XX. El robo del icono

Aquella pertinaz lluvia provocó finalmente la separación de los jóvenes. Poco antes de correr hacia la entrada trasera del albergo, Bruno, tomando con el mayor cariño la mano de Margarethe, la besó, y sin dejar de mirarla tiernamente se despidieron del lugar. Bruno prometió volver a verla. Seguidamente, cada uno tomó un camino distinto hacia la puerta del albergo, para no despertar sospechas.

Al regresar al interior de la hospedería, Bruno subió deprisa a su aposento para refrescarse la cara y guardar celosamente el libro, pues nadie debía saber que lo tenía. Después bajó al salón, donde ya le esperaban Angiolo y Mauro sentados en la misma mesa de la noche anterior, a pocos palmos de la gran chimenea y disfrutando con una jarra de vino tinto caliente.

—¿Cómo os ha ido la visita a Bolbeno? —preguntó Bruno.

—Realmente todo sigue igual —respondió Mauro—. Me acordaba de los rincones del pueblo, de las tiendas, de las casas, de algunos de sus artesanos… Me siento muy a gusto aquí.

—Yo he recorrido algunos parques y he contemplado especies de árboles de gran interés botánico, algunas de las cuales me gustaría adaptarlas en los jardines de Trento —comentó Angiolo—. ¿Y a ti, cómo te ha ido la mañana?

—No he salido del albergo; he estado leyendo en el jardín —respondió Bruno, aunque su mente estaba en otro lugar, en aquel encuentro con la misteriosa dama que no quiso revelar a sus compañeros.

—Señores, veo que habéis ocupado la misma mesa —dijo Michelangelo mientras ordenaba a unos mozos de cocina que atendieran otras mesas próximas a la barra—. Está bien, este es, sin duda, el rincón más confortable del salón. Voy a ofreceros el plato tradicional de Bolbeno.

—Excelente —dijo Mauro—. Os va a gustar, y más un día tan frío como hoy.

—¿Cuál es el plato tradicional de esta población? —preguntó con interés Angiolo.

—Las albóndigas —afirmó sin dudar Mauro—. Aquí es donde mejor las preparan de todo el principado. Veo que mis primos han mantenido el legado de mi tía Luisa. Sus ingredientes son pan rallado, queso parmesano, mantequilla, huevos, hierbas silvestres, perejil, pasas, ajo, sal y pimienta; todo ello preparado formando una pasta que, en pequeñas porciones, es delicadamente envuelta dentro de hojas de vid, como es costumbre.

—Estamos deseando probarlas —respondieron al unísono Angiolo y Bruno.

Michelangelo, después de haber extendido el mantel sobre la mesa, ordenó que les llevaran una bandeja repleta de albóndigas, además de una cesta con pan de centeno.

—¿No ha bajado a comer la joven que ocupó esta mesa anoche? —preguntó Bruno por lo bajo al mesonero una vez que este terminó de servir.

—No. Me ha avisado para que les sirvamos la comida a ella y a su dama de compañía en su aposento.

«Pues era verdad —pensó Bruno—. La dama de compañía, que es mayor, no se encontraba bien».

Más tarde, cuando degustaban los postres, una bandeja de uvas y manzanas, se abrió la puerta y un hombre exaltado entró en el salón.

—¡Han robado el icono! ¡Han robado el icono! —gritó el desconocido.

Todos los allí presentes quedaron paralizados. Michelangelo dejó rápidamente las bandejas que llevaba en la mano sobre la barra y corrió hacia el exaltado.

—¿Pero cómo ha sido? —le preguntó.

—No se sabe nada, solo que no está en el santuario. ¡Alguien lo robó anoche! —exclamó aquel hombre, con el rostro desencajado.

—¿De qué icono se trata? —preguntó con interés Angiolo.

—Es nuestra más preciada obra de arte, que confirma la condición de milagrosa de nuestra virgen, la madonna de Lares —musitó Michelangelo—. Es una imagen pequeña y de color moreno, a cuyo santuario iremos mañana de romería. Pero hemos de acercarnos ahora mismo a la ermita para informarnos más sobre lo sucedido.

