VIII. El baile

Ya en pleno viaje, los ocupantes del carromato comenzaron a hablar.

—No había conocido a una persona tan culta —exclamó de pronto Bruno, dirigiéndose a Angiolo.

—Yo tampoco salgo de mi asombro. Pietro Andrea es un sabio, el mejor maestro que, en temas de medicina, se haya cruzado en mi vida. Además, las plantas no entrañan para él ningún secreto. Cada instante de su existencia es una clase de conocimiento, con él no se conocen momentos vacíos.

—No he parado de pensar en las palabras que me dijo Pietro Andrea en relación con el origen de mi enfermedad, y creo haber encontrado la causa de la misma —comentó Bruno—. Comenzaron a salirme estas manchas en la piel cuando tenía catorce años, al poco tiempo de la desaparición de mi padre, de cuyo paradero o muerte nada hemos sabido. Por ello, este viaje a Val Rendena es para intentar de aclarar lo que realmente le sucedió —añadió con melancolía y tristeza.

—Sí, estoy convencido de que el origen de todas las enfermedades es una baja de defensas en nuestro organismo producida por un mal sufrido, un desengaño, un desasosiego… —comentó calladamente Angiolo.

Bruno asintió repetidamente con la cabeza.

En Sarche, y concretamente en Ponte Arche, una cruz de piedra señalaba el cruce de caminos: el que llegaba por el sur, desde Garda, pasando por Arco, a través de Val dei Laghi, y el que proseguía hacia poniente, hasta Bolbeno y Tione, donde se iniciaba el recorrido por Val Rendena. Y fue en esta pequeña localidad, Sarche, donde Bruno, recordando la conversación de la noche anterior, preguntó con interés a Angiolo:

—¿Qué sucedió en Villa Vescovile?

—Como recordarás, Bruno —dijo el jardinero mirando con sorna a su amigo después de quedarse mudo unos instantes—, durante los primeros años del concilio, la ciudad de Trento fue incapaz de alojar a los centenares de cardenales, obispos, embajadores, compromisarios y representantes llegados de todos los lugares del mundo cristiano.

—Es cierto. Incluso la familia Dossi alojó a algunos delegados que habían llegado de España —confirmó Bruno.

—Recuerdo que fue la jornada del 3 de marzo de 1546 —prosiguió Angiolo después de una pausa—, apenas cuatro meses después de inaugurarse el concilio, cuando aquí, en Villa Vescovile, el cardenal Madruzzo ofreció este palacete, propiedad del principado de Trento, para la celebración de la boda de un noble amigo suyo de la zona. Al banquete fueron invitadas numerosas e influyentes personalidades, como los obispos de Clermont Ferrand, Feltre, Agde…; Pighino, auditor de rota; incluso el procurador fiscal del concilio, condestables y senescales de alto cargo. Madruzzo quería honrar a todos los allí presentes. Por la tarde se incorporaron otras personas, como el arzobispo de Palermo, con otros obispos de Sicilia, Cerdeña y Calabria. —Angiolo tomó aliento y prosiguió—: Estaban todos los invitados ocupando el centro de la suntuosa sala, cuando, de pronto, apareció en el escenario Erasmo, el gran poeta y rapsoda de Valvasone, y un clamor de admiración retumbó en el ambiente, antes de producirse un silencio ante la expectación por la categoría de la persona. Sus sobrecogedores versos de la obra L’Angeleida, con los melodiosos acordes de mandolina como música de fondo, dejaron extasiados a todos los allí presentes. Los constantes aplausos y el clamor del público le obligaron a volver a salir al estrado para recitar otros poemas dedicados al mundo medieval, a los caballeros y a la caza. Al terminar, Erasmo, tras recibir una banda ornada con flores que se colgó en su pecho, se despidió cortésmente de todos, justificándose por tener que regresar urgentemente a la provincia de Pordenone; su carromato y el conductor ya le aguardaban a la entrada del palacete.

