Después de un rato, Mauro y Ficino regresaron al balneario y dejaron el carromato bien estacionado y los caballos con los arneses puestos, a la espera de que Bruno y Angiolo terminaran el baño. Mientras conversaban amablemente, un fuerte griterío retumbó en aquel sosegado lugar.
—¿Qué sucede?
Al instante, medio centenar de personas llegaron hasta la fachada principal del edificio termal y empezaron a golpear salvajemente las puertas y ventanas con palos y toda clase de instrumentos agrarios; con los ojos llenos de cólera, sus gritos retumbaban en la profunda soledad de las estancias.
Ante todo este escándalo, Bruno y Angiolo se apresuraron a salir al exterior, preocupados.
—¿Por qué gritáis?, ¿qué está sucediendo? —preguntó Ficino a uno de los que encabezaban aquella turba humana.
—¡Las han apresado!, ¡las han apresado!…, y mañana las quemarán en la hoguera.
—¿Pero a quiénes y por qué? ¡Informadnos, por favor! —preguntó con inusitado interés y preocupación el conservador del balneario, mientras Bruno, Angiolo y Mauro no salían de su asombro tras escuchar aquellas barbaridades.
—Los soldados, por orden de la Inquisición, han apresado a Gina y a Giovanna, pregonando a todos que eran brujas —respondió uno de los manifestantes, mientras el resto de esa muchedumbre no paraba de clamar a gritos justicia y clemencia para aquellas mujeres.
—¿Y dónde se encuentran ahora? —preguntó Ficino.
—En las terribles mazmorras subterráneas del castillo de Stenico, donde fueron recluidas ayer tarde —respondió uno de los manifestantes—. No sabemos cuándo se llevará a cabo la sentencia, ni tampoco si se celebrará juicio alguno.
—Gina y Giovanna son mujeres de comportamiento ejemplar —explicó Ficino—, en ningún momento nadie que las conozca las ha calificado de brujas. Sus profundos conocimientos sobre las plantas silvestres han contribuido a la curación de numerosas personas. Además, debido a la edad, Gina, que es bastante mayor, no soportaría los terribles tormentos que pueden producirle en aquel infierno, de donde pocas personas han salido con vida —comentó con pesar.
—Pienso que deberíamos hacer algo —le susurró Angiolo a Bruno al oído—. Estas mujeres, por lo que estamos viendo en la respuesta popular de la gente que las conoce, son personas muy queridas.
—Estoy de acuerdo contigo —respondió al momento Bruno—. El castillo de Stenico se alza arriba, a poca distancia de aquí, sobre la roca que domina el pueblo. Es un poderoso baluarte y palacio que visité en varias ocasiones, durante el concilio, para restaurar algunos lienzos. Espero que el castellano me recuerde. Además, este castillo es propiedad del obispo-príncipe de Trento.
—Yo también estoy con vosotros —dijo Mauro—. Recuerdo de cuando era pequeño que estas mujeres vivían en el bosque, y ayudaban generosamente a muchas personas a sanar de enfermedades que los médicos no se atrevían a diagnosticar, y menos aún a curar. Para las gentes del pueblo no son brujas, sino curanderas —dijo con seguridad, mientras amarraba los caballos en el tiro del carromato.
Después de aquellas palabras pronunciadas por el chófer, aquel grupo de personas, llenas de rabia y dolor contenido, comprendieron que estaban ante gentes afines. Sin embargo, una voz se abrió paso entre el griterío.
—¿Y cómo podemos saber que no sois vosotros también espías de la Inquisición?
—Trabajamos para el cardenal Madruzzo, como podréis ver en este documento, y bien sabéis que su eminencia también está en contra de las injusticias —confirmó con voz serena pero firme Bruno.
Ante aquello, un silencio sepulcral se hizo en el ambiente. El que hacía de responsable del grupo, exclamó:
—Bien, señores, en estos momentos difíciles, toda ayuda es buena. Por lo tanto, a ver si entre todos podemos salvar a estas mujeres, por el mucho bien que han hecho en nuestra comunidad.