—¿Tendrá este robo alguna relación con lo sucedido anoche en la puerta de entrada al albergo y la extraña desaparición del vigilante? —preguntó ansiosamente y con preocupación Mauro a su primo.

—Es probable —comentó Michelangelo tras quedarse pensativo unos instantes—. Pero hemos de aclarar lo sucedido. La familia de Agenore se encuentra sumida en una profunda pena.

Bruno, al oír la conversación, recordó las palabras que escuchó la noche anterior en el pasillo exterior de su alcoba. Y luego se preguntó para sí, con la mayor preocupación: «¿Tendrán alguna relación estos acontecimientos? ¿Margarethe puede estar vinculada?».

—Tengo que dejar a una persona al frente del albergo para poder ausentarme e ir al santuario ahora mismo —decidió al instante Michelangelo, dirigiéndose a su primo Mauro—. He de averiguar todo lo posible sobre este robo.

—Yo voy contigo —respondió el cochero.

—También yo os acompaño, para tratar de ayudar a resolver este grave percance —se sumó Angiolo.

—Lamento deciros que prefiero ir a mi aposento, porque siento un fuerte dolor de cabeza; he debido coger frío esta mañana —se excusó Bruno.

Las intenciones de Bruno eran realmente otras…

—Gracias a todos. No deberíamos tardar en salir. El santuario se encuentra a una hora de distancia de aquí, sobre una colina en dirección suroeste, y el último trecho del sendero, el de mayor pendiente, será difícil de recorrer porque estará lleno de barro a causa de las últimas lluvias —argumentó Michelangelo.

Una vez ausentados del albergo, junto con una gran multitud ciudadana, Michelangelo, Mauro y Angiolo se dirigieron hacia el santuario de Nuestra Señora de Lares. Mientras tanto, Bruno no se lo pensó dos veces y se apresuró a subir los tramos de la escalera con grandes zancadas, hasta alcanzar la alcoba de Margarethe, donde no tardó en golpear con los nudillos intensamente la puerta.

—¡Margarethe!, ¡Margarethe! Salid un momento, por favor. Soy Bruno.

La joven, al sentir el nombre de Bruno, quedó un tanto extrañada. No tardó en abrirle.

—¿Qué deseas? ¿Por qué vienes tan exaltado?

—Tengo que hablar contigo de inmediato, pero no aquí.

—Mi dama de compañía se encuentra en cama, un poco indispuesta y reposando, después de haberse tomado una sopa caliente.

—Lo lamento. Pero desearía que nos reuniéramos en el jardín, en el mismo lugar de esta mañana, porque se han producido varios asuntos que requieren nuestro encuentro —exclamó Bruno, un tanto indignado.

—De acuerdo, no tardaré en reunirme contigo en la pérgola del jardín. Déjame unos instantes y enseguida salgo.

Bruno salió apresuradamente del pasillo de la escalera, para descender al salón y luego dirigirse al jardín, en cuya glorieta esperó a Margarethe.

Margarethe, al ver que Bruno la esperaba en el jardín, se arregló lo más rápidamente posible, para agradarle. Se cepilló el pelo con un peine de púas y se echó unas gotas de aquel perfume de aroma a canela. Su corazón latía con fuerza, ansiosa por encontrarse con aquel hombre.

La joven, envuelta en un abrigo de lana azul oscuro, porque la temperatura había bajado de golpe, apareció con paso ligero y un tanto nerviosa.

—¿Qué ocurre? —preguntó con cierta preocupación Margarethe, mientras observaba a Bruno inquieto, recorriendo sin parar el interior de aquella pérgola de un extremo a otro. «Al aproximarse a mí, esta voz varonil me ha hecho estremecer y me ha erizado la piel», pensó la joven.

