XXVI. Sentimientos

Amanecía cuando Angiolo bajó al salón, donde se encontraban ya sus tíos; Ricardo, avivando el fuego de la chimenea, después de haber colocado unos tacos de madera de encina seca; y Jacinta, encendiendo una velilla de aceite a la imagen de san Biagio, encerrada dentro de una artística hornacina de madera.

—¡Buon giorno, queridos tíos! Veo que seguís manteniendo las tradiciones —exclamó jubilosamente Angiolo.

Buon giorno, sobrino. Sabes cuánta devoción le tenemos a san Biagio. La imagen nos la trajo ayer tarde Pietro, el campanero, y aquí la tendremos nueve días, los que pide la novena, y luego, como es tradición, pasará a otra familia —repuso Jacinta, mientras limpiaba con el mayor mimo el rostro del santo, patrón de Caderzone.

—¿Y los compañeros, no han bajado aún? —se interesó Angiolo.

—El chófer sigue en su alcoba, pero el más joven hace rato que se levantó, y ha querido salir a pasear un momento. Me ha dicho que no tardaría.

—Bien. Subiré a despertar a Mauro, para que desayunemos todos juntos. Después iremos al cementerio, si os parece bien —propuso Angiolo.

Bruno regresaba en aquel momento.

—Amigo Angiolo, ¿cuál es la casa donde naciste? —preguntó con curiosidad Bruno.

—Es la que se encuentra enfrente mismo de la iglesia, al otro lado de la plaza y a pocos metros de aquí —repuso Angiolo.

—¿Una casa de piedra con arcadas en los balcones y ventanas en arco apuntado? —preguntó Bruno.

—Sí, esa es.

—Pues se encuentra abandonada y parece deshabitada —informó Bruno.

Al instante, Ricardo y Jacinta, que estaban oyendo aquella conversación, se miraron entre sí, reflejando un profundo pesar en sus rostros, y decidieron intervenir:

—Angiolo, esa casa, donde tú naciste, tras la desaparición de tu padre, como sabes, se la quedó la poderosa familia de los Berdone, pero hace años que la tienen abandonada. Temo que pueda venirse abajo, pues estos señores ya no residen en Caderzone ni se han preocupado por la casa, ni tampoco nadie sabe de ellos.

—Pues estaría bien hablar con el señor alcaide y aclarar este asunto, para que volvamos a recuperar esta casa —manifestó un tanto furioso Angiolo.

—Sí, el señor Aldo Ballino, nuestro alcaide, es un hombre justo —inquirió Alberto.

—Me parece muy bien —dijo Bruno, recibiendo la aprobación gestual por parte de los tíos de Angiolo.

Después de tomar el desayuno, Angiolo y Bruno, acompañados por Alberto, tomaron rumbo hacia el camposanto; Mauro prefirió quedarse en el pueblo, y los tíos de Angiolo tenían algunas tareas que hacer en la casa. El cementerio se encontraba a las afueras, sobre una pradera alfombrada de flores silvestres que ponían una nota de color a la frialdad de la piedra de granito de las tapias del cementerio y el mármol de las tumbas. Una vez dentro, Alberto se adelantó, para indicar el lugar exacto de aquel humilde panteón. Al llegar, Angiolo se emocionó vivamente.

Mientras limpiaba el sepulcro de las hojas secas caídas en los últimos días y algo de polvo que cubría la fría losa de mármol grisáceo, Angiolo no pudo evitar derramar unas lágrimas, después de tanto tiempo que hacía que no acudía a ese sagrado lugar, para rezar por los restos de su madre, allí enterrada, y también a causa del remordimiento por haberla dejado sola y por el terrible desconocimiento sobre el final del padre.

Al poco rato, mientras estaba rezando unas oraciones, un vendaval de aire hizo doblar los cipreses del camposanto y las campanas comenzaron a repicar…, como si todo ello anunciara un mensaje en el aire. Muchas dudas y preguntas sin respuesta se acumulaban en la cabeza de Angiolo, cuando, de pronto, Alberto le llamó la atención.

—Veo venir a lo lejos a la persona que, desde hace mucho tiempo, visita el cementerio una vez a la semana para colocar un ramo de flores sobre la tumba de tu madre —manifestó calladamente, dirigiéndose a su primo.

