—Su eminencia, ¿cómo se encuentra el Santo Padre? —preguntó Angiolo.
—¡Ah! querido Angiolo —respondió al momento el cardenal, que no esperaba esa pregunta—, Su Santidad Pío IV, Giovannangelo de’Medici, ha sabido evitar caer en los graves errores de su antecesor. A este Santo Padre le debemos el haber mantenido la Reforma, según el espíritu del concilio, y la del colegio de cardenales y el cónclave. Otro acierto de Su Santidad fue imponer a los obispos la obligación de residir en sus diócesis, para contribuir decisivamente a que volvieran a tomar sus responsabilidades pastorales y, al mismo tiempo, mantener ese necesario vínculo fraternal con sus feligresías. —El cardenal, tras una pausa, y siguiendo sorbo a sorbo la ingesta de la infusión, prosiguió—: Gracias a la reforma tridentina pudo evitarse un peligroso complot que amenazaba la vida del mismo pontífice; la causa, probablemente, las graves deficiencias en la administración de los Estados de la Iglesia, así como el peso de los impuestos, tema del que Su Santidad no tiene la más mínima intención de dialogar. —Tras un nuevo descanso, el cardenal añadió—: He de reconocer que, aunque el Concilio de Trento no logró la unidad anhelada por toda la familia cristiana, sí consiguió que los Padres conciliares diesen a la fe católica una formulación más precisa de lo que publicó Su Santidad hace un año, cuyo resumen quedó reflejado en la Profesión de fe tridentina, por la cual, y en lo sucesivo, todos los sacerdotes y obispos tendrían que adherirse a ella imperativamente. El pontífice Pío IV, el 26 de enero de 1564 confirmó sus actas, en la bula Benedictus Deo, dos meses después de la clausura del concilio. Los decretos del mismo se aplicaron como leyes de Estado.
—Vemos que el concilio celebrado en la ciudad de Trento ha significado un paso importante para el desarrollo y reconocimiento del catolicismo —advirtió Bruno.
—Sí, en efecto. Pero aún hay mucho que hacer. En este viaje a la capital lombarda he podido constatar que el ducado de Milán goza de buena salud, gracias a la potestad del monarca español Felipe II, lo que supone toda una garantía para nuestro principado tridentino ante las constantes amenazas del Tirol, por el norte, y del dux de Venecia, por el sureste. También he podido ver los últimos preparativos de una importante vía de comunicación que se bautizará «El Camino Español», por la cual, desde el puerto de Barcelona, los tercios españoles llegarán a los Países Bajos, con la ciudad de Milán como plataforma, y por los Alpes y Alemania, evitando Francia. —El cardenal respiró profundamente y tomó otro sorbo de la infusión, antes de proseguir—: Yo ya me siento cansado; por ello, mi deseo es dejar a mi sobrino Ludovino Madruzzo, que ya ha sido nombrado cardenal, la responsabilidad del principado. Después me trasladaré a Roma, porque considero que, desde la Ciudad Eterna, puedo ayudar más a nuestra Iglesia y a la fe católica y, por qué no, también a Trento y a nuestro querido principado.
Aquel último argumento no les gustó ni a Bruno ni a Angiolo, dada la estrecha amistad que ambos tenían con el cardenal. Su rechazo se mostró claramente en sus rostros y Madruzzo lo captó de inmediato.
—Nuestro deseo es que ese traslado a Roma lo hagáis lo más tarde posible —dijo Bruno después—. Con su eminencia, Trento está viviendo su «Edad de Oro». Por lo tanto, no es preciso decir que vuestra presencia en el principado es de suma importancia.
Luego, con una sonrisa en los labios, el cardenal agradeció aquellas palabras que acababa de oír.
—Quiero hablar contigo a solas, Bruno —dijo el cardenal fijándose en Bruno.
—Como deseéis, eminencia.
Angiolo se despidió del cardenal, besando su mano, y abandonó la estancia sin darle la espalda, al tiempo que le deseaba un feliz viaje a la ciudad de Trento.
En aquellos momentos, el metálico sonido de las herraduras de unos caballos y las pesadas ruedas de carros que acababan de cruzar la puerta de entrada de la ciudadela animaron a los allí presentes a asomarse a las ventanas.
—¡Son los inquisidores, que abandonan Stenico! —comentó con júbilo Bruno.
Parecía que el momento requería una sonrisa de complicidad…
—Toma asiento, Bruno —ofreció el cardenal amablemente.
—Gracias, eminencia.
—Ahora que nos hemos quedado solos, y antes de separar nuestros caminos, quisiera que me informaras de todo lo que has observado desde que saliste de Trento.
