El cardenal había ordenado a su ayudante de cámara que avisara al señor del castillo. Este no tardó en presentarse en la estancia.
—¿Me habéis mandado llamar, eminencia? —preguntó el castellano, con la mayor amabilidad y respeto.
—¡Sí! Alessandro, quiero que me conciertes un encuentro con el general del Santo Oficio antes de la comida. Entrégale esta carta. El lugar será el salón de los Medallones, y procura que esa estancia esté disponible lo más pronto posible. Se trata de una reunión de suma importancia, y debemos estar a solas.
—Como desee, se eminencia, así se hará. Domenico Caraffa, el general del Santo Oficio, se encuentra alojado en la alcoba de la Chimenea Negra —respondió el señor del castillo, al tiempo que inclinaba su cabeza y besaba la mano del cardenal, retirándose a la puerta sin darle la espalda en ningún momento.
Pasado un tiempo prudente, provocado por Madruzzo, el cardenal se dirigió a la sala de los Medallones; tras abrirle la puerta, su séquito, por deseo del cardenal, se quedó fuera. En el interior de aquel suntuoso salón, ya aguardaba Caraffa en solitario desde hacía un buen rato; este no podía disimular una notable irritación por la espera. El general del Santo Oficio recorría nerviosamente, de un extremo a otro, todo lo largo de aquel salón, pisando con rabia las elegantes alfombras que cubrían el pavimento; su gruesa barriga se balanceaba por encima del cinturón de piel que ceñía la cintura, y sus rojizos pómulos parecían arder de coraje, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. No cabía la menor duda que se hallaba fuera de sí.
El encuentro entre ambos no pudo ser más frío y distante. Y el cardenal, que advirtió la tensa situación, optó por extender su mano, para que Domenico la besara, lo cual crispó más los nervios del inquisidor. Si Caraffa era miembro de la curia romana, general del Santo Oficio en viaje de inspección por los territorios y estados de la Italia alpina, Cristoforo Madruzzo, además de cardenal, ostentaba la máxima autoridad de la provincia como obispo-príncipe de Trento y Brixen.
Madruzzo lucía sus ropas más elegantes: un holgado traje cardenalicio, de color púrpura, con estola y capelo a juego, que le cubría todo el cuerpo; en el pecho, protegiendo un delicado crucifijo de oro, un chaleco de suave piel de armiño; y en los pies, unas cómodas zapatillas de lana bordada, para protegerle del frío. Las manos, pequeñas y rechonchas, estaban abrigadas con guantes blancos de seda, cuya blancura realzaba todavía más con la transparencia de unos anillos de rubíes y zafiros. En torno a su persona, una aureola de dignidad dejaba sin respiración a quienes se aproximaban a saludarle a poca distancia.
Caraffa, sin embargo, transmitía temor y, al mismo tiempo, un cierto escalofrío. Iba ataviado con un elegante, aunque austero, traje negro de seda, que recordaba en todo momento su condición de dominico; un negro que solo permitía ver el blanco de las mangas interiores de la blusa, cuando cruzaba los brazos, o al aparecer tímidamente la capucha por el cuello y en la parte superior de la espalda. La cabeza estaba cubierta con un bonete, igualmente negro. De su pecho colgaba un enorme crucifijo de plata y marfil, en el que se advertía la rugosidad del tronco, el correspondiente al emblema del Santo Oficio, sostenido por un grueso cordón verde, que recordaba en todo momento su condición de inquisidor.
Después, el cardenal tomó asiento, junto a la chimenea, en el mejor sillón, tapizado de terciopelo rojo, tonalidad que dominaba en el ambiente de la estancia. Las paredes estaban decoradas con elegantes medallones —que daban nombre a la sala—, con figuras alegóricas, inspiradas en temas mitológicos; largas cortinas de gruesa y sedosa tela colgaban desde los grandes ventanales, descansando en las alfombras del suelo. A cierta distancia, Domenico buscó un asiento. Y a solas los dos comenzaron a hablar.
Transcurrieron unos segundos, que se hicieron interminables, mientras ambos se analizaban sin pestañear y sin confiarse lo más mínimo el uno del otro. De pronto, el cardenal inició aquel interrogatorio visual.
