Angiolo y Bruno, tras partir de Stenico, con Mauro en la silla esperándoles en el carromato, tomaron rumbo a poniente por la Giudicarie siguiendo el curso del Sarca, dejando a su lado derecho, sobre las nubes, las altísimas cumbres de las peladas montañas del Brenta. Aquella jornada de viaje se hizo larga, ya que las tormentas de los días anteriores habían dejado prácticamente intransitables los caminos, lo que les obligó, en varias ocasiones, a sacar con ayuda de troncos de madera y piedras las pesadas ruedas del carromato del barro. Por lo demás, no hubo ningún percance digno de mención, a excepción de la corta parada que hicieron en Rágoli para la comida del mediodía.
Había transcurrido un largo trecho de camino, cuando ambos decidieron cruzarse unas palabras.
—No dejo de recordar la firmeza de nuestro cardenal ante el inquisidor, cuyo poder en pocas ocasiones habrá visto doblegarse —comentó Angiolo.
—Sí, estoy de acuerdo contigo. Además, las pruebas que impuso el cardenal no dejaban la menor duda acerca de la inocencia de Gina y Giovanna —repuso Bruno, y miró a su compañero con una gran sonrisa en el rostro mientras le decía—: Domenico, tu hijo ya es capitán, querido amigo.
—¿Cómo ha sido y cómo lo sabes? —preguntó con los ojos llenos de felicidad Angiolo.
—Fue hace unos días. Me lo comunicó anoche el cardenal, durante el encuentro que tuve con su eminencia en privado. Ahora tu hijo es el máximo responsable de nuestras fronteras con el Tirol. Felicidades. Es una gran noticia para toda tu familia.
—Claro que lo es; y también mi esposa se sentirá muy orgullosa cuando se entere, si no lo sabe ya. Pero, al mismo tiempo, este nombramiento entraña una mayor responsabilidad y riesgo para mi hijo, como puedes comprender.
Bruno asintió con la cabeza, pero sus ojos seguían infundiendo ese grado de alegría por la noticia.
—Señores, estamos llegando a Bolbeno, y no quisiera que nos caiga la noche encima —apostilló Mauro.
—Podríamos quedarnos aquí y descansar —sugirió Angiolo, con la aprobación de Bruno con un gesto de la cabeza.
—Es una buena idea —confirmó también Mauro—. Bolbeno es un pueblo tranquilo y, como podréis ver, muy agradable; sus gentes han sabido conservar unas tradiciones muy antiguas. Recuerdo que, de pequeño, mis padres me trajeron en varias ocasiones. Además, tengo familia, una tía y dos primos, que regentan la hospedería que se encuentra a la entrada de la población, donde podríamos alojarnos.
—De acuerdo, adelante. Tú conoces el lugar.
Las casas de madera del pueblo se extendían en medio de un bucólico valle, donde el torrente Arnó entregaba sus frescas aguas al río Sarca entre frondosos bosques y las laderas de las montañas peinadas de viñedos. Ya comenzaban a encenderse las primeras velas y lámparas de aceite de las viviendas cuando el carromato inició su entrada en la población. Hacía un lustro que Mauro no visitaba a sus familiares de Bolbeno, pero recordaba perfectamente la dirección de la hospedería de su tía Luisa, a donde llegaron después de remontar unas calles en acusada pendiente, mientras la gente iniciaba el camino de regreso a sus hogares, cargada con algunos útiles y aperos de labranza.
—¡Ya hemos llegado! —anunció el cochero, al tiempo que señalaba con el dedo índice el edificio de sus parientes.
La fachada del albergo estaba decorada con pinturas alusivas a temas mitológicos relacionados con la vendimia y la cultura de la vid y el vino. Además, sobre la puerta de entrada colgaba una insignia realizada en hierro fundido que representaba un racimo de uva sostenido por el dios Baco.
