VII. Espíritus

A la mañana siguiente, al alba, Angiolo y Bruno coincidieron de nuevo en los pasillos, para descender a la planta inferior del castillo, cuando, en ese momento, salió de su alcoba Pietro Andrea, quien, nada más verlos, exclamó:

—¡Buenos días, caballeros! ¿Habéis descansado bien esta noche?

—¡No, estimado Pietro! —respondió Angiolo—. Puede ser que el espíritu de Claudia Petta haya sido la causa… He notado cómo se movía la almohada, el peso de algo que se acurrucaba a mi lado y su aliento en mi cuello. Después, movimientos de algo y sombras extrañas en la habitación. Además, a media noche, completamente sobresaltado y con un temblor que me recorría todo el cuerpo, encendí una vela y observé con sorpresa pisadas de pies femeninos húmedos en el pavimento de la alcoba, que llegaban desde el balcón, a pesar de que todas las ventadas permanecían bien cerradas.

—Pues no sería nada de extraño, porque vuestra alcoba era el lugar de encuentro entre ambos amantes en Toblino. La estancia tiene una entrada secreta, cuyo acceso se abre con un resorte que hay en forma de candil en la pared, que Claudia giraba para que Adriano entrara, gracias a unas galerías que comunican con las entrañas del castillo, las cuales comienzan en el espesor del bosque, lejos del lago. Y creo que está claro que se trata de ella, de la hermosa Claudia. Además, con la humedad en la huella te estaba transmitiendo su mensaje, que no es otro que una muerte trágica en el lago —comentó con toda seguridad Pietro Andrea.

—Parece que conocéis bien todos los rincones de esta fortaleza. Pero he de manifestar que la noche alternó con momentos de temor y también con instantes de ternura, cuando la sentí próxima a mí, al tiempo que una melodiosa música celta me susurraba en el oído —explicó Angiolo, con los ojos desorbitados de temor y un incesante castañear de dientes.

Los allí presentes, al oír aquellas palabras, no pudieron evitar una sonora carcajada.

—Sí, me hubiese gustado haber conocido a esa bella ragazza, cuyo final no pudo ser más trágico —dijo el médico—. Su alma sigue vagando por este castillo, y particularmente mora en la alcoba que os ha tocado a vos. En cuanto a Toblino, han sido muchas las veces que he venido esta fortaleza y he tenido el privilegio de moverme por ella con plena libertad, a lo largo y ancho de todas sus estancias —certificó, y luego añadió—: Anoche olvidé deciros que este lago igualmente está relacionado con los antiguos celtas. Según algunas leyendas, en sus aguas fueron ajusticiados por ahogamiento los últimos druidas de esta región, tras la conquista de estos territorios de la Italia alpina por las legiones romanas. —Seguidamente, mirando al jardinero, el médico se dirigió a él—: Después del desayuno os recetaré una infusión para que, con una tela de algodón humedecida, os apliquéis en los ojos. Observo que los tenéis cansados e hinchados, señal de no haber descansado lo suficiente. —Y después se fijó en Bruno, a quien también notó algo cansado, y no tardó en preguntarle—: ¿Vos también habéis tenido la aparición del fantasma de Claudia?

—¡En absoluto! Lamentablemente, mi cama, a diferencia de la de Angiolo, no era de dosel, sino que se hallaba en el interior de un armario, de poco más de siete palmos de longitud, con lo cual he tenido que estar encogido toda la noche y me he levantado con dolores de huesos por todo el cuerpo —respondió Bruno, medio encorvado, intentando masajearse la espalda con sus manos.

Angiolo y Pietro Andrea no pudieron disimular una risa, que retumbó en todo el pasillo.

—Estas camas van bien para las personas bajitas de estatura, y tú, Bruno, tienes más de germano que de italiano, tanto por las facciones del rostro y color de pelo como por la altura —manifestó Pietro Andrea—. Yo tampoco soy partidario de este tipo de camas instaladas en el interior de los armarios. Su uso, que favorece poco a quien en ellas descansa, se debe a un concepto estrechamente relacionado con la religión católica, porque estas camas impiden mantener el cuerpo erguido y evitan dormir con las manos cruzadas sobre el pecho, porque para los conceptos de la Iglesia de Roma esta postura es un adelanto de la muerte. Y además obstaculizan una relación normal en el matrimonio, desanimando a los cónyuges a practicar relaciones amorosas ante los obstáculos derivados de la falta de espacio…

—¡Y de aire para respirar, porque hubo momentos en que me ahogaba! —añadió Bruno.

—Es cierto. Personalmente estoy del todo en contra de este tipo de camas. Siempre las he evitado en mis desplazamientos y en mi casa no he querido que entraran, en absoluto. Lo bueno que tienen son los esponjosos colchones llenos de plumas de aves… Os recetaré a vos también unas hierbas para que os mejoren los dolores de espalda, de pies y brazos —comentó el médico.

