Carisolo no tardó en mostrarse en la lejanía, acurrucada sobre la ladera de suaves montañas tapizadas de un verde intenso. El pueblo parecía una estampa navideña. Una paz y armonía casi celestial flotaban sobre el conjunto de casas de piedra cubiertas con pizarra de la zona, creando una insólita armonía vital en aquel paraje.
—¡Ya estamos cerca de nuestro destino! —gritó Mauro.
—Sí, distingo los tejados y las torres entre árboles y huertos —exclamó Bruno—. Pero no sabemos dónde dirigirnos, y tendremos que preguntar para localizar a la persona que buscamos. La única referencia que nos dio Pietro Andrea es que vive en un bosque cercano a la iglesia.
—Bien, ya es algo, aunque bosques no faltan en este lugar, y también veo tres campanarios —respondió Mauro, confundido.
—Debemos ir a la iglesia de Santo Stefano —aclaró Bruno.
Mauro dirigió los caballos hacia el interior del pueblo, y allí, junto a la plaza mayor, descendiendo de la silla, decidió preguntar, mientras Bruno prefirió aguardar dentro del carruaje, un tanto ensimismado en sus pensamientos.
—¡Perdonad, señor! ¿Dónde se encuentra la iglesia de Santo Stefano?
—Es la que está en las afueras de Carisolo, sobre el camino que lleva a Bedole —respondió aquel hombre, que vendía frutas en un puesto del mercado—. No tardaréis en verla, porque se alza sobre una colina.
—Vamos buscando a un hombre que vive cerca de esa iglesia, en el interior de un bosque; se llama Gerolamo Cardano. ¿Conocéis a esa persona? —volvió a preguntar el chófer.
—Por ese nombre, no, pero sí sé que hay un hombre, algo extraño y enigmático, que vive solo en una cabaña en el interior de un espeso bosque, no lejos de la iglesia, que tiene el don de curar a través de los sueños… —dijo aquel hombre, mirando con cierta extrañeza a Mauro y al carromato.
—Gracias.
—¿Ha escuchado, señor? —preguntó el chófer, dirigiéndose a Bruno.
—¡Sí, Mauro! Es posible que se trate de la misma persona. Dirígete hacia esa iglesia, y luego seguiremos preguntando —aconsejó Bruno.
Aquel santuario no quedaba lejos; la iglesia de santo Stefano, que se hallaba sobre una suave colina, dominando el camino que salía de Carisolo en dirección a Bedole, no tardó en aparecer sobre las copas de los árboles. Y fue al contemplar el campanario cuadrado y puntiagudo cuando Bruno exclamó:
—¡Sí! Me acuerdo ahora muy bien de este lugar. Esta iglesia también fue decorada magistralmente por mi padre. Yo tenía pocos años y le acompañé en muchas jornadas de trabajo. Recuerdo que las pinturas tienen una particularidad única, como es la representación de la última cena con los apóstoles sentados a un lado de la tabla de la mesa ante un largo mantel de color blanco y los alimentos simbólicos. Los comensales están detrás de la mesa, mientras que los servidores se mueven delante; al lado se encuentra la escena de Judas Iscariote recibiendo la comunión de manos de Jesucristo, mientras con la mano izquierda acaricia la bolsa de monedas que lleva colgada del cinturón; y debajo del mantel, moviéndose sobre los pies descalzos de los comensales, hay algunos perros pendientes de las sobras que van cayendo.
—Resulta extraordinaria vuestra memoria, señor —dijo asombrado Mauro, dirigiendo los caballos por la cuesta que llevaba a la iglesia.
Al llegar a la plazoleta que se abría frente al ábside, donde se hallaba el cementerio, por respeto a los difuntos allí enterrados, el chófer condujo hacia unos alerces próximos, sujetando firmemente las riendas y frenando el carromato.
—¡Bien! Vamos a ver qué podemos averiguar aquí del paradero de este hombre que estamos buscando —manifestó Bruno mientras bajaba—. ¡Espere aquí, no tardo en volver!
