El carromato seguía su camino, en dirección a poniente, y, sin darse cuenta, después de haber dejado atrás Villa Banale, al coronar una colina al otro lado del Sarca llegaron a la altura de Comano Terme. Fue entonces cuando Mauro, a corta distancia de la orilla del río, en una zona de álamos temblones y sauces llorones, decidió frenar un momento los caballos.
—¡Señores!, ¿les parece bien que hagamos un alto aquí? Los caballos deben descansar —preguntó el conductor amablemente.
—Me parece muy bien —respondió Bruno, mientras Angiolo asentía con la cabeza—. Así estiraremos las piernas.
Después de bajarse de la carreta, una enorme sensación de felicidad los dejó extasiados al contemplar el fascinante escenario natural que se abría a aquel bucólico paraje: densos bosques de hayas y robles mostraban sus atractivos colores otoñales y, como telón de fondo, sobre las copas de los árboles, en la lejanía se veían las poderosas y desnudas cumbres del Brenta, hacia el norte, y la Cima Tosa, con sus grandiosas crestas, dominando un mar de montañas de roca parda, con la nieve vistiendo ya de blanco el reino de las águilas.
—¡Qué paraje más encantador! Aquí podremos abrir la bolsa de comida que nos han preparado esta mañana en Toblino.
El conductor del carromato, después de liberar a los caballos para que pastaran y bebieran en la orilla, comentó con júbilo:
—Yo nací en esta aldea, donde me crié hasta los diez años. Después, a causa de una terrible epidemia que asoló los pueblos de este valle, mi familia se trasladó a Trento, aunque guardo muy agradables recuerdos de mi infancia. Lo que me llama la atención es que, después de cuatro décadas, todo sigue igual que entonces: la calle adoquinada, el pajar para el ganado, las fuentes, la iglesia, el antiguo palomar donde jugaba y me escondía de pequeño, y el ritmo cotidiano de las gentes… Un mundo mucho más relajante que en Trento, como podréis observar.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Angiolo, mientras Bruno saciaba su sed en una fuente.
—Nos encontramos en Comano Terme, señor —respondió el conductor.
—¡Excelente! —exclamó Bruno—. Es este, sin duda, el lugar que me recomendó Pietro Andrea. ¡Mauro, asegúrate de que a las palomas no les falte comida ni agua!
—Descuide, señor. Cada mañana lo compruebo.
Después, los tres iniciaron el recorrido por la zona, pero sin alejarse del carromato y de los caballos.
—La abundancia de fuentes es la demostración de que las aguas que brotan de las entrañas de la montaña son muy saludables —dijo Mauro—. Recuerdo que estaban especialmente recomendadas para los males de la piel; también son buenas para beber, fácilmente digeribles, porque tienen una baja mineralización, e igualmente están recomendadas para los males del estómago, al ayudar a hacer la digestión de los alimentos. Hasta este balneario recuerdo que llegaban personas y familias enteras para curarse de enfermedades relacionadas con la piel. El edificio termal estaba detrás de aquellos árboles, en medio de unos agradables jardines. Si os parece bien, podemos acercarnos.
—¡Claro! Estoy seguro de que Pietro Andrea me ha aconsejado lo mejor para mi enfermedad.
—Alguna desgracia debe haber sucedido aquí, según el abandono que podemos apreciar en todo cuanto rodea al complejo de Comano Terme —dijo con tristeza Mauro—. ¡Cuán diferente es este balneario de como yo lo recordaba en mi infancia, lleno de visitantes, principalmente de familias nobles y aristocráticas, llegadas de Milán, Bolonia y de otros lugares de Italia, los cantones suizos y de valles del Tirol austríaco! ¡Ahora la desolación hace que hasta los árboles estén decaídos, las ramas apesadumbradas y los jardines abandonados a su suerte!
—Yo también advierto una terrible soledad y abandono en este lugar —manifestó Bruno cuando terminó de saciar su sed en la fuente.
Asegurándose de que no había nadie extraño en aquel momento, no dudó en soltarse el cinturón y desprenderse al instante del pantalón, camisa y chaleco, así como de los zapatos y medias, hasta quedar completamente desnudo. Seguidamente, y sin rubor, decidió meterse en la alberca para darse un baño, ante los asombrados ojos de sus compañeros de viaje. La sorpresa de Bruno fue que estos hicieron lo mismo, liberándose de sus vestimentas, que colocaron dentro del carromato.