—¡Gracias! —exclamó Bruno.

Seguidamente, Pietro Andrea procedió a darle unos masajes en la espalda y descubrió algo que no tardó en comunicarle a Bruno.

—Tenéis psoriasis. Es una enfermedad de la piel que cuesta de curar, aunque no es muy dolorosa, pero sí poco estética visualmente.

—Lo sé, pero ningún médico ha sabido curármela. Además, el aspecto es tan desagradable que no suelo desprenderme de la camisa, ni cuando el calor del verano es acuciante, para no exponer estas manchas en la piel a la curiosidad de la gente —exclamó Bruno.

—Esta enfermedad es consecuencia de una falta de humores en el organismo, por una crisis; por lo tanto, tiene un origen mental. Realmente existen pocos remedios, pero os recomiendo las aguas de Comano Terme, un balneario que no queda lejos de aquí, a un tiro de ballesta del castillo de Stenico. Son especialmente eficaces para reducir los brotes de esta enfermedad —aconsejó el médico con firme convencimiento.

—Así lo haré.

—Ese lugar está precisamente sobre la Giudicarie, en nuestra ruta hacia Val Rendena —comentó con júbilo Angiolo.

—He de reconocer que yo tampoco he dormido mucho, pero, en mi caso, ha sido porque decidí seguir examinando los incunables de botánica de la biblioteca, interesándome en la naturaleza de varias plantas silvestres y curativas, como la mandrágora y el muérdago. Aunque reconozco que me venció el sueño a altas horas de la noche, mientras consultaba la Filosofía oculta… —manifestó Pietro Andrea.

—¿La Filosofía oculta? —se interesó seguidamente Bruno.

—Sí. Fue la obra cumbre de Cornelius Agrippa von Nettesheim, hermetista alemán, que nació en Colonia en 1486 y murió hace treinta años, hombre de espíritu inquieto y aventurero, a quien conocí en Pavía. Esta obra, condenada por la Inquisición, afirma que la magia es una facultad poderosa, una ciencia que encierra de forma velada el conocimiento más profundo de las cosas. El mago, mediante el estudio de la Naturaleza, consigue incrementar su sabiduría. Para Cornelius Agrippa, los cuatro elementos básicos: agua, aire, fuego y tierra, constituyen los pilares de todo lo existente. Pero yo incorporaría un quinto: la madera —expuso el médico. Y añadió—: Me ha gustado mucho la reflexión final que hace Agrippa en su magnífica obra, cuando establece que el sabio que se dedica a la magia necesita conocer en profundidad las simpatías y antipatías existentes entre los seres y las cosas, pero que igualmente le resulta indispensable conocer las ciencias matemáticas, pues las virtudes naturales están regidas por los números, el peso y la medida exacta. Para Agrippa, las matemáticas eran el origen de la luz, del movimiento y de la armonía del mundo.

—Estoy enteramente de acuerdo con ese científico, lamentablemente desaparecido, a quien me hubiese gustado mucho haber conocido personalmente —exclamó Bruno mientras Angiolo asentía con la cabeza.

—Como ya os he dicho, tuve el privilegio de conocerle, y además en su medio natural, cuando daba clases sobre el desarrollo de las ciencias ocultas en un instituto fundado por él en la ciudad de Pavía, un centro docente frecuentado en diferentes ocasiones por Erasmo de Rotterdam y Paracelso, quien precisamente fue uno de los maestros de Agrippa. Si me lo permitís, con estas palabras quiero resumir la grandeza de este hombre: «No había nada que respetase Agrippa. Despreciaba, sabía, ignoraba, reía, lloraba y se irritaba. Todo lo destrozaba y de todos se burlaba: del filósofo y del demonio, del héroe y de Dios…» —recordó Pietro Andrea.

Un fuerte viento entró por las galerías superiores, bajó hasta el pasillo y abrió de par en par las ventanas, lo que les animó a salir un instante al exterior y respirar aire fresco. Las aguas del lago apenas se percibían, por la bruma que cubría la superficie; el incesante y monótono croar de las ranas recordaba que se encontraban en medio de una zona acuática. Abajo, al otro lado, en el patio de armas, se producía el cambio de guardia, y una nueva jornada comenzaba en el ciclo de aquel enigmático castillo. Entonces, el galopar de unos caballos que se aproximaban a gran velocidad reclamó la atención de ambos. Se trataba de Nicolò Gaudenzio, el señor de Toblino, que regresaba, secundado por cuatro jinetes.

