XXII. Regreso a Toblino

En el castillo del lago, el día amaneció frío, aunque soleado; las hojas de los árboles que rodeaban Toblino, con los reflejos metalizados del agua del lago, contribuían a un equilibrio de colores y formas sorprendentes. El suelo, completamente amarronado por las hojas secas caídas por el viento, se encendió con una fascinante gama de tonos cálidos.

Ya hacía días que el emisario del cardenal había partido hacia Milán, siguiendo un itinerario diferente, evitando en todo momento atravesar tierras de la República de Venecia, para no ser sorprendido, con dos caballos, y portando el siguiente documento, escrito con su puño y letra, con el sello cardenalicio:

Estimado Visconti:

Te hago llegar el presente comunicado para expresarte la angustiosa situación que, en estos momentos, estamos viviendo en Trento, consecuencia de un fallido ataque a mi persona, cuando regresaba con mi séquito a la capital, en viaje desde Stenico.

Fue mi propio hermano, Eriprando, quien, ciego de ambición, pagado por Giorolamo Priuli, el dux de Venecia, atacó a mi séquito, y, gracias a mi guardia personal y a los soldados de Toblino, pudimos rechazar y vencer, aunque perdimos algunos hombres.

Te ruego por ello que envíes una misiva urgente al monarca español, para que mande unas fuerzas de apoyo, y podamos contrarrestar el ataque inminente que el dux de Venecia va a llevar a cabo contra la ciudad de Trento para adueñarse del principado.

Cristoforo Madruzzo

Cardenal obispo-príncipe de Trento

En Toblino aguardaban con impaciencia la respuesta de Milán ante el comunicado enviado por su eminencia.

Era media tarde cuando un soldado de la guardia anunciaba la llegada del esperado emisario que, una semana antes, había partido hacia Milán. El joven, que llegó sin aliento, extenuado, se bebió sin respirar una jarra de agua fresca y, mientras su caballo era conducido a los establos y él se reponía del cansancio del agotador viaje, pidió una reunión de urgencia con el cardenal.

El sargento comunicó a la mayor brevedad a Nicolò Gaudenzio el deseo del emisario, y este a su eminencia, quien aguardaba noticias con la mayor impaciencia y concedió de inmediato la audiencia, encuentro que tuvo lugar en la sala superior del castillo.

El emisario subió las escaleras que conducían al nivel superior de la fortaleza en grandes zancadas y al llegar a la puerta del salón establecido para la audiencia golpeó al instante la puerta.

—¡Pasa!, su eminencia ya te aguarda —exclamó un miembro del séquito cardenalicio.

Una vez dentro, el emisario se dirigió al cardenal, que estaba cómodamente reclinado en un diván, intentando ocultar un estado de ansiedad interior. A su lado, aunque a un paso tras él, se hallaban Tommaso, jefe de su guardia personal, Nicolò Gaudenzio y Raffaello, señores de Toblino, varias autoridades eclesiásticas y algunos consultores.

—Eminencia, traigo noticias de Milán —exclamó con voz rota y temblorosa.

—Infórmame enseguida.

—El ilustre Visconti me ha entregado esta carta para su eminencia.

Un ayudante del cardenal la recogió, y tras colocarla en una bandeja, se la ofreció. Madruzzo la recogió de una bandeja sin vacilar y leyó para sí con ansia su largo contenido.

El tiempo transcurría muy lentamente, y un ambiente muy tenso se respiraba en la sala, aunque el semblante del cardenal parecía reflejar una inusitada serenidad de ánimos. Pero antes de pronunciarse, Madruzzo se despidió de aquel mensajero, al tiempo que le agradecía el trabajo realizado y le aconsejaba que fuese a cenar bien y luego descansara. Cuando el mensajero abandonó la estancia, el cardenal, viendo los rostros expectantes de los allí presentes y el estado de ánimo que había en torno a él, decidió explicar el contenido de aquella misiva:

—¡Son buenas noticias!

