—He dormido a pierna suelta —afirmó con la mayor felicidad Angiolo.
—Yo también, amigo —manifestó Bruno, dándole una palmada en el hombro a su compañero—. Hacía tiempo que no dormía tan bien. El colchón de plumas y el suave y cálido edredón me han hecho creer que estaba flotando sobre una nube de algodón.
Al llegar al salón, Luigi ya estaba en pleno trabajo, organizando las mesas para los desayunos.
—Buenos días, señores. ¿Habéis descansado bien? —preguntó el dueño del albergo.
—Buenos días. Por supuesto, señor. Este lugar lo vamos a recomendar, sin duda —se anticipó Bruno.
—Bien. Mi hija María os preparará enseguida la mesa.
—Muchas gracias.
—Os he reservado la misma mesa que ocupasteis anoche —informó Luigi.
María era la joven que atendió a los viajeros cuando llegaron la jornada anterior, pero ya no llevaba el traje tradicional de la zona, aunque sí uno no menos elegante: una blusa holgada de algodón, de color rosa, cinturón ancho de cuero y falda vaporosa que cubría la rodilla, con medias de lana y zapatos negros de medio tacón; decoraba su pecho un medallón de oro con el escudo del principado de Trento, caracterizado por un águila de alas negras y abiertas, y corona superior; los pendientes iban a juego y la larga melena, dorada como el medallón que portaba, caía suelta, en tirabuzones, sobre su femenina y blanca espalda.
—En un momento os preparo la mesa, señores —exclamó María—. Pero ya pueden sentarse.
—Muchas gracias, señorita.
Mauro se incorporó al momento.
—He echado un vistazo a los caballos, y está todo correcto —comentó el cochero—. Les he pasado el cepillo, y están a punto para partir.
—Gracias, Mauro, pero como ya te dije anoche, habremos de salir algo más tarde, porque el señor Luigi quiso que conociésemos las cocinas, y el responsable de fogones resulta que es toda una celebridad, y nos gustaría hablar un rato con él —se justificó Bruno.
—No hay ningún problema —asintió el chófer—. El destino de nuestro viaje ya no queda lejos, y tampoco tenemos prisa. Por otro lado, si tenemos que quedarnos un día más en Pelugo, no estaría mal, aquí nos encontramos bien, ofrecen buena comida, es un albergo confortable y las personas son amables —añadió.
—De acuerdo —respondió Bruno.
—Aprovecharé, si os parece bien, para dar una vuelta por el pueblo. Quisiera recordar algunos lugares que recorrí en mi infancia, aunque ya apenas los recuerdo, en verdad —exclamó Mauro.
—Pues yo, al igual que hicimos en Bolbeno, y con una mañana tan espléndida como se presenta, quisiera respirar el aire puro de estas montañas y admirar los árboles y jardines. Perdona que no te acompañe, Bruno, y discúlpame con el cocinero —sugirió Angiolo.
—No me parece mal, ya visitaré yo solo las cocinas y conversaré con el señor Scappi. Pero no salgáis al exterior de las murallas; mejor que lo hagamos ya al partir, todos juntos. En un par de horas, aproximadamente, nos encontramos los tres aquí, en el albergo, para proseguir nuestro viaje hacia el norte del valle —aconsejó Bruno.
—Muy bien.
Después de ingerir un nutrido desayuno formado por nueces, castañas, queso de cabra, miel, carne de membrillo, leche, dulces típicos de la región y las tradicionales manzanas de Val di Non, Mauro y Angiolo se despidieron de Bruno, mientras este esperó al propietario del albergo para que le acompañase a la cocina. Pero Bartolomeo Scappi se adelantó.
—Buenos días, Bruno. ¿Habéis desayunado ya? —se interesó el maestro de cocina.
—¡Sí!, señor Scappi. En estos momentos aguardaba al señor Chiodega para que me llevase a las cocinas.