—¿Cuándo tendrá lugar el juicio por las mujeres apresadas en la torre de Bozzone?
El general del Santo Oficio quedó un tanto perplejo, porque no podía esperar aquel interés por parte del cardenal hacia las dos mujeres apresadas, y menos aún una pregunta tan directa. En los ojos reflejaba una infinita maldad, que se manifestaba además con un colérico rictus en los labios. Después de engullir saliva, con la arrogancia que le caracterizaba, respondió:
—Eminencia, ¡no habrá ningún juicio! Ya he mandado que levanten la pira con haces de leña seca en la plaza del pueblo, y el fuego purificador iluminará hoy la noche de Stenico. Después, las cenizas se esparcirán por el aire, para que no puedan ser recogidas por las gentes como reliquias; y habremos acabado con el mal.
—¡Domenico! Por mucho poder que os hayan otorgado desde la Santa Sede, os recuerdo que estáis en mis tierras, y en Stenico no se llevará a cabo ninguna ejecución sin un juicio previo —imperó con plena autoridad el cardenal.
—Esas mujeres son brujas, siervas de Satanás. Debemos reducir sus cuerpos a cenizas para que el fuego purifique sus almas y el viento reparta sus pecados al infinito. Pero antes, mis verdugos las harán pasar por el interrogatorio de la silla de hierro. ¡Es lo que se merecen por haber pecado contra el Altísimo! —gritó Domenico, lleno de ira y levantándose bruscamente del asiento, mientras iniciaba el recorrido de un lado a otro de la sala.
Madruzzo, con aplomo, demostrando una serenidad infinita, comenzó a atravesar el rostro del inquisidor con una fría mirada y no tardó en responderle.
—No cometáis los mismos errores que vuestro tío, el pontífice Paulo IV, que era conocido como «gran inquisidor y profesional de la tortura», y que, como bien sabéis, no tuvo reparos en enviar al otro mundo a centenares de judíos, mujeres y protestantes. Además, el afán de Paulo IV por proporcionarles a los Farnesio un lugar de privilegio entre las principales familias italianas supuso un lamentable contrapunto y un freno a la puesta en práctica de la Contrarreforma tridentina; y en esto me afectó de forma directa, porque parecía del todo imposible avanzar en las sesiones de este sínodo, a pesar de los grandes esfuerzos de quienes tanto estábamos apostando por el mismo. Paulo IV, posiblemente el más funesto Santo Padre que haya conocido la Iglesia, murió después de haber confesado públicamente su nepotismo. Y vos sois fruto de ese grave error.
Tras unos instantes de silencio, y ante el notable asombro de Caraffa, que se mordía los dientes y su mirada echaba rayos de fuego, su eminencia prosiguió:
—Tampoco me gustaría que terminéis como vuestro hermano Carlo, cardenal y conde de Montorio, quien, como bien sabéis, y con infinito acierto, fue ejecutado por orden de Su Santidad Pío IV, en Roma, hace poco más de cuatro años, por sus atrocidades. Sin olvidarnos de otros muchos de vuestros familiares, que fueron igualmente intrigantes políticos, y ningún bien hicieron para el mejor desarrollo de nuestra Iglesia católica —exclamó sin titubear el cardenal, manteniendo su fría mirada en el desconcertado rostro de quien no estaba acostumbrado nunca a bajar la cabeza.
Caraffa, que se hallaba clavado de pie en la sala, quedó sin respiración al comprobar la memoria de Madruzzo; aquellas palabras de advertencia no tenían la más mínima duda. Luego, el cardenal añadió:
—Respecto a estas mujeres, no son esas las informaciones que me han llegado; y a mí me gusta oír el sentir de mis gentes, que a gritos no han cesado de pedir clemencia para esas desdichadas. Desde mis aposentos he podido escuchar el clamoreo de piedad de muchas personas que, desde el exterior de la fortaleza, pedían la libertad para estas mujeres, recluidas en la torre de Bozzone por vuestros esbirros —mantuvo el cardenal. Y añadió—: Si son siervas de Satán, podríamos pasarlas por los sagrados ritos del bautismo de agua, y después por el Círculo Mágico. Estas pruebas divinas evitarán el juicio terrenal.