El rostro del cardenal no podía transmitir mayor felicidad. Luego, dirigiendo su mirada a los allí presentes, informó:

—¡Señores! Me acaban de informar que, a consecuencia de un terrible incendio producido fortuitamente en el interior del Palacio Ducal de Venecia, el dux Girolamo Priuli ha fallecido al incendiarse la Scala dei Giganti. El humo ha alcanzado sus aposentos cuando él se hallaba durmiendo y no se ha podido hacer nada para salvarle la vida. —Todos los allí presentes expresaron su perplejidad y una cierta preocupación, aunque también un profundo alivio, dadas las circunstancias, sin dejar de mirar la cara del cardenal. Este prosiguió—: Además, me comunican que esta información ha llegado a Milán desde el Gran Consejo, que, como bien sabéis, constituye el verdadero poder en la Serenísima, de la República de Venecia, informaciones que han sido corroboradas por la poderosa familia Mocenico.

Una atmósfera de plenitud y sosiego, además de satisfacción general, se respiró entonces en el ambiente, pues la información no podía ser más cierta y, al mismo tiempo, esperanzadora para el principado de Trento.

—Eminencia, ¿y se sabe quién será el siguiente dux al frente de la República de Venecia? —preguntó Nicolò.

—¡Sí! El Gran Consejo ha nombrado ya a su sucesor. Será Pietro Loredan, a quien conozco bien. Es un hombre de palabra, grandes valores, honorable y sensato, que cuenta además con el respaldo de la mayoría de los miembros del Gran Consejo.

—¿Y sobre el incendio, eminencia, qué más se sabe? —volvió a preguntar el señor de Toblino.

—Además de la Scala dei Giganti, las devoradoras llamas han destruido gran parte del Palacio Ducal, y ya se ha contratado al maestro Jacopo Comin, llamado Tintoretto.

—Estamos seguros que Il Furioso llevará a cabo una excelente restauración —exclamó Nicolò.

—Sí, no me cabe la menor duda de que lo que tiene de mal carácter ese gran maestro de los frescos lo compensa con una portentosa sabiduría —argumentó Madruzzo—. Tintoretto es uno de los mayores artistas italianos de nuestro tiempo. —Después de unos instantes de miradas de complicidad y de inmenso júbilo, añadió—: ¡Bien! Lo importante ahora es que son magníficas noticias para nuestro principado, ya que se abre una etapa de excelentes relaciones con la Serenísima. También me comunica el escrito que dentro de un mes se procederá a la investidura del nuevo dux, en la ciudad de Venecia, a cuya ceremonia estamos invitados, y a la cual debemos asistir, como relación de Estado. Por lo tanto, es preciso partir hacia Trento lo más pronto posible para organizarlo todo sin prisas y, al mismo tiempo, serenar los ánimos del pueblo, que hace tiempo no sabe nada de mí.

Un murmullo de voces flotaba en la atmósfera de aquella sala, reflejando el estado de felicidad que allí se respiraba. Y Tommaso aprovechó un momento de tranquilidad para preguntar al cardenal confidencialmente:

—Eminencia, ¿y qué hacemos ahora con vuestro hermano?

—Estaba pensando en ello —dijo Madruzzo—. Esta cuestión no me la quito de la cabeza. —E instantes después, fruto de una profunda y fría reflexión, resolvió—: Un amigo mío, Filippo Mocenigo, protector de Francesco Patrizi, estando de arzobispo en Chipre, a donde le visité en una ocasión, me habló de las poderosas galeras venecianas y de cómo en sus almacenes interiores transportaban los más preciados objetos: piezas de cristal de Murano, damascos, porcelanas, sacas de azafrán, tejidos de lana inglesa, oro, plata y piedras preciosas, e incluso bulbos de tulipanes…, pero también numerosos colectivos de esclavos, que obtenían en los mercados de Tana. La trata de circasianos y georgianos, de fe greco-ortodoxa, para ser revendidos después en los mercados de Egipto y el norte de África, no repugnaba a la conciencia del dux, por no pertenecer a la Iglesia católica, ya que el comercio de esclavos paganos no está prohibido. Pienso que estaría bien darle un escarmiento a Eriprando, enviándole un tiempo como remero en uno de estos barcos, con los cuales la Serenísima mantiene ese esplendor económico, con los puertos de toda la cuenca mediterránea, a pesar del descubrimiento de América, la fuerte competencia de la ciudad de Lisboa, la constante amenaza del sanguinario pirata Barbarroja en el mar y el poderío otomano de Solimán I el Magnífico.

