A la mañana siguiente, repicaban a maitines las campanas de la iglesia de San Martino, cuando Mauro ya aguardaba en el interior de la puerta de entrada al castillo, con el carromato a punto, la llegada de Angiolo y Bruno, para reemprender el viaje.
—¡Buenos días, señores! —saludó el chófer.
—¡Buenos días, Mauro! ¿Todo a punto?
—¡Sí! Y con grandes deseos de seguir el trayecto, y también de volver a veros. Aún nos falta un buen trecho para alcanzar Val Rendena. Por ello era necesario partir bien temprano. Los caballos también tenían ganas de proseguir el recorrido —comentó Mauro.
—¿Habéis cuidado de las palomas? —se interesó Bruno.
—¡Por supuesto, señor! Cada día. No les ha faltado comida ni agua —repuso el chófer amablemente.
—Gracias, Mauro.
Ya dentro del carromato, las gruesas puertas de la fortaleza se abrieron de par en par, cuando se produjo la despedida con Alessandro, que vino a saludarles personalmente. Mauro debía llevar bien cogidas las riendas, porque la pendiente era pronunciada, y las losas del suelo estaban resbaladizas por la lluvia y el barro. Luego volvieron a cruzar la villa de Stenico.
—No dejo de pensar en los horrores que los inquisidores han estado haciendo en las mazmorras de esta fortaleza, y la valentía de nuestro cardenal en desafiar al poderoso y temible Santo Oficio, en la persona de su máximo general, Domenico Caraffa —comentó con pesar Angiolo.
—Yo también tengo grabados en el pensamiento los terribles tormentos que seres humanos han tenido que soportar por la sinrazón del peso de unas leyes dictadas con el respaldo de la Iglesia. He podido comprobar que no existen límites para la maldad humana —dijo con rabia Bruno.
En aquellos instantes, unos soldados del castillo estaban desmontando la pira y el cadalso, donde la Inquisición pretendía reducir a cenizas los cuerpos de Gina y Giovanna. Numerosos aldeanos se habían ofrecido para ayudar en las tareas de retirar aquellos enormes haces de leña. Tuvieron que asomarse a las ventanas del carromato para corresponder a los saludos de la gente. En Stenico, en pocos días, habían vivido unas jornadas que no se les olvidarían jamás.
Mientras tanto, el cardenal era avisado por su ayudante de cámara para levantarse, porque la salida de su eminencia para Trento estaba programada para esa misma mañana. Toda la guarnición de Stenico llenaba el patio de armas del castillo, aguardando la presencia de la máxima autoridad del principado para darle la más calurosa despedida. El cardenal, tras ser ayudado a vestirse y tomarse en sus aposentos un desayuno a base de frutas, miel, pan y mermelada, terminando con una infusión de escaramujo —dieta recomendada por las curanderas—, preguntó a su secretario:
—¿Está todo preparado para la salida?
—Sí, eminencia. Ya han sido cerrados y guardados todos sus equipajes en baúles repujados en cuero y cajas de madera, y en el patio de armas su séquito y guardia personal, con los caballos y el carruaje, aguardan expectantes vuestra presencia para partir hacia Trento.
—Bien. Avisa a Alessandro —imperó Madruzzo.
Minutos después, el cardenal, con paso firme aunque lento, y seguido de su séquito, llegaba al patio de armas, donde le esperaba el señor de Stenico, con su uniforme de gala, y la guardia en estado de revista. Sobre las paredes interiores de aquel patio, y también colgando de las ventanas y balcones, lucía el estandarte del principado de Trento.
—Querido Alessandro, quiero agradecerte tu hospitalidad. Espero que a partir de ahora todos respiren un clima de más tranquilidad en Stenico —repuso el cardenal con una sonrisa.
—Toda la gente de Stenico os estaremos eternamente agradecidos, eminencia. Primero, por vuestra agradable presencia; después, por vuestro acertado criterio, como juez benévolo, a la hora de establecer la inocencia de las dos mujeres, tan queridas por las gentes de nuestros valles, y finalmente por la confianza que me habéis demostrado al consolidar esta ciudadela como la plaza fuerte de nuestro principado —exclamó Alessandro, con el mayor respeto.