—Bien. El señor Luigi ha tenido que ausentarse del albergo, pero antes me ha pedido que yo haga los honores. ¿Y vuestro compañero? —se interesó el cocinero.
—Angiolo me ha pedido que le disculpéis porque ha tenido que salir también —respondió Bruno—. Después se incorporará, porque hemos de proseguir el viaje.
—Pues, acompañadme, os llevaré a mis dominios.
Después de atravesar los mismos pasillos recorridos la noche anterior, llegaron a las cocinas.
—¿Por qué están las cocinas tan separadas del salón comedor? —preguntó Bruno.
—La cocina debe estar colocada, de preferencia, en un lugar alejado, preservado del público; elevada, además, sobre un terreno plano, y, sobre todo, debe ser un espacio alegre, ventilado y bien distribuido, con chimeneas altas y amplias —respondió el cocinero con seguridad y convencimiento.
En el centro de la amplia cocina se hallaba un gran fogón, que igualmente llamó la atención de Bruno.
—No había visto antes una distribución como esta en una cocina.
—El fogón, para su mejor funcionamiento, debe encontrarse a un nivel algo superior al pavimento para facilitar la labor de los cocineros, y, como podrá ver, una gran chimenea tiene que cubrir todo el perímetro, para evitar que la estancia se llene de humo, al estar situada bastante próxima a la boca de la olla o el caldero. Todos estos conceptos los considero esenciales para conseguir los mejores resultados en las tareas que, a diario, deben llevarse a cabo en una buena cocina. Y el señor Chiodega lo comprendió de inmediato, cuando contrató mis servicios e invirtió buena parte de sus bienes en esta magnífica cocina, una de las mejores de toda Italia. Por ello, y por su infinita generosidad y humanidad, estoy con Luigi, y cuando tenga que marcharme de este lugar, porque desde las altas esferas no dejan de interesarse por mis servicios, dejaré a mi ayudante más destacado, Giovanni, como gran continuador de mi trabajo en este agradable y querido establecimiento de Pelugo.
—Estas palabras le hacen todavía más grande, señor Scappi —exclamó Bruno, mirando con admiración y respeto al cocinero.
—Gracias. Pero quiero enseñarle algo. —El cocinero llevó a Bruno a una sala anexa, que servía de despensa—. Mirad estas sacas de esparto —pidió Bartolomeo, mientras abría una de ellas con una tijera de hierro.
—No había visto estos alimentos antes —respondió Bruno, con la mayor curiosidad.
—Son patatas…
—¿Patatas? —repuso con extrañeza Bruno.
—¡Sí!, querido amigo. Uno de los alimentos más preciados que nos llegan de América, antes conocida como las Indias Occidentales. Si en Europa hubiésemos tenido patatas hace dos siglos, no habría habido tantas muertes a causa de la peste negra y otras graves epidemias que se llevaron a la tumba a miles de personas de todas las condiciones sociales, sin excepción. La patata es un tubérculo, que, como tal, nace y crece dentro de la tierra, y hay muchas variedades, según el tamaño, el sabor, el color y la dureza de su piel…, pero todas ellas son extraordinarias para la salud de las personas. Un alimento que no debe faltar, al menos una vez a la semana, en nuestra dieta.
Bruno, mientras escuchaba aquellas explicaciones, mostraba una completa admiración y asombro, pues no daba crédito a lo que estaba aprendiendo de aquel cocinero en una población tan pequeña y perdida de las montañas del Brenta.
—¿Y cómo llegan a Pelugo? —se interesó.
—Las primeras patatas llegaban desde España, en barco, hasta el puerto de Nápoles, y de allí, a través de Milán, a la ciudad de Trento, desde donde se distribuían por todo nuestro principado. Fue a partir de 1536, estando al servicio del cardenal Lorenzo Campeggio, cuando aconsejé que se llevase a cabo un intensivo cultivo de esta planta, y hoy, tres décadas después, ya forma parte del paisaje de muchas zonas del norte de Italia.