Bruno tardó unos instantes en responderle; en su cabeza no cabía ninguna probabilidad de relación entre tales acontecimientos, pero, por encima de sus sentimientos, debía asegurarse.

—Se ha producido el robo de un icono —comenzó—, la pieza más querida por todo el pueblo, en el santuario de la montaña. Además, el criado que hace la vigilancia nocturna ha desaparecido, y la puerta del albergo está forzada y rota su cerradura ¿Podrías decirme algo de todo esto? —preguntó Bruno un tanto airado, cogiéndola del brazo.

Margarethe, completamente extrañada, no esperaba aquellas preocupantes noticias, y menos aún la pregunta de Bruno. Su mente quedó confusa, sin saber qué decir ni responder.

—Anoche no pude evitar oír la conversación que mantuviste con tres hombres en el pasillo —dijo exaltado Bruno, al tiempo que mostraba una notable indignación.

Margarethe agachó la cabeza, sin poder exclamar palabra alguna, y se puso a llorar amargamente.

Bruno, al verla en esas condiciones, sintió compasión y ternura por la joven, y cogiéndole la mano la invitó a que se sentara en el banco próximo. Seguidamente, le facilitó de nuevo un pañuelo para secarse las lágrimas que resbalaban por su rostro.

—Gracias —exclamó Margarethe, algo más tranquila—. Yo no he tenido nada que ver en este robo, ni tampoco con la desaparición del vigilante. Intuyo que esos hombres están detrás de todo esto.

—¿Pero quiénes son esos miserables? ¿Por qué hablaron contigo a esas intempestivas horas de la noche? —preguntó con coraje Bruno.

—Son lansquenetes, hombres sin escrúpulos, asesinos a sueldo que trabajan como mercenarios para el conde del Tirol, quien no duda en contratar partidas de delincuentes para ampliar sus posesiones y también desestabilizar, a cualquier precio, el principado de Trento —respondió la joven.

Bruno quedó perplejo, y, sin dejar de recorrer el lugar en torno a la joven, su cabeza no paraba de pensar. «Podrían estar en estos grupos los autores del asesinato del capitán que le enviaron su cabeza al cardenal. He de informar de inmediato a su eminencia…, quien supongo ya habrá llegado a Trento».

Después, Bruno prosiguió aquella especie de interrogatorio.

—¿Y qué relación tienes tú con esos hombres?

La joven quedó sin habla unos interminables momentos. Después, balbuceando y con palabras entrecortadas, decidió confesarle su verdadera identidad.

—Bruno, mi nombre es Margarethe Lutero, hija de Martín Lutero y de Catalina de Bora, única superviviente de la descendencia del gran reformador de la Iglesia. Estos hombres, conocedores de mi identidad, y, al mismo tiempo, de los escasos protectores que me quedan, me han seguido desde Sajonia, y querían obligarme a que les secundara en su acción del robo de esa pieza cristiana. De no hacerlo, me amenazaron con delatarme a los esbirros del Santo Oficio de la Iglesia de Roma. Y yo, como bien oísteis anoche, preferí no secundarles, porque aprendí de mi padre que lo más importante en la vida es el honor y los valores. No hay nada peor que una persona sin ideales y sin bandera.

Bruno se estremeció; su rostro quedó ensimismado, sin dar crédito a las palabras de Margarethe, pues tenía delante nada más y nada menos que a la hija de su más fiel referente religioso, Martín Lutero, padre de la Reforma de la Iglesia, un hombre valiente que desafió al Papa y al mismísimo emperador Carlos V.

—Es posible que detrás del robo y de la desaparición del vigilante nocturno del albergo se encuentren estos hombres que irrumpieron anoche en la puerta de mi alcoba. Ahora recuerdo que, antes de salir de Sajonia, me dijeron que en un lugar del principado de Trento había un icono relacionado con una madonna, en cuya madera había grabadas frases comprometedoras para la Iglesia; y por tanto, la búsqueda de esta figura es tan valiosa tanto para los intereses de la Reforma como para el Santo Oficio.

