XIX. Encuentro en el jardín

Bruno no dudó en aproximarse al banco en que se hallaba la joven absorta en la lectura de El catecismo menor —libro también prohibido y escrito en lengua alemana—, circunstancia que aumentó más la curiosidad de Bruno.

—¡Perdone señora! —exclamó Bruno—. Desde que la vi anoche en el comedor no he podido evitar interesarme por usted.

—¡Ah! Sí, le recuerdo. Fue usted quien amablemente recogió el guante que se me cayó en el salón —repuso cortésmente aquella joven.

—Buenos días. Me llamo Bruno Baschenis, vivo en Trento y me dedico a la restauración de obras de arte —se presentó, al tiempo que extendía delicadamente su mano hacia ella.

Era una joven de treinta y pocos años, elegantemente vestida, aunque sencilla, y muy refinada en sus modales, pues se notaba que procedía de una familia distinguida. Su atuendo así lo confirmaba: vestido azul oscuro, pañuelo celeste que le cubría el cuello, rebeca blanca y adorno en forma de cenefa con encajes en el pecho; un gorro de lana, a juego con el vestido, le cubría la parte superior de la cabeza. Y ella no tardó en responder, mientras se levantaba del banco.

—Buenos días, señor. Soy Margarethe Baum, resido en Sajonia y he venido acompañada de Clotilde, mi ama de compañía, que ahora se encuentra en la habitación descansando. Es mayor y padece reuma, y con estos fríos su enfermedad se hace insoportable. Nos encontramos en el principado de Trento en viaje hacia Rovereto, donde he de reunirme con unos familiares. ¡Ah! Y no soy señora, sino señorita.

—He observado que os gusta la lectura —dijo Bruno.

—Considero que la lectura es una de las tres formas de ilustrarse, junto con viajar y conversar —comentó Margarethe con una suave sonrisa.

—Y más aún si se trata de libros que transmiten unos conocimientos profundos sobre la naturaleza, el firmamento y el ser humano —añadió Bruno—. ¡Vaya! Veo que lleváis El catecismo menor, escrito en alemán. ¿No es una publicación prohibida? —preguntó con sorna Bruno, mirándola con dulzura a los ojos.

La joven se quedó perpleja. Y, analizando la portada del libro que leía Bruno, obra que no pasó desapercibida a los ojos de Margarethe cuando llegó al jardín y lo vio de reojo, se atrevió a responder:

—Por lo que veo, vos también os interesáis por los libros prohibidos y condenados por la Iglesia católica.

—Siempre he tenido una admiración por Pico della Mirandola. Esta obra suya condensa, en novecientas tesis, que la filosofía universal, por encima de los intereses religiosos y sociales, tiene una concordia, desde Hermes Trimegisto a la cábala judía, pasando por Aristóteles, Platón, Averroes y Tomás de Aquino. Esta lectura me evade del mundo, y procuro aislarme del resto y en absoluto silencio para comprender mejor los contenidos de estas obras. Por eso, un lugar tan agradable como este en el que nos encontramos invita a aislarse con uno mismo, en la más estricta soledad y silencio, únicamente con la compañía de un buen libro —dijo Bruno.

Margarethe no salía de su asombro al oír aquellas palabras de Bruno, y contemplando a este con respeto, pero también un tanto pícaramente, manifestó:

—Sí. Conozco bien el legado de Pico della Mirandola. Mi padre me habló en varias ocasiones de este autor que estudió en Bolonia y otras ciudades italianas y en la capital de Francia, y murió con solo treinta y un años, envenenado por los exploradores de la Inquisición. Hace tiempo leí uno de sus doce libros dedicado a la astrología.

Bruno, sin dejar de observarla un momento y con los ojos clavados en el rostro de ella, no podía imaginarse la gran cultura de aquella joven; estaba conversando con él a su mismo nivel, lo cual no era muy habitual. También quedó sorprendido ante la elevada formación de aquella enigmática mujer, que hablaba con soltura italiano y leía alemán, y, lo más asombroso, prefería los libros prohibidos…

—Hacía mucho tiempo que no mantenía una conversación sobre estos temas con otra persona, y menos con una mujer… —manifestó tras unos instantes con infinita admiración y sin dejar de mirarla—. Su padre deberá estar orgulloso de usted.

Al oír estas últimas palabras, la joven quedó un tanto cabizbaja, y en su rostro se marcó una profunda tristeza, al tiempo que sus ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces, Bruno, gentilmente, le ofreció su pañuelo.

—Gracias —musitó.

—Mi padre murió hace diecinueve años —confesó Margarethe una vez se secó las lágrimas y algo más repuesta— y mi madre, trece. También han fallecido mis cinco hermanos a causa de las terribles epidemias que, en las últimas décadas, han azotado los territorios de Sajonia. Mi única familia, aunque un tanto lejana, se encuentra en Rovereto, a donde voy a reunirme con ellos durante unos días, y después regresaré a Sajonia.

—Lo lamento mucho —dijo Bruno con contrariedad en su rostro.