—Veo que estáis desarrollando una magnífica labor en lo que se refiere a la mejora de los alimentos que estamos consumiendo en nuestra vida cotidiana —manifestó Bruno, alabando los conocimientos del cocinero.
—En efecto. Lo mismo estoy haciendo con el tomate, otro alimento que nos llegó también de América; no ceso de introducirlo en las comidas, por su elevada riqueza alimenticia.
En aquellos momentos, un mozo se aproximó tímidamente al maestro cocinero.
—Señor Scappi, ¿qué hacemos con esta saca? —preguntó.
—Apartar algunos panes para las sopas de esta noche, y el resto, dárselo a los perros —respondió Scappi.
Una vez se hubo marchado el joven, Bartolomeo comentó:
—Este joven también se está formando a mi lado. Es el panetero, el trinchante. Y no quiero que ningún alimento se tire a la basura. Debemos aprovechar todo lo posible.
—Veo que ama los animales —comentó con agrado Bruno.
—Sí. Siempre he tenido perros en mi casa. Son, con el caballo, el mejor amigo de las personas. Antes le doy de comer a un perro que a un vil ladrón o a un asesino.
—¿Y la biblioteca? Me dijo que había una. ¿Dónde está? —se interesó Bruno.
—¡Ah! Veo que no se ha olvidado. Estamos muy cerca.
Scappi tomó una lámpara de aceite y animó a Bruno a que le acompañase; después de abrir la puerta que se hallaba al final de la pared del fondo, una escalera en acusada pendiente les llevó a una estancia subterránea y secreta.
—Allí, junto a los alambiques de cobre y las calderas de bronce, donde se elaboran aguardientes y grapas, tengo una pequeña estancia que Luigi me ha dejado para que instale mi biblioteca privada.
—Estoy deseando conocerla —se impacientó Bruno.
Tras abrir una gruesa puerta de madera y encender las dos lámparas de aceite de la pared, aparecieron ante los extasiados ojos de Bruno los estantes de una biblioteca secreta, que el cocinero había ido engrosando en sus cortos ratos libres, invirtiendo su pequeña fortuna.
—Venid y tomad asiento, quiero mostraros algunos de los volúmenes que tengo en este pequeño santuario —musitó Scappi. Los ojos de Bruno no salían de su asombro ante la singularidad de cuanto tenía a su alrededor, en un espacio físico tan limitado, lejos del ruido del resto del establecimiento—. Este volumen, llamado De re Coquinaria, es una recopilación de recetas, desarrolladas por el noble Marco Gavio Apicio, cocinero de la época de Tiberio, aunque la versión definitiva se editó en el siglo IV de nuestra era. Aquel otro es Le Viander, un recetario de cocina escrito en 1373 por el francés Guillaume Tirel. Al lado se encuentra Le Mánagier de París, del año 1393, y no menos interesante es aquel otro, Ancien Cockery, del año 1381, escrito en lengua inglesa. Pero me atrevo a manifestar que la obra clave, la que más me ha servido para desarrollar mi labor, ha sido esta —y alzó el libro—: Libre de Sent Soví, realizada en el siglo XIV, coincidiendo con el esplendor comercial del Reino de Aragón, y escrita en lengua catalana, en la cual numerosos gastrónomos italianos, como yo, se han basado para estudiar la historia y antropología de los alimentos, como el Maestro Martino, cocinero personal del señor Camarlengo, patriarca de Aquilea, en Friuli, autor de Capo Laboro. También el Libro della cocina, del Anónimo toscano, bebió de las fuentes de esta singular obra, al igual que el Libro del cuoco, del Anónimo veneciano. Pero mi obra predilecta, con la que me olvido del mundo leyendo y releyendo capítulos, sin cansarme, es El Libre del Coch, escrito por Robert de Nola, maestro cocinero de los señores de Nápoles. Este ejemplar tiene todavía mayor valor, porque es del año 1520, correspondiente a la primera edición, que se benefició de la imprenta.
