XXV. Recuerdos

Ya fuera de las murallas, una vez tomado el camino en dirección norte, con el río, con su hilera de álamos temblones, como referencia espacial y las cumbres del Brenta a la derecha, Angiolo cortó un agradable silencio.

—Amigo Bruno, ¿cómo fue el encuentro con el maestro de cocina del albergo?

—El señor Scappi es, sin duda, la mayor autoridad de toda Italia en cuanto a los conocimientos sobre el arte de elaborar los alimentos —afirmó Bruno—. Es un verdadero lujo que una población tan pequeña como Pelugo tenga unas cocinas tan ejemplares, a cuyo frente se encuentra este gran sabio de los fogones. Pero presiento que no va estar mucho tiempo más en este albergo.

—¿Qué quieres decir?

—Muy a su pesar, es probable que el maestro Bartolomeo, a sus 65 años, tenga que abandonar el albergo donde está trabajando y ha creado toda una escuela de gastronomía de renombre, obligado a dirigir las cocinas de altas personalidades, y una es posible que sea el mismo Vaticano, según me ha comentado discretamente —manifestó Bruno.

—¿Y quién seguirá como cocinero en el albergo? —insistió Angiolo.

—Ya lo tiene todo preparado. Ha confiado en su mejor ayudante, Giovanni, esta responsabilidad.

—¿Y la biblioteca? —se interesó el jardinero.

—¡Ah!, la biblioteca. Tenías que haber estado allí, resulta difícil de explicar en pocas palabras. Aún no salgo de mi asombro. ¿Te acuerdas de la biblioteca secreta que nos mostró Pietro Andrea en el castillo de Toblino?, pues la que admiré esta mañana, aunque algo más reducida en tamaño, es igualmente digna para encerrarse en su interior y olvidarse del tiempo y el espacio. Además, cuenta con una sección dedicada a obras prohibidas…

—¿Libros condenados por la Iglesia? —preguntó con interés Angiolo.

—Sí, pero en este caso todos ellos relacionados con la gastronomía.

—Lamento mucho haberme perdido esta lección de aprendizaje, y soy consciente que estas ocasiones no se repiten en la vida —manifestó Angiolo, con hondo pesar.

—Puedes estar seguro de ello. Oportunidades como esta no las tendrás a menudo en la vida, que es tan corta, querido Angiolo. Podría haberme quedado días enteros admirando aquellas obras de arte literario y, sobre todo, escuchando los valiosos y enriquecedores consejos del maestro Scappi —comentó con la mayor seguridad Bruno.

Tras hacer un corto descanso en el camino, pasaron por Borzago, Spiazzo, Mortaso y Strembo, pueblos todos ellos muy tranquilos y pequeños, de pocas casas de piedra y madera. Fue entonces, saliendo de Strembo, cuando Bruno llamó la atención de Angiolo, que estaba ensimismado contemplando la hilera de árboles de ribera y los bosques que se extendían sobre las laderas de las montañas.

—Bueno, amigo Angiolo, cuéntame algo de Caderzone.

Angiolo, algo sorprendido, le respondió enseguida.

—Fue en Caderzone cuando, hace cincuenta años, vine al mundo, en el seno de una familia humilde. Mi padre, Salvatore, conocía como nadie los secretos de las plantas silvestres, y mi madre trabajaba en un taller de cardadores de lana con telar. Aún se conservaba aquel centro de trabajo cuando me trasladé a Trento, recuerdo que era la casa de los Albiano. Mi padre desapareció en extrañas circunstancias, y mi madre, Mariana, se encuentra enterrada en el cementerio del pueblo, y lamento mucho que, en tanto tiempo, solo he venido una vez a visitarla.

—¿Entonces, no te queda nadie, ningún familiar en esa población? —preguntó Bruno.

—Sí, unos tíos por parte de mi madre, Ricardo y Jacinta, cuya casa no queda lejos de la iglesia, y a donde nos vamos a dirigir, porque son agradables personas —comentó Angiolo—. Les he traído unos sencillos recuerdos de Trento. Espero que estén vivos. Sus hijos, mis primos, Alberto y Enmanuela, también vivían con ellos. No se esperan mi visita.

—¿No tenían casa propia tus padres? —se interesó Bruno.