—A primera vista, este edificio me transmite una sensación muy agradable —argumentó Bruno, que quedó abstraído al contemplar el edificio, deteniendo su mirada en las coloristas pinturas y los originales esgrafiados que decoraban su fachada.
—Sí, y además en Bolbeno ya comenzamos a respirar el fresco y saludable aire de Val Rendena —añadió Angiolo mientras descendía del carromato.
Mauro sujetó con esfuerzo las riendas, mientras calmaba el ímpetu de los caballos; después de colocar el freno y bajarse, tras estirazar las piernas, se dirigió en dos zancadas a la entrada de la hospedería. Golpeó un par de veces la aldaba de la puerta; al rato, un joven abrió el portalón.
—¿Qué desean, caballeros? —preguntó.
En ese momento, el cochero exclamó lleno de júbilo:
—¡Hombre, Michelangelo! ¿No me conoces?, ¿tanto he envejecido en cinco años? Soy tu primo Mauro.
—Primo, ¡qué alegría verte! ¿Cómo tú por aquí después de tanto tiempo? —se alegró el mesonero, mientras abrazaba a su pariente.
—Vengo acompañando desde Trento a estos señores: Angiolo y Bruno. Nos dirigimos hacia Val Rendena. ¿Y mi tía Luisa, cómo se encuentra? —preguntó interesado Mauro.
En aquel instante, un joven que abrió la puerta y reflejó en su rostro un gran dolor.
—Mi madre falleció esta primavera, después de una dolorosa enfermedad —respondió con pesar nada más entrar.
—No estaba enterado de ello. Te doy mi más sincero pésame. ¿Y tú hermano Enrico? —volvió a interesarse Mauro.
—Enrico está fuera. Ha tenido que desplazarse a Mantua, pero se encuentra bien. Tras la muerte de nuestra madre, mi hermano y yo nos hemos quedado al frente del albergo, que, como podrás ver, mantiene el nombre en la fachada, en justo homenaje a ella. Pero, por favor, entrad, porque os quedaréis a dormir, ¿no?
—Sí, si no es molestia, querido primo. Estamos un poco fatigados por el viaje, y algo hambrientos —repuso el cochero con una suave sonrisa.
—¡Claro que tengo habitaciones! Y también comida caliente en los fogones. Entrad, por favor.
Bruno y Angiolo, que seguían muy de cerca la conversación, no pudieron evitar una demostración de júbilo al ver que tenían resuelto tanto el alojamiento como la comida.
—Muchas gracias —repitieron los recién llegados.
—Yo llevaré el carromato y los caballos a la cuadra, que recuerdo muy bien dónde está —añadió Mauro.
Ya en el interior, Angiolo y Bruno quedaron gratamente sorprendidos al contemplar el salón comedor de aquel establecimiento, cuya decoración envolvía al visitante, trasladándole a las tradiciones más antiguas de los pobladores de esos valles.
—Es un lugar muy agradable, y decorado con gusto, tradición, sencillez y armonía —comentó Bruno.
—Me alegra que os guste —manifestó Michelangelo—. Todo cuanto veis a vuestro alrededor fue mandado diseñar por mi difunta madre, que quiso mantener siempre la tradición de la arquitectura de Val Rendena, y más aquí, en concreto, en el sur, donde la cultura de la vid está a flor de piel.
—Precisamente mi trabajo es restaurar obras de arte, especialmente esculturas y pinturas, y veo con la mayor admiración que en esta casa se ha llevado a cabo una excelente labor —respondió Bruno.
—Mi madre pagó al célebre maestro Baldassare Cometi di Lorenzo, de Vezzano, por sus trabajos en esta casa. Creo que este artesano comacino también trabajó en la decoración de los salones del castillo de Toblino, contratado por el cardenal Bernardo Clesio —informó el joven, mientras acompañaba a los recién llegados a sus aposentos, seguido en silencio por un mozo que portaba los equipajes.
