Un día claro, pero fresco, iluminó las ventanas del albergo Luisa de Bolbeno aquella mañana de lunes, 3 de noviembre. La programación de la jornada no podía ser más intensa. La plaza mayor del pueblo había sido engalanada para la fiesta del santuario, mientras algunas personas seguían levantando aquel patíbulo de madera. Todos aguardaban impacientes el regreso del alcaide, que llegó cuando las campanas de la iglesia repicaban las nueve de la mañana.
A esa hora, ya estaba todo el pueblo aguardando el regreso de Umberto Marchetti. El párroco Bernardino, que encabezaba aquella multitud, salió al encuentro del alcaide para informarle de cuanto había sucedido en los últimos días. Y que, felizmente, los ladrones del icono del santuario habían sido apresados; pero que, también, estos pudieran ser los autores del crimen de Agenore.
—¡Serán sometidos a un juicio, y seguidamente se procederá al ajusticiamiento por sus hechos! —exclamó el alcaide tranquilizando un poco los ánimos de aquella gente.
Seguidamente, aquella muchedumbre, con Umberto Marchetti al frente, recorría las empinadas calles del pueblo para dirigirse a la Casa Consistorial, en cuyos sótanos se encontraban los calabozos.
Pero durante aquella noche, aprovechándose sin duda de la confusión general en las calles del pueblo, alguien asaltó el calabozo e hirió al centinela que hacía la imaginaria de guardia, dándole un fuerte golpe en la cabeza. Acto seguido, le robó las llaves y liberó a los presos.
Cuando llegaron al calabozo, el vigilante se encontraba aturdido y no era capaz de recordar nada absolutamente de lo sucedido. Todos los allí presentes no salían de su asombro. Umberto Marchetti, el párroco Bernardino y todas las autoridades empezaron a gritar, coincidiendo en que era intolerable y que alguien pagaría por lo sucedido. Luego, el alcaide fue acompañado por Michelangelo al albergo, debido al interés del primero en conocer el lugar del asesinato de Agenore.
Después, en el cementerio de la iglesia de San Zenón, se procedió a la ceremonia del funeral de Agenore. Todo el pueblo participó con profundo dolor. Los padres del joven estaban inmersos en un mar de lágrimas, mientras numerosos vecinos y amigos no cesaban de consolarlos. Seguidamente, ya dentro del templo parroquial, el sacerdote Bernardino ofició una misa de difuntos por el alma de Agenore. Desde el púlpito, su arenga sorprendió a todos los feligreses.
—Hoy celebramos con máxima pena el día de Difuntos, jornada que realmente debió de haber sido ayer, pero que, al ser domingo, como es tradición, se ha tenido que aplazar a la jornada de hoy, lunes. Tanto el oficio de difuntos como las misas son de réquiem. Durante la Reforma, la celebración de las fiestas de Difuntos fue fusionada con la de los Santos, que es la fiesta más tradicional de nuestra comuna, durante la cual se hace la romería a nuestro querido santuario de la Madonna de Lares. Hoy celebramos el día de Todos los Santos, la festividad de todos los Inocentes, que, en tiempos del nacimiento del Niño Dios, fueron asesinados por orden de Herodes, para asegurarse con ello su victoria en el trono, ante la amenaza de un nuevo rey en la tierra.
Tras recobrar el aliento, el párroco Bernardino prosiguió su homilía, sin apuntes, sin dejar de recorrer con vista de águila todos los rincones de su iglesia y fijándose en los rostros de dolor de los padres de Agenore, que se hallaban reclinados en el banco primero, junto al presbiterio. En esta atmósfera destrozada por el dolor, exclamó:
—En nuestra triste condición, el único consuelo que tenemos es la esperanza de otra vida. Aquí abajo todo es incomprensible…
Al escuchar aquellas palabras, Bruno quedó sin respiración, porque el párroco, primero, al hacer alusión directa a la relación cultural entre la primitiva iglesia precristiana, había establecido una estrecha conexión con los ritos actuales del Catolicismo; y, finalmente, con esta arenga, evocaba una de las frases lapidarias de Martín Lutero, el pilar fundamental de la Reforma protestante…
Fue entonces cuando se acordó de Margarethe, y decidió ausentarse de la iglesia. Después de justificarse con sus compañeros de banco y amigos, Bruno salió del templo, a paso rápido, evitando entretenerse con quienes se tropezaba en el camino. «He de hacer llegar al cardenal informaciones que, estoy seguro, serán del mayor interés tanto para su persona como para el principado», pensaba mientras recorría a paso largo las empinadas calles de Bolbeno, en dirección al albergo. Pero antes de llegar, en una plaza, Bruno tropezó con el alcaide y con Michelangelo, que regresaban a la iglesia.