—¡Tenga cuidado, amigo!
Seguidamente, Bruno se dirigió a la iglesia, y, al llegar a la pared meridional, la que estaba decorada con las pinturas realizadas por su padre, advirtió la presencia de dos hombres, que miraban con curiosidad aquella serie de frescos y conversaban en voz baja. Por los ropajes de seda que vestían y sus refinados modales, eran gente de alta cuna. Y este no dudó en aproximarse a ellos.
—¡Buenos días, señores!
Aquellas personas, que entablaban animada conversación, no pudieron evitar tener un leve sobresalto ante la inesperada presencia de Bruno, pero respondieron al saludo de este.
—¡Buenos días, señor!
—¿Os agradan estas pinturas? —preguntó Bruno, para intentar establecer una relación con aquellos hombres.
—¡Sí! Hemos venido esta mañana desde Boxen para visitar las iglesias decoradas por Simone Baschenis —informó el más alto de los dos.
Bruno, al oír el nombre de su padre, no pudo dejar de estremecerse de felicidad.
—Las pinturas de esta iglesia son de maravillosa ejecución —respondió al instante—. Entre las escenas más sorprendentes, además de la vida de san Esteban, patrón de la iglesia, debemos destacar a Daniel y al rey de Israel. También la representación de la Virgen y el Niño, pero sin duda la escena de la última cena es la más importante, por ser única en su categoría y estilo en toda Europa.
—Conocéis muy bien la obra de este artista —manifestó el que más hablaba, mientras que el otro escuchaba con inusitado interés la conversación, sin dejar de examinar los murales pictóricos de las fachadas de la iglesia y de observar discretamente a Bruno.
—Sí, fue mi padre, Simone, quien, en efecto, llevó a cabo la realización de estas singulares pinturas. Fue una de sus primeras obras, llevadas a cabo en Val Rendena, relacionadas con el sobrecogedor tema de la danza de la muerte.
—¿Vos sois hijo de Simone Baschenis? —coincidieron en preguntar de inmediato, con admiración y respeto al mismo tiempo.
—Sí, me llamo Bruno Baschenis.
—Nosotros somos comerciantes de vinos, con sede en Boxen. Precisamente en esta ciudad, no muy lejos de nuestras casas, en el interior de la iglesia de los dominicos, se conserva un interesante fresco de la escuela del Giotto llamado «Triunfo de la Muerte».
—Sí, lo conozco bien —manifestó Bruno—. Soy restaurador de las obras de arte de los palacios tridentinos.
—Vemos que estamos hablando con toda una autoridad en el arte, y además es el hijo de Simone Baschenis. Es un inmenso honor para nosotros conoceros.
—Gracias, señores; transmitiré a mi padre vuestros halagos hacia su magnífica obra.
—Estamos aprovechando un recorrido por Val Rendena para comercializar unos vinos que nuestras bodegas producen con los viñedos que se cultivan a orillas del lago de Garda. Por ello, por un recorrido desde el norte del valle, al pasar por Carisolo, no hemos querido perder la oportunidad de venir a visitar estas singulares iglesias, en las que su padre hizo sin duda un sensacional trabajo.
—No dejéis de ver las pinturas de las iglesias de Pinzolo y Pelugo —recomendó Bruno, con amabilidad.
—Así lo haremos —aseguró uno de los comerciantes—. Bien. Hemos de seguir nuestro recorrido; esta noche nos esperan en Bolbeno, donde descansaremos, y mañana al mediodía debemos estar en Riva di Garda, en cuya población hemos creado una bodega, para estar más cerca de los viñedos, y también de las principales calzadas que faciliten su comercio. Si os acercáis algún día, seréis bienvenido e invitado a catar algunos de los vinos que, de la variedad fraga, estamos elaborando —ofreció cortésmente.
—Gracias, señores. Aunque no soy un gran entendido en vinos, sí me gusta beber un vaso durante las comidas. Yo resido en Trento. —Hizo una breve pausa, y entonces se despidió—: Que tengáis un feliz viaje.
