—Las mazmorras se encuentran en los sótanos de la torre de Bozzone, un tenebroso lugar conocido por todos como la torre del hambre —respondió en voz baja Bruno a la pregunta de Angiolo.
—El posadero no se equivocó cuando nos habló del lugar de encarcelamiento dentro de los muros de la fortaleza. Temo que en ese horrible escenario se encuentren las dos mujeres, y será un milagro que sigan vivas —susurró entre dientes Angiolo.
—Sí, debemos actuar con la mayor rapidez, pero con discreción, para no despertar la menor sospecha. La única persona que puede ayudarnos es, sin duda, el cardenal. ¡Suerte que está aquí! —exclamó calladamente Bruno.
Ruidos de cacharros metálicos retumbaban en todo el castillo. Se asomaron al patio inferior y vieron un gran movimiento en las cocinas, de ellas se producía una gran algarabía, que se hacía evidente al contemplar a los numerosos sirvientes que entraban con alimentos para preparar el banquete para el cardenal, además de las comidas del resto de la guarnición. «¡Deprisa!, ¡deprisa!», oían gritar a los cocineros. El cardenal se ha despertado con apetito.
«¡Es cierto! El cardenal está en Stenico», pensó Bruno con inmensa felicidad en el rostro.
Mientras recorrían la galería superior, realizada en tiempos del cardenal Bernardo Clesio, que delimita los dos patios de la fortaleza, un soldado se aproximó a ellos.
—Debéis acompañarme. Mi señor desea veros de inmediato —solicitó.
—Bien, llévanos a su presencia —respondieron.
En camino hacia la estancia donde le aguardaba Alessandro, Bruno se dirigió un instante a su amigo.
—Angiolo, estaría bien que busques información sobre las mujeres encarceladas. Después nos encontraremos en el salón comedor, y veremos lo que se puede hacer. Muchas gracias, compañero.
El jardinero encontró un tanto extraña aquella decisión de su amigo, pero no dudó en seguir sus consejos y regresó al exterior del patio de la fortaleza.
El soldado, que aguardaba relajado sobre su lanza mientras estos se separaban, al ver que Bruno le aguardaba, volvió a retomar el paso rápido y lo condujo hasta la sala del consejo, donde el señor del castillo se encontraba dialogando con varios mandos militares.
—Pasad, el cardenal Madruzzo os aguarda en su aposento. Un soldado os acompañará. Pero ¿y tu compañero? —se interesó Alessandro.
—Ha tenido que ausentarse unos instantes, señor. Muchas gracias.
Después de un corto recorrido, alcanzaron la entrada de la estancia reservada para el cardenal; al instante, el soldado le dejó. Tras golpear la aldaba, un sirviente abrió la puerta.
—Puede pasar. Su eminencia le atenderá tan pronto como sea vestido. Tomad asiento en estas sillas.
—Muchas gracias.
El cardenal no tardó en aparecer, mientras un sirviente le terminaba de abrochar la camisa y otro le facilitaba unas cómodas zapatillas de piel. Bruno se aproximó con el máximo respeto y aprecio, le tomó la mano derecha y se la besó.
—Nuestro amado cardenal, ¡cuánta alegría y honor verle aquí en Stenico! Pensaba que os hallabais en el ducado de Milán.
—También para mí es un placer el verte. Llegué anoche, en medio de una violenta tormenta. La dolorosa gota me está matando los dedos de los pies. Por ello, tan pronto como culminaron los encuentros con los Visconti, en la capital lombarda, he deseado adelantar el regreso a Trento —repuso el cardenal—. ¿Pero y vosotros, qué hacéis aquí?
—Mi compañero Angiolo ha tenido que ausentarse por unos momentos. Antes que nada, eminencia, quiero poneros al corriente de algunas cuestiones que, en ruta hacia aquí, han despertado mi curiosidad; informaciones que, por medio de palomas, le he ido enviando a Trento tan pronto como me ha sido posible —le informó Bruno.
—Sí, estoy al corriente de todos esos mensajes, a pesar de haber tenido que salir de Trento poco después que vosotros.
—¿Has podido averiguar algo sobre la persona que me mandó aquel macabro envío? —preguntó el cardenal a Bruno tras abrocharse los botones de la camisa.
—Lamento comunicarle, eminencia, que aún no puedo decirle nada al respecto. Tengo algunas sospechas, pero no me atrevo a manifestarlas hasta no tener más pruebas irrefutables. En este momento, aprovecho que su eminencia se encuentra aquí, en Stenico, para exponerle una cuestión.