Bartolomeo Scappi descansó un momento, aunque su entusiasmo por el tema que abordaba no tenía límites.
—Resulta verdaderamente impresionante ver vuestros conocimientos sobre el arte gastronómico. Es un lujo oíros, maestro Bartolomeo. No olvidaré jamás este encuentro.
El señor Scappi hablaba y hablaba sin cesar, se notaba que su mundo, la cocina, le fascinaba…
—Aquellos ejemplares del estante superior no son menos interesantes, Bruno, se trata del Tacuinum sanitatis, códices ilustrados, en cuyas páginas se explican las formas de elaborar pasta. Los consejos prácticos e ilustrados los considero básicos para los jóvenes cocineros que, después de un período de tres años como ayudantes de fogones, inician el aprendizaje a la maestría. En la sala anexa a esta estancia, próxima al taller de elaboración de licores, dos veces a la semana doy clases a estos jóvenes para que aprendan de los clásicos y de los grandes cocineros que han dejado huella.
—Todo esto es muy útil y además necesario para formar a los maestros de cocina. Una comida nutritiva y equilibrada es la base de la salud y de la calidad de vida —manifestó Bruno.
—Pero en el estante más inferior tengo los libros secretos y prohibidos… —añadió Bartolomeo, medio susurrando.
—¿Libros prohibidos? —no tardó en preguntar Bruno, lleno de interés.
—Sí, aunque parezca imposible creer, aunque son libros de cocina la Inquisición no ha dudado en condenarlos y perseguir a quienes los leen.
—¿Pero también la gastronomía está en el punto de mira del Santo Oficio? —preguntó perplejo Bruno.
—¡Observad este volumen! —exclamó el cocinero.
—Bueno, no encuentro nada de particular; solo que el autor es árabe.
—En efecto. Se trata de El jardín perfumado, un clásico de la literatura gastronómica y, al mismo tiempo, erótica, escrito por el jeque al-Nefzawi en 1535. En sus páginas se analizan algunos alimentos que este autor islámico considera afrodisíacos, entre los cuales está la cebolla.
—¡La cebolla! —exclamó Bruno con cierto asombro.
—¡En efecto! La cebolla, una humilde hortaliza fácil de encontrar y barata que, debidamente cocinada, eleva el apetito sexual de los hombres. Además, tengo entendido que la cebolla acrecienta el esperma, al ofuscar la razón y el sentido… Pero leed atentamente este párrafo: «El órgano de Abou el-Heloikh ha permanecido treinta días en erección sin desfallecer un instante porque había tomado cebollas».
Bruno no dejaba de admirar cuanto estaba viendo ante sí; su curiosidad no tenía límites. Y después habló:
—Pero no entiendo el rechazo de la Inquisición.
—Yo tampoco —repuso Scappi—. Os sorprenderíais si os digo que las cualidades de esta hortaliza son bien conocidas por las altas jerarquías de la Iglesia, información que os transmito con pleno conocimiento de causa, entre otras cosas, porque fui contratado personalmente por el cardenal Madruzzo para preparar los banquetes de algunas de las sesiones más importantes del concilio, y me pidieron que desarrollara de forma muy especial platos estimulantes, para reforzar el apetito sexual y, sobre todo, que no faltasen cebollas en sus ingredientes…
—Ya he oído hablar de algunas de aquellas fiestas —comentó con sorna Bruno.
—¿Comprendéis ahora el espectacular aumento de población en el principado durante los dieciocho años que duró el cónclave? —confirmó el cocinero.
—Veo que conocéis bien algunos entresijos de nuestra historia reciente —manifestó con media sonrisa Bruno.
—Otra obra prohibida es aquella —indicó Scappi, extrayéndola de la estantería—. Su nombre es Malleus Maleficarum, «martillo de brujas». Se publicó en 1486, y está considerado como el libro más notable y siniestro que trata de las pócimas de las siervas de Satán y sus brebajes, para estimular los actos de las ceremonias de los aquelarres. Algunas de estas recetas pondrían los pelos de punta al más valiente, pero sobre todo, es una información esencial para los exploratores de la Inquisición.