—Pues actuaremos con delicadeza, si os parece. Nos apartaremos detrás de aquel gran panteón, para no ser advertidos, pero lo suficientemente cerca para poder ver a este enigmático y desconocido personaje —aconsejó Angiolo.

—Me parece muy buena idea —secundó Bruno, con el respaldo emocional de Alberto.

No había concluido este de decir las palabras, cuando aquel extraño hombre hacía su entrada en el cementerio, dirigiéndose sin titubear a la tumba de Mariana, ajeno a la cercana presencia de los tres.

Aquellos instantes se hicieron eternos para quienes, desde la cercanía, con ojos de halcón, contemplaban y analizaban hasta el más pequeño movimiento del recién llegado.

Una vez postrado ante el panteón, decidió colocar sobre la losa, con esmero, el ramillete de flores silvestres que llevaba en su mano. Luego, permaneció firme unos minutos en silencio. Los tres se hallaban absortos contemplando aquella escena, que respetaron permaneciendo quietos. Después de unos instantes de meditación, aquel personaje decidió marcharse. Era un hombre mayor, pero decorosamente vestido, que se ayudaba con bastón para andar, pues cojeaba por su pierna izquierda; su aspecto era noble, y sus gestos transmitían una gran seguridad en sí mismo. Fue entonces, cuando Angiolo decidió salir al encuentro de aquel misterioso personaje, pero de forma amable, para no asustarle.

—¡Señor! ¡Señor! Buenos días —irrumpió Angiolo, saliendo al paso de aquel hombre, mientras Bruno y Alberto, por deseo de este, mantuvieron la distancia, permaneciendo escondidos.

Aquel anciano, ante la soledad aparente del lugar, no esperaba la intromisión de nadie, pero no tardó en reponerse, interesándose por el recién aparecido.

—Buenos días, caballero. ¿Quién sois? —preguntó con amabilidad.

—Me llamo Angiolo Tonelli, hijo de la mujer aquí enterrada, sobre cuya losa habéis depositado unas flores —contestó.

El hombre no pudo evitar el mayor asombro y, tras unos instantes, con sus ojos humedecidos, se aproximó a Angiolo, respondiéndole con la mayor amabilidad:

—Perdone el atrevimiento, pero, aunque no tuve el placer de conocer a su querida madre, sí me unió una gran amistad a su padre, Salvatore.

—¿Mi padre? ¿Usted conoció a mi padre? —repuso Angiolo con sorpresa al oír aquellas palabras.

—Su padre fue un hombre de bien. Compartí con él sus últimos momentos de vida en uno de los lugares más terribles de este mundo —explicó con la voz rota aquel hombre.

—¿Qué quiere decir? ¿Usted sabe dónde murió mi padre?

Aquel hombre se tomó unos instantes antes de responder.

—Fue en la fortaleza de Pèrgine, en Valsugana, a una jornada a caballo al este de Trento.

—Sí, conozco bien aquel castillo —replicó Angiolo—. ¿Pero cómo fue mi padre a parar a aquel infierno?

—Sí, lo ha descrito muy bien: Pèrgine es la puerta del Infierno para quienes son encerrados en sus terroríficas mazmorras, porque muy pocos son los que logran salir vivos de sus recios muros —confirmó el anciano, con voz lenta pero firme.

Se sucedieron unos instantes de interminable silencio entre ambos, pero con muchas cuestiones por aclarar con aquel desconocido. Angiolo, viendo el cansancio de aquel anciano, no dudó en ayudarle para que tomase asiento sobre un viejo tronco de madera caído. Y este, tras tomar algunas bocanadas de aire fresco y agradecerle el gesto, prosiguió su desgarrador relato:

—Su padre fue apresado mientras recogía hierbas y plantas silvestres en las orillas del lago Garzonè, próximo al de San Giuliano, y no lejos de Caderzone —aclaró.

—¿Pero por qué? ¿Y por quiénes? —preguntó Angiolo con frenética preocupación.

—Fue la Inquisición, exploratores y esbirros del Santo Oficio, y, sin juicio previo, fue condenado a la pena capital por brujo —continuó informando aquel extraño personaje—. Después, entre horrendas torturas, fue conducido a las escalofriantes mazmorras de Pèrgine, según me comunicó vuestro padre, antes de morir.

El rostro de Angiolo no podía evitar la profunda angustia que le recorría y mortificaba de coraje su interior. Todo el mundo se le había venido encima en un instante. Luego, con voz quebrada, prosiguió con su interés por saber más sobre el final de su desdichado padre.

