XXVII. La danza de la muerte

Aquella tarde estuvieron reunidos todos en casa de los tíos de Angiolo, conversando sobre cuanto habían oído de Indro, y Ricardo y Jacinta no salían de su asombro, profundamente consternados ante tanta crueldad. Fue cuando Angiolo sacó el tema de la casa donde nació.

—Dado que los Bersone ya no están ni se sabe nada de esa familia, y la casa está abandonada, y como que fue fruto de una usurpación ilegal por quienes, además, ya no viven, pienso que deberíamos hablarlo con el alcaide, para recuperarla y evitar su ruina y hundimiento.

—Estoy de acuerdo. Mañana, si te parece bien, podríamos acompañaros; el señor Aldo Ballino es una persona justa, que sabrá oírnos —dijo Ricardo, respaldado por la cómplice mirada de Jacinta, su esposa.

—Muy bien —respondió Angiolo—. Mañana mismo nos podríamos acercar a la Casa Consistorial, y tener un encuentro con el alcaide.

Instantes después, una vez concretada la actividad de la jornada siguiente, Bruno se dirigió a Angiolo:

—He pensado ir con Mauro a Pinzolo, que, como sabes, no queda lejos de aquí, porque ardo en deseos por averiguar yo también algunos misterios que siguen rondando en mi cabeza en relación a la desaparición de mis padres. Cuando lo haya resuelto todo, regresaré; mientras tanto, amigo Angiolo, si te parece bien y puedes hacer esas gestiones sin mí, aprovecha estos días para estar con tu familia. Pero si lo deseas, y crees que puedo serte útil aquí, no dudes en decírmelo y me quedo en Caderzone.

El chófer no tardó en darle la aprobación a Bruno con una sonrisa.

—No, en absoluto, estimado amigo, tú también tienes que conocer tu pasado —respondió de inmediato Angiolo.

—Gracias. Entonces, te ruego que me des el documento que nos entregó celosamente el médico Pietro Andrea, en Toblino, para llevárselo a Girolamo Cardano, porque, desde Pinzolo, aprovecharé para acercarme con Mauro a la cercana población de Carisolo.

—Ahora mismo te lo doy. Y muchas gracias por tu amabilidad.

—Mañana saldremos —confirmó Bruno.

—Ahora mismo voy a hacer los preparativos del viaje, para que esté todo a punto —afirmó el chófer.

A la mañana siguiente, después de compartir un confortante desayuno, Bruno se despidió afectuosamente de Angiolo, deseándole éxito en el encuentro con el alcaide, y saludó gentilmente a sus familiares. Mauro ya tenía frente a la puerta el carromato con el equipaje dentro, y los caballos a punto; estaban frescos, relinchando y mostraban ganas de galopar. El chófer, desde lo alto y sujetando las riendas, se despidió entonces amablemente de todos los allí presentes.

El trayecto hasta Pinzolo se hizo muy corto. El aire fresco de aquella mañana otoñal obligó a que Bruno se arropara con una manta, pero no dejaba de pensar en todo cuanto sucedió la jornada anterior en el cementerio de Caderzone, e infinidad de dudas se agolpaban dentro de su cabeza. Se había quedado un tanto abstraído en estos pensamientos, en los cuales tampoco faltaba la figura de su amada Margarethe, con la que sentía un gran deseo de reunirse. Igualmente le venía a su mente una profunda preocupación por la situación que habría en Trento y por el cardenal Madruzzo cuando…, de pronto, un fuerte grito del chófer le hizo volver a la realidad del momento.

—¡Estamos cerca de Pinzolo, señor!

—Gracias, Mauro.

—No tardaremos en llegar. ¿Conoce el lugar a donde debemos dirigirnos? —preguntó el chófer.