—Sí, conocía lo de Toblino, porque yo trabajé en una restauración de los frescos de ese castillo —repuso Bruno—, pero desconocía que el maestro Cometi había realizado esta singular obra en Bolbeno, y me siento encantado de conocerla y admirarla.
—Os alojaréis en la planta superior, porque tiene las habitaciones orientadas a mediodía y las mejores vistas del valle Giudicarie. Desde vuestras alcobas podréis ver la vecina población de Tione, al otro lado del torrente Arnó, y el comienzo de Val Rendena, con las poderosas cumbres del Brenta como telón de fondo —argumentó Michelangelo. Y añadió—: Cuando descanséis, podéis bajar al salón a cenar. Pero daros prisa, porque el cocinero no tardará en apagar los fogones y, aunque es un gran cocinero, tiene un carácter difícil de aguantar.
—Gracias, señor. Bajaremos enseguida.
Una vez que Michelangelo dejó a los huéspedes a la entrada de sus correspondientes aposentos, y ausentado el mozo después de recibir unas monedas de propina, Angiolo y Bruno hablaron.
—Tengo la sensación de encontrarme en un lugar muy especial, tal vez por la paz que transmiten estas montañas y la serenidad del valle, con los árboles y el río —manifestó Angiolo—. También esta casa me da buenas sensaciones.
—Yo también me siento muy cómodo en este albergo. Además, el primo de Mauro se ve una persona llena de fuerza, sentimiento y valores humanos. Puede ser que sea aquí, en Bolbeno, donde descansemos bien, porque, realmente, desde que salimos de Trento, no hemos tenido ocasión de hacerlo —repuso sonriendo Bruno, en tono un tanto jocoso.
—En efecto. Verdaderamente no hemos tenido momentos tranquilos —añadió Angiolo—. Si te parece, nos vemos abajo en el comedor tan pronto nos hayamos aseado y cambiado la ropa. Pero date prisa.
—Bien —confirmó Bruno.
Casi de inmediato, pues el tiempo apremiaba, los dos salieron de sus correspondientes aposentos y se encontraron en el pasillo, para descender juntos al salón comedor. Se habían lavado las manos y cara en el aguamanil de sus habitaciones, y se cambiaron la ropa, que estaba bastante sudada y manchada de barro, por las tareas de facilitar el movimiento de las ruedas del carromato; había sido una ardorosa jornada. Ambos casi coincidieron en los trajes: camisas limpias de lino, pantalones bombachos de cintas blancas y rojas, botas altas y cinturón de piel, sombrero de ala ancha y chaleco de algodón; se habían preparado para la cena. A medida que iban descendiendo por la escalinata de madera, Bruno seguía absorto contemplando los más mínimos detalles de las decoraciones, sin dejar de examinar los artesonados de los techos, igualmente realizados con el mejor estilo de Baldassare Cometi, uno de los maestros itinerantes comacinos más célebres de la época. Ya en la planta inferior, las numerosas mesas del salón estaban prácticamente ocupadas por comensales. Y Michelangelo, al verles llegar, no tardó en dirigirse a ellos.
—Señores, hoy sábado tenemos la hospedería llena, como podréis ver, pero os he reservado una mesa al fondo, donde estaréis más tranquilos. Acabo de ver a Mauro en las caballerizas terminando de desatar los caballos y guardando el carromato, y no tardará en llegar, después de que se cambie en la habitación que le he preparado junto a las cocinas.
—Nos parece excelente. Muchas gracias —respondieron amablemente.
—Mi querido Angiolo, el mantel es una muestra de calidad en las mesas, como sucede en los banquetes de los palacios de la alta nobleza; y veo que en este lugar todas las mesas del salón cuentan con un mantel grande y diferente, que, además, cae hasta el suelo —le dijo Bruno susurrándole en el oído.
