XXVIII. Confidencias

Aquella jornada se desarrolló entre abrazos y alegrías propias de un reencuentro, con innumerables muestras de cariño. Bruno se instaló en una habitación de la casa, próxima a la de sus padres, y Mauro fue alojado en un cuarto situado detrás de la chimenea. Los caballos encontraron albergue en el patio trasero, junto al carro. Durante la cena, ya a la hora de los postres, y todos reunidos ante la mesa, Bruno, dirigiéndose a su padre, manifestó:

—Lamento mucho, padre, que os encontréis con estos terribles males de huesos.

—Sí. Lo peor es el dolor, que se incrementa con los fríos del invierno —se quejó el anciano.

—A lo largo de este viaje, surgió un compromiso con un médico que conocimos en Toblino, quien estaba desarrollando una importante tarea de investigación por encargo del cardenal Madruzzo, y nos solicitó que, si veníamos a Pinzolo, llevásemos unos documentos a un amigo suyo, un médico que vive a las afueras de Carisolo; precisamente eligió aquel lugar, huyendo de la Inquisición. Por lo tanto, he pensado que, cuando hable con él, le explicaré tus males —manifestó Bruno.

—Muchas gracias, hijo. Pero ¿por qué hablas siempre en plural?

—No he hecho este viaje en solitario. Me han acompañado mi mejor amigo, Angiolo Tonelli, jardinero de los palacios de Trento, y Mauro, aquí presente, chófer de la curia de Trento. Angiolo es también originario de estos valles, y ayer, en Caderzone, se quedó en casa de sus tíos, de donde le recogeré para volver a Trento. Lamento no poder quedarme muchos días aquí con vosotros, pero prometo que nos veremos pronto, porque, en breve, pasaré por aquí…

—¡Qué alegría que volvamos a encontrarnos de nuevo después de tantos años! —exclamó Carla, plena de felicidad.

—Bueno, queridos padres, la razón de que me encuentre aquí en Pinzolo es porque he decidido irme a Sajonia. Durante este azaroso viaje he conocido a una mujer muy especial, en la que no dejo de pensar. Me ha dejado una profunda huella, me he enamorado —se confesó Bruno, un tanto turbado.

Sus padres y Mauro quedaron sorprendidos; los primeros, contentos, al ver que su hijo había encontrado a una mujer, y ya no estaría solo, mientras que el chófer comenzó a darle vueltas a la cabeza, preguntándose quién sería aquella misteriosa mujer.

—Nos parece muy bien, hijo. Pero nos gustaría conocerla, antes de morir.

—¡Por supuesto que la conoceréis! Es una gran dama, de grandes principios y buena familia. Pero antes de partir hacia Alemania he de resolver algunas cuestiones en Trento y en el principado, como despedirme de la familia de los Dossi, a los que tanto les debo, y agradecerles cuanto han hecho por mí. También del propio cardenal, y más ahora, que sé lo bien que se está portando con vosotros, sin saber que yo soy vuestro hijo. Nadie, a excepción de vosotros, ni Angiolo, sabe nada de esta decisión que he tomado —respondió con todo cariño Bruno, mirando a sus padres.

—Estamos seguros que esa decisión, sabia y justa, no te habrá sido nada fácil tomarla, y que te ha salido del interior de tu alma —exclamó Carla, un tanto entristecida al pensar que su hijo se tenía que marchar.

—Espero que así sea. No paro de darle vueltas a la cabeza, pero haré todo lo posible por venir a veros en compañía de la mujer con la que he elegido compartir el resto de mi vida —se justificó Bruno. Seguidamente, tras tomar un poco de aliento, el joven prosiguió—: Mañana me acercaré con Mauro a Carisolo para llevarle los documentos al médico, y le hablaré de vos, padre.

—Bien. Pero ahora debéis acostaros para descansar. Tu madre y yo ya nos retiramos. Mañana nos veremos para el desayuno —manifestó el anciano, mientras era ayudado por su hijo a levantarse y a tomar el bastón para subir a los aposentos con la ayuda de su esposa.

—Gracias, padre. Que descanséis también vosotros. Me siento muy feliz aquí, y más todavía por la dicha de haberos encontrado vivos.

Una vez solos, mientras se tomaban una copita de grapa, Mauro preguntó a Bruno con cierta sonrisa picarona:

—¿Esa dama fue la que conocimos en el albergo de mis primos, en Bolbeno?, ¿aquella señora a la que le recogiste el guante?