—¡Hombre, qué sorpresa! Umberto, quiero presentarte a Bruno, el hombre que ayudó a encontrar el cuerpo de mi sirviente asesinado —exclamó el dueño del albergo.
—Bruno, me han hablado muy bien de vos —manifestó el alcaide, mientras extendía su mano para saludarle.
—Muchas gracias, señor.
—Me ha dicho Michelangelo que trabajáis para el cardenal —comentó Umberto.
—Sí, desde hace ya algunos años. Soy el responsable de las obras de restauración de los palacios tridentinos.
—Parece que corren malos momentos. Hace días que no se sabe nada de su eminencia. Ni en su palacio de Trento es posible aclarar nada al respecto. Esperemos que nada le haya sucedido en su viaje a Milán —comentó con cierta preocupación el alcaide.
—¡Pero cómo es posible! Estuvimos con él en Stenico hace solo unos días. Después él tenía previsto regresar de inmediato a Trento con su séquito. ¿Le habrá sucedido algo? —expuso Bruno airado.
—De cualquier modo, debemos estar preparados para enfrentarnos a cualquier situación, y la huida de estos criminales confirma nuestros temores —exclamó Umberto.
—Bueno, voy un momento al albergo, porque me he dejado algo en la alcoba, y me reúno de inmediato con vosotros en la iglesia —justificó Bruno, despidiéndose cortésmente de ambos.
«¿Qué le habrá sucedido al cardenal? No es posible que nadie sepa nada en Trento. Entonces, los mensajes que le he enviado, después de Stenico, no le habrán llegado. ¿Y si han sido interceptados? ¿Pero dónde se encontrará su eminencia? ¿Por qué no ha llegado aún a la capital? ¿Lo habrán asesinado? ¿Pero y su guardia personal, también han sido masacrados? Además, ante estas preocupantes noticias, con estos malhechores libres, la seguridad de Margarethe corre grave peligro», se preguntaba y pensaba Bruno.
Con la cabeza confusa y los nervios a tope, llegó a la hospedería. Nada más entrar en el edificio, un mozo llamó la atención de Bruno.
—¡Señor! Han dejado este paquete aquí a su nombre.
—Gracias —respondió mientras lo recogía y daba una moneda al sirviente.
Tomó el envoltorio y se lo llevó a su aposento, procurando llamar la menor atención posible, mientras miraba con gran extrañeza y algo nervioso el objeto. Una vez dentro de la alcoba, al abrirlo, encontró algo inesperado.
—¡La Biblia de Lutero! —exclamó con asombro y al mismo tiempo lleno de júbilo—. La obra cumbre de Martín Lutero, quien del latín medieval tuvo la valentía de traducirla al griego y después, bajo la constante amenaza de la Iglesia y de la fuerza del emperador Carlos V, al alemán… Es, sin duda, uno de los libros más perseguidos por la Iglesia de Roma, porque constituye la fuente de las doctrinas protestantes y el más sólido cimiento de la Reforma.
Mientras examinaba con anhelo y admiración los diferentes capítulos y versículos, Bruno advirtió la existencia de una nota que asomaba entre las páginas. Al tomarla, comprobó que se trataba de una misiva dirigida a él, redactada en lengua alemana, con letra de mujer y trazo firme:
¡Querido Bruno! Quiero daros las gracias por vuestra comprensión y discreción. Sé de vuestro interés y amor a la lectura; por ello, os ruego aceptéis este humilde presente. Se trata de la obra que estaba leyendo la noche que nos vimos por primera vez en este albergo, como humilde recuerdo de habernos conocido y en agradecimiento por vuestra amabilidad y silencio; he visto en vos una persona de sólidos principios y de honor, y por ello no quería marcharme sin dejaros este humilde presente. Tengo otro ejemplar en mi casa de Alemania de este volumen, que recibí de mi madre, y esta, a su vez, del elector de Sajonia, quien tanto apoyó a mi padre. Lamento no haber podido despedirme en persona de vos, pero razones de peso han obligado a adelantar mi viaje hacia Rovereto. Luego, con cautela y precaución, regresaré a mi país siguiendo otra ruta. Si decidís venir algún día a Sajonia, sabéis que en Torgau tenéis una familia que le estima, y una mujer que te espera.