Bruno no les preguntó nada acerca de la persona que estaba buscando, porque comprendió que se trataba de forasteros, y poca información iban a facilitarle sobre el particular. Al quedarse solo, se acercó a la última de las figuras pictóricas y observó que efectivamente la frase grabada por su padre «Mors janua vitae» había sido casi destruida, y en su lugar aparecía escrito «Nihil omni», bajo una cruz, confirmando las palabras de su progenitor.
Estaba ya a punto de regresar al lugar donde le aguardaba Mauro cuando oyó un sonido en el interior de la iglesia, y seguidamente el crujir del gozne de la cerradura que se hallaba cerrada. Al instante, apareció una persona con una escoba, barriendo.
—¡Buenos días, señor! Perdonad que os moleste, pero estoy buscando a una persona —solicitó amablemente Bruno.
—Vos diréis —repuso aquel hombre—. El párroco no se encuentra hoy aquí, porque ha ido a oficiar la misa en el santuario de la Madonna del Potere, y tardará en volver.
—Bueno, es posible que vos lo sepáis. ¿Sois de aquí, de Carisolo? —quiso saber Bruno.
—Sí, en este pueblo nací, y también mis padres. Cuido de la limpieza de la iglesia, el cementerio y el entorno de esta parroquia desde hace muchos años. ¿Pero de quién se trata? —preguntó un tanto sorprendido.
—El nombre de esa persona que ando buscando es Gerolamo Cardano. Solo sé que es un sabio que vive en un bosque de robles cercano a esta iglesia.
—Por ese nombre… no conozco a nadie. Pero sé de una persona que vive en un lugar con esas características, a quien todo el mundo llama «el que lee los sueños». Pero ¿por qué lo buscáis?
—No es para nada malo, al contrario, solo es para entregarle unos documentos de su interés, de parte de un buen amigo y colega suyo —aclaró Bruno.
—¡Me tranquilizáis! Porque todos los habitantes de Carisolo quieren a este buen hombre, ya que ha sanado a muchas personas con sus dotes, que son verdaderos milagros —repuso aquel hombre, respirando profundamente.
—Muchas gracias, señor. Me alegra lo que me contáis de esta persona, cuya imagen coincide con las informaciones que ya había recibido de ella. Pero, por favor, ¿dónde se encuentra ese bosque?
—Venid a esta parte de la terraza, desde esta roca lo veréis mejor. Es aquel robledal que está allí mismo, próximo al río, al otro lado del puente de piedra —dijo mientras señalaba—. Su casa la construyó él mismo con sus propias manos, y no tardaréis en verla en el centro del bosque, junto a una roca muy antigua que sale del suelo y también tiene poderes sobrenaturales, según ese hombre sabio.
—Os estoy muy agradecido, señor —dijo Bruno, despidiéndose de aquel buen hombre.
Seguidamente, Bruno se dirigió al sitio donde aguardaba Mauro.
—¡Ya sé dónde está el lugar! —exclamó—. Dirígete de nuevo al lecho del río y cruzaremos por un puente de piedra. Después no tardaremos en entrar en el bosque, y veremos sin dificultad la casa que buscamos.
—Bien, ¡en marcha! —respondió el chófer soltando las riendas.
«Lo que me llama la atención es que nadie conozca a esta persona por su nombre; todos lo identifican como “el que lee los sueños”», pensaba Bruno mientras el carromato iba descendiendo por la acentuada bajada, con enorme esfuerzo para los caballos, porque el suelo estaba mojado y las ruedas resbalaban peligrosamente por el barro.
—¡Uf! Menos mal que ya estamos aquí, en el llano —exclamó Mauro, respirando con alivio—. Los caballos han tenido que realizar un gran esfuerzo para mantener firme el carromato y evitar un grave accidente.
—¡Sí! —coincidió Bruno, mirando con admiración a Mauro—. Lo he podido advertir, el mérito ha sido de los caballos, pero también tuyo. Eres un gran conductor.