»Fue entonces cuando el cardenal, como anfitrión y máxima autoridad de todos los allí presentes, aprovechó para abrir el baile, poniéndose al frente de los invitados… —Angiolo no dejaba de relatar aquella fascinante historia—. El salón reunía todos los alicientes para una fiesta de la mayor suntuosidad, dada la categoría de los anfitriones e invitados. La sala principal era una estancia, rectangular, de ciento sesenta y cuatro pies de largo por sesenta y seis de ancho, revestida en sus cuatro lados de elegantes cortinas de terciopelo rojo que cubrían los tramos de paredes, delante de altísimos ventanales; artísticas lámparas, en forma de araña, realizadas en cristal de Murano, colgaban desde el techo; entre cortinas, elegantes jarrones de alabastro y figuras esculpidas en mármol de Carrara; el cielo de la habitación estaba decorado con pinturas al fresco, insertadas dentro de bellos medallones realizados en yeso, que representaban escenas mitológicas relacionadas con Cupido. En un extremo del salón, sobre una tarima, músicos elegantemente vestidos, llegados de Brescia, hacían hablar las cuerdas del laúd y del arpa, animando en todo momento a los asistentes.

Tras unos instantes de silencio y asombro por parte de Bruno, este no dudó en preguntar:

—Pero ¿y las mujeres?, ¿o fue un baile solo de hombres?

Angiolo no pudo evitar entonces una sonora carcajada, que retumbó en el apretado espacio del carruaje.

—No, querido Bruno, hubo mujeres —prosiguió Angiolo su relato—, pero no mujeres cualesquiera. Allí se dieron cita las más hermosas ragazzas de todo el principado llegadas de diferentes pueblos y aldeas de Trento. Yo mismo pude comprobar, mientras dirigía los equipos de jardineros que modelaban los setos de los parterres del jardín, el momento en el que más de diez carretas, bellamente engalanadas, llegaban a Villa Vescovile. Todas aquellas mujeres, por lo que pude informarme más tarde, habían sido seleccionadas por su belleza, y doy fe de ello. Eran mujeres que, por sus extraordinarios encantos naturales, raramente los mortales tenemos la dicha de contemplar en la vida cotidiana.

—¡Sígueme contando!, por favor —repuso Bruno con los ojos ávidos por saber más.

—Aquellas hermosas jóvenes fueron instaladas en un edificio anexo al pabellón principal, junto al ala derecha y al lado de la pérgola, donde se las atendió con bandejas de plata. No faltaban los alimentos más afrodisíacos: fresas, miel, marisco, aceite de oliva, bolas de cacao cubiertas de azúcar, incluso hebras de azafrán… Todo ello regado con el afrutado tocay de Gorizia, licores de frutas silvestres y grapas…

—¿No entraron directamente en el palacio? —preguntó con inusitado interés Bruno.

—No, las ragazzas solamente permanecieron dentro de aquel salón anexo al principal, cómodamente instaladas y bien surtidas de alimentos y bebidas, durante algo más de una hora —añadió Angiolo.

—¿Y qué pasó después?…

—Tan pronto como los jóvenes recién casados, a quienes estaba dedicada realmente la fiesta, abandonaron el palacete, unos servidores, elegantemente ataviados, recibieron la orden de repartir máscaras entre los hombres —siguió narrando el jardinero.

—¿Se cubrieron el rostro con máscaras?

—Sí, eran máscaras que recordaban a las del carnaval de Venecia y que transmitían rostros impenetrables a las sensaciones humanas. Tenían formas, colores y diseños muy diversos, y muchas de ellas evocaban a las caras de aves de pronunciado pico. La misión de las máscaras no era otra que la de ocultar la identidad de quienes las portaban, no solo ante las ragazzas recién llegadas, sino también entre ellos mismos, aunque todo el mundo sabía quién era quién, y la figura del cardenal eran inconfundible, vestido con una larga capa de color carmesí, con un grueso anillo de rubíes que aparecía sobre unos finos guantes de seda púrpura y zapatos oscuros de piel de venado con algo de tacón y brillante hebilla de plata. —Después de un corto silencio, Angiolo refrescó su aliento con agua de la bota de piel que portaba en el carromato y, ante la atenta mirada de su compañero, prosiguió el relato—: Mientras tanto, desde otras estancias, a través de pasillos interiores, las muchachas fueron accediendo al salón principal, y el baile se prolongó hasta altas horas de la noche, pero nadie hizo la menor muestra de cansancio o deseos de abandonar aquella elegante sala.