—A mi casa, aunque no sé exactamente dónde se hallaba, y menos aún cómo la encontraré. Mejor que vayamos al cementerio, porque allí no solo rezaré ante la tumba familiar, sino que también admiraré la última obra pictórica de mi padre, que decora los muros exteriores de la iglesia de San Vigilio.

—Bien, ya veo el campanario a lo lejos —musitó el chófer.

«Nunca me perdonaré tantos años de ausencia. El exceso de trabajo y las obligaciones en Trento, y más durante las largas sesiones del concilio, no me han permitido venir antes a esta población que me vio nacer. La verdad es que no tengo la valentía suficiente para presentarme ante mis progenitores y perturbar su último reposo. Ellos no me perdonarán desde arriba mi mal comportamiento; no he sido un buen hijo…», pensaba con angustia Bruno, mientras el carromato se iba aproximando al cementerio a través de un sendero de piedras sueltas y tierra flanqueado por elevados álamos.

—¡Ya hemos llegado! —exclamó Mauro.

El corazón de Bruno se le iba a salir del pecho, mientras respiraba con dificultad. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas cuando comenzó a descender del carromato.

—¡Señor! ¿Quiere que le acompañe?

—¡No! Gracias, Mauro, prefiero vivir este mal momento solo.

Bruno entró en el camposanto, y fue depositando su mirada en todas y cada una de las sepulturas y panteones, pasando revista a los nombres grabados en los epitafios. Lo hizo varias veces, pero no encontró nada que hiciera referencia a Simone y a Carla Baschenis, sus progenitores. Entonces pensó que muy bien podrían estar enterrados en otro lugar. Con ese pensamiento decidió admirar las pinturas murales al fresco que decoraban el exterior de la iglesia, realizadas por su padre, y fue entonces cuando comenzó a recordar…

«Parece que fue ayer cuando, siendo muy joven, ayudé a mi padre y a sus aprendices a preparar los maderos del andamiaje, ayudando en los nudos de los travesaños. Recuerdo que siempre desarrollaba sus ciclos pictóricos de arriba abajo; las imágenes iban surgiendo como por arte de magia, formando todas ellas una secuencia sobrecogedora, para reflejar la efímera vida de los seres humanos, con la constante amenaza de una muerte cierta, pero los esqueletos no se mostraban agresivos, sino que, como veo mejor ahora, y con los conocimientos que he ido adquiriendo por mi relación con el arte, eran también seres que, de alguna manera, igualmente forman parte de nuestras existencias. Lo que sorprende es ver cómo nadie está fuera de encontrarse con el Más Allá. La muerte nos aguarda a todos. Desde al más humilde campesino o al leñador, hasta al mismo pontífice, al emperador o a los cardenales y obispos, todos sucumben, más tarde o más temprano, a la visita de la muerte… También recuerdo los extraños conocimientos de mi padre para realizar las mezclas de colores y obtener la tonalidad adecuada, a través de plantas y otros productos conseguidos a base de destilación con alambiques de cobre».

No se había repuesto Bruno de aquellos pensamientos de la infancia cuando percibió unos extraños sonidos, procedentes del interior de la iglesia, concretamente de la anexa sacristía. Subido al tronco de un árbol cortado que aproximó a la pared, logró alcanzar el pequeño ventanuco que iluminaba tímidamente aquella estancia sagrada del lado de la epístola y se asomó discretamente al interior. Lo que contempló Bruno le dejó sin respiración y sus ojos quedaron extasiados al comprobar con el mayor asombro lo que pudo presenciar en aquella sacristía.

«¡Dios mío! Es el cura, ¡con la sotana subida, y los pantalones caídos!, ¡y un monaguillo le está haciendo una felación!», se sorprendió Bruno, cuando vio aquella cruda escena, e intentó no hacer ningún ruido, pero la salida por el hueco de la ventana de una paloma que estaba allí acurrucada y protegida del frío hizo que se produjera un leve sonido en el postigo. Bruno intentó mantener el equilibrio sobre aquel tronco suelto, pero no pudo evitar que en el interior se apercibieran de su presencia y llamó de inmediato la atención del párroco, que al momento salió al exterior, tras abrir con furia la puerta de la iglesia.