Bruno quedó perplejo al oír aquellas palabras de la joven, y sintió grandes deseos de informar al cardenal, dada la gravedad del tema. Después de un instante, no dudó en abrazarla con amor.

—Querida Margarethe, tienes en mí un protector —dijo Bruno mirándola con ternura a los ojos—. No dudes de mi confianza, siempre he creído en tu inocencia. También tengo yo un secreto que confesarte: a pesar de servir al cardenal Madruzzo, máxima autoridad en el principado de Trento, como responsable de los trabajos de restauración de los palacios tridentinos, a nivel personal me siento luterano. Esto no lo sabe nadie, ni siquiera mi mejor amigo, Angiolo, que me acompaña en este viaje, y menos aún el mismo cardenal.

La joven se abrazó a Bruno con mayor fuerza y sentimiento, con los ojos llenos de lágrimas y con profunda emoción. Este, para quitarle hierro al escabroso asunto, dijo:

—Conozco algunas frases de tu padre, entre las cuales quiero recordar: «El pensamiento está libre de impuestos», «La superstición, la idolatría y la hipocresía cuentan con grandes salarios, la verdad es mendiga»…

—Sí, y aunque era pequeña, recuerdo que no se cansaba de decirme que siempre dijese lo que sintiese e hiciese lo que pensase —repuso Margarethe. Se produjo un corto silencio, y la joven prosiguió—: Mi padre vivió y murió por una causa; para él, todo cuanto se hace en el mundo está motivado por una esperanza… Y a pesar de cuánto sufrió en este mundo, no dejó nunca de ser una persona optimista. Recuerdo que me dijo en una ocasión: «Aunque el final del mundo sea mañana, hoy plantaré manzanos en mi huerto»…

Se produjeron unos momentos de silencio; los ojos de ambos delataban una profunda complicidad, manifiesta tanto a nivel sentimental como ideológico.

—Lutero odiaba a los mentirosos y a los hipócritas —habló Bruno—, pero también la barbarie humana. Recuerdo que, estando en la universidad de Wittenberg, dijo públicamente: «La guerra es la más grande plaga que azota a la humanidad; destruye la religión, destruye naciones, destruye familias. Es el peor de los males».

—Veo que conoces bien la vida de mi admirado y querido padre, condenado y excomulgado como hereje hace muchos años por el pontífice León X por sus ideas y sólidas convicciones religiosas —repuso con pesar Margarethe.

—Tu padre, querida Margarethe, era un hombre valiente. Nadie hasta que lo hizo él había desafiado con tanto ardor la Iglesia de Roma. Aquella bula condenatoria la quemó Lutero públicamente, y después, con el apoyo del elector de Sajonia, permaneció escondido un tiempo. Tampoco tuvo miedo al defender la doctrina del sacerdocio universal, negar la existencia del purgatorio, la necesidad de que los clérigos permanecieran célibes y la admisión del bautismo y la comunión como únicos sacramentos —comentó con especial énfasis Bruno.

—La verdad, querido Bruno, no dejo de asombrarme. ¡Conoces tan bien la vida de mi progenitor! —exclamó la joven, mirando con la mayor dulzura a aquel hombre que, de repente, se había presentado en su vida. Se estaba enamorando.

El sol ya acariciaba el ocaso y las sombras de la tarde cubrían de negros y grises los macizos del jardín, mientras un cielo con gruesas nubes impedía mostrar las estrellas en el firmamento; pero ellos ya estaban fuera de este mundo, dejándose llevar por los sentimientos, con sus miradas mutuas de cariño y unidos en un fuerte abrazo.

