XXIII. A la sombra del Brenta

Caían ya las mágicas luces del crepúsculo cuando el carromato se aproximaba al pueblo de Pelugo, y una bruma nocturna comenzaba a ocultar las casas, dejando solo entre la masa de niebla el metalizado reflejo de los azulados tejados de pizarra de la población, que brillaban más desde la lejanía por efecto de la humedad. Angiolo y Bruno, asomándose por las ventanillas del carromato, preguntaron entonces a Mauro:

—¿Conoces esta población?

—Estuve aquí hace muchos años. Yo era muy pequeño, y mis padres me trajeron en viaje de trabajo, desde Comano. Tengo gratos recuerdos de esta población, con sus casas dentro de las murallas; era gente agradable y hospitalaria. Nos dirigiremos, si les parece bien, al albergo, que está cerca de la plaza.

—Bien —dijo Bruno, mientras Angiolo estaba un tanto distraído contemplando los árboles de ribera que flanqueaban el sendero que llevaba ante la puerta principal de entrada del recinto amurallado.

—Debemos darnos prisa porque, como sabéis, a las nueve de la noche cierran las puertas, y después es imposible entrar —recomendó el cochero, mientras hacía silbar en el aire el látigo para animar el paso de los caballos.

Al llegar a la altura de la puerta abierta en la muralla, unos soldados de guardia se acercaron, sin prisas pero sin dejar de examinar visualmente el carromato.

—¿Quiénes sois? —preguntó el sargento, con voz autoritaria.

—Venimos de viaje por esta región, desde Trento, y portamos un salvoconducto de su eminencia el cardenal Madruzzo, que aquí os mostramos —argumentó Bruno, enseñándole amablemente el documento y sin bajar la mirada, con la mayor convicción.

—¿Vais a permanecer mucho tiempo aquí, en Pelugo? —se interesó el militar tras ojear minuciosamente el contenido de aquel documento.

—No, probablemente, solo una jornada. Debemos continuar nuestro viaje a Caderzone y Pinzolo —repuso Angiolo.

—Pero es preciso examinar el interior del carromato —apuntilló el responsable de la entrada a la ciudad.

—Nos parece bien. Podemos abrir las cajas que deseéis para que veáis los contenidos —ofreció Bruno, mientras Angiolo y él bajaban.

El sargento subió al instante con un soldado al interior del carromato y, tras unos segundos de rutinaria inspección, se excusó:

—Está todo bien. ¡Adelante!

—Si me permite, ¿por qué tanto control? —apostilló Bruno.

—Últimamente, en esta zona, se están dando muchos casos de asaltos, de movimientos de mercenarios en compañía de soldados del Tirol, y también algunos grupos de lansquenetes, que no cesan de amenazar la seguridad de nuestros pueblos y nuestras gentes —comentó el sargento.

—Sí, precisamente en Bolbeno hemos tenido noticias de un grupo de lansquenetes, sicarios sin bandera, hombres sin principios; pero, con ayuda de alguien, lograron evadirse de los calabozos. Esperemos que les den caza y paguen sus crímenes —exclamó Angiolo.

—Ya hemos recibido noticias de esos rufianes, pero no han sido vistos por aquí. De todos modos, estamos al acecho —añadió el sargento de la guardia.

—Bien, señor, ¿podría indicarme dónde se encuentra la posada? —preguntó Mauro.

—No queda lejos de aquí. Sigan la calle principal, y verán que en la plaza se encuentra el albergo Al Zanetti Sarca, donde podrán descansar.

—Gracias, sargento —repuso el chófer.

El carruaje no tardó en traspasar el arco de entrada a la población y, en aquellos momentos, se ordenó el cierre de la puerta, quedando aseguradas las casas y habitantes de Pelugo hasta la mañana siguiente. A pesar del fresco aire que azotaba en el ambiente, este lugar transmitía una atmósfera relajante, que no dejó indiferentes a los viajeros.

