XV. El Círculo Mágico

La iglesia de San Martino, acurrucada en el extremo de levante del interior de la ciudadela de Stenico, mantenía su estilo románico rural; las campanas ya habían iniciado un frenético repique a maitines, cuando numerosos soldados se disponían a flanquear el acceso que conducía a la zona más antigua de aquel poderoso baluarte, en cuyo interior, entre viejos muros de mampostería del siglo X, se encontraba una pila bautismal que fue utilizada por los primitivos cristianos. En aquel baptisterio, de forma trilobulada, se procedería a la primera de las pruebas que, por deseo del cardenal, debían llevarse a cabo con las mujeres encarceladas. Las piezas de cerámica vidriada, de color blanco, de aquella antigua pila bautismal, habían vuelto a relucir, y su interior había sido rellenado de agua de un manantial próximo a la torre de mediodía, tras su calentamiento en las calderas de cobre de las cocinas del castillo y su posterior bendición. Era una mañana muy fría, y el viento soplaba con fuerza.

Entre la multitud que ya se estaba acumulando, a decir verdad pocas personas conocían lo que, en breves momentos, iba a suceder en aquel lugar. Solamente, por orden del cardenal, una representación de las familias más nobles de la villa de Stenico, y una parte de los jornales, campesinos, ganaderos y leñadores también estarían allí presentes, para que siguiesen con sus propios ojos el desarrollo de las pruebas.

El cardenal fue el último en llegar. Su asiento se encontraba en el estrado más elevado, desde el cual se podía dominar todo el escenario, improvisado la noche anterior. A pocos metros se sentaba Domenico Caraffa, cuya silla, exenta de palio, se hallaba a un nivel inmediatamente inferior, en torno al cual estaban algunos de sus ayudantes y exploratores del Santo Oficio, igualmente vestidos de negro. El general de la Inquisición, flanqueado por dos de sus acólitos, se distinguía de los demás por su insolente arrogancia y el enorme crucifijo que exhibía, colgado del pecho con un cordón brillante de color verde.

Instantes después aparecieron las mujeres, maniatadas y conducidas por unos soldados. Tras liberarlas de los grilletes y las cadenas que aseguraban las muñecas y tobillos, Gina y Giovanna reflejaban en sus rostros las crueles sesiones de latigazos y demás torturas recibidas en sus frágiles cuerpos. Los ojos de aquellas desdichadas, hinchados por las muchas lágrimas que habían derramado, apenas se atrevían a mostrarse, por las largas horas de cautiverio que tuvieron que soportar en la más absoluta oscuridad y el miedo a una situación del todo inesperada. El párroco de la iglesia de San Martino, una vez recibió la autorización gestual por parte del cardenal, rompió aquel silencio sepulcral.

Los ojos de todos los allí presentes estaban del todo expectantes cuando, después de dirigirse con firmeza a los aturdidos rostros de aquellas desdichadas, la grave y segura voz del párroco retumbó en aquel frío ambiente de Stenico.

—Gina y Giovanna, ¿habéis adorado alguna vez a Satanás?

—¡No!, padre —exclamaron al unísono, con voz firme, pero rota, ambas mujeres.

—¿Habéis participado en algún aquelarre? —volvió a preguntar el párroco.

—En ningún momento, padre.

—¿Tampoco os consideráis brujas?

—¡No!, padre. Nosotras hacemos uso de la ciencia y los beneficios de la naturaleza para aplicarlos en todo momento en el bien de las personas, sin mirar su condición social.

—Entonces, en calidad de catecúmenas, vamos a proceder al sacramento del bautismo —repuso el sacerdote de la iglesia de aquella fortaleza.

Un frío silencio se apoderó de aquel lugar. Ante el asombro de todos los allí presentes, las mujeres fueron conducidas hasta el borde de la alberca trilobulada para ser sometidas a unos exorcismos, a fin de que las almas de Gina y Giovanna quedasen totalmente liberadas de los malos espíritus y de cualquier influencia diabólica que pudiese haber. Acto seguido, con el rostro vuelto hacia Oriente, el párroco les enseñó unas oraciones que las mujeres debieron de repetir en voz alta, con lo cual sentenciaban de por vida su rechazo a las tentaciones de Satanás. Luego, ambas ya pudieron girar sus rostros hacia Occidente, mientras hacían una profesión de juramento de fe.

