XII. Visita inesperada

A primera hora de la mañana, los tres bajaron al salón comedor de la hospedería. Salvatore, que ya llevaba un buen rato despierto y ocupado con los quehaceres rutinarios de cada día, se dirigió a ellos para saludarles amablemente.

—Buenos días, señores. ¿Habéis descansado bien?

—Sí, gracias. Queremos salir pronto hacia la fortaleza. ¿Nos podríais poner un vaso de leche caliente y unos bollos? —preguntó Bruno.

—¡Claro! En un instante. Sentaros mejor en esta mesa, próxima al calor de la boca de la chimenea. Anoche cayó una fuerte tormenta sobre Stenico, y hubo movimientos de jinetes, pero no sé la identidad de los mismos, aunque se dice por ahí que se trataba de caballeros de alto rango —añadió Salvatore, mientras limpiaba la mesa y ordenaba a un sirviente que trajese deprisa lo que habían solicitado—. La leche está recién ordeñada de mis vacas que pastan en el prado —comentó con la mayor amabilidad el mesonero.

—Gracias, señor —repuso Bruno—. ¿Jinetes de alto rango? —se preguntó en voz baja, mirando a Angiolo con total extrañeza.

—Cuando vayamos al castillo saldremos de dudas —manifestó Bruno, entre dientes.

Después de tomarse el desayuno y recibir una barrica de madera de una arroba con agua potable, que portó Mauro al carromato, se despidieron de Salvatore, al tiempo que le entregaban una bolsa con monedas para abonar el importe por el alojamiento. El posadero no quiso cobrarles la parte correspondiente al establo, por los caballos, ni tampoco la consumición de aquella mañana; con ello demostraba su profundo agradecimiento por lo que pudieran hacer en la salvación de las vidas de aquellas desdichadas.

—¡No, por favor! Cobrad el precio que tengáis establecido —imperó Angiolo al mesonero.

—No insistan, señores, solo os cobraré la habitación —repuso este.

—Os quedamos muy agradecidos, Salvatore. Vamos al castillo, para intentar mediar en la liberación de las mujeres apresadas y erróneamente condenadas, pero, como podréis suponer, nuestra labor no va a ser nada fácil, porque se trata del Santo Oficio —dijo Bruno mientras, junto con Angiolo, se despedían de aquel buen hombre y de su familia.

Mauro estaba colocando las riendas a los caballos cuando el posadero resbaló, al apoyar su muleta con una losa mojada del suelo, y estuvo a punto de caerse si no hubiese acudido en su ayuda Bruno.

—¡Gracias, señor! —exclamó.

—¿Qué os sucedió? ¿Por qué cojeáis?

—Fue hace muchos años, cuando era soldado. Estaba luchando contra las tropas de Venecia, en el castillo de Arco, y fui alcanzado por una bola de fuego que, tras explosionar, derribó parte de las almenas y el pasillo de ronda, donde yo estaba haciendo guardia con otros centinelas. No recuerdo mucho más porque quedé aturdido, perdí el conocimiento y caí al suelo. Cuando desperté, estaba en el hospital de Rovereto, y fui curado por un médico al que le debo la vida, cuyo nombre no olvidaré jamás: Pietro Andrea Mattioli, entonces doctor de cabecera del cardenal Bernardo Clesio —se sinceró el posadero.

—Pietro Andrea. El gran sabio… Tuvimos el honor de conocerle y estar con él ayer mismo en el castillo de Toblino —respondió con júbilo Bruno, y Angiolo asintió.

En sus rostros se reflejaba una profunda admiración hacia el citado médico.

—Bien, debemos despedirnos ya —dijo Bruno—. El tiempo corre en nuestra contra, y está en juego la vida de esas desdichadas mujeres.

Tomaron rumbo al castillo a través de un paseo arbolado, en acusada pendiente. La lluvia de la noche anterior había desprendido gran cantidad de tierra de la montaña y los cascos de los caballos resbalaban sobre el barro y el suelo empedrado; las ruedas del carromato se deslizaban peligrosamente. En aquel momento, las campanas de la iglesia de Stenico repicaban las nueve de la mañana, y el sol apenas se atrevía a salir, aunque se abrían algunos claros. En las calles ya había algún movimiento de personas, pero seguía respirándose aquel aire de temor de la noche anterior. El asombro de ellos fue al contemplar lo que estaba sucediendo en un ángulo de la plaza mayor, cerca de la iglesia: se estaba preparando una pira de haces de leña y maderas recién cortadas, con dos elevados troncos en vertical, a modo de poste, que sobresalían por su altura del resto de aquel sobrecogedor escenario… Entonces, al pasar cerca de aquel dantesco patíbulo, se produjo un estremecedor silencio, que impidió vocalizar cualquier palabra; solo los ojos de Bruno y Angiolo, tímidamente asomados a las ventanas del carruaje, reflejaban unas miradas de horror contenido.

—¡Estas horripilantes piras me dan escalofríos, amigo Angiolo! —exclamó Bruno, colocándose un grueso abrigo de lana sobre los hombros.

—Sí. Yo también he notado como si la temperatura hubiese bajado de repente —dijo Angiolo—. La fuerte tormenta de anoche ha acelerado la llegada del otoño, y el dantesco y escalofriante escenario que hemos contemplado.