Con un beso,
Margarethe
Durante unos minutos, Bruno, que no podía salir de su asombro, quedó sin respiración, pero absorto pensando en aquel dulce beso que se habían dado en la glorieta del jardín.
Después, con las últimas frases de la carta grabadas en su mente, bajó al salón. «¿Cómo ha podido marcharse sin despedirse?», se preguntaba con insistencia.
Una vez en el salón, dirigiéndose al mozo que estaba sirviendo en la barra unas jarras de vino, preguntó con impaciencia:
—¿Cuándo se marchó la joven alemana?
—Muy temprano, señor. Poco después de que todos se marchasen a la plaza del pueblo —respondió amablemente el mozo, mientras atendía a un cliente.
—¡Gracias!
Luego, un tanto aturdido por todo lo que había sucedido, Bruno se sentó un momento en uno de los bancos del salón. «Aunque ha sido una decisión temeraria, pienso que Margarethe ha hecho lo mejor: ausentarse de Bolbeno sin levantar sospechas —pensó—. Espero que no la hayan descubierto, y menos aún los malhechores que la conocen, y que llegue bien a Rovereto con su ama de compañía».
Había transcurrido un tiempo cuando, Michelangelo, acompañado de Mauro y Angiolo, regresó al albergo. Seguidamente, todos juntos se unieron al resto de la población para iniciar la tradicional romería al santuario de la Madonna de Lares.
La ermita, que coronaba una suave colina, rodeada de vetustos alerces, había sido elegantemente engalanada a primera hora de la mañana con multitud de flores y plantas aromáticas silvestres, que transmitían al ambiente belleza, color y fragancia; incluso se había extendido una alfombra con frescos pétalos de flores silvestres cogidas en los prados de las montañas aquella misma mañana. Dentro del templo, ocupando el nicho del altar mayor, se encontraba de nuevo el icono, que volvía a lucir ante los maravillados ojos de todas las personas del pueblo allí presentes. Se trataba de una pintura sobre tabla, pequeña, de unos treinta por cuarenta centímetros, que representaba los milagros de una hermosa imagen de la Virgen, acompañada por el Niño Jesús.
Después de unas sencillas palabras del sacerdote Bernardino, se organizó una comida campestre en torno al santuario, en unos bancos de piedra. Michelangelo aprovechó para mostrarle el panteón de su madre a su primo Mauro. Este depositó una rama de roble con sus frutos sobre la losa, al tiempo que derramaba unas lágrimas por el recuerdo de su querida tía, allí enterrada.
Tras la comida, con los primeros rayos del atardecer y el acompasado y emotivo cántico de vítores en honor a la madonna de Lares, todos regresaron al pueblo, formando una fila humana que se prolongaba a la sombra de los espesos bosques.
En la puerta del albergo, Enrico, que había regresado aquella misma tarde de Mantua, esperaba la llegada de los romeros. Y Michelangelo, tras saludar a su hermano, y este abrazar efusivamente a Mauro, su primo, organizó una ligera cena.
Aquella noche Angiolo y Mauro durmieron a pierna suelta, pero a Bruno le costó conciliar el sueño porque no podía quitarse de su mente el grato recuerdo de Margarethe, mientras acariciaba con el máximo cuidado su regalo, y tampoco la figura del cardenal, de quien no se sabía nada.
A la mañana siguiente, con los caballos debidamente ensillados y el carromato a punto, los tres se despidieron gentilmente de aquella acogedora casa y de la familia, prometiendo regresar en otra ocasión.
Ya en el camino, una vez dejaron atrás las poblaciones de Tione y Verdesina, el carromato inició el viaje por Val Rendena, remontando las nerviosas, frescas y cristalinas aguas del río Sarca. Tardaron un rato en cruzarse palabras. Fue Angiolo quien se dirigió a Bruno.