—Así lo haremos, descuidad —respondió Bruno, ofreciendo su mano a aquel dirigente, que no tardó en responderle amablemente—. Debemos partir pronto, porque el tiempo va en nuestra contra.
—¡Pues adelante, a Stenico!
—Pero aguardad unos instantes, quiero hablar con Ficino. No me retrasaré —exclamó Bruno.
Bruno fue hacia la sala donde permanecía todo el grupo, y dirigiéndose a Ficino, le preguntó:
—Contadme todo cuanto está sucediendo, además del grave asunto de las mujeres condenadas como brujas.
Ficino quedó algo pensativo. No esperaba aquella pregunta tan concreta y al mismo tiempo un tanto difícil de responder. Por ello, con la mirada pidió ayuda a Lucano, el dirigente de aquella masa de revoltosos. Este, que había oído perfectamente la pregunta de Bruno, no dudó en responder.
—Señor, desde hace un tiempo venimos padeciendo la tiranía de las gentes que representan los intereses de la Iglesia, o mejor dicho, de la Inquisición. Unos representantes, vestidos de negro y armados, entran en nuestras propiedades y rompen nuestra paz a cualquier hora, por la fuerza, obligándonos a pagar unos tributos imposibles, aún a sabiendas de que nuestros ingresos y nuestros bienes no nos llegan ni para alimentar a nuestras familias. Estamos viviendo una pesadilla…
—Sí. Todo cuanto dice este hombre es cierto —confirmó Ficino.
—¿Entonces, estas mujeres, más que por brujas, han sido apresadas por no pagar unos tributos? —preguntó Bruno.
—Así es, señor —coincidieron en responderle ambos.
Al oír aquella confirmación, la indignación de Bruno se hizo patente en su rostro; y después de despedirse, salió dando grandes zancadas y maldiciendo entre dientes a los culpables de todas aquellas fechorías, mientras pensaba que estas informaciones debía de hacérselas saber a su eminencia. Momentos después el carruaje, tras dejar atrás el balneario y el abandonado paraje de aquel jardín de hojarasca y barro que lo envolvía, no tardó en alcanzar el camino principal. Angiolo y Bruno mostraban rostros de cierta indignación. Cuando el primero, al ver a su compañero cabizbajo y con los labios apretados, decidió romper aquel helado silencio en el ambiente, parecía que también los caballos intuían aquella tragedia y relincharon con furia antes de iniciar el acusado descenso de un camino empedrado que resbalaba por la humedad.
—Recuerdo que hace unos ocho años, yendo con mi esposa a visitar a nuestro hijo Luigi, monje del convento de San Romedio, en la cercana ciudad de Córedo, se produjo un hecho que encendió la sangre de la mayoría de los habitantes de todo el Val di Non.
Bruno, que seguía absorto en sus pensamientos, levantó la cabeza y, mirando a su amigo, se interesó por aquel relato.
—¿Qué sucedió? —quiso saber.
—Fue en el tenebroso Palazzo Nero, una estructura hermética de piedra, de planta cuadrangular, con escasas ventanas, en cuyo interior se llevó a cabo un escalofriante proceso contra siete mujeres, que la Inquisición condenó sin juicio previo por brujas, entregándolas sin contemplaciones al brazo secular para que las quemasen vivas en una pira. Aquella horripilante hoguera, que se encendió en la plaza mayor, recuerdo que permaneció toda la noche ardiendo, iluminando toda la ciudad con fantasmales sombras. Un nauseabundo olor a carne quemada se respiraba en el ambiente, ante el pavor, impotencia y rabia contenida de la gente; nadie se atrevía a mover un músculo del rostro.