Nicolò era un hombre de mediana altura, pero fornido. Una larga melena pelirroja le cubría la espalda y hombros; la barba, ensortijada, estaba muy bien cuidada. Iba elegantemente vestido, dado su rango, con una gruesa capa contra el viento y el frío; unas muñequeras de piel con grapas de hierro aseguraban la fuerza de un musculoso brazo y hacían juego con las botas, que le cubrían hasta la rodilla. El caballo, de crines negras y larga cola, parecía ir a golpe de música militar, por la elegancia de su paso. Bajo la silla de montar y sobre la grupa se podía apreciar el escudo de Toblino, cuyas insignias se reflejaban con claridad, al estar bordadas en un faldón de algodón con hilo de oro. Del costado izquierdo pendía una larga y ancha espada, mientras que en el derecho había un arma de fuego sostenida en el cinturón.

—A la hora tercera nos marcharemos, aún nos queda mucho por recorrer —dijo Bruno, a lo que Angiolo asintió.

Ya en el patio de armas, antes de entrar en el salón, los dos se encontraron con Nicolò Gaudenzio, a quien unos sirvientes le estaban ayudando a desprenderse de la coraza, mientras otros le ayudaban a quitarse las botas y un acemilero conducía el caballo del castellano, relinchando por una respiración de cansancio, a las cuadras.

—¿Cómo os encontráis? —exclamó al verlos.

—Bien —respondió Bruno—. Raffaello ha sido un excelente anfitrión. Fue una velada muy agradable la que nos brindó anoche, pero ya tenemos que marcharnos. Hemos de hacer un largo camino.

—Lamento que os tengáis que ir tan pronto. Me hubiese gustado acompañaros a visitar nuestras tierras —exclamó Nicolò—. Pero vamos a desayunar, si os parece.

—Gracias, señor, tenemos buen apetito —respondió Bruno, mientras Angiolo se dirigió a las caballerizas a avisar a Mauro para que preparase el carromato y los caballos después de reponer fuerzas.

Ya en el salón pudieron sentir el calor de la ancha chimenea de piedra que dominaba el eje central y llegaba hasta el techo. Las llamas de unos gruesos troncos secos habían propiciado un clima agradable en la estancia y los servidores comenzaron a disponer platos en una larga mesa de madera. Raffaello, tras saludar a su tío, le preguntó:

—¿Cómo ha sido el encuentro en Castel Campo?

Después de unos segundos de silencio, y tras observar los rostros de los allí presentes, asegurándose con su profunda mirada de si era prudente hacer alguna manifestación, Nicolò Gaudenzio decidió responder.

—La situación es bastante preocupante. Nuestro amado cardenal, por motivos de Estado, se está ausentando demasiado del principado. En estos momentos, como sabréis, se encuentra en Milán, reunido con los Visconti, y esperemos que no tarde en regresar a Trento. Castel Romano y la familia Lodron se han puesto con la Serenísima, y las tropas venecianas están hostigando las fronteras meridionales. La fortaleza de Arco y la ciudad de Rovereto están rechazando los ataques, mientras que por el norte el conde del Tirol y archiduque de Austria, Fernando, apoyado por los protestantes alemanes, no esconde sus intenciones de apoderarse de nuestro principado.

—¿Y la ayuda de Roma? —volvió a preguntar.

—El papa Pío IV, a sus sesenta y seis años, está enfermo, apenas sale de su alcoba. A él, como bien sabemos, le debemos la culminación de un concilio que parecía no tener fin, pero, por otra parte, al elevarse los impuestos, se han producido graves deficiencias en la administración de los Estados de la Iglesia, y son muchos los disturbios ocasionados, siendo el mismo pontífice víctima de algún complot, sofocado gracias a los ejércitos españoles de Felipe II. Los ejércitos otomanos de Solimán II, por tierra, no cesan de atacar las fronteras del Danubio en su curso inferior, y por mar el temible Barbarroja está abordando todas nuestras embarcaciones, impidiendo cualquier travesía en el Mediterráneo de barcos que no lleven la media luna turca —concretó el castellano.

—No podíamos suponer que la situación fuese tan preocupante —manifestó Angiolo.

—Por todo ello, estamos viviendo tiempos bastante revueltos. Vosotros, a pesar de contar con el salvoconducto del cardenal, deberéis ir con toda precaución —aconsejó Nicolò.

—¡Gracias, señor! Lo que no entiendo es la postura de la Serenísima —preguntó con extrañeza Bruno, mientras pensaba en el siguiente mensaje con paloma que debía hacerle llegar al cardenal, aunque él no estuviese en Trento.

—En la República de Venecia imperan unas costumbres inquisitoriales y unas tenebrosas leyes. El dux Priuli, la máxima autoridad, ha ordenado encarcelar sin piedad en las terroríficas mazmorras de «Los plomos» a toda persona sospechosa de cualquier conspiración que se fraguara por la plaza de San Marcos, incluso los miembros de la Compañía de Jesús están en el punto de mira de las leyes venecianas —respondió Nicolò—. Ante todo ello, es un verdadero milagro que podamos mantener la libertad de nuestro principado. Solo podríamos recibir ayuda de los ejércitos españoles de Felipe II.