Seguidamente su eminencia, con paso firme y pausado, fue ayudado a subir al carruaje, y el séquito montó en sus correspondientes caballos. Tras tomar asiento, el cardenal corrió la cortina para ver el exterior y poder despedirse de aquella multitud. Aprovechó para, con una mirada, pasar revista a todo cuanto observaba a su alrededor, agradeciendo con una leve sonrisa a todas las personas que se agolpaban en las terrazas superiores, balcones, torres y ventanas de la fortaleza. Las banderas del principado, así como la correspondiente a la fortaleza de Stenico, ondeaban al viento y los pañuelos blancos mostraron el afecto de la gente, cuyos gritos de júbilo seguían oyéndose hasta que la comitiva se perdió entre los árboles.
—Haremos noche en Toblino —recordó Madruzzo, dirigiéndose a su ayudante de cámara.
—Pues no deberíamos perder más tiempo —respondió este—. La distancia es larga, como bien sabe su eminencia.
Casi galopando, los carruajes y la comitiva siguieron su marcha, en dirección a levante, por la Giudicarie, la antigua calzada romana que llevaba a Trento desde el lago de Garda. Después de unas horas de viaje, con el beneplácito del cardenal, el destacamento hizo un alto en un bucólico paraje, junto a una fuente, a orillas del río Sarca, dentro ya de las tierras del castillo de Toblino. Madruzzo necesitaba también estirar un poco las piernas, pues llevaba muchas horas sentado; los caballos fueron liberados de sus arneses para descansar, pastar y beber.
Había transcurrido un tiempo prudencial, y la comitiva ya estaba preparada para proseguir el viaje, cuando, súbitamente, una partida de hombres armados los sorprendió. El cardenal fue instado a subir al carruaje, protegido por sus soldados. En un momento, Madruzzo, al comprobar la delicada situación, no dudó en llamar al capitán de su guardia personal.
—Señor, señor, el cardenal quiere que vayáis ante él —exclamó un tanto nervioso el soldado, dirigiéndose al capitán de la guardia.
El capitán estaba organizando con valentía la resistencia ante aquel inesperado ataque, y dejó al frente a un sargento, para acudir a la llamada del cardenal.
—¿Me habéis mandado llamar, eminencia?
—¡Sí!, Tommaso. Ordena al jinete más rápido que tengas que, a toda velocidad, se dirija al castillo de Toblino e informe a su señor, Nicolò Gaudenzio, que hemos sido atacados por unos forajidos. Que este emisario tome el caballo más fresco y que cabalgue con el mayor cuidado y rapidez, para no ser sorprendido, porque de su habilidad veo que van a depender nuestras vidas.
—Descuidad, eminencia, saldrá de inmediato.
Tommaso, obedeciendo las órdenes del cardenal, localizó a Silvio entre el fulgor y el estruendo del combate, y le dio calladamente y con autoridad las instrucciones necesarias para esa delicada misión. Este, que era el jinete más ágil de la guardia de su eminencia, y que además conocía muy bien la zona, partió de inmediato hacia Toblino espoleando a su caballo al tiempo que pasaba inadvertido entre la algarabía del combate, el ruido de sables y una densa humareda provocada por las explosiones de las armas de fuego.
Después de una veloz cabalgada, entre praderas y bosques, tras rebasar una colina, Silvio contempló con alivio la silueta del castillo de Toblino, arropado entre árboles, a orillas del lago. Seguidamente, sin dejar de cabalgar, desplegó al viento la bandera que llevaba enrollada sobre la silla, para mostrar el águila tridentina. Al llegar a la fortaleza, los soldados de la guardia del torreón, al ver el estandarte del principado ondeando, abrieron apresuradamente la pesada puerta y, ya dentro, el emisario urgió ser llevado ante la presencia del señor del castillo, mientras mostraba en sus manos un certificado con el sello del cardenal. Nicolò Gaudenzio, tras ser informado de lo ocurrido por un soldado, llegó al instante al patio de armas.
