡Ah! Quiero decirte que tuve el placer de compartir con Angiolo, tu padre, unos días en Stenico —musitó el cardenal en el momento en que Domenico procedía a salir de la puerta—. También estaba Bruno, el director de los trabajos de restauración de los palacios tridentinos. Ambos salieron hace muchos días de Trento, en viaje de descanso, para visitar a sus respectivas familias en Val Rendena.

—¡Sí, eminencia! Ya fui informado de ello, directamente por mi padre, a quien saludé en Caderzone —confirmó el capitán—. Se hallaba en casa de mis tíos, a quienes igualmente tuve la inmensa satisfacción de ver y abrazar, después de tanto tiempo. Mi padre me dijo que esperaba la llegada de Bruno, desde Pinzolo, para regresar, juntos, de nuevo a Trento. Y a Bruno me lo encontré en Carisolo, a quien conocí fortuitamente, y fue muy agradable.

—¿Te dijo algo en especial Bruno? —se interesó Madruzzo.

—¡No! Solo que deseaba regresar a Trento lo más pronto posible, porque tenía que facilitaros algunas informaciones.

—¡Bien! Probablemente ya haya regresado a Trento a mi vuelta de Venecia. Yo también tengo informaciones que darle. Es una persona fiel, como tú, a nuestro principado —exclamó su eminencia.

Luego, el cardenal, con un gesto respetuoso de la mano, dio aquel encuentro por concluido, y el capitán salió sin darle la espalda.

Una vez solo, el cardenal, reclinado en un diván, comenzó a recordar la desafortunada acción llevada a cabo por su hermano Eriprando, a quien, con inmenso dolor de su alma, se vio obligado a dar un duro escarmiento, primero en las mazmorras de Pèrgine, y después enviándolo, durante dos años, como galeote de galeras.

«Mientras tanto, ayudaré a su esposa y a sus hijos, porque ellos no tienen la culpa de la deslealtad de su padre», pensó Madruzzo, muy apenado, recordando, al mismo tiempo, los momentos de felicidad vividos en la infancia con sus padres y con su hermano, y preguntándose cómo podía haberse producido aquel percance, que Eriprando, su propio hermano, por ambición y avaricia, llegara a amenazar su vida y con ella a poner en peligro la seguridad del principado.

Al amanecer del día siguiente, el cardenal saldría de Trento al frente de una numerosa comitiva y con Tommaso como jefe de su guardia personal.