Las personas allí congregadas no salían de su asombro, expectantes ante lo que estaba ocurriendo en el interior del enclave más antiguo de la fortaleza; el vaho de las respiraciones confirmaba el gélido clima de aquella mañana de otoño que, desde las almenas superiores, podía cortarse con una navaja. El cardenal seguía manteniendo una gran serenidad de espíritu, mientras que, a corta distancia, en el rostro de Caraffa se dibujaba una rabia contenida. Seguidamente, el párroco continuó.

—Tras cumplir todos estos requisitos, vais a ser ungidas con óleo sagrado, y después seréis sumergidas, por tres veces, en las purificadoras aguas de este baptisterio, descendiendo por los escalones del lado de levante, mientras invocáis los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Al finalizar toda la ceremonia, el sacerdote alzó su rosto hacia el estrado superior y, con el mayor respeto, dirigiéndose a Cristoforo Madruzzo, máxima autoridad, expresó con pleno convencimiento:

—Su eminencia, estas mujeres ya forman parte de la familia cristiana, como hijas de Cristo, nuestro Señor, tras haber superado la prueba, desde su condición de catecúmenas. Por lo tanto, considero que si había algún resquicio en sus almas relacionado con el Mal, este ha desaparecido en nombre de Dios.

Se produjo entonces un silencio que permitía oír los latidos de los corazones de todas las personas allí presentes.

—¡Bien!, pero quiero asegurarme, por ello vamos a proceder a la siguiente y última prueba, que es el Círculo Mágico —impuso el cardenal.

—De acuerdo, eminencia.

Todo el público asistente a aquella ceremonia mantenía la más absoluta seriedad y respeto, con la mayor extrañeza ante las palabras que acababa de pronunciar el cardenal; incluso los pájaros, acurrucados en las ramas de los árboles, parecía que se habían puesto de acuerdo para seguir en silencio aquella extraña ceremonia, que ahondaba sus raíces en el cristianismo primitivo. Seguidamente, el párroco guio a las mujeres al interior de una zona próxima al baptisterio, en el centro de cuyo desgastado embaldosado había grabada un extraña figura circular. Bruno, al contemplar aquel curioso pavimento, se dirigió calladamente a su amigo, para explicarle la naturaleza de aquel espacio sagrado:

—Se trata de un círculo formado por doce dovelas de mármol blanco, soldadas y separadas entre sí con sellos de plomo, en representación de las constelaciones. Entre ellas hay otras doce dovelas rojas, hechas con piedras procedentes de las canteras de Calavino, para distinguir los cromatismos. Este es un lugar sagrado muy especial y me han dicho que existen muy pocos. Se sabe que hay otro igual en España, concretamente en el atrio de la iglesia de Santa María, en Arcos de la Frontera, como pude aprender en los libros de arte cuando estudié en la Universidad de Bolonia.

—Amigo, no había visto nada igual antes. Me parece un lugar sobrecogedor —exclamó entre dientes Angiolo.

Momentos después, el sacerdote se situó de pie y descalzo en el centro del Círculo, sobre un triángulo equilátero, e inició la ceremonia de exhortizamiento a las mujeres.

—Voy a proceder a administraros, como neófitas, de nuevo el sacramento de la fe cristiana. Para ello, con los pies desnudos, debéis dar nueve vueltas en círculo, de derecha a izquierda, a través de las dovelas blancas y rojas del Círculo Mágico, mientras rezáis el Padrenuestro —manifestó en voz segura y dominante el párroco.

—¿Qué representa la figura central? —preguntó tímidamente Angiolo, susurrándole al oído a Bruno.

—El triángulo equilátero es la representación del Dios Padre, que todo lo ve y rige desde el firmamento. Este es un lugar sagrado de mucha energía —argumentó sin dudarlo.

Las mujeres siguieron todas las indicaciones que iba estableciendo fray Luca, y luego este, volviendo su rostro hacia el cardenal, exclamó:

—Su eminencia, estas mujeres han dejado de ser neófitas, porque han recibido el bautismo de la fe en Cristo dentro del Círculo Mágico. Por lo tanto, considero que en ellas no existe la más mínima duda de su inocencia.

—Pues que sean liberadas —ordenó con voz firme Madruzzo, al tiempo que dirigía una fría mirada al rostro de Caraffa.