—¿Deseáis algo? —preguntó el pervertido cura con gesto desafiante, mientras se abrochaba con prisas los numerosos botones forrados de la negra sotana.

Bruno se sobresaltó y, sin volver el rostro, respondió con la mayor indiferencia:

—¡No! Solo estaba admirando estas pinturas.

Aquel párroco quedó extrañado ante aquella inesperada respuesta, y tras unos instantes, y con cierto desprecio en el tono de su voz, respondió:

—Estas pinturas fueron realizadas hace muchos años por el maestro Simone.

Bruno también retardó un tiempo su respuesta, mientras miraba con repugnancia e indiferencia a aquel representante de la Iglesia.

—Estoy buscando el panteón de mis padres, precisamente Simone Baschenis y Carla —se identificó mientras miraba fijamente a los ojos al párroco.

Al oír aquellas palabras, el cura quedó consternado.

—¡Sus padres viven!, ¡no han muerto! —le dijo el cura para sorpresa de Bruno—. Aunque están muy mayores… Sin embargo, me veo obligado a decirle que no son buenos cristianos, porque no suelen asistir a los oficios religiosos ni vienen a la iglesia.

—¡Viven! —exclamó profunda y gratamente impresionado y sin salir de su asombro Bruno, mientras repasaba de arriba abajo a aquel indeseable párroco, con grandes deseos de gritarle a la cara su sucio comportamiento.

—Sí. Viven a las afueras de Pinzolo. La casa de la familia Baschenis se encuentra en el camino que lleva a Carisolo; no tendrá problemas para encontrarla. La fachada de madera muestra unos decorados un tanto blasfemos, realizados también por su padre.

—¡Muchas gracias! —respondió Bruno con cierto desprecio y sin mirarle a los ojos, al recordar lo que había observado a través del ventanuco instantes antes. Después, una vez fuera del cementerio, Bruno se dirigió lleno de júbilo a Mauro, gritando—: ¡Están vivos! ¡Están vivos!

—¿Sus padres? ¿Están vivos sus padres? —se interesó el chófer.

—Sí, amigo mío, voy a encontrarme con mis padres ¡vivos! Vamos a la casa, pero antes nos acercaremos un momento al mercado, quiero hacer una compra. Después, hay que tomar el camino que lleva a Carisolo. La casa se encuentra a las afueras del pueblo y, por las pinturas que la decoran, no tendré dificultad en identificarla —exclamó Bruno, animando al chófer a que soltara las riendas mientras entraba de un salto al interior del carromato.

Ya en la plaza, Bruno le dijo al chófer:

—¡Para un momento!, bajaré para comprar unos lirios en este puesto.

—De acuerdo —respondió Mauro, sujetando las riendas.

«Recuerdo con el mayor cariño que los lirios eran la flor preferida de mi madre», pensó Bruno.

Después de un corto trayecto, mientras la alegría se había apoderado de la mente de Bruno, este comenzó a pensar en cómo iba a ser el reencuentro, después de tantos años, y también evocó algunos tiernos recuerdos de su infancia, en compañía de sus padres en esa querida población de Pinzolo. De pronto, tras rebasar un bosquecillo de álamos, apareció la casa que estaba decorada con artísticas pinturas…

—¡Es aquella, estoy seguro! Dirígete hacia allí, y frena los caballos junto a la puerta.

A medida que iba acercándose el carromato al lugar, Bruno examinaba la casa con intensa emoción, y advirtió la presencia de una mujer anciana, que estaba ocupada podando las ramas de unos viburnos y otras plantas del jardín. Entonces, Bruno pensó del todo emocionado, con los ojos llenos de lágrimas: «¡Es Carla, mi madre! Veintiséis años después, mucho más mayor, su pelo parece nieve, pero sigue altiva. ¡Es maravilloso, no puedo creerlo! ¡Es verdad, está viva!».