—¿Y a ti te tocó presenciar aquel escalofriante espectáculo? —preguntó Bruno con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—Mi esposa y yo, que estábamos entonces en Córedo, de regreso de San Romedio, y ya nos disponíamos a volver a Trento después de haber pasado unos días con Luigi, nuestro hijo pequeño, al igual que muchas otras personas de esa ciudad fuimos obligados a asistir y presenciar en directo aquel siniestro y sangriento espectáculo como un acto de castigo para que ninguna oveja se saliera del rebaño. Por ello, nadie se atrevió a moverse del lugar, al ser obligados a contemplar aquella terrible sentencia, porque, de hacerlo, nos hubiesen castigado con trescientos azotes. Aún hoy día no logro borrar de mi mente cuando algunas de aquellas personas, mayores, que debieron ser familiares de alguna de las condenadas, intentaron huir. Lamentablemente, no tardaron en ser alcanzadas por los exploratores de la Inquisición y después, con sus cuerpos desnudos de cintura para arriba, no pudieron soportar las sesiones del látigo con bolas de hierro en las puntas, que servían para romper y hacer sangrar los tejidos, y allí vieron también el final de sus vidas. Aquellos desdichados igualmente fueron víctimas de la barbarie humana —terminó de explicar Angiolo con lágrimas en los ojos.
—Yo también tengo amargos recuerdos de aquella ciudad, y concretamente de ese siniestro Palazzo de Córedo. Fue en mi visita de hace un lustro cuando, en plenas sesiones del concilio, el cardenal Madruzzo me encargó la restauración de la Sala del Juicio, situada en la primera planta, donde se desarrolla un magnífico ciclo de frescos góticos. Pero el aire lúgubre del edificio me sobrecogió. De tal modo que me armé de valor para rehusar aquel ofrecimiento, alegando no estar bien de salud. Estoy convencido de que las almas de aquellas mujeres seguían flotando en la atmósfera de esa pavorosa estancia, y que yo no tardé en percibirlas, como voces desde del más allá que clamaban justicia —dijo Bruno, con voz entrecortada por el dolor de un recuerdo ingrato.
—La situación, por lo tanto, es bastante difícil. Veo que poco vamos a poder interceder por la salvación de estas mujeres si por medio está la larga mano del Santo Oficio —añadió Angiolo, con profundo pesar, y Bruno asintió con la cabeza.
La villa de Stenico ya estaba a la vista, sobre la ladera oriental de una colina, entre espesos bosques y, por encima de todo, coronando la roca superior, como flotando en el espacio, los recios y oscuros muros de una fortaleza que, envuelta bajo negros nubarrones y emergiendo de un mar de brumas, incrementaba la sensación de enclave de terror. A su alrededor había profundos valles, creados por el Sarca y sus afluentes.
—Ya estamos cerca, señores, pero deberíamos hacer un alto en este claro del bosque. Los caballos están agotados, y no debo castigarles más con el látigo —exclamó el conductor.
—Bien, creo que es buena idea —coincidió Angiolo.
—Es media tarde y aún no hemos comido. Además, no sabemos qué nos aguarda en este lugar —comentó Bruno.
El cochero, satisfecho ante la aprobación recibida, soltó al momento las riendas de los caballos para que pastasen y bebiesen a placer, mientras sacaba de las alforjas los alimentos que esa misma mañana les había facilitado gentilmente el cocinero de Toblino por orden del señor de la fortaleza, instantes antes de partir.
—Este lugar me produce escalofríos —susurró Angiolo.
—La sensación de humedad, frío y el silencio absoluto de la noche, que parece envolvernos dentro de una espesa nube de misterio, influyen en esa sensación que yo también percibo —musitó Bruno, mientras iba mordiendo las viandas.
El vuelo rasante de una lechuza blanca que se posó sobre la rama de una encina rompió el hielo de aquella atmósfera un tanto sobrenatural, y los ojos de los tres se dirigieron de inmediato sobre aquel cazador nocturno.
—Bueno, deberíamos partir ya. Tendremos noche cerrada y los caminos casi impracticables por el barro —aconsejó Angiolo.