Fue entonces cuando todos los allí presentes mostraron inmensa felicidad, con un griterío ensordecedor, que retumbó en los más apartados rincones de la fortaleza, pronunciando y alabando a Dios y el nombre de su eminencia. Mientras tanto, el inquisidor, rodeado por su séquito, descendió con rabia e ira perceptibles hasta la plataforma inferior, empujando a todos los que se encontraban a su paso y maldiciendo entre dientes.

Gina y Giovanna, tan pronto como oyeron la orden pronunciada por el cardenal, que confirmaba la libertad de ambas, con los ojos llenos de lágrimas elevaron sus miradas a la parte superior del estrado, donde aún permanecía su eminencia, para, con una dulce mirada, transmitirle su agradecimiento más profundo. Después, con gran esfuerzo, dado el gentío que allí había, se aproximaron a Bruno y Angiolo, para abrazarles.

—Señores, os quedamos muy agradecidas por todo cuanto habéis hecho en nuestro favor. Vemos que sois personas de palabra. Os estaremos eternamente agradecidas.

—Cuanto hemos hecho, señoras, ha sido de todo corazón. Pero quisiera manifestaros algo —repuso Angiolo.

—¡Hablad, señor! —exclamó Gina, mientras Giovanna no podía evitar la mayor extrañeza.

—Su eminencia está padeciendo una terrible enfermedad, la cual le está atormentando —explicó Angiolo, quien seguía saludando cortésmente a las felices mujeres.

—Decidle, señor, al cardenal, que podemos vernos con él en el lugar donde considere y en el momento que más le convenga —respondió Giovanna.

—Gracias, hablaremos con su eminencia. Aguardad aquí unos instantes —aconsejó Bruno.

Seguidamente, ambos se dirigieron a la plataforma más inferior del estrado, donde se encontraba Madruzzo dialogando con su ayudante de cámara y otros miembros de su séquito, y, tras pedirle autorización, y besar su mano, expusieron:

—Su eminencia, Gina y Giovanna esperan vuestra decisión para encontrarse con vos, en el lugar y momento que consideréis más adecuado.

—¡Bien! Será después de la comida, en la sala del Consejo. Decidle a Alessandro que se presente ante mí.

El señor del castillo, unos instantes después, se hallaba frente al cardenal.

—¿Me habéis mandado llamar, eminencia?

—¡Sí! Necesito que esté debidamente preparada la sala del Consejo. Después de la comida tendré allí una audiencia. Y manda a unos hombres a la plaza del pueblo para que desmonten de inmediato el patíbulo y la pira que los inquisidores habían levantado. Espero que estos cuervos abandonen pronto Stenico.

—Se hará todo con la mayor urgencia, eminencia. Por cierto, Domenico y toda su cohorte ya están ensillando sus caballos y cargando los carros, señal de que no tardarán en marcharse —confirmó Alessandro, con una sonrisa irónica.

Poco a poco, los asistentes a las ceremonias fueron abandonando el sector más antiguo de la fortaleza, donde el castillo de Stenico había surgido sobre los cimientos de un castro celta y luego convertido en basílica paleocristiana. Los rayos del sol alegraban con su luz aquella mañana otoñal, donde había triunfado el deseo de la mayoría de las personas de bien. Gina y Giovanna, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad, se abrazaron en medio de un inmenso júbilo. Mientras contemplaban el baptisterio y el Círculo Mágico, se despidieron de cuantos habían acudido de la población y resto del territorio de Stenico, aguardando el momento del encuentro con el cardenal, muy lejos ya del infierno que habían padecido en las entrañas de la siniestra torre.

En medio de aquellos incesantes aplausos y el clamoreo de los allí asistentes, Gina y Giovanna no perdieron ocasión de reunirse con sus familiares y allegados, fundiéndose en fuertes abrazos. Sin embargo, los rostros de ambas, y también sus afligidos cuerpos, no podían ocultar las huellas del sufrimiento.

Llegado el momento, Angiolo y Bruno fueron al encuentro de Gina y Giovanna, para conducirlas a la sala del Consejo. El cardenal llegó pocos instantes después.

—Su eminencia, os presento a Gina y a Giovanna —exclamó Bruno. Angiolo y yo ya nos marchamos.

—¡No! Deseo que permanezcáis aquí, porque ha sido por vosotros, realmente, que estas mujeres hayan sido liberadas y establecida para la Iglesia su condición de «Bien» —manifestó el cardenal, mientras su mano derecha era besada con el mayor respeto y aprecio por las dos mujeres.