—¿Sabe entonces, señor, cómo fue su muerte?

—Sí —respondió—. Ambos sufrimos terribles sesiones de latigazos, que nos dejaron la espalda en carne viva y cubierta de sangre. Salvatore y yo, por diferentes motivos, fuimos encerrados en aquella terrible fortaleza. Él, condenado por brujo, servidor de Satán según la Inquisición, por lo que había escuchado gritar a quienes le llevaron maniatado en un carro-cárcel, y también a los verdugos y vigoleros que le torturaron después. Y yo, por haberme negado a pagar unos impuestos a la Iglesia, por las minas de mi propiedad, en la zona de Adamello, donde tenía mi casa. Soy de origen noble —se expresó aquel personaje, mirando con dolor a los ojos de Angiolo, quien no salía de su asombro, y con la rabia contenida.

—Pero por favor, decidme cómo fueron sus últimos momentos en este mundo —le pidió Angiolo, con lágrimas y coraje.

—Salvatore, su padre, después de recibir las terribles sesiones de latigazos, fue dejado unos días alimentado con pan duro y agua antes de recibir el tormento final…

Los ojos de Angiolo y su semblante transmitían una angustia desgarradora. En aquel momento, Bruno y Alberto, que habían escuchado toda la conversación, no dudaron en hacer acto de presencia, debido a la extrañeza y las explicaciones que estaba dando aquel hombre. Y Angiolo no tardó en presentarlos.

—Descuide, señor, son mi primo Alberto y mi mejor amigo, Bruno, con quienes he venido al cementerio para rezar sobre la tumba de mi madre, y a quienes les pedí que se mantuviesen apartados de nuestro encuentro.

—Buenos días, señor. Muchas gracias por sus atenciones con la madre de Angiolo, y también por las valiosas informaciones que nos está transmitiendo sobre el final de Salvatore —exclamó con preocupación y amabilidad al mismo tiempo Bruno.

—Señor —dijo Alberto—, no sabíamos nada de cuanto ha relatado.

—Bien, también es hora de que os explique todo cuanto sé; no querría morirme con estos recuerdos —expresó aquel desconocido y extraño anciano.

A medida que el tiempo iba transcurriendo, la conversación se desarrollaba más relajante. Solo el viento, que mecía con fuerza las copas de los altos cipreses del cementerio, acompañaba las frases de aquel desconocido hombre, que iba narrando una escalofriante historia que mucho tenía que ver con la familia de Angiolo.

—Salvatore fue conducido finalmente a la cámara secreta y más terrorífica de la fortaleza de Pèrgine, para ser colocado dentro de una hornacina, abierta en el grosor del muro; sus brazos fueron maniatados a unos grilletes y su cabeza insertada dentro de un collar de hierro para que no se moviese lo más mínimo. Después, de una grieta abierta en la parte superior de aquella dantesca cámara comenzó a caer una gota de agua cada segundo, para perforar lentamente la cabeza de vuestro padre… Una vez muerto, sus restos fueron lanzados al exterior de la fortaleza y fueron devorados por las alimañas.

—¡Canallas! ¡Criminales! ¡Asesinos! Vengaré la muerte de mi padre —exclamó Angiolo con la más cruel rabia que un hombre pueda expresar con su mirada, mientras golpeaba con furia sus puños contra el grueso y áspero tronco de un ciprés, abriéndose los nudillos y ensangrentándose las manos.

—¡No hace falta!, vuestro padre ya descansará feliz en el Más Allá, porque su muerte ya fue vengada —manifestó aquel hombre.

—¿Qué queréis decir, señor? —preguntaron con el mayor asombro y al unísono los tres.

—El autor del apresamiento de Salvatore Tonelli fue Carlo Caraffa, conde de Montorio, sobrino del pontífice Paulo IV, nombrado también cardenal por este.

Al oír el apellido Caraffa, los corazones de los allí presentes dieron un sobresalto de estupor. Angiolo volvía a recordar a aquel ser tan malvado que era Domenico Caraffa, hermano de Carlo, el inquisidor que iba a llevar a las llamas a Gina y Giovanna. Pero aquel anciano, sin perturbarse, siguió su relato.

