XI. Temores

—¿Qué deseáis? —preguntó el hombre que había abierto el pesado portalón de la hospedería.

—Buenas noches, señor. ¿Podríais alojarnos por una noche en vuestra posada? —preguntó Angiolo.

Aquel hombre, sin dejar de analizar a los recién llegados, se permitió tardar una eternidad en responder, ante la infinita extrañeza de los viajeros.

—Casualmente me queda una habitación libre, aunque no es de las mejores. ¿Cuántos sois? —exclamó el posadero.

—Somos tres. Y el carruaje que nos trae, con los dos caballos.

—Pues os prepararé tres camas. Pero no puedo ofreceros comida, porque he agotado todas las existencias del almacén al tener que entregarlas a los señores del castillo. El carromato y los caballos podéis dejarlos en el establo, detrás de la casa.

—No os preocupéis, señor, por los alimentos. Ya hemos comido en el camino —respondió amablemente Bruno.

—Acompañadme, esperaréis en el salón mientras os preparan las camas de vuestro aposento.

Un largo pasillo enlazaba la entrada con el patio interior, que servía de comunicación con el resto de las habitaciones. El salón principal contaba con una gran chimenea de piedra, que dominaba el centro de la estancia, y su fuego caldeaba el ambiente. Varias personas, sentadas en mesas, bebían y conversaban, pero fueron silenciando sus conversaciones a medida que se aproximaban los recién llegados. Una sensación de miedo envolvía también aquel escenario. El posadero ordenó a unos sirvientes que preparasen la alcoba mientras permanecían en aquel salón, donde ocuparon una mesa vacía, y no tardaron en ofrecerles una jarra de vino caliente. Todos los ojos del resto de personas que había en la sala se clavaron sobre los rostros de los recién llegados, pero estos lograron mantener una fría serenidad.

—¿Has notado cómo nos miran? —preguntó entre dientes Angiolo a Bruno.

—Claro, resulta imposible no darse cuenta. Es probable que crean que somos miembros del Santo Oficio —repuso Bruno.

—¡Señores! Ya podéis alojaros en la habitación. Os la mostraré. Venid conmigo —les indicó el posadero.

—Gracias.

Tan pronto como acabaron la escalinata y alcanzaron el rellano de la planta superior, aquel hombre, que a pesar de su cojera se desplazaba con gran soltura, no dudó en interrogarles.

—¿Es la primera vez que vienen a este lugar?

—¡No! Trabajamos para el cardenal Madruzzo, en la ciudad de Trento. Me llamo Bruno, soy restaurador artístico de los palacios del principado, y mi compañero, Angiolo, es responsable de los jardines. Y Mauro, nuestro cochero, se incorporará tan pronto como regrese del establo.

Aquellas palabras dieron una paz infinita al semblante del posadero.

—Mi nombre es Salvatore Brione —dijo—, y soy el dueño de esta posada, que heredé de mis padres. —Se produjo un silencio letal, y el posadero, aproximando la lámpara de aceite a los recién llegados y procurando vencer un pánico atroz que seguía recorriéndole todo el cuerpo, volvió a hablar—: Si sois personas de confianza, relacionadas con su eminencia, creo, señores, que podré confesaros algo terrible. No sé si sabréis lo que está sucediendo en estos momentos en Stenico a causa del apresamiento de dos mujeres por parte de la Inquisición, que las mantiene recluidas en las tenebrosas mazmorras de la fortaleza, después de haberlas arrestado por brujas.

—Algo hemos oído en Comano Terme —exclamó Angiolo—. ¿Y qué sucederá? ¿Qué rumorean las gentes de Stenico? —le preguntó al posadero.

—Todo el pueblo está en contra de este arresto, pero poco podemos hacer ante el brazo armado de la Iglesia. Incluso Alessandro, el señor de la fortaleza, que es un hombre querido y admirado por todos, se ha visto obligado a encarcelar a estas mujeres en las horripilantes galerías subterráneas de la torre del hambre, el área más antigua de la ciudadela, y de donde pocas personas han salido con vida.

Los rostros de los recién llegados coincidieron en mostrar una repulsa contra la amarga situación que se estaba viviendo dentro de aquella escalofriante fortaleza.

Tras unos instantes, el posadero prosiguió.

—Estas mujeres salvaron a Stenico cuando, hace un lustro, la epidemia de cólera asoló a la población y a toda esta zona del principado. Recuerdo muy bien que pusieron en práctica pócimas, bebedizos y ungüentos que solo ellas sabían preparar. A las personas más afectadas por el mal, además, les hacían comer sopa de ajo con pan antes de dormir.

—¿Y se sabe cuándo está previsto llevar a cabo la ejecución? —preguntó con honda preocupación Bruno.

—Será probablemente mañana, en la plaza, delante mismo de mi hospedería; para lo cual intentaré mantener la puerta, balcones y ventanas bien cerrados, como señal de rechazo. Lo mismo hará la gran mayoría de vecinos de la población —exclamó Salvatore, con evidente tristeza en el rostro.