Se dirigieron a la mesa señalada por Michelangelo, al fondo del salón; estaba lo suficientemente lejos del ensordecedor ruido que había en el centro del comedor. Como pudieron ver, había comerciantes, buhoneros, algunos burgueses de paso por la zona, caballeros de armas, dada la categoría de sus insignias, y una mesa con autoridades eclesiásticas de cierta relevancia, entre las que se hallaba un inquisidor, que se distinguía del resto de la mesa por el cordón verde y el enorme crucifijo de plata que mostraba desafiante en su pecho. Era un albergo de renombre en la zona, cuya clientela tenía un cierto nivel social.
En el momento de tomar asiento, Bruno advirtió que a la ocupante de la mesa contigua se le había caído un guante al suelo —estaba ensimismada en la lectura de un libro, y no se percató de ello—, y él, como caballero, no tardó en agacharse para recogerlo y entregárselo.
—Tomad, señorita, se os ha caído.
—Muchas gracias, caballero —respondió tímidamente aquella joven, sin apenas alzar su mirada.
Mientras aguardaban la llegada del cochero, y también los manjares de la cena, Bruno, que había procurado colocarse enfrente mismo de aquella joven, no dejaba de observarla discretamente; ella seguía absorta de todo cuanto sucedía en su entorno, concentrada en la lectura de un libro junto a la luz que reflejaba una tímida vela, mientras tomaba lentamente una cucharada de la sopa que le habían servido. Mauro se incorporó poco después a la mesa.
—¿No os ha llamado la atención la joven que está sentada en la mesa de enfrente? —dijo Mauro con discreción, en voz baja.
—No pienso en otra cosa —musitó enseguida Bruno, sin dejar de observarla—, aunque me cuesta ser discreto para no molestar su privacidad.
—Debe tratarse de una exquisita dama, porque, aunque no vista ropas de seda especialmente llamativas, su elegancia y gestos denotan que pertenece a una distinguida familia —añadió calladamente Angiolo.
En aquel momento la joven dejó de leer, y al cerrar el libro pudo verse el título de la obra, cuya portada trató de ocultar de inmediato con los guantes.
Al instante, los tres se quedaron mirando, sin parpadear, y en el más absoluto silencio… Seguidamente, Bruno, mirando con disimulo a la joven, para no intimidarla, decidió hablar.
—¿Os habéis dado cuenta del libro que está leyendo esta mujer? Me ha parecido ver una obra escrita en alemán.
Angiolo y Mauro solo advirtieron que se trataba de un extraño libro, aunque no comprendieron el título de su portada, pero, por el comportamiento de la joven y la reacción de Bruno, advirtieron que debía ser un libro censurado por la Iglesia; el comportamiento de la joven, tratando de ocultar la obra, lo confirmó.
—Pero por favor, Bruno, estamos impacientes por desvelar la naturaleza de ese libro. ¿Conoces tú algo que puedas decirnos? —exclamaron estos en voz baja.
—¡Sí! Se trata de la Biblia de Lutero, la obra cumbre del más célebre de los teólogos protestantes —susurró con el mayor asombro—. ¿Pero cómo es posible que un libro tan especial, prohibido y tan perseguido por la Iglesia católica se encuentre en manos de esta mujer? —comentó en voz baja, mirando de reojo a la joven—. Además, demuestra una gran valentía, conociendo la naturaleza de algunos de los comensales que se encuentran en estos momentos en el salón.
Los tres quedaron atónitos ante lo sucedido. Durante unos minutos no lograban intercambiar ni una palabra, y sus miradas, aunque disimuladamente, no se apartaban de la joven. De pronto, ella se levantó de la mesa, porque había terminado su cena, y se despidió amablemente de ellos con una cortés y breve sonrisa.
Tardaron unos minutos en reaccionar. Después, rompiendo aquel profundo silencio, Bruno se dirigió a sus compañeros de mesa.
—Aguardad un momento, voy a hablar con Michelangelo.
Se levantó y se dirigió deprisa al mostrador para hablar con el propietario del albergo, que estaba en aquellos momentos sirviendo unas jarras de vino caliente en unas mesas próximas.