—Paulo IV falleció el dieciocho de agosto de 1559, y su desaparición desencadenó una infinita sensación de libertad, como un soplo de aire fresco que respiró toda la cristiandad. Pero era tanta la sed de venganza y el dolor del pueblo de Roma que un numeroso grupo de personas logró derribar la estatua que se le había alzado a este funesto pontífice en el Capitolio, además de reducir a pavesas los edificios de la Inquisición, tan estrechamente relacionados con él. Y su sobrino, Carlo Caraffa, que intentó ocultarse en los sótanos del castillo de Sant’Angelo, fue ejecutado un año después en la ciudad de Roma, quemado sin piedad en la hoguera por orden del actual pontífice Pío IV.

Aquellas palabras apaciguaron el ambiente de crispación. Y Bruno, pasando el brazo con afecto sobre la espalda de su amigo Angiolo, tras respirar profundamente, habló:

—Ya nos habló el cardenal Madruzzo de la condición de Paulo IV, a quien calificó como el más funesto de los pontífices que haya tenido hasta entonces la Iglesia de Roma. Fue, sin duda, el gran inquisidor y profesional de la tortura, ayudando a las intrigas de los Farnesio, descalificando a España, siendo uno de los mayores opositores a la contra Reforma tridentina.

—En efecto, además de haber dedicado gran parte de su inmensa fortuna personal, y de dejar vacías las arcas del Vaticano, para crear nuevas máquinas y herramientas que destrocen los cuerpos de los seres humanos —manifestó con un tono algo más sosegado aquel hombre—. A ese pontífice, y también a su sobrino Carlo Caraffa, le debemos el haber llevado a la tumba a centenares de personas, condenadas, sin juicio, por su condición de judías, protestantes o simplemente por ser mujeres. Pero, afortunadamente, estos criminales ya están bajo tierra.

—Bruno y yo, hace pocos días, conocimos en Stenico a Domenico Caraffa, hermano de ese Carlo, igualmente un sanguinario sin límites, a quien su eminencia le dio una magistral lección, en todos los sentidos —manifestó Angiolo, con un semblante mucho más relajado, mientras se tapaba con un pañuelo las heridas de sus manos.

—Esa gente no aprenderá nunca, por muchas lecciones que reciban; su condición de asesinos forma parte de su razón de ser —expresó Alberto.

—Pero, por favor, háblenos de usted. Me gustaría conocer a la persona que ha compartido los últimos momentos de la vida de mi padre —manifestó con el mayor interés Angiolo, mirando con respeto a aquel anciano.

—Sí, a estas alturas de mi vida ya no tengo miedo de desvelar mi identidad, la cual he tenido que mantener oculta durante mucho tiempo. Me llamo Indro Bezzecca. Mis tierras, en la zona de Adamello, son ricas en mineral de plata, y, desde hace muchas generaciones, mi familia explotaba las minas, pagando respetuosamente a los trabajadores. Pero Carlo Caraffa se interesó con ansia por estas minas, pensando en sus riquezas de plata, y una oscura y fría noche, al frente de sus sicarios, cubiertos con capa negra, puso cerco a mi pequeña residencia, situada sobre la ladera meridional del monte Furnace. Incendiaron mi casa, asesinaron sin piedad a toda mi familia y a mí me llevaron preso a Pèrgine, en cuyas mazmorras coincidí con vuestro padre, donde compartí con él las últimas jornadas de su desdichada vida. —Se produjo un silencio que se hizo eterno, al tiempo que, con el mayor asombro, todos seguían atentamente aquel desgarrador relato. Luego, el anciano prosiguió—: Vuestro padre me habló con el mayor cariño de vosotros, de Mariana, su querida esposa y de ti, Angiolo; ambos fuisteis su mayor y único tesoro. De verdad, no paraba de decírmelo, a pesar de las sangrantes y dolorosas heridas que tenía, abiertas por todo su cuerpo, y de los terribles tormentos a los que fue sometido. Me decía que lamentaba el no haber podido dedicaros más tiempo —explicaba Indro con voz quebrada, ante la atenta y consternada mirada de los tres.

—¿Y vos, cómo lograsteis evadiros de aquel infierno? —se interesó Bruno, mirando al anciano con el mayor respeto.