—Como su eminencia decida —respondió Tommaso, con estupor en el rostro.

Todos los allí presentes conocían bien las condiciones de vida de los condenados a galeras, porque pocos eran los afortunados que volvían a pisar tierra firme, y los que lo lograban, lo hacían tullidos y deformes.

—Eriprando será conducido, como fue mi primera decisión, a la fortaleza de Pèrgine, para después, una vez que regrese de Venecia de los actos de investidura del nuevo dux, ordenar su traslado a galeras, donde permanecerá dos años, y si ha resistido a esta prueba, podrá regresar a Trento con su familia, aunque desposeído de cualquier cargo noble, ganándose su sustento y el de los suyos como soldado raso a las órdenes del capitán de la guardia de palacio —expresó con la mayor firmeza el cardenal—. Será una cura de humildad que hace tiempo debía de haberle dado. Y, como comprenderéis todos vosotros, he de dar ejemplo.

—Lo considero una sabia decisión, digna del rey Salomón, eminencia —respondió con voz tenue el capitán de su guardia personal.

Luego, tras tomar un sorbo de agua de la jarra que tenía sobre una mesita próxima, el cardenal prosiguió:

—Quiero ya organizar mi traslado a Roma, como os dije, para dedicar mis últimos años de vida a serle útil al Santo Padre, próximo a él, en la Ciudad Eterna. Pero antes desearía delegar todo mi poder en mi sobrino, Ludovico Madruzzo, que ya ha sido nombrado cardenal. Soy consciente de la responsabilidad que, como príncipe-obispo de Trento, tendrá sobre sus espaldas. Además, este percance sucedido ahora con mi hermano me ha hecho pensar en los numerosos y poderosos enemigos que tenemos; nuestro principado es un territorio muy codiciado por muchos poderes, tanto externos como internos. También quiero resolver el asunto de Castel Romano, cuyos señores de Lodron no cesan de hostigar nuestra tranquilidad.

—Esa cuestión, la de Castel Romano, si lo desea, eminencia, yo os la podría resolver, pues conozco bien aquel castillo, y sé cómo asediar sus muros con un ataque sorpresa y con el menor riesgo posible —ofreció el señor de Toblino, mirando con agrado y respeto al cardenal, y recibiendo de su sobrino su entera complicidad.

—¡No! Gracias. Ya me has ayudado bastante, querido amigo Nicolò. Estando en Trento, enviaré un escrito al capitán Domenico Tonelli, quien en estos momentos está llevando a cabo una excelente y difícil tarea militar en las fronteras del norte, desde Brixen, frente a la constante amenaza del archiduque Fernando, conde del Tirol, para que dirija con sus hombres esta misión. Domenico es uno de mis soldados de confianza; ha demostrado su valor, arrojo y lealtad en numerosas ocasiones, y su padre, Angiolo, es además un buen amigo.

—Estamos de acuerdo, eminencia, nosotros también compartimos esos mismos sentimientos —repuso Nicolò—. Hace pocos días tuvimos oportunidad de comprobar aquí en Toblino los valores humanos de Angiolo.

—Bien —añadió el cardenal tras consumir un vaso de agua—, una vez que todos estos asuntos queden resueltos en Trento, debería tomarme unos días de descanso en el castillo de Madruzzo, donde nací, antes de mi partida hacia Roma, porque en el Palazzo del Buoconsiglio siempre estaré en permanentes reuniones con embajadores y altos dignatarios y no podré descansar lo suficiente.

—Me parece una excelente idea, eminencia. Esa fortaleza, como bien sabéis, no queda lejos de Toblino, a una jornada a caballo hacia el sur, y allí podríamos ir a visitaros y despediros antes de vuestra partida hacia Roma —argumentaron Nicolò y Raffaello.

—¿Cuándo saldremos hacia Trento, eminencia? —preguntó Tommaso.

—Yo también tengo deseos de llegar a mi querida ciudad, y lo haremos tan pronto como regrese el sargento que condujo a la ciudadela de Stenico a los sicarios de mi hermano, para ser recluidos en las mazmorras de la torre Bozone.

—Eminencia, los mensajes recibidos de nuestras palomas informan que, precisamente, llegan esta misma noche —informó Nicolò.