—¡Es como si no hubiesen pasado los años! —exclamó Mauro, ya dentro de la alberca—. Mi infancia la pasé en estas fuentes. Estas aguas, como podréis ver, son muy suaves al tacto y dejan una piel fina y sedosa.
—Sí, ya lo he notado, son aguas muy agradables al tacto —comentó con júbilo Bruno, mientras dejaba que un chorro le cayese sobre los hombros.
Angiolo prefirió nadar, separándose de sus compañeros. Momentos después, bajo las ramas de un viejo roble, se oyeron unos pasos, que avanzaban con firmeza entre los arbustos y matorrales, quebrando la seca hojarasca del suelo…
—¿Quién anda ahí? —retumbó una voz.
—Somos viajeros, llegados desde Trento, y estamos dándonos un baño en esta alberca —exclamó Mauro.
El recién llegado, hombre de mediana edad, de cabello blanco y recia complexión, no tardó en alcanzar el lugar donde se encontraban. En su mano derecha portaba una gruesa rama de árbol y ya, mirándoles fijamente a los rostros, y con la mano amenazante, exclamó con autoridad:
—¿Cómo habéis entrado en este recinto?
—¡Perdonad, señor!, pero es que no hemos visto ninguna cancela ni muro que impidiese la entrada —respondió Angiolo.
—Esto es una propiedad particular, aunque las verjas y muros hayan sido destruidos en parte —manifestó en tono un tanto airado.
En ese momento, el conductor del carromato, comprendiendo la delicada situación, salió de la alberca y, tras taparse con un lienzo seco, se dirigió al recién llegado:
—¡Señor!, yo nací en esta población, me llamo Mauro, aunque resido en Trento desde hace cuarenta años. Mis compañeros, al igual que yo, trabajan para el cardenal Madruzzo, y ahora estamos haciendo un recorrido por el principado.
Aquel personaje comenzó entonces a relajarse y, tras apoyar la rama que esgrimía como arma, respiró algo más tranquilo.
—El balneario ya no es lo que fue —dijo al fin—. Hace pocos años, una terrible epidemia de cólera condenó a muerte a gran parte de los habitantes de Comano Terme, y el establecimiento termal quedó abandonado a su suerte. Yo soy Ficino Bondone, el guarda del balneario, y, a pesar de la terrible situación, sigo viviendo en una pequeña casa anexa con mi familia.
Momentos después, Angiolo y Bruno no tardaron en salir del agua; se secaron con lienzos que habían colocado al borde del estanque, y seguidamente se vistieron y calzaron bajo un abeto del jardín. Ficino tuvo el gesto de girar el rostro hacia otra dirección. Una vez hecho esto, y comprobando que ya estaban vestidos, el conservador de aquel bucólico lugar se aproximó unos pasos al grupo.
—Un médico en Toblino me recetó ayer estas aguas para mi enfermedad de la piel —exclamó Bruno.
—Sí, ya me he percatado de vuestra enfermedad, que os cubre parte de la espalda. Estas aguas son las mejores para los problemas de la piel. Pero deberíais recibirlas en varias sesiones, con chorros aplicados directamente sobre la zona afectada por el mal —recomendó al instante Ficino—. Yo no soy médico, pero después de muchos años escuchando a los doctores en aguas medicinales he aprendido algo, y he visto muchos casos parecidos al suyo.
—Gracias. Pero lamentablemente no disponemos de mucho tiempo, porque hemos de proseguir el viaje —respondió Bruno.
—¡Bien! Pues os aconsejo que utilicéis la piscina interior. El chorro que la alimenta se corresponde precisamente con el manantial de aguas más ricas en mineral para combatir esa enfermedad. —Tras una pausa, Ficino prosiguió—: En estos momentos vivo solo aquí, y nadie más habita en la zona, ni tampoco llegan enfermos para curarse en el balneario, a causa de la terrible epidemia de la que os he hablado. Y, por si fuera poco, desde hace unos días corren malos aires en el pueblo a causa del arresto llevado a cabo por exploratores de la Inquisición a dos mujeres del pueblo. Estamos atemorizados, y la gente siente una profunda rabia contenida. ¡Acompañadme, por favor!
—Os quedo muy agradecido, y siento que, por mi culpa, pongáis vuestra vida en peligro —habló Bruno, mientras Angiolo asentía con la cabeza.