—Fue la jornada siguiente a la muerte de Salvatore. Por la noche oí el crujido del gozne de la cerradura de la celda abrirse tímidamente, lo cual me hizo desfallecer, pensando que ya había llegado también para mí la hora fatídica. Un celador se me aproximó tanto que por mi cabeza pasó el temor de ser degollado allí mismo. Por un momento, perdí hasta la respiración, temiendo el fatal desenlace de mi desdichada existencia, al ver horrorizado el metalizado brillo de la hoja del cuchillo asomar por su cinturón de cuero, lo cual hubiera aliviado mis tormentos. Sin embargo, con movimientos seguros, y con el mayor secretismo, aquel carcelero se descubrió la capucha, y aproximándose una vela para que pudiera ver su rostro, me dijo calladamente: «¿No se acuerda de mí, señor Bezzecca?, soy Rodolfo, el esclavo que liberó hace años en el puerto de Venecia. Gracias a vos, fui rescatado de los mercaderes de la Serenísima, tras abonar el elevado precio de mi libertad. En estos momentos, estoy aquí como carcelero. Es probable que no lo recuerde, pero yo le estaré eternamente agradecido por su infinita magnanimidad. Presencié el día que fue encerrado en esta prisión, y, desde entonces, he estado estudiando la forma de facilitarle la libertad, y lamento mucho no haber podido hacer nada antes para evitar las torturas que ha estado sufriendo».

—Por favor, continúe.

Indro respiró profundamente antes de proseguir:

—Rodolfo fue un esclavo negro traído a los puertos de Venecia en el interior de una galera procedente de Argel. Una vez aboné el importe, este joven no quería separarse de mí, y entonces decidí darle trabajo en mi hogar, como sirviente. Unos años después se enamoró de una bella joven, también de color, que conoció en la ciudad de Trento, y al contraer matrimonio se despidió de nosotros. Después ya no supe nada más de él. Quiso abonarme su libertad, pero, obviamente, con la mía, le estaré infinitamente agradecido. —Aquel hombre descansó un poco y después continuó—: Y fue gracias a él, a Rodolfo, que por azares de la vida se convirtió en un aliado en aquel infierno, por lo que supe al detalle sobre los castigos que, a diario, estuvieron dándole a vuestro padre, y también la cruel tortura que le aplicaron y que le llevó a la muerte.

Angiolo perdió el control de sí mismo; parecía fuera de sí, gritando de acá para allá. Luego, cuando se tranquilizó un poco, volvió a preguntar:

—¿Y qué sucedió después?

Indro prosiguió:

—«¡Debemos actuar deprisa! Me han dicho que mañana le llevarán a vos a la hornacina de la gota de agua. Por lo tanto, tiene que escapar esta misma noche», me dijo aquel carcelero susurrándome al oído, pero yo le respondí calladamente: «Os estáis exponiendo demasiado, y también vuestra vida correrá un grave peligro, todo esto es muy peligroso». Aun así el joven no se amedrantó y me contestó mientras me obligaba casi a empujones a abandonar aquel terrible antro: «No temáis por mí. He logrado sobornar al carcelero de esta galería para que deje esta celda abierta, con la puerta cerrada y el cerrojo sin correr; de las demás, también iré arreglándolo. Ya en el exterior he organizado la huida final de este infierno, con unos caballos que robé hace un par de días. En sus alforjas he puesto algunas ropas limpias y agua, para que abandonéis lo más pronto este lugar. Veréis el caballo, de negros crines, atado a unas ramas del frente norte de la fortaleza, la zona que está menos vigilada, ya que es el lugar por donde se arrojan los despojos humanos de los presos muertos».

—¿Y qué sucedió después? —se interesó Bruno.

—Envuelto en una manta oscura, recorrí los pasillos de aquel apestoso lugar, mientras respiraba con dificultad el infecto aire de aquellas terribles galerías de tortura, y escuchando los desgarradores lamentos de piedad de los numerosos seres allí condenados al abismo del infierno. Rodolfo me ayudó, llevándome prácticamente a rastras, con el constante temor de ser descubiertos. Yo temía más por su vida que por la mía. Mi final ya lo había asumido hacía tiempo; tras la muerte de Salvatore, sabía muy bien que yo no tardaría en seguir su camino.

Nerviosos y expectantes se hallaban los tres, oyendo aquel sobrecogedor relato.

—¡Seguid contando, por favor, quiero saber todo cuanto sucedió en Pèrgine, además de la muerte de mi padre! —exclamó Angiolo.