—Se han ganado un buen descanso, alimento fresco y agua —dijo el cochero mientras acariciaba el lomo de sus caballos.
Una vez cruzado el puente de piedra para salvar las nerviosas y frías aguas del Sarca, el carromato siguió la vereda que llevaba directamente a la entrada del abrupto bosque de robles.
—Qué lugar más extraño… —murmuró Mauro.
—Sí, yo también estoy sorprendido —admitió Bruno—. Del sol radiante hemos pasado de repente a la más absoluta oscuridad, como si una espesa nube nos hubiera cubierto de golpe. Pero, al mismo tiempo, percibo una agradable sensación de paz y sosiego en este bosque, probablemente por el silencio que se siente, y ni los pájaros se atreven a trinar.
—¡Señor! Allí veo algo, como una vivienda.
—Dirígete, pues, hacia allí, pero con cuidado, porque el suelo no se ve con claridad —aconsejó Bruno—. El bosque sigue espeso y oscuro, aunque los árboles parecen abrirse a nuestro paso.
En el centro de aquel claro del bosque se hallaba la casa; era una construcción de paredes de piedra y troncos de madera, con cubierta vegetal. Junto a la entrada, había una gran piedra de granito clavada en el suelo.
—Mauro, detén aquí los caballos, y espérame en este lado —aconsejó Bruno.
—Como deseéis, señor —respondió el chófer, asegurando el freno del carromato y procediendo a liberar los caballos, para que pastasen y bebiesen.
Bruno se dirigió sin vacilar hacia la puerta de aquella extraña vivienda, que parecía sumergida en un cuento de sagas mitológicas, y golpeó con su puño la entrada. Al cabo de un buen rato, que se hizo desesperante, aquella puerta se abrió.
—¿Qué deseáis? —preguntó un hombre de aspecto ermitaño, aunque pulcro y de refinados modales. Vestía una túnica gris, con chaleco en botonera sobre blanca camisa; tenía la frente ancha, cabeza almendrada y una cuidada barba acabada en una puntiaguda barbilla. Sus ojos, aunque pequeños, tenían una mirada penetrante.
—¿Sois Gerolamo Cardano? —preguntó Bruno.
Aquel hombre pareció descomponerse al oír su nombre. Y después de unos instantes, que sirvieron para analizar con mirada de halcón, de arriba abajo, al visitante, exclamó:
—¡Sí! Hacía mucho tiempo que no me llamaban por mi nombre de pila. Pero ¿quién sois?
—Me llamo Bruno Baschenis, y vengo expresamente a veros para entregaros unos documentos, a petición expresa de vuestro amigo y colega Pietro Andrea Mattioli —argumentó.
—¡Pietro Andrea! ¡Qué gran médico y buen amigo! ¿Cómo se encuentra? —preguntó—. Hace muchos años que no le veo. Pero, por favor, ¡entrad!
—Gracias, señor, aunque no dispongo de mucho tiempo.
Bruno accedió al interior de aquella humilde vivienda, sin dejar de admirar la curiosa disposición del habitáculo. Todo el reducido espacio giraba en torno a un grueso roble, y su alcoba la había realizado con tablones de madera bien asegurados con cuerdas de cáñamo a las ramas del árbol. Varios búhos seguían sus pasos con sus expresivos ojos. Tenía razón Pietro Andrea: se trataba de un alquimista y un sabio.
—¡Tomad asiento, por favor! Y perdonad el desorden —manifestó Gerolamo.
—¡Gracias, señor! Aquí tenéis los documentos que me entregó Pietro Andrea para vos.