—Sí, pero tras desaparecer mi padre, nos arrebataron la casa, que pasó a ser propiedad de familia más poderosa de la población, los Bersone, y mi madre tuvo que instalarse en la vivienda de mis tíos. También se llevaron todo cuanto había de valor en el hogar, incluso recuerdos entrañables de familia. Yo, ante aquella difícil situación, tan pronto como cumplí los quince años, decidí irme a Trento, en cuya ciudad me formé como jardinero, contraje matrimonio y tengo una familia maravillosa, como sabes.

—Sí, pero no sabía nada de cuanto me estás contando —reconoció Bruno—. Veo que mucho estamos aprendiendo, en todos los sentidos, en este viaje. También yo espero aclarar grandes dudas de mi pasado —expuso con pesar.

Se produjo entonces un silencio, aunque en las mentes de ellos gravitaban muchos interrogantes.

—Nosotros, Mauro y yo, si te parece bien, nos alojaremos en el albergo. Supongo que habrá un establecimiento en donde poder quedarnos.

—De ninguna manera, Bruno —dijo Angiolo—, la casa de mis tíos es muy grande, incluso cuenta con caballerizas, y estoy seguro de que ellos, al venir vosotros conmigo, os acogerán con todo agrado.

—Gracias, amigo.

—Recuerdo que mi madre tenía una gran devoción a san Biagio, cuya fiesta se celebra el tres de febrero, seguramente porque este santo, que fue médico en el siglo IV en Armenia, protege a quienes padecen de enfermedades de la garganta, los que trabajan como cardadores y tejedores y también a quienes desarrollan actividades agrarias —informó Angiolo—. Es el patrón de los cultivos y cereales, a cuya imagen se rinde culto en el altar mayor de la iglesia de Caderzone.

—Sí, conozco bien la vida de este santo —confirmó Bruno—. He restaurado algunos cuadros y pinturas dedicados a él. Sus reliquias están repartidas por Maratea, Carosino, Caramagna, Cardito y Messina; además, es patrono de la ciudad de Nápoles.

Poco después, el carromato hacía su entrada en la villa, y Mauro lo anunció con júbilo:

—Señores, ya hemos llegado a la población de Caderzone. ¿A dónde nos dirigimos?

—Gracias, Mauro. Directamente a la plaza, junto a la iglesia se halla la casa de mis parientes —respondió Angiolo, sacando su cabeza por la ventanilla del carruaje. Luego, dirigiéndose a Bruno, añadió—: Espero que se encuentren en ella, y que hayamos llegado en buen momento.

La casa de los familiares del jardinero era una de las más grandes del pueblo, y frente al portal, en los barrotes de la verja de hierro, Mauro aseguró las riendas del carromato.

—¡Esperad un momento! —exclamó Angiolo.

El portalón estaba cerrado, aunque en el interior se podían ver algunas lámparas de aceite encendidas en varias habitaciones. Tras golpear la aldaba, no tardaron en abrir. De pronto, un hombre iluminó el rostro de los recién llegados.

—¡Qué sorpresa, señores! —exclamó.

—¿Eres tú, Alberto? —preguntó lleno de alegría—. Soy Angiolo, tu primo.

Tras abrir de par en par la puerta, aquel hombre no dudó en abrazar al recién llegado.

—¡Angiolo!… ¡Me alegro de verte! Per la Madonna! ¡Nos colma de infinita alegría el verte aquí!

—Perdona, primo, por tanto tiempo de ausencia —comunicó Angiolo con tristeza y alegría al mismo tiempo.

—Lamento mucho no haberte reconocido al llegar —repuso Alberto.

—No tengo nada que perdonarte, al contrario, soy yo quien está en deuda con ustedes por el largo tiempo de ausencia, pero no he parado de pensar siempre en vosotros —manifestó Angiolo.

—¡Sois bienvenidos, pasad! —les invitó Alberto.

—Mis compañeros, primo, son Bruno y Mauro —le explicó Angiolo—. Salimos hace un par de semanas de Trento, para venir a Caderzone, y, por diferentes motivos, el viaje se ha alargado, pero ya estamos aquí, felizmente.

—Sentiros en vuestra casa. Pero entrar por favor, señores —musitó Alberto dirigiéndose a Bruno y Mauro.