—Advertí cómo Rodolfo entregaba discretamente una bolsa de dinero a cada uno de los carceleros que estaban de guardia aquella noche. Y, tras salvar un largo corredor que nos llevaba al patio trasero a través de una poterna, logramos salir al exterior. Y, tal como me lo había anunciado dentro de la mazmorra, el caballo esperaba con la cinta de cuero enlazada a las ramas de un árbol. El animal relinchó al advertir nuestra presencia, pero la sorpresa fue que no había uno, sino dos caballos, porque Rodolfo también tenía que marcharse de allí, puesto que él era consciente de que su vida correría mucho peligro. En aquel instante, con un fuerte abrazo, allí mismo nos despedimos. Yo me cubrí con una capa y espoleé el caballo, segundos después de haberme cambiado la ropa, y tomamos senderos opuestos para confundir a nuestros probables perseguidores. Gracias a aquel hombre, que yo rescaté muchos años antes en Venecia, hoy estoy vivo —evocó Indro, con cierto júbilo, tomando aliento.

—¿Y qué sucedió después? —preguntó Bruno.

—Estuve cabalgando sin cesar toda la noche. Recordaba algunos caminos e intenté acercarme a las montañas, donde tenía mi hogar, aunque sabía que no habría nadie, pues todos mis seres queridos hacía tiempo que fueron cruelmente asesinados. Aún recuerdo aquella dantesca escena de la vivienda ardiendo y con ella la trágica desaparición de mis seres queridos. Unas jornadas más tarde, decidí acercarme a mi casa, que encontré abandonada y medio arruinada —narraba con tristeza Indro—. Entonces, con deseos de sobrevivir, y olvidándome de las veces que estando preso pedí a gritos la muerte, lo primero que hice fue cambiar mi personalidad. Me dejé crecer la barba y me puse otro nombre, Michello, aunque continué siguiendo de cerca las noticias de nuestro principado, del todo feliz por el desarrollo del Concilio de Trento, los logros de este importante sínodo y la gran personalidad del cardenal Madruzzo, a quien considero un hombre de bien, en todos los sentidos.

—Tiene toda la razón del mundo —susurró Bruno—. Su eminencia en todo momento está dando muestras de estar en contra de las injusticias y de la barbarie de la Inquisición. Nosotros, Angiolo y yo, hemos podido comprobarlo muy de cerca, hace pocos días.

Instantes después, Indro, mirando a los ojos de Angiolo, le dijo:

—Aquel inquisidor, Carlo Caraffa, además de mis bienes y mi título de barón, me arrebató lo más querido y valioso sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo: mi familia. Todos perecieron quemados dentro de la casa, según me informaron después algunos campesinos y mineros fieles que pudieron presenciar desde la lejanía aquel terrible espectáculo que, aunque no vi personalmente, tengo grabado en mi mente. —Rostros de rabia y deseos de venganza se dibujaron en los tres. Y aquel anciano añadió—: También me informé que vuestra casa de Caderzone os fue arrebata por Carlo Caraffa, quien, al poco tiempo, se la entregó a unos familiares.

—Sí, los Bersone. Tras la desaparición de mi padre, no tardaron en apropiarse de nuestra casa —recordó Angiolo con rabia—, y mi madre y yo tuvimos que trasladarnos a la de mis tíos Ricardo y Jacinta. Pocos meses después, yo me marché a Trento para labrarme un futuro. Lo que no sabía era que esa familia fuera pariente de los sanguinarios Caraffa.

—¿Y de quién es esa casa actualmente? —se interesó Indro.

—He podido ver que la casa lleva algunos años abandonada, con peligro de derrumbe —manifestó Angiolo—. Y después de todo cuanto me habéis informado, creo que tengo elementos de fuerza suficientes para recuperarla.

—Estaría bien que hablásemos con el alcaide de Caderzone, Aldo Ballino, persona de bien, amante de la justicia, quien os escuchará con mucha atención —aconsejó Alberto.

—¡Estoy de acuerdo, primo! —exclamó Angiolo, y después, mirando a Indro, prosiguió—: Pero contadme algo más de mi padre, y por qué hacéis estas visitas a la tumba de mi madre.