—¿La prueba del agua? —preguntó con el rostro desencajado el inquisidor.
—Sí. Este castillo es muy antiguo, se construyó en el año 1163 sobre un estratégico asentamiento de las legiones romanas, y una basílica paleocristiana. Aún se conserva de ella la pila bautismal, en forma de trébol, y siguiendo los ritos del cristianismo primitivo, haremos que estas mujeres pasen la prueba, como juicio justo —explicó Madruzzo.
En aquellos momentos, la cara de Caraffa seguía inmersa en la más absoluta extrañeza, aunque la más cruel cólera no abandonaba su semblante.
Mientras tanto, los ojos del cardenal seguían clavados en el irascible rostro del inquisidor. Después de unos instantes, Madruzzo prosiguió con la mayor autoridad.
—Por lo tanto, será mañana, al amanecer, tras el toque de maitines, cuando se lleve a cabo la realización de la inmersión en el agua consagrada. Después, si ello no es suficiente, procederemos a la otra prueba, no menos decisiva, que es la superación del Círculo Mágico.
Seguidamente, el cardenal recordó una de las decisiones aprobadas en el Concilio de Trento, concretamente la definición de «justificación», que tuvo lugar en la sexta sesión del citado sínodo, el 13 de enero de 1547, aprobada por setenta votantes:
—«Si alguno dijere que el hombre puede justificarse delante de Dios por sus obras que se realizan por las fuerzas de la humana naturaleza o por la doctrina de la ley, sin la gracia divina que viene por Cristo Jesús, sea anatema. Y si alguno dijere que el libre albedrío, la libertad del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema…». Pero recordad, además: «La fe es una guía más firme que la razón; la razón llega hasta un determinado punto, pero la fe no tiene límites».
—Sí. Recuerdo aquella definición del concilio tridentino. Pero la voluntad del Altísimo es condenar a los pecadores, y la mejor forma de hacerlo es mediante el fuego purificador de la hoguera, no sin antes haberse practicado en el cuerpo del pecador castigos y torturas que le recuerden sus pecados hacia la fe en Cristo —inquirió Caraffa, con los ojos saltones a punto de salírsele de las órbitas.
—Vemos nuestra Iglesia católica desde ángulos muy opuestos. No creo yo que Dios desee el mal físico para nadie. No olvides que Dios existe como principio y como conocimiento y el hombre es este principio y este conocimiento. Conocimiento de Dios; y he aquí al hombre, al amanecer de su historia, mirar a su alrededor, tratar de penetrar el misterio de su gloria y de sus derrotas. Conocer, saber, encontrar la fuerza para la naturaleza áspera, para la inmensidad del cuerpo; de ese cuerpo que es el primer pedestal del cual el hombre se abstrae en su matinal acción de voluntad. La primera evolución es la de buscar el cielo, es la de atravesarlo con la informe invocación de la mirada. La primera evolución es arrancar al cielo una forma vagante intuida y proyectada y reconstruida cerca de sí con la exaltación de una luz encontrada entre zonas de oscuridad. Es la posibilidad de acortar la distancia entre el hombre y el cielo y de estar en algún modo más cerca de Dios —expresó con entera autoridad y convencimiento el cardenal, sin apartar sus ojos del encolerizado rostro del inquisidor.
El general del Santo Oficio quedó impávido, no esperaba aquel discurso de Cristoforo Madruzzo como muestra de lección espiritual y doctrinal al mismo tiempo.
—Como su eminencia ordene y desee —dijo solamente el inquisidor con el rostro desencajado.
Después, con cierto desdén, Caraffa, tras besar la mano de Madruzzo e inclinar su cabeza, se retiró sin darle la espalda y abandonó la estancia dando un violento golpe a la puerta, que retumbó en la sala. Sus codiciosos ojos habían quedado atrapados por los reflejos de las gemas de los anillos del cardenal, circunstancia que no pasó desapercibida para su eminencia.
Seguidamente, el cardenal salió pausadamente del salón de los Medallones con cierto alivio en su rostro; fuera le aguardaban algunos miembros de su numeroso séquito.