—Gracias, señor.

—¿Y tus padres y tu hermana, están bien? —se interesó Angiolo.

—Sí, aunque muy mayores, como podrás ver. Estamos todos en casa, y no tardarás en verlos.

—Tengo muchas ganas de abrazarles —manifestó Angiolo—. ¿Podremos, entonces, quedarnos unos días en tu casa, primo?

—¡Claro!, ya te he dicho que no hay ningún problema. La casa, como sabes, es muy grande. Llevad los caballos a las cuadras, que siguen estando en el patio trasero.

—Sí, me acuerdo como si fuese hoy —añoró Angiolo—. Acompaño un momento a Mauro, para que lleve a los caballos a los establos.

Mientras, Alberto, en el portal de entrada de la casa, habló unos instantes con Bruno.

—Hemos tenido un viaje un poco ajetreado, pero también muy interesante, ya os contaremos. Esta población tiene algo distinto a las demás que hemos visto en el viaje. Puede ser por hallarse sobre una llanura que su aspecto no tenga la sensación de ahogo con las montañas algo más lejanas —comentó Bruno.

—Sí, en Caderzone, en estos momentos, se disfruta de una gran paz —afirmó Alberto—. Poco a poco vamos cerrando las heridas del pasado, aunque las cicatrices perdurarán.

—¿Qué quieres decir? —respondió Bruno.

—Ya os lo contaremos mañana con tranquilidad, después de que repongáis fuerzas —contestó con amabilidad Alberto—. Ahora vais a conocer a mi familia, que es la de Angiolo, y sus amigos son también mis amigos.

—Os lo agradezco.

Después de liberar los caballos de los arneses y dejarlos en las cuadras, y de llevar el carromato al patio trasero, Mauro y Angiolo se acercaron portando algunas bolsas de viaje.

—¡Acompañadme! —aconsejó Alberto, mientras cerraba el portalón, y conducía a los recién llegados al interior de la casa.

—Cómo me acuerdo de todo cuanto tengo delante: los muebles, las lámparas, las cortinas, los espejos, la escalinata…, el salón estaba próximo a la cocina y a la bajada de la bodega subterránea —expresó Angiolo, con mirada nostálgica.

—Todo sigue igual, Angiolo —comentó Alberto—. Mis padres están en el salón, frente a la chimenea, y mi hermana en la cocina, preparando la cena. Les avisaré ahora mismo de vuestra llegada. Se pondrán muy contentos.

—Gracias, querido primo —repuso con profundo sentimiento Angiolo.

Enseguida llegaron al salón, y al fondo se encontraban Ricardo y Jacinta, tíos de Angiolo, quienes se hallaban sentados en una butaca próxima al calor de la chimenea, un tanto extrañados ante aquel alboroto.

Papa, mamma!, ¿se acuerdan de vuestro sobrino Angiolo? —preguntó con alegría Alberto.

Los rostros de aquellos ancianos no podían manifestar una felicidad más inmensa, y, con lágrimas en los ojos, después de apartar la manta que les cubría las piernas y de levantarse, no con pocos esfuerzos, abrazaron con el mayor afecto al familiar, de quien pocas noticias habían recibido después de tanto tiempo.

—Querido Angiolo, ¡qué felicidad volver a verte! No sabíamos nada de ti, después de tu última visita a Caderzone, de la que hace ya mucho tiempo —dijo Jacinta, mientras Ricardo seguía abrazando con ternura a su sobrino.

—No tengo disculpas que justifiquen mi alejamiento. Solo deciros que la vida en Trento es muy diferente a la que se desarrolla en los pueblos. Mi trabajo como responsable de los jardines de los palacios de la capital del principado, y más aún, durante los largos años del concilio, me ha obligado a permanecer en Trento con pocos momentos de tranquilidad, en compañía de mi esposa, Antonella. A mis hijos, Domenico y Luigi, tampoco los vemos mucho; el primero es capitán del ejército del principado, y está más tiempo en Brixen, y Luigi se hizo monje, y se encuentra en el santuario de San Romedio.

—¡Excelente! Tienes que venir otra vez con toda tu familia de visita, para poder conocerlos.