—¡Sí, Mauro! Aquella dama era Margarethe, la única hija viva de Martín Lutero, el padre de la Reforma, principal pilar del protestantismo, que, como su padre en vida, también está en contra de los abusos e influencias del clero impuesto por el Vaticano, de la violación de los derechos de los seres humanos, de las riquezas de la Iglesia de Roma y contra la usura de quienes más tienen y no cesan de pisar a los más débiles. Lo tengo muy claro. —El rostro de Mauro quedó sin saber gesticular ningún músculo; no se esperaba aquellas palabras de Bruno—. Vosotros, Angiolo y tú, no os enterasteis, pero yo tuve ocasión de intercambiar unas interesantes conversaciones con Margarethe y mantener unos encuentros de afecto y ternura que me han llevado a volverme loco por ella. Y este paso que voy a dar en busca de esta especial dama creo que es el más difícil que he dado en mi vida. Espero no equivocarme.

—Veo, señor, que sois una persona de valores y principios. A lo largo de este viaje también se han producido en mí grandes cambios de pensamientos, y mucho he aprendido con vos.

—Este viaje, Mauro, ha significado mucho, por no decir todo, en mi vida, y lo más importante ha sido haber vuelto a abrazar a mis padres y saber que estaban vivos. Y después, escuchar a tanta gente de valía, que me ha enseñado un poco de todas las disciplinas; y conocer a una gran mujer, pero también haber visto con dolor y rabia interior y muy de cerca las consecuencias de la sinrazón humana —manifestó Bruno. Después, mientras paladeaban el último sorbo de la copa, terminó diciendo—: ¡Bueno, Mauro!, también ha supuesto una gran satisfacción para mí conocerte; eres una persona responsable y también discreta.

—¡Gracias!, señor.

Con los primeros rayos del sol de la jornada siguiente, Mauro ya estaba aguardando frente a la puerta con el carromato, esperando la incorporación de Bruno, para emprender el viaje a Carisolo.

—Que tengáis un feliz viaje, querido hijo —les deseó Clara, abrazando con el mayor cariño a Bruno, mientras este se despedía de su anciano padre.

—¡Gracias! Intentaremos regresar lo más pronto posible.

El carromato partió de aquella casa, y Bruno mantuvo su mirada hacia atrás, sin dejar de despedirse de sus padres, hasta que los perdió de vista.

—¿Cómo localizaremos a la persona a la que vamos a entregarle el documento? —preguntó Mauro.

—No será fácil, lo sé —respondió Bruno—. La única referencia de la que disponemos es que su casa se encuentra en un bosque próximo a la iglesia de Santo Stefano, según dijo el médico Pietro Andrea —añadió, mientras no se borraba de su mente la imagen de sus queridos padres, que, aunque mayores, seguían vivos; unas lágrimas brotaron de sus ojos.

En la ruta, algunos carromatos se cruzaron en el camino; eran buhoneros y comerciantes de vino, frutas y madera, que bajaban de los valles y aldeas de las altas montañas para proveer los mercados de los pueblos de Val Rendena. Carisolo, además, era el primer pueblo del valle, por el norte. Un paraíso de agua, bosques, montañas y vida. El agradable trinar de los pájaros puso una nota celestial en el camino. De repente, un grupo de soldados les salió al paso.

—¡Alto! ¿Quiénes sois? ¿A dónde vais? —preguntó el sargento.

Mauro frenó de inmediato las riendas de las cabalgaduras. Y Bruno se apresuró a salir al paso.

—Señor, estamos de viaje por estas tierras, nos dirigimos a Carisolo, desde Pinzolo; llevamos un certificado firmado por su eminencia el cardenal Madruzzo.

Aquel militar quedó un tanto sorprendido, y no debió creérselo.

—¡Muéstreme ese certificado!

—¡Enseguida, señor! —repuso Bruno, mientras abría una bolsa de piel, dándoselo de inmediato.

—¡Está bien!

—¿Qué sucede, señor? —se interesó Bruno.

—Últimamente se están dando muchos asaltos en estas poblaciones de Val Rendena por parte de mercenarios y soldados del conde del Tirol, y tenemos que asegurarnos.

En aquel momento se aproximó un grupo más numeroso de soldados, al frente del gonfalón, portando con firmeza el estandarte con el águila de Trento bordada en negro y rojo, que ondeaba al viento. El de mayor graduación se interesó:

—¿Qué ocurre, sargento?

—¡Nada, mi capitán! Todo en orden. Estos señores vienen de Trento y disponen de un certificado firmado de puño y letra por su eminencia.

Aquel capitán mostró un inusitado interés por los viajeros, y Bruno también por él; ambos se quedaron mirándose fijamente a los ojos.

—¿Sois el capitán Domenico Tonelli? —indagó, con respeto.