Mientras tanto, Mauro conducía con cuidado, porque el suelo estaba lleno de barro y agua, y los ejes del carromato seguían desplazándose peligrosamente hacia los bordes del sendero, con el grave peligro de caer sobre el precipicio. Bruno y Angiolo decidieron apearse, para aliviar la carga de los caballos, hasta que el chófer lograra recuperar la confianza. Afortunadamente, pocos instantes después alcanzaron la plataforma superior, situándose frente a la fachada principal de la fortaleza.

—¡Alto! ¿Quién va? —imperó la voz fría de un guardia desde la tronera superior.

Al oír la imperiosa voz del centinela, Bruno bajó a tierra y, extrayendo el documento del bolsillo, respondió:

—Disponemos de un salvoconducto firmado por el cardenal Cristoforo Madruzzo. Estamos de viaje en ruta desde Trento a Carisolo.

Un silencio que se hizo interminable medió hasta que se oyeron abrir los goznes del enorme y pesado portalón de aquella gigantesca ciudadela aérea. Después, varios soldados salieron al encuentro de los recién llegados; el sargento, tras examinar el salvoconducto y mirar con altivez a los recién llegados, expuso su autoridad.

—Podéis pasar. Aguardaréis en el patio de entrada hasta que os reciba el señor de la fortaleza, a quien no tardaré en anunciarle vuestra llegada.

—Os estamos muy agradecidos —respondió Bruno mientras se guardaba cuidadosamente el documento en el bolsillo del abrigo.

Se respiraba una atmósfera de mucha tensión en el interior de aquella fortaleza; a los recién llegados les sorprendió que hubiese tanta vigilancia en el pasillo de ronda, asomando entre los huecos de las almenas y dentro de los matacanes.

—Parece que toda la guarnición militar se encuentra en estado de máxima alerta —comentó calladamente Angiolo mientras Bruno asentía con la cabeza.

Tras un largo tiempo de espera, llegó el señor del castillo.

—¡Buenos días, señores! Perdonad el retraso; he tenido una reunión de notable importancia en mi salón. Soy Alessandro Civerone, señor de esta fortaleza. Podéis instalaros y dejar los caballos y el carromato en el establo. Esta noche, en medio de una fuerte tormenta, hemos tenido la visita inesperada del cardenal Cristoforo Madruzzo, en viaje hacia Trento.

—¿El cardenal se encuentra aquí, en Stenico? —preguntó con asombro Bruno.

—En efecto. En estos momentos su eminencia se encuentra reposando en sus aposentos. Pero no puedo deciros nada más —repuso Civerone con autoridad—. Además, hoy será un día de gran tensión, porque tenemos encarceladas a dos mujeres.

—Sí, de esto último ya teníamos información. ¿Pero qué será de ellas? —se interesó Angiolo.

—Solo puedo añadirles que estas mujeres serán ejecutadas por orden de la Inquisición. ¡Acompañadme! Vuestro chófer puede llevar los caballos a los establos y guardar el carromato en el patio trasero, y él puede alojarse con los servidores de palacio —manifestó Alessandro.

—Os quedamos muy agradecidos, señor.

Los recién llegados se cruzaron en aquel momento unas miradas de asombro ante la noticia de la inesperada visita del cardenal, que, al mismo tiempo, les llenó de infinita alegría. Seguidamente, Bruno se dirigió al señor de Stenico.

—Si fuera posible, nos gustaría saludar a su eminencia. Hacía tiempo que, desde nuestra partida de Trento, no teníamos noticias de él —dijo, mientras Angiolo asentía a sus palabras.

—Miraré qué puedo hacer. Las órdenes de que nadie le moleste hasta la hora de la comida son tajantes. El viaje fue muy agotador, y el frío y la lluvia de anoche le dejaron exhausto —repuso Alessandro.

—Si os parece, señor, no queremos molestarle más. Yo, personalmente, conozco bien esta fortaleza, porque durante el concilio estuve trabajando en las restauraciones de los frescos de la Sala de los Medallones, y la tarea me llevó unos meses —expuso Bruno.

—De acuerdo. Hay muchas cuestiones que reclaman mi presencia y atención. ¡Estáis en vuestra casa! —exclamó Alessandro—. Si precisáis algo, no dudéis en hacérmelo saber a través de la guardia. Un soldado os acompañará por el interior de la fortaleza. Tan pronto como me sea posible acceder al cardenal, anunciaré a su eminencia vuestra presencia en Stenico.

—Si me necesitáis, señores, estaré en los establos y luego con el resto del servicio —dijo el chófer.

—Gracias, Mauro —respondieron.

Después siguieron a prudente distancia al soldado durante el recorrido por el patio de armas y demás zonas de la ciudadela, procurando causar la menor molestia posible a los diferentes grupos de tropas que, en todas direcciones, se cruzaban a sus pasos. Aquel primer patio estaba pavimentado con cantos rodados, que brillaban y resbalaban por el agua recibida toda la noche. De allí, y a un lado, se abría una monumental escalinata de piedra que alcanzaba la galería superior. Por todas partes iban cruzándose con soldados armados, en estado de máxima alerta.

Mientras caminaban por los pasillos, Angiolo preguntó calladamente a su compañero:

—¿En qué zona del castillo están las mazmorras?