—¿Qué sucede? —preguntó Nicolò.
—¡Señor! Formo parte de la guardia personal del cardenal, como puede ver en este certificado, y, en viaje desde Stenico a Toblino, hemos sido atacados por unos hombres armados. Mi capitán, por orden de su eminencia, me ha enviado a pediros vuestra ayuda. La situación es angustiosa, y no debemos tardar en partir —exclamó Silvio con voz rota.
—¡Bien! Deja tu caballo en las caballerizas, y que te entreguen otro ágil y descansado. ¡Que ensillen cincuenta jinetes, bien armados, porque partimos ahora mismo! —imperó el señor de Toblino, mirando a su ayudante militar, y dejó a su sobrino Raffaello al mando de la fortaleza.
Mientras tanto, los soldados del cardenal respondían con armas de fuego a los disparos de aquellos asaltantes. Algunos muertos y numerosos heridos se produjeron en ambos bandos. La situación se presentaba preocupante para el grupo del cardenal, porque el factor sorpresa daba ventaja a los atacantes. Tommaso, excelente estratega militar, había organizado muy bien la defensa de aquel enclave, entre vetustos álamos y otros árboles de ribera, con el río como defensa natural y algunos gruesos árboles caídos. Con pistola en mano y armado de espada y maza, evitaba cualquier intento de aproximación hacia el carruaje del cardenal.
Entre el fragor del combate, con lanzas y flechas de ballesta que llovían y competían con el estallido de la pólvora de las armas de fuego, se oyeron las trompetas de los jinetes de Toblino, con Nicolò Gaudenzio al frente, que iba al lado de un caballero —confalón— que enarbolaba la bandera del principado, con el águila como emblema de Trento. Los asaltantes, al ser sorprendidos por la retaguardia, quisieron abandonar el cerco, pero los soldados recién llegados les cerraron el paso, apresándolos. El cardenal, que había sido alcanzado por un disparo en el hombro derecho, se olvidó de la herida y descendió de su carruaje, pletórico de júbilo al ver el desenlace.
—¡Gracias, Nicolò! —le dijo el cardenal al señor de Toblino—. ¡No has podido ser más eficaz en tu intervención!
—Eminencia, he acudido tan pronto como ha llegado vuestro emisario y he sido informado —exclamó el señor de Toblino—. Pero veo que estáis herido.
—Lo mío, de momento, no tiene importancia. Me interesa más el estado de mis hombres y saber quiénes son los responsables de este asalto —exclamó indignado el cardenal.
—Hemos tenido doce muertos y quince heridos, algunos de cierta gravedad, que requieren una atención médica urgente —respondió Tommaso mientras ayudaba a uno de sus hombres a levantarse, ensangrentado, y felicitaba a Silvio por la excelente misión realizada.
—Toblino queda detrás de la última colina que se dibuja en el horizonte, hacia levante. Y en mi castillo, afortunadamente, se encuentra en estos momentos Pietro Andrea Mattioli, médico de prestigio que, además, creo que está trabajando para su eminencia —aconsejó Nicolò, dirigiéndose al cardenal.
—Me parece una excelente idea. Tommaso, ordena abrir doce zanjas para dar cristiana sepultura a los fallecidos, y luego organizad los preparativos para salir de inmediato hacia Toblino —ordenó Madruzzo—. Nicolò, que uno de tus jinetes se adelante al castillo, para informar al médico de la gravedad de la situación. Y traed a los prisioneros ante mi presencia.
Tommaso trajo a los presos ante el cardenal; un total de diez hombres de armas, que ya habían sido desarmados y maniatados a los troncos de los árboles.
—Aquí están, eminencia.
—¡Que se descubran el rostro! —impuso el cardenal.
Una a una fueron quitando las viseras de los cascos de las armaduras de aquellos bandidos. Y de pronto apareció el rostro de Eriprando Madruzzo. Su eminencia no pudo evitar quedar impávido al reconocer a su propio hermano, que era el cabecilla y máximo responsable de aquella fechoría.