—Tu padre salvó la vida a muchas personas de las mordeduras de las serpientes en estas montañas, entre ellas la de mi esposa. Vuestro padre la curó en mi casa; sabía de sus virtudes como curandero en estos temas, y no dudé en ir en su busca a la cabaña que tenía a orillas del lago San Giuliano, y Salvatore me acompañó de inmediato consciente de la gravedad. Para su milagrosa labor utilizaba un talismán, uno como este, que, con mucha suerte, logró ocultar a los vigoleros y carceleros, entregándomelo en la celda de Pèrgine momentos antes de ser conducido al fatal desenlace. Por sus actividades, la Inquisición lo apresó y lo encarceló por brujo —comentó Indro, mientras iba desabrochando los botones de su camisa, para exhibir de inmediato en su pecho un medallón grabado que portaba a modo de collar—. Y en cuanto a mis visitas a este sagrado lugar, son como consecuencia de una promesa que le hice a vuestro padre, momentos antes de fallecer, si lograba salir de aquel infierno, lo cual era una hazaña casi imposible de realizar. Después de lograrlo, y dejar un tiempo prudencial, antes de aproximarme a mi casa, me acerqué a Caderzone, donde me informaron del fallecimiento de Mariana, vuestra madre. Entonces juré venir a este cementerio una vez por semana, y fijé el viernes porque, como nunca se me olvidará, fue el día que Salvatore sanó a mi esposa. Igualmente me comunicaron que vos hacía tiempo que os habíais marchado a Trento.

—Os quedo muy agradecido por todo cuanto habéis hecho por mi padre y también por mi difunta madre —dijo con voz rota Angiolo, mientras le daba un fuerte abrazo a Indro.

—¡Dejadme ver el talismán, por favor! —solicitó interesado Bruno.

—¡Claro! —respondió el anciano, mostrando aquel extraño objeto.

Después de examinar al detalle todos y cada uno de los grabados de aquella figura, y acariciándolo con las yemas de sus dedos, Bruno manifestó:

—Este amuleto es un triskel, el más sagrado de los símbolos celtas, que, a modo de medallón, era portado por los druidas en el pecho como señal de sabiduría y de poder absoluto. El triskel permitía a los druidas entrar en estados alterados de conciencia. El giro de los brazos rematados con esferas era el detonante capaz de lograr el desapego de lo material, alcanzando así la trascendencia.

—Veo que conocéis muy bien la naturaleza de este objeto —manifestó asombrado el anciano. Y añadió—: Ahora entiendo la entereza de Salvador ante tanto dolor. ¡Cómo pudo soportar tanta angustia! Incluso en sus últimos momentos, cuando fue conducido al suplicio final, mantuvo entera serenidad de ánimo; una valentía ejemplar.

—Lo que me sorprende es que esté esculpido en madera —manifestó Bruno.

—Esto lo puedo explicar yo, según me confesó vuestro padre en la celda —respondió Indro, dirigiendo su mirada hacia Angiolo—: Salvatore utilizaba las ramas del fresno para hacer estos amuletos porque decía que este árbol era protector contra las mordeduras de serpientes y de otros animales dañinos, que rehusaban acercarse a todo el perímetro que abarca la sombra de sus ramas. Por ello, realizar con su madera un amuleto es la prolongación del mágico poder de este árbol. También me explicó que el fresno fue considerado por los sacerdotes celtas un efectivo talismán contra los rayos y las tormentas.

—¡Bien, señores! Deberíamos marcharnos, se nos ha echado el mediodía encima, y en mi casa ya nos esperarán inquietos para la comida —exclamó Alberto.

—Indro, también me gustaría que nos acompañarais —sugirió Angiolo, mirando a su primo.

—¡Claro! Mis padres tendrán una gran felicidad al conoceros y recibir de vos todo cuanto nos habéis narrado. Ellos también desconocen el final de Salvatore, aunque van a llevarse un duro golpe al saberlo todo —exclamó Alberto, mirando con sumo respeto a aquel anciano.

—Muchas gracias, amigos, pero he de marcharme enseguida. En otro momento volveré, os lo prometo, pero hoy es imposible —se justificó Indro.

—Pero, al menos, podremos acompañarle a algún lugar; tenemos el carromato en el pueblo —se ofreció solícito Angiolo, con la mayor amabilidad.

—¡No! Muchas gracias. También tengo un carruaje, con chófer, que me aguarda debajo de aquellos olmos. La visita al cementerio me gusta hacerla siempre en la mayor intimidad —aclaró el anciano.

Después todos se despidieron con un fraternal abrazo.