Tras recorrer algunas calles, el carruaje llegó a la plaza y Mauro sujetó con firmeza las riendas, junto a la fuente, frente a la hospedería. El albergo Al Zanetti Sarca era un establecimiento de renombre en la zona; su fachada estaba decorada con artísticos y policromos frescos murales alusivos a las elevadas cumbres del Brenta, las montañas de roca caliza que rodeaban la zona por levante. Después de descender, Angiolo y Bruno se dirigieron a la puerta y al instante golpearon la aldaba.

Pasados unos minutos, una joven rubia, de hermosos ojos azules, elegantemente ataviada con el traje típico del principado, caracterizado por una blusa blanca de algodón, cinturón de piel y falda vaporosa de vivos colores, medias blancas y zapatillas negras y planas, y con su larga melena recogida en gruesas trenzas que le colgaban sobre un armonioso busto, abrió el portalón de entrada.

—Buenas noches, señores, ¿qué deseáis?

Mientras observaban el paso de los últimos grupos de personas que iban a recogerse a sus hogares, Bruno y Angiolo quedaron gratamente sorprendidos al ver a aquella joven.

—Buenas noches, señorita. ¿Tenéis alojamiento para pasar esta noche? —preguntó al fin Bruno.

—¿Cuántos sois? —preguntó la joven.

—Somos tres, pero también necesitamos un lugar en la cuadra para los caballos y para guardar el carromato —argumentó Bruno mientras Angiolo asentía con la cabeza.

—Creo que no habrá problema, pero dejad que lo consulte con mis padres.

Minutos más tarde, la joven regresó en compañía de su padre.

—Buenas noches, señores, soy Luigi Chiodega, propietario de este albergo. No hay problema, podrán hospedarse. Esta noche, además, celebramos una fiesta gastronómica con platos tradicionales de Val Rendena.

—Gracias —contestó Bruno—. Estamos cansados, pero acudiremos a esa fiesta, porque debe ser interesante, y también porque tenemos apetito —comentó con amabilidad.

—Pues acompañadme, os guiaré a vuestros aposentos mientras un mozo le muestra a su chófer las cuadras —aconsejó Luigi.

Al atravesar el salón, un gentío de jóvenes, ataviadas con los trajes típicos de la región y siguiendo las órdenes del maestro de comedor, estaban preparando los cubiertos, bandejas y jarras de vino en las mesas, que se disponían de forma longitudinal, las del exterior, y en círculos las de dentro; una gran chimenea caldeaba la sala, y algunas estufas de cerámica vidriada en los ángulos de las paredes laterales complementaban y elevaban el agradable ambiente. Les llamó la atención no ver el emplazamiento de las cocinas, aunque sí percibieron que los alimentos que se ofrecían y colocaban en las mesas debían estar sabiamente elaborados, por los deliciosos aromas que desprendían las bandejas. Todo ello incrementó en los recién llegados un inusitado apetito. Y el propietario del albergo se percató de inmediato.

—¿Os gustaría conocer nuestras cocinas por dentro? —sugirió amablemente Luigi.

Bruno y Angiolo no esperaban aquel ofrecimiento.

—Sería un placer, señor. ¿Es posible?

—¡Claro! Mi establecimiento cuenta con las cocinas más renombradas del principado. Pero, si me lo permiten, ¿quiénes sois?

—Me llamo Angiolo Tonelli y mi compañero es Bruno Baschenis. Ambos residimos en Trento, somos originarios de este territorio, de Val Rendena, y hacía muchos años que no regresábamos. Nos dirigimos a Carisolo y Pinzolo, pueblos que nos vieron nacer, donde residen algunos de nuestros familiares, y donde también tenemos enterrados a nuestros padres. Este viaje, como puede imaginar, después de tanto tiempo de ausencia tiene un valor sentimental muy importante para nosotros.