—Avisa al señor del castillo, que le aguardo en la sala del Consejo —dijo el cardenal dirigiéndose a un diácono—. Pásate luego por las cocinas, que me traigan algunas frutas frescas y un recipiente con agua de pétalos de rosa para lavarme las manos. Luego, localiza lo antes posible a Bruno y Angiolo, porque también quiero que estén en esta reunión.
—¡Enseguida, eminencia! —exclamó el diácono, partiendo a toda velocidad por los pasillos.
«No quiero tener las manos manchadas después de haber sido besadas por este inquisidor», pensó el cardenal.
Instantes después, Cristoforo Madruzzo, acompañado de una docena de personas de su séquito más íntimo, se dirigió sin prisa al salón del Consejo, situado a un nivel superior al de la sala del Juicio.
Angiolo y Bruno ya se despedían de las mujeres encarceladas cuando recibieron la orden de reunirse urgentemente con el cardenal. Angiolo, con total discreción, entregó a aquellas desdichadas un par de manzanas y un puñado de castañas que llevaba en el bolsillo del abrigo; alimentos que ellas recibieron con el mayor agradecimiento. Bruno, antes de salir de la mazmorra, las miró con dulzura.
Tan pronto salieron al exterior de aquel terrorífico subterráneo de dolor, Angiolo y Bruno tomaron una bocanada de aire fresco; en sus miradas brotaba una rabia contenida ante todo cuanto habían visto. Un soldado de la guardia los condujo directamente al salón del Consejo.
Tras recorrer algunos pasillos y galerías cubiertas del interior de la fortaleza, alcanzaron la puerta de entrada al salón. Algunos miembros del séquito del cardenal, por orden de este, aguardaban ante la puerta, conversando animadamente. Y el soldado se marchó enseguida del lugar. Luego, Angiolo golpeó la aldaba de hierro, y Alessandro personalmente abrió la puerta.
—¡Pasad! Ya os estábamos esperando —saludó el señor del castillo.
—¡Gracias!
—¡Poneros todos cómodos! —manifestó Madruzzo, mientras consumía una bandeja de uvas, manzanas y frutos secos que le acaban de servir.
—¿Sabéis qué expresa este fresco? —preguntó el cardenal tras unos instantes de silencio, señalando un cuadro colgado en la pared.
—¡Sí, eminencia! —respondió al instante Bruno—. Este cuadro condensa la larga historia de esta fortaleza. Recuerda que el emperador Carlomagno donó la roca, o colina pétrea sobre la que nos encontramos, a la villa de Stenico, para que se construyese el castillo, cuyas obras contaron con la protección de san Vigilio, primer obispo de Trento, y el respaldo del obispo Alberto I. Yo mismo, como recordará, su eminencia, me ocupé de restaurar esta singular obra pictórica, por petición suya, durante el concilio.
—¡En efecto! —exclamó con pleno convencimiento el cardenal—. Por lo tanto, estamos en un lugar que recoge gran parte de nuestras tradiciones y cultura, una historia que el monarca Corrado II inició en 1027 al fundar el principado-obispado de Trento, y no debemos permitir, en absoluto, que nadie la manche. —Hubo unos instantes de silencio, y después prosiguió—: Ya estoy muy harto de las injerencias del Santo Oficio, y no quiero más intromisiones en mi provincia, por muy fuertes y poderosos que sean sus respaldos.
Los rostros de Alessandro, Angiolo y Bruno no podían disimular un cierto alivio al oír aquellas palabras, pronunciadas por la persona de mayor autoridad en Trento.
—¿Cómo se encuentran la pila bautismal y el Círculo Mágico, en el sector más antiguo de la fortaleza? —preguntó después el cardenal al señor del castillo.
—Eminencia, hace tiempo que no se utilizan, los bautismos se hacen en la capilla de San Martino, pero esta mañana precisamente pasé por allí y la encontré bien, aunque algo sucia de hojarasca y el limo acumulado en su interior ha ido dejando un reborde de suciedad. El círculo de losas de mármol blanco y rojo que hay grabado en el suelo, a pocos palmos de distancia de la pila bautismal, está muy desgastado —respondió con cierta extrañeza Alessandro.