El rostro del cardenal quedó un tanto extrañado al oír aquellas palabras.
—¡Habla, Bruno! ¿De qué se trata? —preguntó el cardenal.
—Eminencia, después de pasar por Toblino, donde descansamos, en Comano Terme nos hablaron del arresto de dos mujeres que, para las gentes del pueblo y de la zona, son personas de buena condición y grandes valores que han hecho mucho bien en curaciones que la medicina aceptada no ha sido capaz de resolver. Por ello, hemos decidido intentar ayudarlas, aunque demoremos nuestro viaje hacia Carisolo, en Val Rendena, donde, como sabe, vamos a ver a nuestras familias, de las que hace mucho tiempo que no sabemos nada —explicó.
—Ya he sido informado por Alessandro de todo cuanto me dices. Pero, en relación con esas mujeres, no sé si podré hacer algo, ya que el arresto ha sido llevado a cabo por exploratores del Santo Oficio, y la Inquisición ya las ha condenado a la hoguera —explicó Madruzzo—. Además, es muy probable que ambas ya estén muertas, después de una noche de interminables sesiones de latigazos, según me ha comunicado con cierto pesar el señor del castillo.
—Su eminencia, ¿podríamos visitar Angiolo y yo esa lóbrega y horripilante mazmorra? —preguntó Bruno.
—Veo que vuestro interés por esas desdichadas es grande. Por mí no hay ningún inconveniente. Hablad de mi parte con Alessandro, para que os facilite el acceso. Y procurad ser discretos en este asunto, no habléis con nadie más, porque los oídos de la Inquisición son muy largos —advirtió el cardenal, al tiempo que Bruno, tras besar la mano de su eminencia, se despedía haciéndole la reverencia, sin darle la espalda.
Al salir de aquella noble estancia, Bruno se encontró con Angiolo, que subía en aquel momento por la escalinata.
—Amigo, ya tenemos el permiso del cardenal para acceder a la mazmorra en la que se encuentran encerradas las mujeres. ¿Y tú qué has podido averiguar?
—No mucho. Solo lo que se oye por los patios y corre de boca en boca entre los soldados, y nada bueno, lamentablemente. Porque anoche fueron torturadas, y es muy probable que ya estén muertas —repuso Angiolo con pesar.
—Bueno, haremos todo lo que esté en nuestras manos para salvar a estas desgraciadas si no es ya demasiado tarde. De momento, debemos comunicarle a Alessandro que el cardenal nos da permiso para acceder a las cárceles.
Alessandro seguía reunido con sus mandos en la sala del consejo, pero al verlos se alejó de la mesa de reunión un instante y se aproximó a los recién llegados.
—¿Ya habéis tenido el encuentro con su eminencia?
—Sí, señor, y nos ha dado permiso para visitar a las mujeres encarceladas —afirmó Bruno con cierta contundencia.
El señor del castillo, con extrañeza en el rostro, llamó al momento a un soldado de la guardia para que les acompañara al interior de la torre de Bozzone. En el trayecto, le preguntaron al soldado por qué también era conocido ese lugar como la torre del hambre.
—Porque en ella sus muros retumban con el clamor de unos presos que son abandonados a su suerte, sin agua ni comida y con escaso aire para respirar… —respondió—. Me temo que muy poca vida deberá quedarles a esas mujeres allí apresadas.
Los fríos soportes de las oxidadas bisagras de la puerta de entrada al infierno fueron abriéndose con gran dificultad al movimiento de la enorme llave de hierro, que el soldado tuvo que forzar. Después, una vez dentro, dos carceleros salieron al paso de los recién llegados.
—¿Qué deseáis?
—Estos señores tienen permiso para ver a las mujeres apresadas. Aquí tengo el documento que lo confirma, firmado por el señor Alessandro —dijo con autoridad el soldado.
—Acaban de recibir otra sesión de latigazos por parte de los verdugos, y no creo que puedan emitir palabra alguna.
—De todos modos, estamos interesados en verlas —respondieron Bruno y Angiolo.