—Bolbeno me ha dejado una profunda huella. Sus gentes son muy acogedoras. Además, es uno de los pueblos más hermosos que he visto. Sus casas de madera están adornadas con geranios rojos, que cuelgan por sus paredes, balcones y ventanas, y en los soportales, las personas dialogan con sumo respeto.
Bruno, que seguía ensimismado en sus pensamientos, no dejaba de pensar en Margarethe y en que era la hija del mismísimo Lutero. Todo ello apenas le dejaba escuchar con claridad las palabras de Angiolo. Tampoco podía decirle nada a su amigo del encuentro que había tenido con aquella mujer…
—¿Te encuentras bien, Bruno? Pareces en otro mundo… —se interesó Angiolo.
—Sí, perdona Angiolo —respondió, tardando un poco en reaccionar—, pero tenía la cabeza en otro sitio. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Además del albergo Luisa, la casa que más me ha gustado ha sido la de la familia Marchetti, donde reside el alcaide.
—Estabas pensando en esos malhechores, supongo…
—Naturalmente, Angiolo, porque son muchas incógnitas las que están en el aire. No sabemos ni quiénes son estos asesinos, ni cuáles son sus contactos, que les han liberado no solo de la mazmorra sino también de una sentencia que les llevaría al patíbulo directamente.
—Sí, yo tampoco dejo de darle vueltas a la cabeza —musitó Angiolo.
—Bueno, esperemos que el alcaide, que parece un hombre justo y respetable, logre cazar a los asesinos y también a sus compinches —añadió Bruno, y después de unos instantes de profunda reflexión entre ambos, prosiguió—: Umberto Marchetti, a pesar de la fuga de los malhechores, no ha permitido que se hiciera ningún linchamiento con los presos, y estoy seguro de que serán encarcelados de nuevo, y recibirán su castigo después de un juicio justo. Marchetti representa el orden, es un hombre firme, sin flaquezas, que no duda en imponer la ley a quienes actúan al margen de ella.
—Sí, estoy de acuerdo —coincidió Angiolo. Luego, asomando la cabeza por la ventanilla, preguntó a Mauro—: ¿Dónde pasaremos la noche?
—Pues no lo había previsto —repuso el conductor del carromato.
—¿Falta mucho para Pelugo? —preguntó Bruno.
—Debemos pasar antes por Villa Rendena, Iavré y Vigo. Si no hay ningún contratiempo, podríamos llegar a Pelugo al atardecer. Por la comida del mediodía no debemos preocuparnos, porque Michelangelo me ha preparado una bolsa con alimentos, una jarra de vino y un barril de agua para el viaje —respondió enseguida Mauro.
—Estamos todavía más en deuda con tu familia, estimado Mauro.
Después de unas amistosas miradas entre ellos, Bruno dijo al cochero:
—En Pelugo se encuentra la primera de las obras que mis familiares, de la saga de los Baschenis, llevaron a cabo en estos valles de las montañas del Brenta. Allí encontraremos posada, y podríamos pasar la noche, si os parece bien.
—Por mí no hay ningún problema, al contrario —manifestó Angiolo.
—No dejéis de ver las montañas que se abren a vuestra derecha. Es el poderoso Gruppo di Brenta, las cumbres más impresionantes de nuestro principado, caracterizadas por sus perfiles de piedra desnuda caliza que, con los rayos del atardecer, como tendremos ocasión de comprobar, se iluminan de colores cálidos, que contrastan con el verde profundo de los bosques —anunció Mauro al tiempo que animaba con el látigo a los caballos para que aceleraran el paso.
—Estas montañas y estos paradisíacos valles, toda una fantasía de vida y equilibrio natural, también están muy presentes en el recuerdo de mi infancia —evocaba Bruno.
—A mí me resultan igual de familiares, porque también viví una lejana infancia en estos valles, y estoy ansioso por volver a Caderzone después de tantos años de ausencia y averiguar qué ocurrió realmente con mis padres —comentó con voz rota Angiolo.
—¡Sí! Ya estamos, pues, muy cerca de nuestros destinos, motivo de este viaje —argumentó con entera felicidad Bruno, mientras llenaba sus pulmones de oxígeno. Aunque en su interior gravitaba una gran preocupación: la suerte de su amada Margarethe.