—Michelangelo, ¿tienes un momento?
—Sí, acabo de servir a unos clientes y vuelvo enseguida —respondió. Unos segundos más tarde, Michelangelo regresó y preguntó—: Dime, Bruno, ¿qué deseas?
—Estoy interesado en conocer la identidad de la joven que se hallaba cenando en la mesa contigua a la nuestra y que hace un momento se ha retirado.
Michelangelo dejó las bandejas que llevaba sobre el mostrador.
—Poco sé de esa mujer, solo que es alemana —respondió—. Hace unos días que llegó al albergo, y sus modales son muy exquisitos. Debe haber tenido una ejemplar educación.
—Sí, eso mismo pienso yo —manifestó Bruno—. ¿Pero conoces su identidad?
—Se ha registrado con el nombre de Margarethe Baum. Viaja con una señora mayor, que debe ser su dama de compañía, y curiosamente la alcoba de ambas es contigua a la vuestra —informó Michelangelo.
—Gracias por la información —le dijo amablemente Bruno.
Enseguida, este se reunió con sus compañeros, y Michelangelo se aproximó a la mesa para decirles algo:
—Quiero deciros que la celebración de la jornada de Difuntos, el día dos de noviembre, tendrá lugar el lunes, al ser mañana domingo. Lamento que no estéis aquí para entonces, porque todo el pueblo va en romería al santuario de Nuestra Señora de Lares, y yo aprovecharé para visitar la tumba de mi madre, enterrada en el jardín que precede a la ermita, a la sombra de un esbelto alerce, donde ella quiso ser enterrada.
Mauro no tardó en dirigir una mirada de complicidad a sus compañeros, y estos, sin pronunciar una palabra, entendieron el mensaje.
—Estaremos el lunes, y os acompañaremos al santuario —respondió Angiolo, recibiendo la gratitud de Bruno, con la plena felicidad en el rostro de Mauro.
—Bien. Es la jornada más importante de Bolbeno, y aquel santuario el lugar más sagrado de nuestra población —les comentó Michelangelo con agradecimiento mientras se ausentaba de la mesa.
—Muchas gracias, es un gesto que os tendré bien presente —exclamó Mauro—. Así aprovecharé para despedirme de mi querida tía Luisa, colocándole unas flores en su tumba. ¡Que en paz descanse su alma!
Pero Bruno seguía pensando en aquella dulce y misteriosa joven. Después de la cena, los tres no tardaron en retirarse a sus correspondientes aposentos.
Aquella misma noche, cuando todo el mundo descansaba y el silencio imperaba en el interior de la hospedería, se produjo en el pasillo un encuentro de varias personas; el temblor en el ambiente producido por las pisadas de botas llamó la atención de Bruno, que, absorto en sus pensamientos, aún no había conciliado el sueño. Al oír el rumor procedente del exterior de su alcoba, se incorporó de la cama y, con todo sigilo, descalzo para no producir ningún ruido, puso su oído detrás de la puerta para tratar de comprender los comentarios que, en lengua alemana, idioma que él conocía muy bien, se estaban produciendo.
—¡No veo bien lo que vais a hacer! —exclamó una voz de mujer.
—Margarethe, es necesario intervenir ya —respondió uno de los allí presentes.
«¡Margarethe! ¿Será la joven que estaba en la mesa contigua en el comedor?», se preguntó Bruno. Sigilosamente entreabrió la puerta en la oscuridad y por la ranura, procurando evitar el sonido de las bisagras, Bruno quedó con los oídos puestos en el escaso hueco. No tardó en comprobar que se trataba de la misma joven gracias a la plomiza luz de un candil de aceite que iluminaba su rostro, portado por uno de los tres hombres que habían irrumpido el silencio de la noche.
Después de unos airados forcejeos verbales, Bruno logró identificar la voz de Margarethe.