—Eriprando, sabía de tu condición de mercenario a sueldo, pero lo que no podía nunca imaginarme era que pudieses llegar a poner en juego mi vida, la de tu propio hermano —exclamó con pesar el cardenal, condenándole con una penetrante y acerada mirada.
Los ojos de Nicolò Gaudenzio, no menos incisivos que los del cardenal, también estaban clavados en el rostro de aquel miserable, pues no daba crédito a lo que estaba contemplando.
Se produjo entonces un silencio absoluto en el ambiente; el ilustre preso apenas se atrevía a elevar la mirada y enfrentarse a su hermano.
—Lamento lo ocurrido, eminencia y querido hermano Cristoforo —dijo Eriprando en susurros—. Solo yo soy el culpable de esta afrenta a tu magna persona. —El cardenal no podía evitar tener una mirada de absoluto asombro y rechazo al mismo tiempo. Y Eriprando prosiguió—: Tus iras no las proyectes sobre mis hombres, solo yo soy el culpable.
—Tus hombres serán llevados a las mazmorras de la torre de Bozzone, en Stenico, donde permanecerán encerrados cinco años. Y tú vendrás conmigo a Trento en calidad de prisionero, porque deberás confesar tu crimen —impuso el cardenal.
Mientras tanto, se habían abierto las zanjas individuales en el suelo y procedieron al entierro de los soldados del cardenal caídos en combate, a los que colocaron una sencilla cruz de madera con el nombre de cada uno grabado, a modo de humilde epitafio. Los fallecidos en el bando atacante, en cambio, fueron arrojados a una fosa común. Los prisioneros, tras ser liberados de las armaduras que portaban y bien maniatados, serían conducidos seguidamente a Stenico dentro de un carro-jaula, entre un escuadrón de jinetes con un sargento al frente. Los heridos, por su parte, también estaban preparados para proseguir el traslado a Toblino. El cardenal, tras despedirse de aquella columna militar, llamó de inmediato a su capitán.
—Tommaso, dile al sargento que después de entregar los presos a Alessandro, en Stenico, no demoren el regreso, pero que pasen por Toblino para seguir juntos el viaje a Trento.
—Así se hará, eminencia.
Unas horas más tarde, toda la comitiva puso rumbo a Toblino, a cuya fortaleza llegaron de noche, iluminados con la luna llena. Pietro Andrea, el médico, ya aguardaba impaciente ante la puerta de entrada del castillo, al frente de un par de ayudantes, que también estaban preparados y vestidos con batas blancas.
—Eminencia, ya he sido informado del terrible percance —manifestó el médico mientras ayudaba al cardenal a descender de su carruaje—. Voy a examinarle la herida.
—Gracias, Pietro Andrea, pero prefiero que antes atiendas a los heridos más graves.
—Ya tengo preparada una sala con camas, jarras de agua caliente y vendas para proceder sin perder tiempo —informó el galeno.
—Bien. Ponme una venda de urgencia para que deje de sangrar la herida, y después, una vez hayas atendido a los heridos, terminarás mi curación. Ahora quiero reunirme con mi hermano a solas en la sala superior —le dijo el cardenal al médico, mientras dirigía su mirada a Tommaso.
El capitán de la guardia personal de su eminencia captó el mensaje y procedió al traslado del ilustre preso al salón, fuertemente escoltado por varios soldados.
El cardenal llegó poco después, tras recibir la primera asistencia por parte del médico. Acto seguido, su eminencia tomó asiento. Eriprando quedó de pie, y fuera, un par de soldados vigilaban la puerta de la sala.
Una vez solos en aquella estancia, el cardenal mostraba una gran inquietud, sin dejar de mirar a su hermano. Eriprando no se atrevía a levantar la cabeza.
—No logro salir de mi asombro —exclamó el cardenal—. Tienes que confesar tu delito, y para quién has trabajado esta vez, que te ha llevado tan lejos.
Eriprando se aproximó al cardenal, para besarle la mano. Este, mirándole fijamente y con rostro consternado, rehusó el saludo.