—Pues si sois naturales de este territorio, seréis bienvenidos e intentaremos atenderos lo mejor posible. Por este albergo han pasado ilustres personajes, de todas las condiciones y rangos sociales. Entre ellos quiero destacar al emperador español Carlos V al frente de sus tercios, en compañía del duque de Alba. También pontífices, reyes, príncipes y personajes de la cultura y el arte, en viaje desde Alemania a Italia, a través de la Giudicarie, que es, como bien sabéis, la vía más rápida para cruzar esta parte de los Alpes y el interior de nuestro principado tridentino. También fue un placer conocer personalmente al cardenal y príncipe Bernardo Clesio, hombre de una gran humanidad, quien tanto hizo por Trento y nuestra tierra; su eminencia igualmente gustaba de pasar largas temporadas en mi humilde establecimiento. He querido convertir mi albergo en un altar del buen yantar, también un lugar ideal para descansar y aislarse del mundo y, al mismo tiempo, un rincón en donde compartir ideas, conocimientos, ciencias y artes. Además, no debéis olvidar que ¡la vida es el arte del encuentro! —exclamó con todo convencimiento el dueño del albergo.

—Todo cuanto nos decís lo considero ideal —dijo Bruno—. La armonía y respeto entre las personas debe ser cuestión prioritaria, sin duda. Veo que sois una persona muy respetuosa —se sinceró, mirando con aprecio a aquel hombre.

—La vida me ha enseñado a respetar a todo el mundo, por encima de su credo religioso, riqueza o clase social —no tardó en responder Luigi.

«Veo en este hombre una persona de sólidos principios», pensaba Bruno.

—Lamentamos no poder quedarnos mucho tiempo. Mañana deberíamos partir hacia Caderzone —argumentó con pesar Angiolo.

—Ahora os acompaño al piso de arriba, donde se hallan vuestros aposentos, y no tardéis en bajar. Vuestro chófer se alojará en una alcoba próxima a la bodega, si os parece, desde donde podrá acercarse más fácilmente a los establos.

—Está bien, pero, por favor, enviadle un mensaje para que nos acompañe en la cena —sugirió Angiolo.

—De acuerdo, daré instrucciones de que preparen una mesa para tres. Pero antes podéis entrar en las cocinas.

—Muchas gracias. Bajaremos cuanto antes al salón.

Bruno, al quedarse solo en su aposento, comenzó a recordar las palabras del propietario del albergo sobre los personajes que habían frecuentado el establecimiento y pensó que muy probablemente también Margarethe pudo haberse alojado, aunque fuera de incógnito; y su corazón entonces comenzó a golpearle con fuerza dentro de su pecho. Seguidamente, sin pensárselo dos veces, se dirigió a una de las bolsas de su equipaje y extrajo con mimo el libro que le regaló Margarethe, que abrió para buscar con desespero la nota escrita por ella. Y sin darse cuenta, el joven quedó rendido de cansancio sobre la cama.

Había caído en los brazos de Morfeo cuando unos suaves golpes retumbaron en la puerta, y Bruno, saliendo de su letargo, con los ojos medio cerrados, se incorporó con dificultad.

—¡Bruno! ¡Bruno! ¿Estás listo para bajar? —preguntó Angiolo.

—Sí, déjame unos segundos. Me había quedado dormido.

—Bien, pero no tardes, que ya hace rato que nos espera el señor Luigi.

Breves instantes después, ambos ya estaban en el salón principal del albergo, donde les aguardaba el propietario del establecimiento.

—¡Señores!, la mesa ya está preparada, pero, como os dije, quisiera que visitaseis un momento nuestras cocinas y a su responsable, uno de los grandes maestros cocineros de nuestra época, Bartolomeo Scappi —comentó con júbilo Luigi.

—El señor Scappi… He oído hablar de él en Trento —comentó enseguida Bruno—. Durante unas de las sesiones más importantes del concilio, por encargo del cardenal Madruzzo, recuerdo que este célebre maestro de cocina sirvió unos banquetes de exquisitos platos que dejaron a todos los asistentes, embajadores y prelados de la cristiandad verdaderamente maravillados. Es un mago de los fogones. Sería para mí un gran honor conocerle personalmente —añadió.