A pesar del frío de aquella mañana de otoño, ambos permanecieron en silencio, sin dejar de mirarse con afecto y una cierta complicidad. Sin darse cuenta, los dos se fueron aproximando, atraídos por una afinidad de ideas y también por una cierta atracción que sus ojos delataban. Bruno, tomándola del brazo con ternura, la invitó a sentarse, para proseguir aquella interesante conversación.

—Margarethe —manifestó él—, esa obra que tiene en sus manos, El catecismo menor, es de Lutero, y, como todos los libros que ese teólogo alemán escribió, fue prohibido por la Inquisición. Recuerdo que no tardaría en ser catalogado como un libro herético, al estar relacionado con el mundo de la brujería y hechicería. ¿Cómo es que tenéis un ejemplar en vuestras manos?

Al oír el nombre del autor del libro, la joven volvió a quedar impávida, y un tanto nerviosa, al ver que Bruno conocía bien la obra de ese conocido autor alemán, creador del luteranismo y uno de los padres de la Reforma de la Iglesia, quien se atrevió a desafiar al Papa y promulgar unas bulas. Margarethe quedó extrañada.

—Esta obra la escribió Lutero pensando en la gente sencilla —dijo ella al fin—. En cambio, El catecismo mayor lo concibió para los pastores de la Iglesia; para la Iglesia que concibió este teólogo, claro está.

—Sí, debemos reconocer que la Iglesia católica salió reforzada, estabilizada y jerarquizada tras el Concilio de Trento, en torno a su cabeza: el pontífice, frente a los protestantes y también a los ortodoxos griegos. Además, ha sabido integrar armoniosamente el pasado con el presente —expuso Bruno.

—Estoy de acuerdo, pero, a mi juicio, no ha sabido asimilar nuevos retos, como las transformaciones sociales y económicas… —expuso Margarethe.

Bruno no salía de su asombro al ver la formación de aquella mujer, que conocía aspectos tan profundos de la Reforma protestante, y era consciente igualmente de los pilares de la Iglesia católica y sus defectos.

—¿Y cómo ve el asunto de la controversia? —preguntó Bruno.

—Bueno, tanto la Iglesia católica como los protestantes cometen el error de entrar en una lucha que no beneficia a nadie, y las discusiones se prolongan. Para las altas esferas de la Iglesia, los protestantes son hijos de las sombras y mensajeros del diablo —dijo la joven sin titubear.

—Veo que conoce bien las normas que impone Roberto Belarmino, basadas en armar a los soldados de la Iglesia para la paz contra el poder de las tinieblas… —repuso Bruno.

Margarethe también estaba asombrada por los temas que iban desarrollándose en aquella conversación. De pronto, un tanto nerviosa, cambió de tema.

—Veo que habla usted muy bien el alemán. ¿Dónde lo ha aprendido? —preguntó.

—Mi madre era de Schaffhausen, cerca de las cascadas del Rhin, y me enseñó esta lengua.

—¿Era? ¿Es que ya no vive? —se interesó la joven.

—No, y tampoco mi padre. Pero son muchos y agradables los recuerdos que tengo de ambos. Mi padre me enseñó a hacerme un hombre útil para la sociedad; sus lecciones de arte fueron mis pilares en una formación que hoy me enorgullezco de tener. Y mi madre, una mujer sencilla y respetada por toda la comunidad, me enseñó a respetar los valores y los principios de la vida.

—Lamento que ya no vivan. ¿Cómo fallecieron? —seguía interesándose Margarethe.

—No he podido saber cuándo ni cómo fallecieron, porque murieron en extrañas circunstancias, hace ya algunos años. Precisamente en este viaje quiero aclarar algunas dudas, después de mucho tiempo sin venir por Val Rendena —respondió Bruno, con cierta tristeza en su rostro.

—Por lo que veo, los dos tenemos muchas cosas en común, como el hecho de ser huérfanos —añadió la joven mirando con cariño a Bruno.

Solo los crujidos de las ramas más altas de los árboles, meciéndose por la fuerza del viento, rompieron aquel mágico instante de silencio, pero ellos no dejaban de mirarse tiernamente. Se habían acomodado en el banco de madera del jardín, y ambos parecían estar absortos y ajenos al resto del mundo, mientras sus miradas se iban cruzando; parecía que se conocían desde hacía una eternidad… Bruno se giró hacia el arbusto de camelias rojas, y con delicadeza cortó una flor para dársela a Margarethe, después de haber besado sus pétalos.

—No he dejado de pensar en ti desde que te vi anoche en el salón —se atrevió a decirle.

La joven, sonrojada, la recibió con cariño y la cogió tiernamente entre sus manos. Seguidamente, Bruno no dudó en abrazarla, siendo correspondido. Luego, un tanto tembloroso, acercó su mano al rostro de la joven, se detuvo a la altura de sus labios y luego prosiguió con las yemas de sus dedos haciéndole una prolongada caricia. Había transcurrido gran parte de la mañana, aunque el tiempo pasó sin darse cuenta para ambos; los dos se hallaban tan ensimismados que no notaron la llovizna que comenzaba a caer. Las palabras habían dejado paso a los sentidos…