—Querido hermano, he de confesarte que he sido víctima de mi ambición, la avaricia me ha cegado y empujado a cometer este terrible atentado a su magnífica persona —susurró apesadumbrado el preso, con voz que apenas salía de su boca.
—¿Qué quieres decir? —preguntó del todo extrañado el cardenal.
—Eminencia, fui obligado a secundar un complot contra tu persona. —El cardenal no podía entender aquel comportamiento de su hermano. Eriprando prosiguió—: El dux de Venecia está detrás de todo ello, pero solo yo soy el culpable.
—¿El dux de la Serenísima Venecia? —objetó Cristoforo, sorprendido.
—Sí, me obligaron a atentar contra tu persona, para derribar el poder que ostentas en el principado, y luego poner cerco a la ciudad de Trento, con un ataque sorpresa. Y si no lo hacía, amenazaron con matar a mi familia.
Un atormentado vacío reinó en aquella estancia, mientras el cardenal tragaba saliva y su hermano llevaba rato con la mirada perdida hacia el suelo. Entonces Cristoforo preguntó:
—¿Y del capitán Marco Massarelli, también estás tú detrás de ese vil asesinato?
—Tuve que hacerlo, hermano —dio Eriprando entre dientes tras alzar la cabeza de un golpe—, para convencerles de que respaldaba ese levantamiento contra vos.
Luego, el cardenal se echó las manos al bolsillo de su chaleco y extrajo el papel que el sargento de la guardia del palacio encontró entre las ropas del emisario que llevó la caja con la cabeza de Massarelli. Tras desplegarlo, lo expuso dando un fuerte golpe con la palma de la mano sobre la mesa.
—¿También tú estás detrás de este escrito? —preguntó el cardenal.
—Sí, hermano, igualmente me obligaron a que el emisario lo llevase oculto.
—¡No entiendo nada! —exclamó con rabia Cristoforo.
—Caro fratello, probablemente para confundiros, y para que llegaseis a pensar que todo era fruto de una trama de los sectores más bajos de la sociedad, en petición de mejoras y rebajas de los impuestos.
El cardenal miró entonces horrorizado a aquel asesino, que era su propio hermano, a quien su ambición le había llevado a participar en actos tan despiadados y ruines, incluso atentar contra su propia vida. Lo miró con desprecio.
—Y tú recibirías algún beneficio a cambio, supongo… —Las pupilas del cardenal se clavaron en la cara de Eriprando.
—Me han prometido la fortaleza de Castel Romano, en Pieve di Bono —dijo entre dientes el mercenario, sin atreverse a levantar la mirada del suelo.
Después de reflexionar un largo rato, el cardenal concretó:
—Bien. Vamos a proceder como si tu maléfica acción hubiera alcanzando el éxito, y yo hubiera fallecido. Mandaremos un emisario de confianza a Venecia para que, con un documento firmado por ti, le anuncie al dux que la misión ha sido todo un éxito, y la ciudad de Trento es vulnerable y puede ser atacada en cualquier momento. Después, tú, por tu ingratitud y deslealtad, serás encerrado en el castillo de Pèrgine, en Valsugana, hasta el final de tus días. Y no te preocupes por tu familia, que también son mi cuñada y sobrinos, a los cuales atenderé para que no les falte de nada. Pero, como comprenderás, he de dar ejemplo.
El rostro de Eriprando no podía disimular su pena y sentimiento de culpabilidad; después de suplicarle mil veces perdón a su hermano, fue conducido a la prisión del castillo, situada en los sótanos del torreón, donde, tras desnudarlo de cintura para arriba, recibió un mendrugo de pan y una jarra de agua.
El cardenal descendió después al salón principal de Toblino. Allí Pietro Andrea seguía entregado en la dura tarea de atender a los heridos, mientras numerosos servidores traían barreños de agua caliente con ramas de tomillo y romero que sirvieron tanto para desinfectar las heridas como para ambientar la sala, pues los olores eran penetrantes; otros portaban sábanas y paños de algodón.