—¡Frena aquí, Mauro! Quiero darle una sorpresa —pidió Bruno, mientras se disponía a bajar. Cogió el ramo de lirios y los escondió discretamente, al tiempo que en su mente no paraba de preguntarse cómo iba a afrontar aquel maravilloso reencuentro; su corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Aquella mujer, al oír la llegada del carromato, alertada por el ruido, se incorporó un tanto sorprendida, y mirando con la mayor curiosidad a la persona que se dirigía con paso firme hacia ella, no tardó en preguntarle:

—¿Qué deseáis, buen hombre?

Bruno tardó en responder, y, a un paso de ella, mirándola fijamente a los ojos, y tratando de ocultar sus lágrimas, le dio el ramo de lirios, y con la voz quebrada de emoción, balbuceó:

—¿No me conoces, madre? ¡Soy yo, Bruno!

Aquella mujer, aunque oyó el nombre de su hijo, tardó unos minutos en reconocerle. A continuación, no pudo evitar perder el equilibrio, pero Bruno, que estaba del todo atento, enseguida la cogió en sus brazos.

—¡Mauro, por favor, dame un poco de agua! Mi madre ha perdido el conocimiento al verme —exclamó un tanto preocupado.

—¡Sí! Al momento.

Bruno le dio de beber a su madre agua fresca de la fuente que había en el jardín, sorbo a sorbo, mientras iba recuperando el sentido. Después, entre Bruno y Mauro la entraron al interior de la casa y la acomodaron en una silla del recibidor, al tiempo que la anciana, algo más repuesta, no salía de su asombro.

—¿De verdad, querido Bruno, eres tú? —preguntó Carla llorando, y con toda la fuerza de su ser, pues sus ojos no daban crédito a lo que había sucedido, con la persona que tenía delante, su hijo.

—¡Sí, soy tu hijo! —dijo lleno de júbilo mientras la abrazaba—. Madre, hoy es el día más feliz de mi vida. —Después, mirándola tiernamente a los ojos, le dijo—: Recuerdo que los lirios eran tus flores preferidas.

—Sí, es maravilloso que lo recuerdes, hijo.

—¿Y padre, dónde se encuentra, cómo está? —se interesó Bruno.

—¡Ay, hijo! Tu padre lleva años enfermo. En estos momentos se halla reposando en la alcoba. Se pondrá muy contento al verte, después de tanto tiempo sin saber de ti —exclamó Carla.

—Mauro, atiende a mi madre, voy a subir a la alcoba para a ver a mi padre.

—Descuida, vete tranquilo.

Bruno subió los escalones de dos en dos hasta alcanzar la planta superior; de inmediato advirtió la estancia donde se encontraba descansando un hombre muy mayor. La puerta estaba entreabierta, y la alcoba iluminada con luz natural que entraba por la ventana, con los postigos abiertos. Ya dentro, el joven se aproximó a la cama, y con voz baja y algo temblorosa, lo llamó:

—¡Padre! ¡Padre! Soy yo, Bruno.

El hombre, que estaba despierto, pero con la cabeza ladeada sobre la almohada, tras unos instantes, con sorprendente expectación y asombro, giró el rostro fijando sus cansados ojos en el recién llegado.

—¡Hijo! ¿Eres tú, Bruno? —preguntó aquel anciano profundamente emocionado—. ¡No es posible! ¡Dios mío! Tu madre y yo te creíamos muerto.

—Lo mismo he pensado yo de vosotros todos los días de mis últimos veintiséis años —repuso Bruno, mientras se abrazaba a su padre.

—¡Qué felicidad! —manifestó el anciano, sin dejar de abrazar y besar con inmensa emoción y ternura a su hijo.