—Realmente poco puedo contaros, eminencia. Pero hay algo que me dice que estaría bien vigilar a vuestro hermano Eriprando. Se ha convertido en un personaje odiado por el pueblo, lo temen y sus actividades no parecen ser muy honestas ni limpias.
—Yo tampoco veo bien las actividades de Eriprando. Siempre tan misterioso, tan huidizo, tan rebelde incluso a nuestros padres… Ya me habían informado de que era un mercenario. No dudes que lo tendré más vigilado. Muchas gracias por tus comentarios, Bruno.
—Por otro lado, está el asunto de la Inquisición, cuyo estamento también se ha convertido en una verdadera pesadilla para la gente honrada y devota de la Iglesia —añadió Bruno.
—En eso estoy enteramente de acuerdo contigo. Y, como hemos tenido oportunidad de comprobar aquí en Stenico, esos esbirros ataviados de negro absoluto como aves de rapiña han desafiado hasta mi autoridad. Pero les hemos ganado. Aunque por esta vez… —musitó el cardenal calladamente.
—Sí, y con la mayor firmeza y sabiduría por parte de su eminencia —repuso Bruno.
—Grandes cambios se están experimentando en nuestro tiempo, querido Bruno, y espero que sea para el bien de todos. Nuestra Iglesia está siendo atacada desde todos los frentes, y parece que en la Ciudad Eterna no terminan de comprenderlo. España no podrá estar siempre amparándonos; el monarca Felipe tiene otras muchas obligaciones y compromisos.
El rostro del cardenal evidenció un semblante de preocupación. Y Bruno aprovechó para decir:
—Eminencia, tengo también otras informaciones, que considero del mayor interés. Fue en Toblino donde, su señor, Nicolò Gaudenzio, nos dijo que se había enterado de lo que estaba sucediendo en Venecia, donde el dux Priuli está sometiendo a los más terribles castigos a todo aquel que desobedezca sus órdenes. Incluso a miembros de la Compañía de Jesús los ha encarcelado en las terribles mazmorras de los Plomos, donde los ha sometido a los más terribles castigos…
—Sí, querido Bruno. Ya sabía de todo ello. Soy consciente de que en la Serenísima se están imponiendo costumbres inquisitoriales, y, por la proximidad con nuestro principado, mucho nos está afectando. Incluso algunos grupos de personas han pedido asilo en varias poblaciones tridentinas, huyendo de ese asfixiante régimen que se vive en Venecia, donde solo tienen cabida las grandes familias, que han hecho fortuna primero con el comercio del azafrán y, en estos momentos, con la compra de bulbos de tulipán —argumentó Madruzzo.
—¿Tulipán? —se extrañó Bruno.
—Sí. Es una planta de origen otomano cuyo cultivo se está poniendo de moda en gran parte de Europa. Incluso en Flandes se ha creado un comercio con sus bulbos que atrae a compradores de muy alta condición social, interesados por la belleza de una flor de pétalos aterciopelados y de muy variados colores. Y para conseguir los mejores bulbos no han dudado en crear una trata de esclavos.
—También ha llegado a mis oídos que los ejércitos turcos del sultán Solimán II no cesan de atacar los territorios orientales de Europa por mar y por tierra —añadió Bruno.
—Sí, y ya han llegado en una ocasión hasta las puertas de Viena, y tememos que volverán a asediarla. Son muchas, como puedes ver, las amenazas que nos acechan y afectan a nuestro principado tridentino. Pero no sé todavía quién o quiénes han sido los autores de la atrocidad del asesinato del capitán Marco Massarelli… —dijo apesadumbrado el cardenal.
—Pero algo me dice que el autor de este vil asesinato está más cerca de lo que nos podemos imaginar —susurró Bruno.
—Es muy posible, querido amigo, por ello debemos permanecer muy atentos. Mañana regreso con mi séquito a Trento, y estaré esperando cualquier información tuya. Y en la capital, pues, nos encontraremos cuando regreséis del viaje por Val Rendena. Espero que este brebaje no tarde en dar los esperados resultados —comentó Madruzzo, mientras agotaba la infusión.
—Muchas gracias. También deseo a su eminencia un feliz viaje a Trento.
—En la zona a donde vais, al noroeste del principado, en la frontera con el Tirol, recordad que está de responsable militar Domenico Tonelli, el hijo mayor de Angiolo, a quien ya le he nombrado capitán. Dale saludos míos.
—Se los daré, eminencia. También se pondrá muy contento Angiolo cuando le comunique lo del ascenso de su hijo.
—Bien. Yo ahora he de despachar algunos asuntos de estado y reunirme con varios miembros de mi séquito, y también con Alessandro, antes de acostarme.
Seguidamente, Bruno besó la mano del cardenal, despidiéndose amablemente de él. Este le dio su bendición.