Aquel hombre, con cierta sorpresa en el rostro, los recogió con interés y agradecimiento, y, tras desatar el lazo que enrollaba aquellos pergaminos, procedió a la lectura del primero de los documentos, clavando sus ojos en el mismo. Después, exclamó:
—¡Es impresionante la labor que está desarrollando Pietro en la traducción al italiano del Dioscórides! Además, me habla de las curaciones de algunas enfermedades, como la viruela, que tanto daño está causando cuando se convierte en epidemia en una población. Y él parece haber descubierto su sanación a partir de la caléndula. Yo estoy utilizando esta planta, que florece en primavera y cubre de color amarillo y naranja estos campos en abundancia, para combatir la inflamación de los ojos, y también contra las quemaduras y las picaduras de insectos, especialmente cuando se producen heridas en la piel —comentó exaltado de alegría aquel sabio.
—Pietro Andrea os tiene en un gran respeto y admiración —informó Bruno.
—Yo también a él. ¿Pero dónde se encuentra en estos momentos?
—Estuvimos juntos unos días en el castillo de Toblino, donde estaba culminando sus estudios sobre el Dioscórides por encargo del cardenal Madruzzo.
—Su eminencia es uno de los más importantes dirigentes y hombres de Estado que haya conocido nuestro principado. Sin él, no habría culminado felizmente el concilio, porque nuestro cardenal tuvo que soportar las intrigas del Vaticano, superar los numerosos obstáculos de la Iglesia, el nepotismo y las injerencias de algunos pontífices y la tenebrosa influencia de la Inquisición, cuyos esbirros y exploratores no han dejado nunca de amenazar. También guardo un grato recuerdo de su antecesor, el obispo-príncipe Bernardo Clesio —dijo casi en un susurro aquel hombre, sin dejar de examinar el documento que había recibido.
—Me alegra que tengáis esa grata opinión de nuestro cardenal, la cual yo también comparto —respondió Bruno.
—¡Venid! Quiero mostraros algo —exclamó Gerolamo.
Aquel hombre llevó a Bruno hacia un rincón de aquella estancia y seguidamente accionó un brazo de madera, a modo de resorte, que estaba semioculto entre las piedras de la pared; se oyó el crujido de una palanca y no tardó en abrirse del espesor del muro una puerta secreta, que daba paso a una escalera que descendía a un nivel profundo y oscuro…
—¡Seguidme!, por favor —aconsejó—. Quiero mostraros la cripta, como yo llamo a la estancia inferior.
Tras encender un candil de aceite, inició la bajada por una escalera en pendiente cuyos peldaños habían sido tallados en la roca viva del suelo. Bruno iba detrás, a un paso de distancia.
—¡Ya hemos llegado!
Al alcanzar la estancia inferior, una infinita variedad de aromas, procedentes de grandes sacas allí apiladas, llenas de plantas silvestres, inundaron los sentidos de Bruno. Y este exclamó al instante:
—Mi nariz no había percibido hasta ahora tanta variedad de aromas. ¡Es alucinante! Además, resulta extraordinario todo cuanto estoy viendo a mi alrededor.
—Este es mi taller de trabajo, donde el tiempo no tiene el mismo valor dimensional que en el exterior —le explicó Gerolamo—. Aquí llevo a cabo las fases esenciales, y las diferentes operaciones.
—He oído hablar mucho de esta ciencia —comentó Bruno.
—Hace doscientos años, un monje benedictino alemán, Bertold Schwarz, en un taller de alquimia, inventó la pólvora con ayuda de los atanores, y a partir de ahí se crearon los primeros cañones de bronce. Más tarde, el mismo Leonardo da Vinci, que fue amigo de mi padre, en su residencia de Amboise diseñaría las máquinas de guerra más audaces para desplazar estos artilugios de fuego. Mi tarea, en cambio, es mucho más modesta: la correspondencia astrológica, es decir, conocer a fondo los doce niveles de la Gran Obra y su relación con los signos del zodíaco —explicó aquel hombre, mientras observaba atentamente el comportamiento del atanor, por el fuego que estaba recibiendo de la caldera de bronce inferior, y aseguraba el hierro que abría la salida superior de la chimenea.
—Pietro Andrea me dijo que vos habíais sido profesor de Medicina de la Universidad de Bolonia —comentó Bruno.