—Lo mismo pienso yo —intervino Angiolo.

—Estáis a punto de conocerle. Bartolomeo Scappi trabaja para mí desde hace dos años. He querido invertir en mi albergo todos los ahorros de mi familia, haciendo de Al Zanetti Sarca el lugar ideal para disfrutar de una excelente comida y, al mismo tiempo, un espacio ideal para descansar y aprender —explicó el señor Chiodega, mientras, a través de unos amplios pasillos, y cruzándose con numerosos sirvientes, no tardaron en llegar a la cocina.

—Las fragancias y aromas nos llevan al santuario de los fogones —comentó Bruno, haciendo ademanes de estar como flotando sobre una nube.

—Sí, y haciendo honor a una frase de Scappi: sin la participación del olfato no hay degustación completa —manifestó Luigi.

—No es nada extraño que, a pesar de encontrarnos en una población tan pequeña como es Pelugo, su comedor esté lleno —dijo con júbilo Angiolo.

—¡Bueno, señores, ya estamos en la cocina! —anunció el dueño del albergo.

En aquel paraíso del buen yantar, un tropel de ayudantes y servidores se movían siguiendo unos movimientos previamente aprendidos; nadie se molestaba en sus diferentes actividades, obedeciendo las órdenes recibidas del maestro cocinero: Bartolomeo Scappi, quien dejó un momento a su ayudante elaborando unas pastas, mientras fue a saludarles.

—Amigo Bartolomeo, quiero presentarte a unos señores que han llegado de viaje por Val Rendena desde Trento —exclamó Luigi.

—Encantado, señores. Perdonen que no les atienda como se merecen, pero es la hora de las cenas, y hay mucho trabajo.

—No se preocupe, vemos que el momento no es el más adecuado —musitó Bruno.

Entonces, el cocinero apartó su mirada de ellos, para dirigirse con autoridad a su ayudante.

—Giovanni, no dejes de vigilar el fuego, y llama al cortador de alimentos, porque hay que preparar las carnes.

Seguidamente, volvió a atender a los recién llegados.

—Me gustaría conversar más tranquilamente con ustedes, mostrarles las cocinas y también la biblioteca —comentó Scappi—, pues advierto en vuestro rostro una mirada limpia y de nobleza, me transmitís confianza.

—¡Muy amable! ¿La biblioteca? No sabía que este albergo dispusiera de libros —se interesó Bruno.

—Sí, he querido formar un centro de cultura sobre el arte de la gastronomía, que también sirva para que los ayudantes de cocina se conviertan en excelentes maestros de fogones —repuso Bartolomeo.

—Esta es otra de las sorpresas que quería daros, señores —manifestó con júbilo Luigi.

—Interesante… —coincidieron Angiolo y Bruno.

—Pues bien, ¿podría ser mañana, una vez servidos los desayunos y recogidas las mesas, hacia las nueve? —sugirió el cocinero.

Angiolo y Bruno se miraron al instante.

—Aquí estaremos, pues, a esa hora.

—Bien. Ahora vais a saborear algunas de las deliciosas especialidades del maestro Scappi —comentó Luigi—. Vuestro chófer ya lleva un rato sentado a la mesa esperándoos, según me ha informado un mozo.

—Gracias, señor. Veo que estáis en todos los detalles —dijo Bruno.

Al llegar al salón comedor fue fácil distinguir la mesa asignada, porque era la más despejada de todas; allí se encontraba Mauro, bebiendo una jarra de vino caliente y dando algunas cabezadas, por el cansancio de la jornada.

—Hola Mauro, ya estamos aquí. El dueño del establecimiento ha querido mostrarnos las cocinas, aunque, dado el mal momento, se ha dejado para mañana el encuentro con el maestro cocinero, que resulta ser Bartolomeo Scappi, uno de los más grandes sabios del arte gastronómico de nuestro tiempo —comentó Angiolo.