—No os preocupéis. Esos canallas están causando mucho daño a las personas humildes, y esas mujeres, en lugar de brujas, como se las ha calificado, son curanderas que, desde siempre, han estado haciendo el bien a todas las personas de esta población, recibiendo a cambio la generosidad de quienes se encomiendan a sus saberes ocultos —justificó Ficino—. Además, hace un tiempo vino la Inquisición y, sin ningún motivo, se llevaron a mi mujer y a mis dos hijas porque alguien las denunció por brujas, y desde entonces no las he vuelto a ver, y no sé ni dónde están o si están vivas o muertas. Por eso ya no me importa nada hablar de esa gentuza.
«Debo de informar también a su eminencia de todo cuanto está sucediendo en el principado en relación con los abusos de poder y la tiranía de la Inquisición hacia las gentes de bien —pensó Bruno—. Escribiré un mensaje y lo enviaré mañana temprano al cardenal. También por aquí podrían estar las causas de algunos de los graves problemas que amenazan el equilibrio de nuestro principado».
Tras dejar aquel desolado escenario de viejos jardines, que con el mayor esfuerzo intentaba recuperar Ficino, los cuatro accedieron al interior del edificio termal: una gran sala con elegantes jarrones de piedra, un tanto estropeados por el abandono, así como las lámparas de cirios de los apliques de las paredes eran los elementos más llamativos. Después de una artística escalinata de mármol de Carrara, accedieron a una sala cuadrangular, caracterizada por unos bien contorneados nervios de piedra que arrancaban de los ángulos y se cruzaban en la bóveda superior.
—¡Qué curiosa habitación! No había visto antes nada igual —repuso Angiolo, sin dejar de admirar todos los rincones de aquel extraño e íntimo aposento.
—Esta estancia era conocida como «la sala de los secretos» —manifestó Ficino—, aunque no sé todavía el porqué.
—Creo conocer la naturaleza de esta estancia. En esta sala debieron llevarse a cabo, estoy seguro, las confesiones a las personas con enfermedades infecciosas y peligrosas para el resto —exclamó con pleno convencimiento Bruno.
—¡Es cierto, señor! Ahora que lo decís, aquí se recluían los pestilentes y leprosos; enfermos que, bajo ningún concepto, podían estar en contacto con los demás —manifestó al pronto Ficino—. Pero ¿por qué el nombre de la sala?
—Pues muy sencillo. En uno de los ángulos de la unión de dos paredes se colocaría al enfermo, y en el lugar diametralmente opuesto al fraile, para confesarle —explicó Bruno—. La voz del enfermo se expandía a través del nervio del ángulo de la pared, proyectándose en el oído del monje, y la misma operación se llevaría a cabo con los otros dos ángulos, también unidos diametralmente por el nervio de la piedra. De este modo, el fraile arrancaba la confesión al enfermo sin exponerse a su terrible mal. Lo singular de estos aposentos es que las demás personas que pudiesen haber en ese mismo momento en el centro de la sala, por muy buen oído que tuvieran, no recibían la menor información de cuanto estaba sucediendo a través de los nervios de los muros; incluso dos confesiones podían cruzarse en la clave del cielo de la bóveda superior de la estancia sin transformar los sentidos de las conversaciones. Estas salas existen en otros lugares de Europa, recuerdo la que se encuentra en el monasterio de La Chaise-Dieu, de Francia, donde incluso los inquisidores, camuflados de monjes cistercienses, lograron extraer confesiones a posibles herejes, para llevarlos luego, sin juicio previo, a la hoguera.
Todos quedaron boquiabiertos ante los conocimientos del restaurador de obras de arte, y, al mismo tiempo, temblando de pavor por las maquinaciones que el Santo Oficio podía concebir con tal de llevar a cabo sus terribles fechorías. Instantes después, el grupo llegó al corazón del establecimiento termal, donde se encontraba la piscina grande, y Bruno no tardó en volver a desvestirse, tras una deteriorada escultura de mármol. Dejó en la peana la ropa y los zapatos y se sumergió rápidamente en aquellas milagrosas aguas, colocándose a ratos bajo el chorro que caía de una fuente de alabastro, cuyo grifo recordaba a Orión, la divinidad de las aguas. Angiolo hizo lo mismo, pero en el extremo opuesto de la alberca.
—Mientras os dais el baño, voy a acercar el carruaje y los caballos hasta la puerta del balneario; no me gusta que estén tan lejos —exclamó Mauro, y Bruno alzó el brazo para manifestar su aprobación.
—Os acompaño para ayudaros. Las ruedas cuestan de girar sobre la hojarasca y, con el peso, es fácil que se hundan en el barro —exclamó con amabilidad Ficino.
—¡Gracias! —agradeció el chófer.