—¡No contéis conmigo! —respondió con autoridad la joven, mientras los visitantes, hombres armados y vestidos de negro, se marchaban escaleras abajo, sin disimular unos gestos de contrariedad.
Tras retirarse la mujer a su alcoba, Bruno cerró con sigilo la puerta de su aposento y se tumbó en el lecho, aunque, pensando en el extraño encuentro que tuvo lugar en el pasillo y en cuál sería la identidad de aquella extraña joven, no pudo conciliar el sueño.
A la mañana siguiente de aquel fresco domingo de otoño, durante el desayuno en el albergo, Bruno decidió ausentarse de sus dos compañeros de viaje.
—Disculpad, amigos, pero quiero estar un rato solo en los jardines que desde la ventana de mi alcoba he visto que tiene el albergo. Descansaré en un banco y terminaré de leer un libro que me he traído. Nos veremos a la hora de la comida, si os parece bien.
—De acuerdo. Yo daré una vuelta por el pueblo, para recordar los lugares que ya había visitado en otras ocasiones —dijo Mauro.
—Subiré un momento a la habitación y después haré una visita a los prados cercanos al pueblo —dijo el jardinero—. Al llegar ayer, aunque de noche, pude admirar algunas especies interesantes de árboles y plantas de montaña, que ahora, de día, podré ver mejor, y recogeré algunas hojas y frutos. ¡Ah!, y miraré a ver si encuentro la caléndula y la bardana, que recomendó muy especialmente el doctor Pietro Andrea —musitó.
Mauro estaba a punto de salir del albergo, cuando Michelangelo le llamó:
—Ha sucedido algo terrible.
—¿De qué se trata, primo?
—Esta mañana la puerta principal ha aparecido forzada y la cerradura rota. Además, Agenore, el criado que hace la vigilancia nocturna, no está; se han examinado minuciosamente todas las habitaciones del albergo.
—Es posible que se haya puesto enfermo, y esté en casa reposando.
—No, Mauro. Yo personalmente he ido a su casa, y sus padres tampoco saben nada de él. Están muy preocupados porque es el único hijo que tienen, y ya son mayores. Es un joven responsable, no había faltado nunca a su trabajo hasta ahora —comentó Michelangelo con voz rota y sin poder evitar un gran nerviosismo en sus gestos.
—Es preocupante lo que me dices, primo, pero no interesa que cunda el pánico entre las gentes del pueblo, y menos con los huéspedes del albergo —aconsejó Mauro.
—Es cierto. Vamos a tratar de aclarar este asunto lo más rápida y discretamente posible.
Seguidamente, Bruno, ignorante de lo que había sucedido con el criado dentro de la hospedería, y con el libro bajo el brazo, se dirigió a los jardines, que se hallaban en la zona próxima al río. Se sentó en un banco de madera, bajo las ramas de un sauce, y, con el rumor del agua cayendo en una pequeña cascada, se dispuso a alejarse del mundo, ensimismado en la lectura de uno de sus libros favoritos. Se trataba de Conclusiones filosóficas, cabalísticas y teológicas, obra cumbre de Giovanni Pico della Mirandola y un libro prohibido por la Iglesia. En aquel momento, dentro de la mayor abstracción, pasó delante de él Margarethe, que dejó en el aire un suave y fresco aroma a flor de canela. Ella no pudo evitar ver la portada del libro que leía aquel hombre, pero siguió pausadamente hacia el banco siguiente, con otra obra en sus manos. Bruno dejó un momento la lectura, atraído por los efluvios del perfume que flotaba en el ambiente, y, al levantar la cabeza, advirtió la presencia de la joven en el banco contiguo al suyo. Entonces dejó de concentrarse en la lectura, porque en su mente ya había otro interés.
Al rato, tras decidir en un forcejeo interno sobre lo que iba a hacer, y con los nervios de un niño que va al colegio en su primer día de clase, cerró el libro y se dirigió a conversar con la dama…