Después de reponer fuerzas, el carromato se puso de nuevo en marcha.
El pueblo parecía inmerso en unas nubes fantasmagóricas, las calles vacías, sacudidas por un viento frío y racheado, y algún perro, con el rabo metido entre las patas, aullaba de miedo y hambre, buscando algo de alimento. En medio de aquel dantesco escenario, entre la niebla, un grupo de soldados, armados hasta los dientes, les salió al paso.
—¿Quiénes sois?
—Venimos de Trento, y trabajamos para el cardenal Madruzzo. Aquí tenemos el salvoconducto, firmado por su eminencia —exclamó enseguida Bruno, sacando de su chaleco el documento, mientras Angiolo miraba fijamente a los soldados, con seguridad y aplomo, pero sin altanería.
—¿Y qué buscáis en Stenico? —preguntó con autoridad el soldado de mayor graduación.
—Se nos ha hecho tarde, y necesitamos un lugar para pasar la noche, para seguir mañana viaje hacia Carisolo —manifestó Bruno mientras, discretamente, le echaba un guiño a Angiolo. Y este captó al instante el mensaje.
Era lógico que diese esa respuesta, porque no debían exponer el verdadero motivo de aquella parada en Stenico, que no era otro que el de intentar liberar a las mujeres apresadas. Por lo tanto, había que actuar con la máxima discreción y, al mismo tiempo, rapidez, dadas las circunstancias. Además, en la cabeza de Bruno había otras preocupaciones, como la de informar a su eminencia de cuanto estaba sucediendo en aquellas tierras.
—En el castillo no será posible, porque todos los aposentos están ocupados. Pero podréis intentar en la hospedería del pueblo, que está en la plaza —contestó aquel militar con rostro de pocos amigos, mientras sus compañeros seguían la ronda.
Una vez solos, Bruno y Angiolo acordaron dialogar en voz baja unos instantes para sopesar la situación, estudiando las posibilidades que podrían llevarse a cabo, y convinieron en que se trataba de una misión difícil.
—Casi será mejor que nos alojemos en la hospedería. Dentro del castillo se respirará una atmósfera muy hostil, impuesta por la situación. Por otro lado, como nos ha dicho el soldado, las estancias están llenas —dijo Bruno según lo acordado con Angiolo.
Seguidamente se dirigieron a la plaza. Pocas personas había por las calles; mientras avanzaba el carromato, los postigos de las ventanas se abrían suavemente, dejando entrever una tímida luz de vela o de lámpara de aceite en el interior de las casas, para permitir ver disimuladamente el exterior.
—Noto que el miedo es tan perceptible en el ambiente que puede cortarse con un cuchillo, e impide, al mismo tiempo, una respiración normal —exclamó en voz baja Bruno.
—Sí, ya lo he notado. Muchos ojos nos observan en medio de la oscuridad, detrás de las ventanas —comentó Angiolo.
Mauro procuraba que las herraduras de los caballos hicieran el menor ruido posible sobre las losas de piedra del pavimento de las empinadas calles.
No tardaron en alcanzar la plaza, donde la única nota de alegría la ponía el murmullo del surtidor de la fuente, que dominaba el centro de aquel espacio urbano rodeado de soportales. La fachada de la hospedería, de color marrón, estaba iluminada con dos farolas de aceite, y la puerta en arco adovelado permanecía entreabierta. Mauro paró el carromato.
Descendieron de inmediato, aunque con precaución, porque el suelo estaba mojado. Seguidamente, se dirigieron a la puerta y golpearon la aldaba.
Fueron unos instantes eternos los que se vivieron ante la puerta, esperando que esta se abriera. Al rato, se oyeron sonidos de bota y madera, a pasos alternos, y un hombre, de gran corpulencia, con barba blanca y espesa, y que andaba con la ayuda de una muleta, abrió el pesado portalón, cuyas bisagras chirriaron con fuerza. Portaba un candil en la mano y, con mirada de águila, analizó de arriba abajo a los recién llegados.