—¡En efecto! Y fue allí, en aquella agradable ciudad, donde conocí a Pietro —explicó Gerolamo—. Pero la Iglesia, y concretamente por bula del pontífice Paulo IV, dictó anatema sobre mi persona, condenándome como hereje. Y, al verme expulsado de aquel centro, y acosado sin piedad por los exploratores de la Inquisición, tuve que salir de Bolonia, y decidí instalarme en este apartado bosque de Carisolo, lejos del mundo, y en tierras del principado de Trento, uno de los territorios con mayor tolerancia de Italia. Y aquí cambié mi personalidad, construí esta casa con mis propias manos y me dediqué por entero a la investigación.
—¿Supisteis averiguar cuál fue el motivo real de aquella persecución a vuestra persona? —se interesó Bruno.
—Sí. Según me dijeron en Bolonia, esencialmente fue por haber escrito el horóscopo de Jesucristo.
—He podido comprobar que, aquí en Carisolo, nadie os conoce por vuestro nombre. En cambio, sí se refieren a vos como «el que lee los sueños»… —objetó Bruno.
Aquel sabio hizo un suave guiño con la mandíbula, a modo de sonrisa, antes de proseguir.
—No fue por capricho la elección de este lugar para la construcción de esta modesta vivienda. El bosque en el que nos encontramos se halla sobre un centro de gran energía, que los celtas de la antigüedad supieron establecer, y la casa, como habréis podido ver, ha sido levantada en torno al roble más antiguo, al lado de un gran menhir de piedra de granito que tiene la propiedad de sanar los males de la espalda. —Tras tomar una bocanada de aire, el alquimista continuó—: Me he interesado desde siempre por la revisión de las ocultas relaciones entre el equilibrio universal, la clave de Phi, el número áureo…, que vinculan mágicamente entre sí las cosas, todo cuanto gira en nuestro entorno, y de cuya «magia natural» intenta servirse la ciencia. Igualmente me interesa la física, sobre cuya ciencia quiero deciros que he logrado resolver la cuadratura del círculo. Y, en relación a lo que me decís, no lo sabía; es probable que la gente me llame así, amigablemente, porque he interpretado sus sueños, pues les doy una gran importancia en nuestras vidas, dado que gracias a ellos incluso se pueden curar enfermedades que no son apreciables a primera vista.
—Hace tiempo tuve un sueño que no he olvidado… —susurró Bruno.
—Contádmelo si queréis; intentaré aclarar su significado —repuso Gerolamo.
—Yo me encontraba solo en medio de un paisaje desconocido, pero agradable. De pronto, me vino al paso una hermosa joven; en ese momento, me despedía del cardenal, que salía de viaje con su carruaje cargado de maletas, e instantes después se produjo una terrible tormenta que inundó aquel paraíso, pero, en compañía de aquella ragazza, logramos salir vivos, contemplando los destrozos desde lo alto de una colina, para regresar al valle, una vez que se recuperó la calma…
El mago de aquel bosque encantado escuchó con el mayor interés la explicación onírica de Bruno, y, tras unos instantes, tomó la palabra, para dar un sentido a aquella visión, con voz firme y sin titubeo alguno.
—Conoceréis a una mujer de la que os enamoraréis perdidamente, y con la que contraeréis matrimonio. Esa joven no es italiana, aunque pertenece a un linaje de renombre universal. Es probable que nuestro amado cardenal salga de viaje, abandonando para siempre Trento. Y nuestro principado será invadido por un ejército extranjero, que lo ocupará durante un tiempo, y luego volveremos a ser libres, y vos, desde la lejanía, veréis con inmensa felicidad cómo estas tierras vuelven a depender del obispo-príncipe de Trento.
El rostro de Bruno quedó desencajado. ¿Cómo podía aquel hombre, que no le había visto nunca, ni le conocía, haberle dado toda aquella explicación? Pues, sin duda, la mujer a la que se refería este médico y físico era Margarethe. Era cierto, se había enamorado de ella, pensaba con el más absoluto asombro mientras miraba con admiración a aquel gran sabio. Seguidamente, asintiendo con la cabeza, respondió a aquel hombre de ciencia:
—Señor, resulta verdaderamente asombroso todo cuanto me estáis diciendo.