Al poco, Carla, ya repuesta, subió a la estancia. Mientras, Mauro salió al exterior para dejarlos solos, un gesto que Bruno agradeció desde lejos al chófer con un cortés saludo. Seguidamente, este se fundió en un abrazo con su madre, y mirando con el más sincero y profundo aprecio a aquel anciano, le preguntó:

—¿Qué os aflige, padre?

—Llevo muchos años sufriendo una dolorosa enfermedad de huesos que los médicos no han sabido curar —confirmó el anciano—. Pero hablemos de ti: ¿cómo ha sido esta inesperada visita que nos ha dado la vida, hijo, después de tantos años de ausencia?

—Fue en 1539 cuando, tras el asalto a Pinzolo por los mercenarios del conde del Tirol, y al ver que os llevaban presos a madre y a ti, y al quedarme solo, sin recibir noticias vuestras durante varios meses, pensé que ya no os volvería a ver. Por ello, más tarde, en compañía de otras personas, decidí trasladarme a Trento, pensando en un futuro para mi desdichada vida. En la capital, y siguiendo tus valiosos consejos y enseñanzas, estudié arte, y me pagué la academia haciendo trabajos de aprendiz en diferentes tareas de restauración. La suerte brilló cuando la familia Dossi me acogió como uno de los suyos, a quienes los he considerado como mis segundos padres.

Bruno hizo una pausa para respirar profundamente, con la atenta y cálida mirada de sus ancianos padres.

—Tu madre y yo, durante todo este largo tiempo, no hemos dejado de pensar en ti —confesó el padre—, sin saber dónde buscarte. Muchos y horribles acontecimientos han sucedido en nuestras precarias vidas desde aquella fatídica fecha de 1539, cuando, a consecuencia del asalto a Pinzolo por hombres del conde del Tirol, fuimos conducidos presos en carros-jaula hasta una fortaleza del interior de Austria, con otras familias más. Allí recibimos toda clase de insultos, vejaciones y torturas, y consecuencia de aquellos amargos momentos es la enfermedad que estoy padeciendo, que me condena a estar casi siempre postrado en la cama o moviéndome con mucha dificultad con bastón. Pero sucedió algo inesperado…

El padre dejó unos instantes de hablar, para tomar aire, mientras bebía agua pausadamente de la jarra que Bruno le había acercado.

—Seguid padre, por favor.

—Eran tropas nuestras, del principado tridentino, apoyadas por un grupo de soldados profesionales llegados de Milán y de los tercios españoles, todos obedeciendo órdenes expresas del cardenal Bernardo Clesio. Y tras una rápida y precisa operación militar, escalaron los gruesos y altos muros y tomaron por asalto aquella fortaleza que parecía inexpugnable. Después, tras vencer al resto de los defensores, en el patio de armas, apresaron al condestable, responsable de la defensa de aquella ciudadela, y le obligaron a abrir las numerosas mazmorras de los sótanos del castillo aunque, lamentablemente, pocas personas quedaban ya vivas; era un verdadero milagro que tu madre y yo lográsemos superar las terribles pruebas y castigos a los que nos sometieron, y sin apenas alimentos ni agua.

El rostro de aquel anciano reflejaba la angustia que describía en su relato, pero, al mismo tiempo, la felicidad del desenlace.

—¿Y qué sucedió después, padre? —preguntó con el mayor interés Bruno.

—Me dijeron que el condestable tirolés fue conducido preso a Stenico.

Al oír el nombre de Stenico, muchos recuerdos le vinieron a la mente a Bruno, especialmente los nombres de aquellas mujeres que habían sido condenadas por la Inquisición, aunque, gracias a la intervención del cardenal, lograron salvar sus vidas.

—¡Prosigue, padre, por favor!

—Al regresar a Pinzolo nos encontramos que la casa había sido incendiada, y lo más triste fue que nadie supo decirnos nada sobre ti; había una gran confusión en el pueblo. Con el mayor esfuerzo y sacrificio, con nuestras propias manos tuvimos que construirnos esta casa, a las afueras. Pero aquí no queda todo…

—¿Qué sucedió después? ¡Dime, padre, por favor!