—¡Bien! Quiero que te ocupes de que estos sagrados lugares queden lo más limpios posible, porque mañana, al amanecer, se llevarán a cabo unas pruebas, tras las cuales veremos si son culpables o inocentes las mujeres encarceladas —ordenó Madruzzo, y añadió—: Mientras tanto, quiero que se les suministre comida y agua, se las asee y se les proporcione ropa limpia. También es importante que los soldados impidan la entrada a cualquier verdugo o vigolero de la Inquisición… Y comunica al párroco de la iglesia que se presente ante mí.
—¡Como desee, su eminencia! —exclamó de inmediato el señor del castillo.
Antes de que Alessandro abriese la puerta para marcharse de la sala, el cardenal añadió:
—¡Alessandro! He pensado que deberíamos ir dejando en libertad a la gran mayoría de los presos que se encuentran encerrados en Stenico. Tengo entendido que muchos de ellos son inocentes, y es preciso ir recortando poder al Santo Oficio; no quiero que estos «cuervos» vestidos de negro impongan su ley en mis territorios. No hace falta recordarte que tú eres el señor de esta fortaleza, cabeza de poder del Estado en los valles. Stenico es un castillo-feudo, que solo admite órdenes mías, como príncipe-obispo de Trento, fortaleza que tiene la obligación de establecer la distribución político-jurídico-económica en el principado.
—Agradezco vuestra confianza, eminencia, por depositar en mí tanta responsabilidad —dijo Alessandro—. Además, estoy convencido de que la mayoría de estos desdichados allí recluidos son culpables solo ante las leyes inquisitoriales, pero son gente de bien. Muchos de ellos tienen familia que les aguarda y campos que esperan ser labrados. —Tras decir aquellas palabras, tomó un respiro, con la mirada de aprobación del cardenal reflejada en su rostro. Luego, con voz callada, pero seguro de sí mismo, prosiguió—: Si me lo permite, su eminencia, creo que es una decisión muy acertada. Yo, personalmente, sufro mucho al ver en qué condiciones se encuentran los presos que llegan por condenas del Santo Oficio, y pensaba que no podía hacer nada para evitarlo, pero ahora, con sus palabras, me siento más seguro, y creo que no solo va a cambiar la situación en la fortaleza sino que se respirará una atmósfera más tranquila también en la población, que falta hacía.
—Bien. Ya puedes marcharte, tienes mucho que hacer —ordenó Madruzzo, haciéndole un ademán con la mano.
—Pediré que también os traigan aquí la comida —dijo el cardenal a Angiolo y a Bruno una vez solos.
Angiolo y Bruno no salían de su asombro al ver los grandes cambios que el cardenal estaba dispuesto a hacer y, al mismo tiempo, la entereza de su humanidad.
—Con sumo agrado compartiremos con su eminencia el ágape. Hacía mucho tiempo, además, que no coincidíamos en una comida.
—No estaremos solos; las obligaciones de Estado y este asunto inesperado de las mujeres encarceladas me obligan a departir con miembros de mi séquito. Avisad a algunos de mis secretarios y notarios para que también nos acompañen en este almuerzo, y ordenad a un guardia que comunique a los cocineros que traigan comida para unas veinte personas —musitó el cardenal, mientras terminaba de consumir un racimo de uvas, al tiempo que su mano derecha no dejaba de frotar la pierna con cierto desespero.
—¿Qué os duele, eminencia? —se adelantó a preguntar Angiolo antes que Bruno
—Los dolores de la dichosa gota me están destrozando. Los médicos que me asistieron en la ciudad de Milán no lograron aliviar mis males, y estos fríos de las montañas del Brenta incrementan aún más la enfermedad. Incluso me cuesta trabajo dar cuatro pasos seguidos, porque los dedos de los pies me arden como si tuviese clavos al rojo vivo y cristales afilados; un dolor que me está volviendo loco —musitó el cardenal, con angustia y gran pesar.
Mediaron unos instantes de pleno silencio.
—Eminencia, creo tener la solución a vuestro terrible mal —dijo Bruno.
—¿Qué quieres decir? —se interesó al momento Madruzzo.