—Otros sueños me han confirmado la segunda parte de vuestras visiones oníricas: nuestro querido cardenal se marchará de Trento y se instalará en otra ciudad italiana, que muy bien podría ser Roma, la capital de la cristiandad. Mucha falta hace en el Vaticano un hombre de la integridad de Cristoforo Madruzzo. Y también los sueños me han confirmado la llegada de un ejército extranjero que nos invada, pero que, como una gran tormenta, después dará paso a la luz, al sol, regresando nuestra libertad en la provincia tridentina —amplió aquel sabio, confirmando las explicaciones anteriores.
Sin dejar de pensar en todo cuanto había oído de Gerolamo, Bruno comenzó a analizar con infinita curiosidad los numerosos objetos que había en aquella subterránea estancia; un número indeterminado de probetas de cristal, alineadas sobre la repisa de madera superior, llenas de extraños animales, que habían sido recogidas por este médico para la investigación, se alineaban sobre unas sencillas estanterías de madera colgadas en la pared del fondo.
—Lamento deciros, señor, que debo marcharme, porque he de estar unos días con mis padres, que residen en Pinzolo, antes de regresar a Trento; ellos ya están muy mayores, y hacía muchos años que no les veía. Por cierto, mi padre, desde hace tiempo, sufre de fuertes dolores, que le obligan a permanecer en cama gran parte del día —dijo con tristeza Bruno.
—Le daré una pócima que le sentará bien, pero, sobre todo, recordad que solo deberá tomarse un par de gotas en un vaso de agua por la noche, antes de ir a dormir, y por las mañanas, después del desayuno. Se trata de un brebaje que se obtiene de una seta muy venenosa: la amanita muscaria. Es muy abundante en la espesura de este bosque. A través de su maceración en alambique, con la ayuda de un joven que ama también la alquimia, Giovanni della Porta, hemos obtenido un poderoso alucinógeno que, a modo de droga, ingerido con mesura, logra liberar al enfermo de la presión del dolor, tanto físico como mental. Giovanni, que suele venir a trabajar a mi cripta un par de veces al mes, ya ha bautizado en sus notas de trabajo a esta seta como «el hongo divino de la inmortalidad» —explicó Gerolamo mientras se dirigía con paso firme a la estantería para recoger un pequeño frasco y dárselo a Bruno.
—Muchas gracias, señor. Mi familia y yo os estamos totalmente agradecidos.
—Me gustaría presentaros a Giovanni. Últimamente se ha interesado por desvelar los secretos de la cámara oscura, y, dentro de la óptica, está experimentando con un telescopio para poder observar mejor el universo. También él, a causa de sus trabajos y sus pensamientos, ha tenido que huir de la Inquisición, y lamento que no se encuentre ahora.
—Os prometo que volveré en otra ocasión —repuso Bruno—, y con más tiempo, porque todo lo relacionado con las ciencias ocultas me interesa en gran medida.
Seguidamente, despidiéndose con un fuerte y afectuoso abrazo, Bruno salió al exterior, para reunirse con Mauro, que estaba ocupándose de los caballos.
Tras entrar de nuevo el alquimista en su casa, Bruno se dirigió a Mauro con amabilidad.
—¡Bien! Adelante, regresamos a Pinzolo. Lamento el tiempo que has tenido que aguardar, pero ha valido la pena conocer a este gran hombre y conversar con él.
—No importa, señor. Los caballos han descansado, pastado y bebido, y yo, con la serenidad que se respira en este extraño y aislado lugar, he aprovechado para dar una cabezada en el carromato; parece como si unas hadas me hubieran portado en sus brazos al reino de Morfeo —comentó el chófer.
Bruno respondió con una carcajada, al tiempo que Mauro espoleaba a los caballos.