Mientras tanto, Carla no dejaba de abrazar y acariciar a su hijo, dudando incluso para sí de si era verdad que lo tenía allí mismo, junto a ella.

—Una fría noche sin luna llamaron a la casa unos encapuchados con rostros cubiertos con una capa negra y armados hasta los dientes, a cuyo frente se encontraba un obeso sacerdote que portaba un pesado crucifijo en el pecho —explicó Simone.

—¿Quiénes eran? ¿Y qué querían? —se interesó Bruno impaciente y desesperadamente.

—Después de haberte perdido a ti, aquellos individuos vinieron para arrebatarme mi fuerza y espíritu creativo, la esencia de mi vida artística…

—¿Qué queréis decir, padre?

—Me amenazaron con matar a tu madre si yo no dejaba de realizar frescos pictóricos —declaró algo exaltado y profundamente abatido—. Por ello, desde entonces no he podido desarrollar más obras, y la de san Vigilio, en esta población, ha sido la última de toda mi larga trayectoria artística desde que, de pequeño, salimos de Averaria, en Bergamo.

Los ojos de Carla no dejaban de derramar lágrimas, y Bruno, que no podía salir de su asombro, seguía haciendo preguntas a su padre.

—Pero ¿por qué? ¿Qué infames motivos impulsaban a aquellos miserables?

—Me dijeron que venían mandados por fuerzas muy poderosas, concretamente del Vaticano.

—¿Del Vaticano? —se ofuscó Bruno, al borde de la histeria.

—Sí, hijo, eran enviados desde la cúpula más alta de la Iglesia, concretamente por orden del pontífice Paulo IV.

—Pero ¿qué razones manifestaron esos canallas para coartar vuestra brillante actividad artística? —preguntó indignado Bruno.

—El único que hablaba de los que estaban al frente de aquel grupo de sicarios de la Iglesia no me aclaró mucha cosa; lo único que manifestó fue que la Iglesia no quería más pinturas al fresco reflejando danzas de la muerte basadas en el Carpe Diem, porque al pueblo, a los feligreses, había que transmitirles el concepto del Tempus Fugit, es decir, vivir con miedo al dolor, al pecado, a la muerte, al Infierno, y esa cuestión, con la aterradora frase «Nihil omni», es la que no cesan de pronunciar los sacerdotes y párrocos desde los púlpitos, grabándola en las mentes de los feligreses. Además, yo firmaba mis obras, en la última escena de los lienzos pictóricos, con las palabras «Mors janua vitae», otra frase que ponía muy nerviosas a las altas esferas de la Iglesia.

—Ahora lo entiendo —musitó Bruno entre dientes, y con la mayor indignación—. El Carpe Diem pregona el vivir con felicidad, sin miedo, el día a día, sin pensar en el terror del Más Allá. Y eso, claro está, no le interesa a la Iglesia, que prefiere un pueblo con miedo, que llega al pánico, y bajo la constante condena de la excomunión y la amenaza del castigo divino para quienes se salen del rebaño y de las normas establecidas desde el Vaticano.

—También hay grandes diferencias con el cura —añadió Simone, con la voz entrecortada.

—Sí, ya me lo ha dicho esta mañana el párroco, a quien le faltó tiempo para recordarme que no erais buenos cristianos —exclamó en tono jocoso Bruno.

—Desde entonces, y mientras permanezca este párroco, por mutuo acuerdo tu padre y yo hemos dejado de asistir a misa —comentó indignada Carla.

—Ese sacerdote, además, no debería dar muchas arengas desde el púlpito, puesto que no pregona precisamente con el ejemplo —afirmó el anciano—. Todo el pueblo sabe que, desde hace diez años, tiene a una querida en su casa, y se jacta públicamente de hacer vida marital con ella, con la cual ya ha tenido varios hijos, cuyos fetos no ha dudado en enterrar en el jardín de la sacristía.