—¡Pero bueno! ¿Es que no nos vas a presentar a tus amigos? —se interesó Ricardo.

—¡Ah! Perdonad el descuido —se disculpó Angiolo—. A mi derecha está Bruno, restaurador de las obras de arte de los palacios de Trento, él también trabaja para el cardenal Madruzzo, y a mi izquierda, Mauro, chófer de la curia de Trento. Todos, en diferentes tareas, estamos a las órdenes de su eminencia.

—Es un honor para mí conoceros —manifestó Bruno, mientras saludaba a Ricardo y besaba la mano de Jacinta.

—Igualmente, señor. Consideraros estar en vuestra propia casa —replicó Ricardo.

—¡Gracias! —exclamaron al instante Bruno y Mauro.

—Se quedarán unos días con nosotros, padres —comentó con júbilo Alberto.

—Pues prepararles los aposentos de la buhardilla, que estarán más cómodos. Pero antes deberéis cenar —anunció Jacinta, mientras llamaba a su hija, que había bajado a la bodega, que hacía también las funciones de despensa, y por ello no se había percatado del encuentro.

En aquel momento Enmanuela subía de la bodega, portando diversas legumbres en una canasta de mimbre y una jarra de vino.

—¡Hija! ¿A que no sabes quién acaba de llegar? —exclamó Jacinta con inmensa felicidad.

Aquella mujer, tras mirar fijamente el rostro de Angiolo, le reconoció enseguida, recordando algunos momentos de la infancia, porque los tres primos, al ser de la misma edad, habían jugado y se habían criado juntos.

—¡Es Angiolo!, ¡nuestro primo Angiolo! ¡Qué alegría verte, después de tanto tiempo! ¿Cómo tú por aquí?

—¡Mi pequeña Enmanuela! ¡Cuánto has crecido desde la última vez que te vi! Te has convertido en una hermosa mujer. No tengo excusas para justificar mi ausencia. Pero han sido unos años muy duros de trabajo, especialmente por las obligaciones con las sesiones del concilio —afirmó Angiolo, con inmensa felicidad, mientras abrazaba a su prima.

—Bueno, subid a los aposentos a dejar las bolsas que lleváis y después bajad para cenar, que yo echaré una mano a Enmanuela, para que la cena no se demore —aconsejó con cierta autoridad Jacinta.

Tras subir unos instantes a las habitaciones, los tres no tardaron en bajar al comedor para unirse a los dueños de la casa y compartir con ellos la felicidad del encuentro.

—¡Tomad asiento, aquí cerca de la chimenea, que ya falta poco para la cena! —recomendó Ricardo.

—Gracias, tío —respondió Angiolo—. Os he traído un pequeño presente de Trento. Son unos tejidos de seda, llegados de Venecia y procedentes de China. Con ellos, Jacinta y Enmanuela podrán hacerse unos vestidos. Y para ti, una pipa de agua, comprada a unos comerciantes que negocian con los mercados otomanos; recuerdo que fumabas…

—Muchas gracias, sobrino; aunque hace tiempo que no fumo, la guardaré con afecto. Es muy bonita, grabada con una galera.

—Y para ti, Alberto, esta cartera de piel, realizada en España, y comprada también en Trento.

—Me viene muy bien, no había visto antes una cartera de documentos como esta. ¡Muchas gracias! —exclamó con júbilo el primo.

Del interior de la cocina llegaban unos aromas que despertaron el apetito de todos. Y las mujeres comenzaron a traer los primeros platos.

—¡Mirad, mujeres, qué nos ha traído Angiolo! —manifestó con manifiesta ilusión Ricardo, mientras se apoyaba con el bastón y frotaba su espalda con la mano.

—¿Te duele algo, tío? —se interesó Angiolo.

—Sí. Es un dolor de espalda que, con los fríos, se incrementa, y me mortifica terriblemente. El médico me dice que es el reúma, una enfermedad de huesos, con la que no se puede combatir —expuso preocupadamente el anciano. Y luego añadió—: Bueno, vamos a hablar de otros temas, y sentaros, que la cena ya está a punto.

Los siete mantuvieron un clima de diálogo de lo más ameno. De repente, Angiolo, con el rostro cabizbajo, sugirió:

—Mañana quiero ir al cementerio a visitar la tumba de mi madre y ponerle unas flores.