—No os preocupéis; más que hambre, tengo sueño, aunque si me pongo a comer no pararé.

—Pues nos tienen preparados unos manjares de lujo, querido amigo —musitó Bruno.

Instantes después, unas jóvenes, elegantemente ataviadas con los trajes típicos de la zona del Brenta, trajeron grandes bandejas de alimentos. El propietario del albergo se aproximó.

—Señores —les dijo—, el maestro Scappi ha querido preparar hoy una cena de lo más tradicional de estos valles. De primero: la típica pasta. De segundo: polenta, servida con hongos y algunos quesos de cabra como guarnición, y speck, un tipo de jamón magro, de característico gusto agrio y ahumado, con una bandeja de buñuelos de manzana como guarnición. Y finalmente, sabrosos dulces de las montañas del Brenta, a base de miel, leche y almendras. Todo ello, regado con los afrutados vinos de Valli Giudicarie, para terminar con una deliciosa grapa.

—Debe estar todo riquísimo. Con un menú como este, es fácil comprender por qué siempre estará lleno el comedor —comentó Bruno, remangándose la camisa, mientras recibía la aprobación de sus compañeros de mesa.

—Esto es solo una pequeña muestra de la sabiduría culinaria del maestro Scappi —dijo orgulloso el dueño del albergo.

—Algo que me ha llamado poderosamente la atención es la preparación de las mesas —dejó caer Angiolo, dirigiéndose al propietario.

—También se lo debemos a Scappi. Dice que para preparar una buena comida debe presentarse sobre una mesa limpia y cubierta de grandes y decorados manteles —respondió Chiodega.

—La disposición de las mismas es igualmente curiosa —se percató Bruno.

—Eso es una sorpresa, señores, cuya explicación podréis ver a lo largo de la cena… Pero ya os dejo tranquilos. Mañana nos veremos. ¡Que descanséis! —exclamó el dueño del albergo.

—Gracias —respondieron los tres a la vez.

Durante la cena, entre plato y plato, fueron saliendo detrás de un escenario unos actores que no cesaban de entretener a los comensales, con intermedios animados, realizando espectaculares saltos y danzas, recitando poesías, haciendo números malabares y pantomimas, mientras dejaban paso a otros más arriesgados que dejaban extasiados a todos los allí presentes. Y fue entonces cuando comprendió Bruno por qué se habían dispuesto las mesas en filas paralelas: para que todas tuviesen el mismo ángulo de visión de los espectáculos que iban sucediéndose a lo largo de la cena.

Después del suculento ágape, se despidieron antes de retirarse a sus correspondientes aposentos. Fue una noche inolvidable, que hizo olvidar las agotadoras jornadas anteriores. Sin embargo, Bruno, cuando se quedó solo en su estancia, volvió a abrir el libro que le regaló Margarethe, y pensó: «Este lugar me resulta de lo más agradable, y presiento que ella también se ha alojado en este albergo. Pelugo, un pueblo perdido en el interior de Val Rendena… Desde el momento que he llegado, unas fuertes y gratas vibraciones me sacuden de inmensa plenitud y hacen que me acuerde todavía más de la bella Margarethe».

Con ese grato recuerdo en la mente, y las preocupantes dudas que entrañaba la ausencia del cardenal en la ciudad de Trento, Bruno quedó sumido en un profundo sueño y durmió toda la noche de un tirón.

El día siguiente amaneció algo nublado, pero lo suficientemente despejado como para poder admirar la grandiosidad espacial de las poderosas cumbres del macizo montañoso del Brenta, con las altas y peladas cimas del Toff e Irón, que sobresalían sobre las copas de los espesos bosques de hayas, castaños y robles, que ya mostraban sus variopintos colores otoñales. Desde las ventanas del albergo, en sus correspondientes aposentos, Angiolo y Bruno, elevando sus miradas hacia levante y arriba, pudieron admirar aquel maravilloso espectáculo natural. Luego coincidieron en el pasillo, para bajar juntos al salón.