—Si Gina y Giovanna, las mujeres encarceladas, fueron capaces de sanar a la mayoría de los habitantes de Stenico durante la mortal epidemia de cólera que sacudió esta zona hace ya un lustro, estamos seguros de que también ellas conocerán los mejores remedios para aliviar vuestro sufrimiento, e incluso eliminarlo radicalmente —justificó Bruno, mientras Angiolo respaldaba con la cabeza las palabras de su amigo.
—¿Es posible? Pero no quiero recibir a esas mujeres antes de que hayan superado las pruebas. Si son inocentes, no dudaré en reunirme con ellas —exclamó con autoridad el cardenal.
Media hora más tarde, el párroco de la iglesia del castillo era recibido por el cardenal.
—Eminencia, perdonad el retraso en acudir a vuestra presencia, pero estaba ocupado en la sacristía preparando la homilía de la misa de mañana y los dolores de espalda, debido a mi edad, me han impedido venir más deprisa —comentó Luca, el sacerdote, mientras besaba con el mayor respeto la mano del cardenal e inclinaba cortésmente la cabeza.
—¡Bien! Es probable que se posponga la misa de mañana, debido a una cuestión que reviste mayor prioridad. ¿Conoces los ritos del cristianismo primitivo? —preguntó Madruzzo.
Se produjo un silencio absoluto en la sala.
—¡Sí!, eminencia —respondió el párroco lleno de extrañeza—. Precisamente las ceremonias que los antiguos cristianos llevaban a cabo en las basílicas siguen siendo uno de mis temas predilectos de estudio en los escasos momentos de tiempo libre —respondió con cortesía y asombro al mismo tiempo el sacerdote.
—He tenido un encuentro con Domenico Caraffa, el general de la Inquisición, y he acordado con él que las mujeres apresadas en la torre de Bozzone tengan el mejor juicio que podamos darles a esas desdichadas —musitó el cardenal.
—Eminencia, si me lo permite, me parece muy bien. Personalmente me atrevo a confesarle que no considero que esas mujeres sean culpables de herejía o de tener alguna vinculación con Satanás. Desde siempre, a mis sesenta y cinco años, en ningún momento he recibido alguna queja sobre las actividades de Gina y Giovanna. Al contrario, tengo entendido que toda la villa de Stenico, así como de otros lugares del territorio, las quiere, porque siempre se han dedicado a hacer el bien y a sanar a las personas con sus conocimientos de las plantas naturales, los extraños minerales y la psicología innata como expertas conocedoras de las virtudes de la naturaleza.
Esta información recibida del sacerdote Luca acabó de formar en el espíritu de tolerancia del cardenal el concepto que tenía establecido desde un principio hacia esas mujeres, aún sin conocerlas ni haber hablado con ellas.
—¿Y cuál sería ese juicio, su eminencia? —se interesó el párroco.
—El bautizo del agua, a través de la inmersión dentro de la pila bautismal paleocristiana, y, si queda alguna duda, después exponerlas al rito del Círculo Mágico —concretó el cardenal.
—Me parece de lo más acertado, eminencia. Y si me lo permitís, yo mismo puedo ayudaros a llevar a cabo tales ritos —añadió el párroco Luca.
—¡Sí! Esto es lo que quería oírte decir, como párroco de la iglesia de San Martino y máxima autoridad cristiana en la fortaleza —confirmó Madruzzo—. Ya he dado instrucciones a Alessandro para que mañana temprano tenga bien limpios estos lugares, y que se asegure que el agua de la pila bautismal por inmersión haya sido calentada y sacralizada previamente.
—Os quedo muy agradecido, eminencia, por la responsabilidad que me habéis otorgado. Intentaré saber desarrollar esta ceremonia, que hacía muchos años que no se llevaba a cabo, no solo en esta parroquia sino en todo nuestro principado, que yo recuerde… —expuso el sacerdote momentos antes de retirarse del salón y saludar con el máximo respeto al cardenal.
Aquella noche discurrió con tranquilidad. Los aposentos que les asignaron a Angiolo y Bruno se encontraban en el ala de levante del castillo, la zona más moderna, que mandó edificar el cardenal Bernardo Clesio. Pero en la mente de ambos estaba la preocupación por las mujeres encarceladas, y el incierto desenlace de sus precarias vidas no les dejaba conciliar el sueño.