Al escuchar aquello, los señores de la casa se miraron con pesar.

—Mariana, tu madre —se explicó Jacinta—, tiene una tumba muy bonita, que cuidamos a menudo. Lástima que no podamos hacer lo mismo con la de tu padre…

—Intentaré averiguar qué le sucedió a mi padre. Alguien debe saber algo. Porque, además de poder compartir con vosotros unos días, después de tanto tiempo, no haber podido asistir a su funeral ha sido el motivo fundamental de este viaje —manifestó Angiolo, con cierta rabia y dolor contenidos.

—Quiero decirte, sobrino, que desde hace tiempo, una vez a la semana, se acerca un hombre de edad avanzada a la tumba de tu madre y le pone flores —explicó Ricardo—. No es del pueblo, nadie ha hablado con él ni le conoce, pero desprende una gran caballerosidad en sus gestos, según hemos podido apreciar.

—¿Siempre es el mismo día cuando ese caballero viene a visitar la tumba de mi madre? —se interesó profundamente Angiolo.

—Sí, los viernes —informó Jacinta.

—Mañana es viernes, precisamente —respondió al instante Angiolo.

—Pues es verdad, mañana, después del desayuno, os acompañaremos al cementerio si queréis, primo —expuso con júbilo Enmanuela.

—¡Claro que quiero que nos acompañéis! —respondió Angiolo. Y añadió—: Después de la cena, aunque es algo tarde, quiero salir un momento a la calle, porque más que sentir cansancio, lo que deseo es volver a respirar el aire de este querido pueblo que me vio nacer, y al que no venía desde hace tanto tiempo.

—Si me lo permites, me gustaría acompañaros, amigo Angiolo —sugirió Bruno.

—Como quieras.

—Yo me voy a la habitación, estoy muy cansado —musitó Mauro, mientras iban retirándose las bandejas y el crujir de las brasas de la chimenea ponía una nota musical en el ambiente.

Angiolo y Bruno se prepararon en pocos minutos para iniciar aquel paseo nocturno, después de haberse abrigado bien. Y, tras despedirse de los demás, salieron al exterior. En aquellos instantes, las campanas del reloj de la torre de la iglesia repicaban las once, y una calma absoluta reinaba en las calles y plazas de Caderzone; solo el lejano maullido de un gato alteraba la quietud de aquel gélido escenario, y el metalizado chirrido de la veleta de la torre, movida por el viento.

—Oigo el silencio de las sombras que, como niebla invisible, se esparce por el interior del pueblo, especialmente durante las largas noches de invierno, como espectrales sombras fantasmales que juegan con las frías luces de las lámparas de aceite —dijo con voz callada Angiolo, para no despertar a los vecinos de las casas próximas, que ya se habían retirado a dormir, mientras deambulaban en medio de la soledad urbana de la noche—. De pequeño jugaba por todos estos rincones; aún quiero oír los gritos y risas de la infancia, y nuestra osadía de atrevernos a entrar en los patios de algunas casas, saltando las tapias o forzando viejas cerraduras, siendo perseguidos luego por el sereno y escondiéndonos bajo las ramas de un árbol, para contemplar las escenas de amoríos prohibidos, y los tambaleantes pasos de un borracho por la calle, haciendo esfuerzos por mantenerse erguido —recordó, y después añadió—: No ha pasado el tiempo. Estos lugares no se han borrado de mi memoria. Pero, al mismo tiempo, no dejo de pensar en mañana, con el afán por conocer a ese enigmático admirador de mi madre —dijo quedamente.

—Estaré contigo en todo momento —comentó Bruno, mientras pasaba su brazo derecho sobre los hombros de Angiolo.

—Muchas gracias, amigo.

Ya de vuelta, Bruno se acordó de su cometido, y los pensamientos atormentaron su mente. «He de enviar un nuevo mensaje al cardenal, pero no sé si ya habrá regresado a Trento. Si no está aún en palacio, es probable que los mensajes se pierdan o caigan en manos peligrosas. Por lo tanto, prefiero no mandar más palomas hasta no saber de Madruzzo. También me preocupa la seguridad de Margarethe, espero que haya llegado bien a Rovereto…».