—Eminencia, estoy atendiendo al último de los enfermos graves. Afortunadamente, no habrá que amputarle la pierna. Por suerte, podemos estar contentos, pues no se ha producido ninguna baja entre los heridos. Después debería curar bien su herida, que veo que sigue sangrando —manifestó el médico, mirando con el máximo respeto al cardenal.
—Bien, después cenaremos algo, antes de que el sueño nos venza, pues todos estamos cansados. Aseguraos de que no quede nadie sin comer. La jornada de hoy ha sido muy dura, y todos estarán hambrientos —dijo el cardenal, mirando al médico; y a los soldados de la guardia les imperó—: ¡Que se presenten ante mí Nicolò y Tommaso!
—Enseguida, eminencia.
El señor de Toblino y el capitán de la guardia personal del cardenal se presentaron pocos instantes después en la sala que había elegido Madruzzo. Ambos llegaron juntos a la estancia. Ya en ella, sentados ante una mesa y frente al fuego de una chimenea, con el chisporroteo de las llamas como rumor de fondo, los tres entablaron conversación.
—Señores, hay una cuestión de Estado que he de comunicaros, que reviste suma urgencia —expresó con gravedad Madruzzo—. Es preciso enviar un emisario al rey de España, Felipe II, a través del ducado de Milán, para informarle de que el principado de Trento y mi persona corremos un grave peligro.
—¿Qué queréis decir, eminencia? —coincidieron en responder ambos, mirándose bastante sobresaltados y con la mayor preocupación.
—Mi hermano ha obrado impulsado por su ambición, pero por imperativos del dux de Venecia, para asesinarme y conquistar Trento, capital del principado —añadió el cardenal. Los rostros de Nicolò y Tommaso quedaron impávidos. Cristoforo prosiguió—: Sin embargo, tengo una estrategia: haremos como si el ataque a mi persona y séquito hubiesen triunfado. Y un emisario de confianza entregará personalmente al dux de la Serenísima la noticia del éxito alcanzado por Eriprando a través de un documento escrito por su puño y letra y firmado por él, acompañado con uno de mis anillos, como prueba de mi fallecimiento.
—Pero, eminencia, si se anuncia oficialmente el fallecimiento de vuestra persona, ¿no deberían celebrarse unas exequias fastuosas con la exposición pública del fallecido y la presencia de la nobleza durante tres jornadas de duelo? —preguntó Tommaso.
—¡Sí, estás en lo cierto! Pero mi fallecimiento solo será difundido a través de este comunicado que se llevará a Venecia. Para el pueblo de nuestro principado yo estoy ausente, en viaje de Estado. Luego, haremos saber que fue un intento fallido, y que sobreviví al ataque. Lo que no quiero es que jamás se sepa que este atentado ha sido perpetrado por mi propio hermano, y me obliga la lealtad de sangre. —Después de un silencio en la sala, que se cortaba en el ambiente, su eminencia prosiguió—: Pero antes de que llegue la noticia a la Serenísima llevaremos el comunicado de la gravedad que estamos viviendo en estos momentos en el principado al monarca Felipe II, a través de la ciudad de Milán, para que los tercios españoles destacados en la capital lombarda lleguen a la mayor rapidez a Trento, y sorprendan por la retaguardia a los soldados de Venecia.
—¡Me parece una excelente estrategia, eminencia! —exclamó Nicolò.
—¿Y dónde se produciría la batalla? —preguntó Tommaso.
—No quiero poner en peligro la capital del principado. Es preciso actuar con rapidez y astucia. Lo primero es llevar confidencialmente el informe a los Visconti, duques de Milán. Y días después, tras el regreso del emisario, enviaremos el comunicado al dux. Por ello, no es aconsejable que partamos ahora hacia Trento. Debemos esperar y mantener absoluta calma y discreción. Durante un tiempo, nadie, a excepción de vosotros y de mi séquito, debe saber de mí. Este lugar, Toblino, me parece muy adecuado como refugio ante los acontecimientos que nos aguardan —argumentó el cardenal.
—Dispondré una alcoba más cómoda y segura para su eminencia durante el tiempo que permanezcáis en esta fortaleza —expresó Nicolò.