»En las suntuosas mesas, iluminadas por candelabros de oro, no faltaban los mejores alimentos: barricas de roble con vino llegado de Campania; bandejas de cristal rojo de Murano repletas de faisanes recién asados, procedentes de las granjas de Vicenza; pescado del Adriático; jamón de Parma; azafrán de los Abruzos para aromatizar los manteles; licores de grapa de las montañas del Brenta; enormes quesos parmesanos; las más sabrosas manzanas de Val di Non… Un ejército de sirvientes, elegantemente vestidos, servía estos exquisitos manjares, preocupándose, además, de que en las copas de vidrio con borde dorado no faltase vino… Todos los aposentos anexos, y también las salas de la planta superior, a la que se accedía a través de una ancha y elegante escalinata de mármol veteado, transmitían excelentes aromas de los más caros perfumes llegados expresamente de Grasse y Eze; incluso los cirios de los candelabros habían sido bañados previamente en agua de lavanda.

Nuevo silencio, para retomar fuerzas, tomar un sorbo de agua y seguir recordando. Bruno, mientras tanto, permanecía atónito, sin parpadear, empujando con la mirada a su compañero para que prosiguiese.

—Pero lo más asombroso vino después…

—¿Qué sucedió? ¡Por favor, sigue contando! —pidió Bruno, con los ojos desencajados.

—Se practicó un juego.

—¿Un juego?

—Sí. Se repartieron entre todos los hombres asistentes pañuelos de seda de diferentes colores, cada uno de los cuales estaba relacionado con una mujer. Las bellas ragazzas, previamente, habían sido recluidas momentáneamente en la sala anexa, para que no se pudiesen identificar los colores de los pañuelos con cada joven en concreto. Después se abrió la puerta y salieron las muchachas ofreciendo en sus manos un pañuelo, cada uno de distinto color. Entonces, a quien había elegido el pañuelo granate, por ejemplo, le había tocado en suerte la joven que portaba ese mismo color, y tenía el derecho de pasar la noche con ella. No tardó en desencadenarse la libido. Al faltar aposentos en donde dar rienda suelta al frenesí, muchas parejas encontraron en los sofás y divanes del salón, incluso tumbados sobre las alfombras de los pasillos, la pérgola de los jardines o los mismos macizos de plantas, a pesar del frescor de la noche, el mejor regazo para rendir homenaje al dios Eros. Era una orgía sin límites. Por todas partes se oían los gemidos de placer, que retumbaban en las cámaras, salones, pasillos y en la oscuridad exterior de una noche de luna llena, cuya blanquecina claridad facilitó y animó aún más la locura y el desenfreno… Incluso hubo parejas que decidieron perderse en el jardín central, donde el varón dejaba un tiempo prudencial a la joven que le había correspondido para que se internara en el laberinto, y así luego tener el placer de alcanzarla y entregarse a la locura del éxtasis carnal.

—¿Y hubo mujeres para todos? —preguntó Bruno.

—¡No! Los que quedaron solos contemplaban el baño de coitos que se producía a su alrededor, teniéndose que conformar con masturbarse hasta la desesperación —respondió Angiolo.

—¿Y cuándo acabó aquella bacanal? —preguntó sudando Bruno.

—Hasta el mediodía de la jornada siguiente. Puedes imaginarte el trabajo que tuve que realizar, con una brigada de operarios, los días siguientes para restaurar los jardines, y reponer con nuevas flores ya de primavera.

—¿Tuviste oportunidad de contemplar todo este espectáculo de cerca? —exclamó Bruno.

—Todo lo que he contado es parte de lo que vi en persona. El resto me lo comunicó Massarelli, secretario del cardenal Madruzzo. En secreto, él estaba escribiendo un diario del Concilio de Trento y, una vez terminado, me lo entregó sutilmente ya en su lecho de muerte, rogándome que sobre todo no cayese en manos de la Iglesia. Lo tengo bajo buen recaudo, y algún día te lo mostraré. Ni mi esposa tiene conocimiento de ello; solo lo sabes tú. Y espero que guardes entera discreción.

—No temas, ahora comprendo el incremento de población que tuvo lugar en el principado durante los años del concilio, que casi triplicó la ciudad de Trento en pocos años —manifestó Bruno, mientras con una mirada amable le confirmaba su complicidad.

Luego, ambos se asomaron al exterior del carromato, desde sus ventanas, para ver desaparecer en la lejanía el bosque que ocultaba el palacio que había sido escenario de aquella curiosa orgía…