El guardia que los acompañó a la torre se marchó y se quedaron solos con los carceleros. Uno de ellos dijo que le siguieran, mientras el otro, después de facilitarles unas antorchas, se quedó guardando el interior de la entrada. Después se inició el descenso a través de una angosta y oscura escalinata de caracol. En el sombrío y húmedo techo advirtieron la presencia de innumerables murciélagos que dormían cabeza abajo; animales que mostraron una cierta inquietud ante la presencia de los recién llegados agitando tenuemente sus negras alas, mientras los pequeños y vidriosos ojos de aquellos roedores aéreos se clavaban en quienes habían osado romper su tranquilidad espacial. A medida que avanzaban entre los fríos pasillos, un fuerte hedor nauseabundo hacía irrespirable el aire de aquel horroroso lugar. Las gastadas losas del pavimento del suelo resbalaban por la sangre y demás líquidos humanos que goteaban de los condenados a muerte, una vez finalizadas las interminables sesiones de torturas. Mientras iban descendiendo, los huesudos brazos de unos esqueléticos presos allí encerrados salían de las rejas de las diferentes mazmorras, rozándoles. Unas voces que parecían proceder de ultratumba rompían el mortal silencio de aquellas terroríficas galerías, y de los crueles calabozos unos seres al borde de la muerte imploraban inútilmente una piedad que nunca les llegaría.
—¿Quiénes son estos presos? —se interesó Angiolo.
—Son acusados por delitos de religión, en su gran mayoría, traídos aquí por los exploratores del Santo Oficio, capturados en diferentes poblaciones del principado de Trento y condenados sin juicio previo como protestantes o, simplemente, como herejes —respondió el carcelero, sin dejar de andar.
De repente, se oyeron gritos y desgarradores lamentos que salían de otra sala.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó sobrecogido Bruno al carcelero.
—Señor, mejor que sigamos nuestro camino; no es nada aconsejable ver lo que sucede en el interior de esta cámara de tortura.
—Pues quiero entrar. Esos lamentos parece que provienen del umbral del infierno… —exclamó Bruno.
—Como deseéis —profirió el carcelero con una extraña muesca en su boca que hizo ver una mellada y sucia dentadura, mientras que, con el mayor esfuerzo, empujaba hacia dentro la pesada y reducida puerta.
La cámara era una sala de unos setenta pies de largo por cincuenta de ancho, de sólidos muros de piedra, cubierta con bóveda de cañón seguido. Candiles de aceite iluminaban aquella horripilante galería. El olor era irrespirable, apenas mitigado por el hilo de humo de los candiles y las numerosas velas encendidas. Todo aquel espacio estaba distribuido en diferentes áreas de tortura, cada una de ellas con un inquisidor que, sentado cómodamente en una silla con respaldo, bajo palio y ante un enorme crucifijo, iba dando instrucciones a un verdugo, mientras un notario del Santo Oficio, a la luz de una vela, anotaba con pluma de ave en unos pergaminos todo cuanto se llevaba a cabo. El grado de dolor que debía aplicarse al reo lo establecía el inquisidor, al objeto de extraerle una confesión al desdichado. El verdugo y sus ayudantes vigoleros, conocedores de las formas más despiadadas de infligir los más sofisticados sistemas de tortura, sabían muy bien cuándo debían parar en su trabajo para no romper el hilo de la vida; ante tanto dolor, las pocas fuerzas que le quedaban eran utilizadas por el preso para suplicar a gritos una muerte rápida.
Angiolo y Bruno solo pudieron soportar unos instantes dentro de aquel infierno; al salir al pasillo casi se desmayaron.
—Ya les advertí —pronunció el carcelero—. Estas cámaras de tortura resultan insoportables incluso para nosotros, que vivimos prácticamente aquí, en el interior de la torre de Bozzone, y salimos pocas veces al exterior.
Tras unos momentos de silencio y recuperando el aliento, Angiolo preguntó al carcelero:
—¿Qué clase de tormento le estaban aplicando al preso que se hallaba en el centro de la cámara, el sostenido por una cuerda?
—Es el suplicio de la estrapada, consistente en una gruesa soga que termina en unos garfios de hierro que, a modo de grapas, mantienen al preso erguido enganchado por sus hombros. Esta cuerda no deja de tensarse mediante varios vigoleros que, con la ayuda de torniquetes de madera, giran incesantemente una polea del tamaño de un grueso tronco de árbol, mientras que de los tobillos del preso se mantiene enganchada una enorme y pesada bola de hierro; las manos, atadas a la espalda, también reciben el tormento de la tensión de una cuerda que no cesa de girar sobre sí misma, hasta que el verdugo comprueba que se han quebrado las muñecas del preso, y, este, por efecto del tremendo dolor, ha perdido el conocimiento. Entonces, el verdugo se toma unos momentos de descanso, esperando que el preso vuelva en sí, para proseguir su sanguinario trabajo; el inquisidor también aprovecha para consumir un plato de buenos manjares, regado con una jarra del mejor vino —comentó el carcelero sin dejar de andar—. Esta forma de tortura, según me han dicho, es habitual en Francia para castigar a los hugonotes, y también a los calvinistas, en las tenebrosas cámaras ardientes.