—Pues mañana, al alba, nos acercaremos al castillo para hablar con el señor de la fortaleza. Intentaremos salvar a esas desdichadas mujeres —manifestó Bruno, mirando a su compañero Angiolo—. Ahora vamos a descansar, debemos reponer fuerzas.

—Me parece muy bien, y todo Stenico os quedará siempre agradecido por ello —susurró el posadero, dándole una palmada de amistad en el hombro a Bruno—. Si os parece bien, os despertaré sobre las siete de la mañana —sugirió.

—De acuerdo —respondieron enseguida los dos, después de haberse cruzado unas miradas de complicidad.

Mauro, tras dejar los caballos y el carromato en los establos, no tardó en incorporarse al grupo y entró en la alcoba, donde ya habían preparado tres camas muy sencillas, sin dosel, pero de suave y esponjoso colchón de plumas y edredón de algodón. Afortunadamente no había ninguna cama de armario. Desde la ventana principal se podía ver la fortaleza superior: la luna llena, que había logrado abrirse paso entre las nubes, iluminaba de fría y blanca claridad los tejados de piedra del castillo; los torreones y recintos amurallados se encendían con luces cálidas por los reflejos del fuego de las antorchas, mientras las chimeneas de los aposentos más suntuosos del castillo vomitaban nubes de humo. Fue entonces cuando, al contemplar la ciudadela de Stenico, Bruno, rompiendo el silencio sepulcral de la estancia, exclamó sin alzar la voz:

—¡Cuánto deberán estar sufriendo en estos momentos esas mujeres en las tenebrosas mazmorras de la torre del hambre, por verdugos y vigoleros, para arrancarles confesiones absurdas!

—Yo también estaba pensando lo mismo —acordó Angiolo, mientras Mauro no dejaba de mirar a través de los cristales de la ventana, con los ojos clavados en los muros del castillo, en un intento de poder penetrar en el interior de la hermética y fría fortaleza.

En unos momentos, gruesos nubarrones ocultaron la claridad de la noche, y una terrible tormenta se proyectó sobre el castillo, iluminando con ráfagas de corrientes eléctricas todo aquel estremecedor paraje y dejando la silueta de la fortaleza encendida como si de un espectro de piedra se tratase. Aquel resplandor les dejó mudos.

—Parece un presagio celestial —exclamó Angiolo.

—Debemos preparar el encuentro con el señor del castillo de Stenico a primera hora de la mañana, y esperemos que nos atienda. No será una tarea nada fácil, dado que estará muy presionado por los inquisidores. Pero ahora debemos descansar, porque no sabemos lo que nos vamos a encontrar en esta fortaleza. Mañana ya decidiremos lo que hacemos —repuso Bruno.

Tras acomodar a los recién llegados en su aposento, Salvatore inició el descenso de la escalinata hacia el salón comedor; el sonido de la muleta del mesonero golpeando sobre los escalones de madera retumbaba en toda la hospedería. Y tan pronto como Salvatore llegó al salón, los allí presentes se aproximaron a él, bastante inquietos y vivamente interesados.

—Podemos estar todos tranquilos —los calmó Salvatore—, os lo aseguro, son personas de fiar. Trabajan para el cardenal Madruzzo y están de paso por estas tierras. Portan un salvoconducto de su eminencia. Además, han mostrado interés en interceder por la libertad de las mujeres apresadas en la fortaleza.

Un clamor de admiración retumbó en la sala; aunque el dolor y la pesadumbre ante la incierta suerte de las mujeres se respiraban en el ambiente.

—¡Así que brindemos por ellos, deseándoles suerte mañana! —exclamó Salvatore, mientras elevaba su jarra de cerámica rebosante de vino, e iba llenando las que estaban vacías.

Mientras tanto, en la alcoba, los tres ya se habían acostado, y, con el ronquido de sus compañeros en el ambiente, Bruno, en silencio, pensó: «Debo enviarle un mensaje al cardenal para informarle de las explicaciones que me dieron Ficino y Lucano, en Comano Terme, y también de todo cuanto está sucediendo en Stenico… Pero debo reponer fuerzas, ha sido una jornada muy intensa, y no sé lo que sucederá mañana. Además, parece ser que el cardenal no se encuentra en Trento».

A la mañana siguiente, cuando las campanas de la torre de la iglesia repicaban las siete, un mozo, por orden expresa del dueño de la hospedería y después de haber superado el medio centenar de escalones de la larga escalera en un par de zancadas, golpeó la pesada puerta de madera de la alcoba.

—¡Señores! ¡Señores! Es la hora —exclamó aquel joven.

—¡Gracias! —respondió al momento Mauro, quien ya llevaba rato despierto, y seguidamente llamó a sus compañeros de alcoba, que habían dormido a pierna suelta por el cansancio acumulado.

—Gracias, muchacho.

—Después de refrescarnos la cara y los brazos en el aguamanil, bajaremos al salón, a ver si el posadero nos puede poner algo para desayunar —propuso Bruno.