—¿Y cuáles serían algunos de estos ingredientes? —preguntó sumamente interesado Bruno.
—Grasa de niño pequeño, jugo de apio silvestre, belladona, acónito, muérdago, mandrágora…, todo ello bien cocinado dentro de un caldero brujeril, según explican los capítulos, y, tras su ingesta, gracias a la belladona, especialmente, se experimenta la sensación física de volar sobre una escoba, después de haber fornicado con el macho cabrío, en representación del Diablo… —añadió Scappi, en tono un tanto jocoso.
—¿Y estos libros también los consultan los jóvenes aprendices? —preguntó un tanto extrañado Bruno.
—¡No! Estas obras no están al alcance de ellos —manifestó Scappi—. Son mías, y, como podréis ver, están guardadas dentro de este armario, cerrado con llave. También sería un tanto peligroso que se mezclaran con las demás, aunque a estas estancias subterráneas solo tengo acceso yo y los ayudantes de cocina, cuando tienen clase, pero siempre en mi compañía. Además, como podéis comprender, conseguir estos libros no me ha sido nada fácil, eso sin contar los elevados precios que he tenido que pagar. Pero pienso que todo es importante de conocer en esta vida. La gastronomía es un mundo fascinante, que te obliga a un constante aprendizaje. Últimamente me estoy interesando mucho por los alimentos que nos vienen de América, a través de España; sus posibilidades son impresionantes. En el Monasterio de Piedra, cerca de Calatayud, en Aragón, los monjes cistercienses están elaborando un magnífico chocolate líquido, conseguido de las pepitas de cacao llegadas del Nuevo Mundo, endulzado con azúcar, según me han dicho.
—La verdad es que estaría escuchándoos días enteros, y no me cansaría, pues sois un fondo de sabiduría, pero, con mi mayor pesar, debo encontrarme con mis compañeros para proseguir el viaje —comentó Bruno—. Ya estarán esperándome en el salón.
—Bien —musitó el cocinero—. Pero me gustaría que aceptaseis una bolsa de comida para que la llevéis en el camino. Giovanni os la preparará en un momento.
—Muchas gracias, Bartolomeo, ha sido un inmenso placer conoceros. He podido comprobar personalmente que los halagos que me han llegado de vos son insuficientes ante vuestra grandeza humana y sabiduría —expresó Bruno, mientras estrechaba las manos del más grande cocinero que haya dado el Renacimiento italiano.
Tras terminar de visitar aquella cámara subterránea, ya en la planta principal, el salón comedor comenzaba a llenarse; el éxito de las cocinas del albergo había traspasado valles y montañas, convirtiéndose en un referente obligado del arte del buen yantar en todo el principado de Trento. En la barra, tomando un vaso de vino, esperaban Angiolo y Mauro.
—¡Hola amigos! ¿Lleváis mucho tiempo esperando? —preguntó Bruno.
—No, hemos llegado hace poco.
—Pues vamos a despedirnos del señor Luigi y de su hija, y a agradecerles la buena acogida que hemos tenido —manifestó Bruno.
—¡Sí!, porque nos espera un largo trayecto todavía hasta Caderzone, y no quisiera que se nos eche encima la noche —aconsejó Mauro.
—Si comemos aquí, que tampoco sería mala idea, no llegaríamos de día —aclaró Angiolo.
—Ya está resuelto el tema de la comida —informó Bruno—. El señor Scappi ha tenido la gentileza de prepararnos una bolsa con alimentos para el viaje, y así no perderemos tiempo.
Tras pagar los alojamientos al señor Chiodega, y este obsequiarles con la cena de la noche anterior y no cobrarles nada por el establo para los caballos, se despidieron de él y de su hija. Los tres dejaron atrás el albergo y salieron por la puerta amurallada, en dirección norte.