—Con estos salvajes sistemas de tormento es fácil que cualquier preso realice confesiones absurdas con tal de ser liberado de los horribles dolores a los que es sometido —comentó Angiolo, con el asentamiento de Bruno, cuyos ojos aún seguían horrorizados.
—También resulta sorprendente apreciar la frialdad del inquisidor, que no pierde el apetito. Por eso suelen ser gordos, porque comen como bribones. ¿Pero cuánto falta para llegar a las mujeres apresadas? —preguntó Bruno al carcelero con cierta desesperación.
—Se encuentran en las cámaras más profundas, en la más absoluta oscuridad. Debéis estar preparados para lo que vais a contemplar, pero vosotros lo habéis querido. Allí abajo los carceleros solo descendemos para encerrar a los presos, y a recoger los cadáveres cuando mueren. Si no, solo bajan los verdugos y sus ayudantes, para infligir el mayor dolor posible a los allí encerrados. Por todo ello, este lugar ha dado nombre a la torre en la que nos encontramos, como podéis suponer —exclamó el carcelero, volviendo a dibujar la extraña mueca con sus agrietados labios.
Los rostros de Bruno y Angiolo estaban llenos de dolor, rabia contenida y terror al mismo tiempo, preguntándose con las miradas si la maldad del ser humano tenía límite. En los pasillos aún quedaban cadáveres por retirar.
—¿Qué se hace con estos seres humanos?, ¿se les dará luego una cristiana sepultura? —cuestionó Angiolo.
—¿Cristiana sepultura? —sonrió sarcásticamente el carcelero, mientras expulsaba por su boca un aliento fétido—. Estos despojos se arrojarán por las ventanas más altas que miran al sector oriental del castillo y se romperán con las rocas de la montaña al caer por el barranco, para ser finalmente pasto de los lobos, buitres, osos, perros y otras alimañas que se disputarán la carne fresca.
—En momentos de epidemias y hambruna, estos despojos habrán servido también para alimentar a seres humanos. Las circunstancias de los tiempos han empujado a las personas hacia el canibalismo; se trataba de sobrevivir —insinuó entre dientes Bruno.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Angiolo, con el rostro desencajado por las palabras de su amigo.
—Mi padre me dijo que, durante las terribles epidemias de peste negra, según oyó contar a su abuelo, la gente buscó comida en lugares impensables; los alimentos eran tan escasos que tuvieron que disputárselos con los mismos animales. Esa fue una de las razones por las que se interesó mi progenitor en representar en frescos pictóricos aquellos sobrecogedores momentos de la historia del mundo occidental —expuso Bruno, mientras su rostro se entristecía al recordar a su padre.
Tras unos instantes de silencio, con terrible dolor contenido, la voz del carcelero, que iba a varios pasos por delante, volvió a retumbar en aquel gélido infierno:
—¡Ya hemos llegado! Os abro y luego me marcho a la cámara superior; tengo otros asuntos que atender. Cuando terminéis, llamadme, y recordad muy bien: debéis procurar que no se os apaguen las antorchas; la oscuridad aquí abajo es absoluta.
—Gracias. Descuidad, a oscuras no seremos capaces de salir al exterior. Intentaremos ser breves —respondió Angiolo.
Tras abrir el cerrojo con dificultad, tuvieron que empujar con fuerza la puerta para poder acceder al interior de aquella horripilante mazmorra. No podían dar crédito a cuanto tenían delante. Aquel tétrico ambiente muy bien podría haber inspirado a Dante en su inmortal obra sobre el Infierno. Era una estancia casi cuadrada, de unos diez pies de largo por cinco de ancho, abierta totalmente bajo la roca viva. En el fondo de todo estaban las dos mujeres, acurrucadas y tiritando de frío, cubiertas de sangre; gracias a las llamas de las antorchas pudieron ver a aquellas desdichadas, que, al presentir la entrada de alguien en la mazmorra, con voz rota suplicaron piedad.
—No temáis, Gina y Giovanna, queremos ayudaros; vamos a tratar de liberaros de este infierno —dijo Bruno en voz baja, mientras Angiolo examinaba la puerta, por si había alguien detrás escuchando.
Enseguida, aquellas mujeres, al oír sus nombres, no dieron crédito a las palabras que acababan de escuchar de unos desconocidos.