El rostro de aquel militar mostró un leve rictus de asombro, pero enseguida respondió.

—¡Sí! ¿Quiénes sois vos?

—Me llamo Bruno Baschenis, soy el director de las restauraciones de las obras de arte de los palacios tridentinos, y estoy de viaje por estos valles. Mi mejor amigo es Angiolo Tonelli, vuestro padre —respondió Bruno con seguridad y amabilidad, sin bajar su mirada.

—Mi padre me ha hablado en alguna ocasión de vos y de la amistad que os une, y de las extraordinarias realizaciones artísticas que estáis llevando a cabo en las estancias de los palacios de Trento. ¡Es un placer saludarle personalmente! —exclamó de inmediato y con respeto aquel militar.

—Muchas gracias, señor —repuso Bruno.

—Lamento decirle que hace mucho tiempo que no les veo, y no tengo excusas que justifiquen esta separación, solo que cada vez estoy más ocupado con las campañas militares por estas montañas, intentando asegurar nuestros territorios ante las constantes amenazas enemigas. Sé que Antonella, mi madre, no se encuentra bien de salud, y que mi padre está siempre muy ocupado con la jardinería de los palacios; y de mi hermano Luigi, que vistió los hábitos de monje en el santuario de San Romedio —se justició el capitán, con rostro un tanto triste, en clara señal de preocupación.

Bruno, entonces, no lo dudó dos veces y descendió del carromato para saludar personalmente a aquel militar, que, en efecto, era el hijo de su mejor amigo. El capitán también bajó del caballo, para estrecharle la mano.

—Permitidme comunicaros que Angiolo, vuestro padre y mi mejor amigo, en estos momentos no se halla muy lejos de aquí. He hecho este viaje con Mauro, chófer de la curia de Trento, al frente del carromato. Vuestro padre se quedó ayer en Caderzone en casa de sus tíos, Ricardo y Jacinta, a donde iré a recogerle una vez haya concluido una misión que ahora me lleva a Carisolo, y después de pasar unos días junto a mis padres, en Pinzolo, regresar con Angiolo a Trento —informó Bruno.

Entonces, el capitán, al ver la afinidad que se estaba creando en aquella conversación, animó a Bruno a apartarse un momento del grupo, para, con voz suave, decirle:

—Mañana partiremos hacia el sur, y procuraré hacer un alto de unas horas con mis tropas en Caderzone para poder ver y abrazar a mi padre y saludar también a mis tíos, a quienes todavía hace más tiempo que no veo. Mis primos Alberto y Enmanuela ya ni se acordarán de mí.

—Me consta que todos ellos os tienen en gran estima y no dejan de hablar de vuestras hazañas como gran militar del ejército de nuestro principado tridentino —repuso Bruno, mirando a aquel capitán con el mayor respeto.

—El cardenal me ha hecho llamar, confidencialmente, para llevar a cabo una operación militar de suma importancia. No sé de qué se trata, pero los deseos de nuestra eminencia son órdenes para mí —exclamó Domenico.

—Pero, entonces, ¿el cardenal Madruzzo está bien? —preguntó con el mayor interés Bruno.

—¡Sí! Aunque han sucedido algunos contratiempos, de los que lamento no poder informarle. Solo le diré que he de ir a Trento de inmediato con mis hombres.

—Pues, por favor, cuando hable con su eminencia, dígale que nos hemos visto aquí en Pinzolo, y que en pocos días regresaré a la capital; y que todo va bien, aunque he de informarle personalmente de algunas cuestiones que creo merecerán su interés —dijo Bruno.

—Así lo haré.

—Gracias, capitán. Yo resido en Trento, en casa de los Dossi. Cuando vaya a la capital para ver a sus padres, me gustaría saludarle, aunque no sé el tiempo que permaneceré en Trento —dijo Bruno, mientras se despedía cordialmente de aquel militar de vocación y profesión.

—Yo tampoco sé el tiempo que permaneceré en Trento —manifestó el capitán mientras subía al caballo y ordenaba la reagrupación de sus hombres, colocando al frente de la tropa al gonfalón.

«Ha sido un honor conocer a este hombre, quien tanto está haciendo por nuestra seguridad en el principado. ¡Qué naturalidad! Nuestros pueblos y gentes, así como la misma capital, se encuentran bien a salvo ante cualquier amenaza con militares de este calibre, y, al mismo tiempo, con tanta humanidad», pensaba Bruno, ya en el carromato, después de despedirse de Domenico Tonelli.

—Sigamos nuestro viaje hacia Carisolo —se dirigió a Mauro tras salir de sus pensamientos.

—Bien, señor.