—Decidnos, su eminencia, ¿qué mal os aflige? —preguntó Gina, mirando con dulzura al cardenal.

—Padezco desde hace unos años de gota, enfermedad que me está destrozando y, como podéis ver, me impide hasta andar con normalidad —exclamó con pesar el cardenal.

Gina y Giovanna, nada más oír aquellas palabras, se miraron al instante; en sus rostros se reflejó un profundo alivio.

—Pensábamos, su eminencia, que se trataba de algo más difícil de resolver. Hemos descubierto para esta enfermedad unos remedios que son del todo infalibles y fáciles de conseguir.

—Pues decidme cuáles son esas pócimas, para que me sean aplicadas a la mayor brevedad posible.

—Su eminencia, el mejor lugar para llevar a cabo la preparación de este bebedizo es nuestra cabaña del interior del bosque, pero los esbirros del Santo Oficio, cuando nos apresaron, quemaron el caldero y demás frascos y sacas de plantas silvestres —expuso con cierta tristeza Gina—. De todas formas intentaremos hacerlo aquí, en esta sala, aunque no es el lugar más adecuado. Necesitamos plantas de escaramujo, también conocida como rosa silvestre, cortezas de abedul y ortigas, agua y un caldero de cobre para hacer el preparado.

—Angiolo, como jardinero de mis palacios de Trento quiero que te ocupes personalmente de todas estas plantas. Y tú, Bruno, pide en la cocina ese recipiente, y trae también un cucharón de madera —manifestó el cardenal.

—Esta es buena época para localizar las plantas necesarias, eminencia. Procuraré conseguirlas lo más pronto posible —dijo Angiolo.

—Si no encontráis escaramujo, también podemos hacerlo con hojas de fresno —aconsejó Gina.

Bruno también salió de inmediato de la estancia; el cardenal permaneció en animada conversación con las dos mujeres. Después el cardenal ordenó a sus sirvientes que le trajesen una bandeja de castañas, nueces y otros frutos, que ofreció amablemente a las curanderas para degustar.

Bruno regresó al poco tiempo al salón del Consejo. Unos mozos de cocina le ayudaban a llevar el caldero de cobre que le habían facilitado, y también un cucharón grande. Angiolo llegó poco después con las diferentes plantas que las mujeres habían solicitado, guardadas en una saca de tela.

—He podido recoger también hojas de fresno —musitó Angiolo.

—También se añadirán al caldero. El brebaje tendrá más virtudes curativas —comentó de inmediato Giovanna.

—¡Bien! Ya tenemos lo necesario. El fuego de esta alta chimenea será adecuado para la cocción. Pero les ruego que nos dejen solas, porque nuestras fórmulas y el proceso de realización deben mantenerse en secreto —solicitó Gina, dirigiendo su mirada al rostro de su eminencia.

—No hay problema, abandonaremos de inmediato la estancia. Estaremos en la sala anexa, y avisadnos cuando esté hecho el preparado —dijo el cardenal.

En breves instantes las mujeres quedaron solas y no tardaron en llevar a cabo su labor. Giovanna se puso a seleccionar los mejores tallos de las plantas, tras sacarlas del interior de la saca. El caldero fue colocado seguidamente en la chimenea, sobre unos trébedes de hierro y, a medida que, lentamente, se desarrollaba la cocción, las manos de Gina iban removiendo el contenido con el cucharón de madera.

—No hay que tener prisa —aconsejó Giovanna—. El preparado se está haciendo a fuego suave, para que hierva lentamente. Luego será preciso dejar enfriar un poco, antes de tomar.

Un tiempo después, las mujeres consideraron que el preparado estaba en su punto adecuado, y avisaron a un sirviente para que comunicara al cardenal y acompañantes que podían entrar.

—Eminencia, ya puede tomarse una taza. Y recordad que es importante que beba mucha agua, y, sobre todo, evitar el consumo de marisco. Además, estaría bien que, ya en su residencia de Trento, le preparasen un jarabe elaborado a base de hojas de arce, que ayuda a la eliminación de líquidos, tomado a modo de dietas purgas, durante nueve días.

—Lo tendré en cuenta —exclamó el cardenal, mientras se llevaba la taza con la infusión a la boca.

Seguidamente, las mujeres se despidieron del cardenal, besándole su mano, al tiempo que no cesaban de agradecerle cuanto había hecho por ellas; después saludaron con amabilidad y afecto a Angiolo y Bruno y se retiraron cortésmente de la estancia.