—Pues entonces, una vez preparado todo, pasados unos días, cuando los soldados heridos se hayan recuperado, saldremos hacia Trento.

—¡Bien! Haremos lo necesario para que esté todo dispuesto para entonces, eminencia —respondieron Nicolò y Raffaello.

—¿Y qué hacemos con Eriprando? —preguntó Tommaso.

—Mi hermano, como ya dije antes, nos acompañará, pero en calidad de preso y sin llamar la atención de las gentes, llevado dentro de un carromato. Y una vez llegados a Trento, le concederé el privilegio de despedirse, en privado, de su familia. Después, manteniendo mi decisión, será recluido en las mazmorras de la ciudadela de Pèrgine, donde permanecerá hasta mi regreso de Venecia, para ser trasladado seguidamente a los puertos de la Serenísima, y encadenado y encerrado como galeote de galeras, donde pagará su culpa.

Llegó el día señalado para la partida, y toda la comitiva estaba a punto de revista en el patio de armas con los carromatos, jinetes y ayudantes; el carruaje del cardenal fue colocado en el centro de la escolta y en la explanada que precedía al castillo. Los señores de Toblino estaban dispuestos a despedirse, delante de sus soldados, escuderos y servidores. Había amanecido un día radiante, aunque el sol no calentaba; el lago se ofrecía con toda claridad, y sus aguas brillaban como un espejo, duplicando los bosques de ribera. También el médico, Pietro Andrea, como era habitual en él, había madrugado, y no quiso perderse aquella despedida. El cardenal, antes de descender al patio, imperó a un soldado:

—¡Que venga el médico, que quiero despedirme de él!

—Sí, eminencia —repuso—, lo he visto muy temprano recogiendo algunas plantas de la orilla del lago.

A los pocos minutos, el médico llegó a la galería donde le aguardaba Madruzzo.

—Eminencia, me han dicho que queríais verme.

—Sí, Pietro Andrea. Quiero agradecerte cuánto has hecho con los soldados de mi guardia, y también conmigo, porque la herida en el brazo ya está en proceso de curación. Además de la constante labor que, como científico, vienes desarrollando a favor de nuestro principado… Me gustaría que siguieses tus investigaciones en Trento, en cuya ciudad dispondré para ti y tu familia de unos aposentos dignos dentro del Palazzo del Buonconsiglio, a donde podrás trasladarte tan pronto como hayas concluido tu estancia en Toblino.

—Gracias, eminencia. Mi familia y yo también os estamos profundamente agradecidos por vuestra infinita benevolencia. Ya estoy terminando la traducción al italiano del Dioscórides y, si os parece bien, tan pronto como recoja a los míos y deje a una persona de confianza en la clínica de Gorizia procederé al traslado a Trento. También desearía ofreceros el primer volumen de esta obra, como regalo a vuestra persona.

—Gracias. Gracias, amigo Pietro.

—A propósito, eminencia, observo que camináis mucho mejor —se interesó el médico.

—Así es, Pietro. He seguido los consejos de dos mujeres de Stenico, expertas en la curación natural de males y cuyos remedios son fáciles de seguir, y los procuraré mantener, sin duda, a lo largo del resto de mi vida —exclamó con júbilo el cardenal.

—Me alegro mucho, eminencia. La gota es una enfermedad muy dolorosa, y lamento que la ciencia médica aún no la haya resuelto satisfactoriamente.

El cardenal lucía aquella radiante mañana sus vestiduras cardenalicias más elegantes, en las que las tonalidades púrpuras armonizaban con otros tonos cálidos, que se apreciaban bajo la media capa de armiño. Cubría su cabeza un sombrero de ala ancha, forrado en seda de color carmesí; sobre su pecho colgaba un largo rosario con cuentas de plata, y en los pies calzaba babuchas de piel para combatir mejor los dolores de la gota.

Toda la comitiva emprendió el viaje hacia Trento, con emotiva despedida de los señores de Toblino; tampoco el médico quiso perderse aquel instante. Y, ya dentro del carruaje, el cardenal abrió las cortinas y sacó una mano, enfundada en guante blanco de algodón, para despedirse amablemente de todos los allí presentes.