—Margarethe, quiero confesarte algo más: gracias al legado cultural, teológico y espiritual de tu padre, me siento orgulloso de compartir sus mismas ideas, situación que, como puedes suponer, he tenido que mantener con total secretismo en la ciudad de Trento y en este principado. Y mi interés por el arte se lo debo a mi padre, Simone Baschenis, el artífice de las singulares obras pictóricas de las iglesias de Val Rendena, relacionadas con la danza macabra. —Margarethe seguía extasiada escuchando a Bruno. Luego, él prosiguió—: Ahora, lo más importante es mantener tu verdadera identidad lo más secreta posible, puesto que tu seguridad corre un gravísimo peligro, como bien sabes. Puedes contar con mi discreción y apoyo en todo cuanto esté a mi alcance. Ha sido la mayor felicidad de mi vida conocerte y ver en tus hermosos ojos la mirada de profundidad y sinceridad de tu amado padre.

—Gracias por tu amable y sincera comprensión —susurró entre sollozos Margarethe.

—Es preciso localizar a los malhechores antes de que estos te relacionen con el robo del icono y también con la desaparición del vigilante —impuso Bruno—. De momento, te aconsejo que te encierres en tu aposento y que, bajo ningún concepto, hables con nadie. Ni siquiera le digas lo más mínimo de esta reunión a tu dama de compañía.

—De acuerdo, así lo haré —aprobó la joven con los nervios a flor de piel.

Bruno, dejándose llevar por sus más nobles sentimientos, abrazó a Margarethe con cariño, elevó su barbilla y besó sus labios con pasión. Ella le correspondió con la misma fuerza y sentimiento.

Después, la joven, con las mejillas encendidas, se desprendió de los brazos de Bruno, y se dirigió deprisa al interior del albergo.

Bruno quedó unos instantes mirando fijamente cómo se alejaba la muchacha, ajeno a la lluvia que desde hacía rato le estaba cayendo, aunque un sombrero de piel y el abrigo le protegían de la humedad. Sentía en lo más profundo de su ser la fuerza de aquel beso que le había dejado sus labios con sabor a miel, pues hacía mucho tiempo que no había vivido un sentimiento tan especial. Después, una vez de vuelta a la realidad, comenzó a reflexionar ante la gravedad del problema que emanaba de aquel lugar. Por un lado, deseaba acercarse al santuario, donde se encontraban sus compañeros y gran parte de los habitantes del pueblo, pero por otro era consciente de que su puesto estaba en la hospedería, protegiendo a la hija de Lutero e intentando aclarar la desaparición del vigilante.

Aquella tarde se hizo interminable. Después de que todos los huéspedes se retiraran a sus respectivas alcobas, Bruno prefirió quedarse en el salón, esperando noticias. Después de largas horas, el sueño y los pensamientos sobre Margarethe le habían vencido y se quedó dormido sobre una mesa. De golpe, dos sirvientes le despertaron a gritos.

—¡Señor!, ¡señor! ¡Hemos encontrado a Agenore! —exclamaron llorando.

—¿Cómo? ¿Dónde se encuentra? —preguntó Bruno sobresaltado mientras se ponía de pie, con preocupación y sin apenas poder abrir los ojos.

—¡Ha sido asesinado! Hemos encontrado su cuerpo en las bodegas subterráneas, flotando en el lagar de la barrica más antigua. Alguien, después de matarle, lo ha escondido en ese lugar, muy difícil de encontrar.

—¡Llevadme al sitio! —imperó Bruno—. Y no alertéis a los huéspedes. Este asunto no es nada bueno para el prestigio del albergo.

El joven Agenore había sido degollado. Su cuerpo apareció, en efecto, dentro del lagar; su sangre se había mezclado con el vino de aquel caldo que estaba en proceso en convertirse en una gran reserva, y llenaba a media altura el nivel de la barrica de madera de roble.

—A pesar de que se trata del mejor vino de la casa, es preciso vaciar el lagar y sacar al vigilante fuera —impuso Bruno a los sirvientes—. Y cuando regrese Michelangelo con la familia de Agenore, habrá que organizar el entierro para darle cristiana sepultura. Y, sobre todo, no despertar a nadie.

—Así lo haremos, señor.