—Nos informaron en Comano Terme de vuestra situación, y estamos dialogando con el mismísimo cardenal Madruzzo para intentar hallar la forma de liberaros. Su eminencia es un hombre justo —dijo Bruno, mirando con la mayor dulzura a aquellas infelices.
Después de un silencio que se cortaba en el ambiente, Gina, sacando fuerzas de lo imposible, decidió hablar.
—No sabemos quiénes sois, señores, pero ya nos da igual todo. Nuestro final está cerca. Solo queremos deciros que somos inocentes, fuimos traídas aquí por los exploratores del Santo Oficio, y aún desconocemos los motivos de nuestro apresamiento. Después de tantos días de cautiverio nos alegra oír nuestros nombres.
—Vais a ser condenadas por la Inquisición como brujas —exclamó con cólera contenida y entre dientes Bruno.
—Pero, señor, si no hemos sido juzgadas.
Giovanna, entonces, con gran dificultad, se liberó de la corroída manta que la cubría, mostrándoles su espalda, completamente abierta de heridas sangrantes. Gina no tardó en hacer lo mismo; su cuerpo no ofrecía mejor aspecto y las profundas heridas se hacían todavía más sangrantes al recibir el tenue reflejo de la llama de la tea. Ya no les quedaban lágrimas para manifestar el dolor que estaban sufriendo.
Angiolo y Bruno apenas se atrevieron a acercar más las antorchas para ver mejor las consecuencias de las terribles torturas del látigo; eran incapaces de soportar la contemplación de tanta crueldad.
—En este lugar no hay grito más estrépito que el silencio —murmuró entre dientes Angiolo.
—¡Cuidado, Angiolo, no tropecéis con esta reja! —le advirtió Bruno—. Esta abertura en el suelo se conoce como alzapón, y es la entrada a una galería de tortura más profunda todavía, a donde ya no es preciso someter a mayores tormentos al preso, ya que los pobres desdichados que aquí se arrojan pueden olvidarse definitivamente de la luz, del agua, de cualquier alimento…, incluso les falta el aire para respirar. Allí abajo son olvidados de cualquier relación con el resto del mundo, hasta que, según la fortaleza de cada uno, mueren por inanición. Es, incluso, peor que el castigo físico, como puedes imaginarte. Se trata de la puerta a otro infierno más profundo y desgarrador.
—Es cierto —susurró Giovanna, con el mayor esfuerzo, pues apenas podían salirle las palabras—. Todo el fondo de esta profunda mazmorra es un amasijo de seres fallecidos, abandonados a su suerte. Como podréis apreciar, el olor que sale de esta reja es todavía más insoportable que el que podemos respirar aquí.
—Unos carceleros nos dijeron que también son arrojados por esta reja hacia la mazmorra más profunda ciertos presos todavía vivos, atados a cadáveres, para que, al pudrirse, condenen a una muerte horrible a los que aún respiran —tartamudeó Giovanna, con la mirada fija y algunas lágrimas que resbalaban por su rostro.
Tras unos instantes de silencio y terror contenido en el ambiente, aquellas desdichadas encontraron fuerzas para seguir hablando.
—Señores —añadió Giovanna—, nos dedicamos a curar a las personas con plantas que recogemos de las montañas. Vivimos en el bosque y atendemos a todos cuantos llegan en busca de nuestra ayuda. En ningún momento hemos practicado ritos satánicos ni participado en ningún aquelarre.
—Lo sabemos muy bien, a pesar de no conoceros personalmente. Hemos hecho caso a nuestro instinto y a la voz popular que mucho os quiere, y no cesa de demostrarlo, como hemos podido comprobar. Y, por lo que estamos viendo, sois mujeres que estáis haciendo el bien. Además, todas las gentes de Stenico y de este territorio nos han hablado muy bien de vosotras. Por lo tanto, no tenéis que justificaros ante nosotros. Lo que sí os queremos decir es que, antes de venir a veros, hemos mantenido un encuentro con el cardenal Cristoforo Madruzzo, máxima autoridad del principado, quien casualmente se encuentra en este castillo, y vamos a hacer lo posible entre todos para que tengáis un juicio justo en el que poder defenderos de las terribles acusaciones de la Inquisición —explicó con voz afectiva Bruno, mientras Angiolo asentía con la cabeza.
—Estamos en manos de la Inquisición, y es muy difícil, por no decir imposible, que el Santo Oficio dé un paso atrás —exclamó con voz desgarradora y profundo pesar Gina.
—De todos modos, vamos a ayudaros todo lo que nos sea posible.