—Una querida y, por lo que he podido ver esta misma mañana con mis propios ojos, también utiliza al monaguillo como su efebo —manifestó Bruno con la mayor repulsa.

—Eso no lo sabíamos —dijo con gran indignación Simone, dirigiendo su mirada al rostro de su esposa.

—Yo también hace tiempo que no frecuento la iglesia —repuso el joven—. La verdad es que cuando he entrado en un templo ha sido para llevar a cabo alguna restauración de una obra pictórica o escultórica, que es mi profesión, sensibilidad que me enorgullece haber heredado de vos, padre. —Pasaron unos instantes de silencio, aunque con miradas de cariñosa complicidad entre los tres, y después Bruno volvió a preguntar—: ¿Después de aquella terrible visita, no habéis vuelto a tener noticias de aquellos sicarios?

—¡No! Afortunadamente. Yo tuve que buscar trabajo en otras actividades, como carpintero en la serrería, y tu madre amasando pan en el horno comunitario del pueblo. Y fue entonces cuando decidí decorar la fachada de la casa, a modo desafiante a las amenazas de aquellos indeseables, con escenas mitológicas y alegorías inspiradas en el Olimpo griego, con faunos y paisajes llenos de vida y pasión desenfrenada, aún a sabiendas del riesgo que ello entrañaba. Pero ya me daba igual todo…

—Sí, también he podido advertir la repulsa de la Iglesia hacia estas pinturas; el mismo párroco también me lo ha dicho. Te felicito por tu valentía, padre.

Simone y Carla se miraron con la mayor complicidad, y una sonrisa se dibujó en los rostros de ambos, que miraban con afecto a su hijo. Luego, el anciano prosiguió:

—Después, y desde hace un lustro, fuimos recibiendo un dinero cada mes desde Trento, por orden del mismo cardenal Madruzzo, como compensación a mis trabajos artísticos realizados a lo largo de mi vida en algunas iglesias de este valle; ayuda que nos viene muy bien para pagar a una sirvienta, que también vive con nosotros en casa —explicó Simone.

—Sí, se trata de una mujer muy amable. Se llama Bianca, nació en Pinzolo y conocemos desde siempre a su familia. Quedó viuda, sin hijos, y nos quiere; ahora se encuentra comprando verduras y frutas en el mercado del pueblo. No tardará en regresar —añadió Carla, mirando con cariño a su hijo.

—¿Y no sabéis quién era aquel miserable personaje que iba al frente de los encapuchados? —volvió a interesarse Bruno.

—¡Sí! Se llamaba Carlo Caraffa, un nombre que no se me olvidará mientras viva.

Al oír aquel desagradable nombre, el rostro de Bruno se consternó de ira; un cambio repentino de semblante que percibieron de inmediato los padres.

—¿Qué te sucede, hijo?

—Carlo Caraffa era sobrino precisamente de Paulo IV, el pontífice que le mandó irrumpir en vuestras vidas aquella noche —aclaró Bruno—. Ese rufián, con las manos manchadas de sangre, ha sido el más funesto Papa que haya ocupado el trono de San Pedro. Entre otras barbaridades, vació las arcas del Vaticano y destinó gran parte de su fortuna personal a apoyar con todas sus fuerzas a la Inquisición. Pero no debéis temer, sus cuerpos ya llevan tiempo bajo tierra criando malvas.

«Mañana mismo enviaré una paloma a Trento, porque hace días que no sé nada del cardenal. Espero que todo esté en orden. Cuando le vea en persona le agradeceré cuánto está haciendo por mis padres, pero también podría haberme informado de que estaban vivos, aunque es posible que Madruzzo no sepa que se trata de mis progenitores…», pensó Bruno.