Unas horas más tarde, ya muy avanzada la noche, después de haberse realizado todo lo programado en la bodega, Bruno se encontraba tendido en su cama, cansado y adormilado, pensando también en Margarethe, cuando le despertó una numerosa algarabía humana que iluminaba con antorchas las calles de Bolbeno. Se asomó a la ventana y, tras apartar el postigo de madera, pudo ver lo que ocurría.

—¡Hemos cogido a los culpables! —gritaban, mientras tres hombres iban encerrados en un carro-jaula, encadenados de pies y manos.

Bruno salió de golpe a la calle, para encontrarse con aquellos manifestantes.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó a Angiolo y Mauro, que formaban parte de aquella turba humana.

—Se ha producido otro milagro de la Virgen —informó Michelangelo—. El icono se hallaba dentro de un carruaje llevado por estos tres malhechores, a punto para partir de la población. Fuertes campesinos y leñadores del pueblo los han reducido, aunque algunos han sido gravemente heridos. Esos rufianes iban armados con cuchillos.

—¿Y qué sucederá con esos canallas? —se interesó vivamente Bruno.

—Umberto Marchetti, el alcaide, se encuentra de viaje en Trento, pero regresa mañana. Él dirigirá el juicio, y esperemos que sean condenados a morir colgados del cuello de las ramas del olmo de la plaza mayor —respondió encolerizado Michelangelo.

—Quiero comentarte algo —dijo con la voz rota Bruno, dirigiendo su mirada a Michelangelo.

El propietario del albergo salió con gran extrañeza de aquella muchedumbre, para hablar.

—Decidme, Bruno, ¿qué deseáis contarme?

—En vuestra ausencia, ha ocurrido algo muy grave, algo que ha confirmado nuestros temores: el joven vigilante del albergo ha aparecido muerto dentro del lagar de vuestras bodegas subterráneas. Lo han asesinado.

El rostro de Michelangelo no podía mover ningún músculo, y parecía que se le salían los ojos de las órbitas al terminar de escuchar aquellas dolorosas palabras.

—Hemos de sacarle fuera, vaciar el lagar, avisar mañana temprano a sus familiares y luego proceder a darle una cristiana sepultura —pudo decir tras unos instantes para asimilarlo.

—Todo eso ya lo había tenido en cuenta. Los sirvientes que lo encontraron hace unas horas me ayudaron a sacarle del lagar, y después a vaciar el recipiente. El cuerpo del criado lo he envuelto en varias sábanas de lino, para secarlo y darle un aspecto presentable para cuando lo vean sus familiares —informó con profundo pesar Bruno.

—Gracias por todo, amigo. Ahora vamos a encarcelar en los calabozos a estos rufianes. Estoy seguro que también han sido los asesinos de Agenore. Y mañana, con la presencia de Umberto Marchetti, el alcaide y demás autoridades, se celebrará el juicio, y la ejecución de estos criminales y ladrones será una semana más tarde. El entierro de mi criado, en el cementerio de la iglesia de San Zenón, lo haremos tras la romería al santuario.

—Estoy de acuerdo. Ahora debemos descansar. Ha sido una jornada agotadora para todos.

—Sí. Bruno, estuvo muy bien que te quedaras aquí, en el albergo. Gracias de nuevo.

Aquellos rufianes, maniatados y cargados de cadenas, fueron conducidos calle abajo, hacia los calabozos, recibiendo toda clase de hortalizas, escupitajos e insultos de la encolerizada muchedumbre, que se agolpaba al paso de los carros-jaula en los que iban encerrados. La turba humana estaba al borde del delirio y pedían a gritos la condena y muerte de esos malhechores, hombres a sueldo sin bandera, credo ni religión. Un grupo de exaltados, sin orden previa, ya estaba levantando un cadalso en la plaza mayor, y desde la rama más gruesa del olmo se mecían al viento tres sogas, listas para colgarlos del cuello. Mientras tanto, el párroco Bernardino llamaba al orden, pero la situación estaba descontrolada.