—¡Señores! Lamento decirles que debo ausentarme unos instantes. He olvidado en la alcoba una bolsa —se excusó Bruno, pensando que debía enviarle en ese momento el mensaje al cardenal, en el cual explicaría todo cuanto había oído en la conversación que acababan de mantener los señores de Toblino sobre la delicada situación que se estaba atravesando en el principado.

Un rato después, tras haber hecho el envío, Bruno se incorporó al grupo, exhibiendo una bolsa con algunos documentos dentro, a modo de justificación por su repentina ausencia.

—A propósito, Pietro —dijo después Raffaello cambiando de conversación—, dime cuál era esa idea que ofreciste anoche, durante la cena.

—¡Ah! Pienso que las almas de Claudia Petta y Adriano Fossombrone vagan atormentadas sin cesar por este castillo y su entorno porque claman desde el Más Allá ser enterradas, en un lugar de descanso eterno, o lo que es lo mismo, en una tumba común. Por ello, propongo que se abra un enterramiento in memoriam que, a modo de panteón, tenga encima un epitafio grabado con el nombre de los amantes —aconsejó el médico.

—Me parece muy buena idea —respondió Nicolò—. Pero ¿y los cuerpos?

—Los cuerpos, al no poder recuperarse del fondo del lago, propongo que podrían sustituirse por una jarra de vidrio llena de agua del lago, como si en ella hubiese parte de las esencias de Adriano y Claudia, y el recipiente se depositaría en el interior de la tumba —propuso Pietro Andrea.

—Por mí no hay ningún inconveniente —apostilló Raffaello, y Nicolò confirmó la opinión de su sobrino con un ademán—. ¿Pero cuál sería el lugar más adecuado para abrir la tumba? —preguntó el señor de Toblino.

—Sin duda, el jardín más frecuentado en vida por los amantes, que está en el sector de poniente del castillo, donde Claudia y Adriano vivieron sus momentos más dulces, con aromas a jazmín y romero, a la luz de la luna —expuso el médico.

—Pues, adelante, vamos a ver ese jardín, que no es precisamente de los lugares más frecuentados del castillo, y además está bastante descuidado —secundó Nicolò.

Todos los allí presentes, tras franquear la poterna que comunicaba el castillo con los jardines de poniente, no tardaron en llegar a la pérgola, frente a la cual se encontraba el embarcadero, a pocos metros del sendero que unía el bosque con las orillas del lago.

Una vez en el lugar, el señor del castillo exclamó un tanto molesto:

—Como os advertí antes, estos jardines están bastantes olvidados. Pero no os preocupéis, daré instrucciones precisas para que los arreglen un poco.

—Yo puedo aconsejar, si os parece bien, a la persona asignada para este trabajo —musitó Angiolo.

Raffaello enseguida llamó a Benedetto, un joven mozo al que le gustaba la jardinería, y le ordenó que atendiera las explicaciones que Angiolo iba a darle. Mientras, Pietro Andrea buscaba el mejor emplazamiento para abrir la tumba.

—Este lugar creo que es el más adecuado, a la sombra de un roble, que era el árbol sagrado de los celtas —exclamó.

—Pues adelante, no tardemos en actuar —imperó Nicolò, mientras llamaba a un grupo de soldados para que, con palas y picos, excavaran un agujero en el suelo, a unos tres pies de profundidad, entre las poderosas raíces del roble.

Pietro Andrea se dirigió al lago, con un jarrón de cristal, que trajo lleno de agua, y lo tapó seguidamente con un paño de algodón amarrado con una cinta, para poderlo colocar después con todo esmero en el fondo de la tumba.

—También estaría bien colocar un par de monedas, junto al frasco de agua, con las que pagar en el viaje hacia el Más Allá al barquero Caronte por su travesía en la barca a través del lago de fuego Estigia —aconsejó Pietro Andrea.

Raffaello sacó entonces dos monedas de una bolsa de piel, que arrojó al interior de la fosa.

Después, tras rellenarse el hueco, tarea en la que participaron todos los allí presentes.

—Solo faltaría la lápida, que debería ser de mármol blanco de Carrara —aconsejó el médico después de que todos rellenaran el hueco—, y en el epitafio podría grabarse la siguiente frase: «Solo muere la viviente. La muerte permanece conmigo, y nuestro amor es eterno…», atribuida a san Buenaventura, el filósofo franciscano canonizado en 1482.

—Así sea —repusieron Nicolò y Raffaello al unísono.

—Ahora, permitidme que diga unas palabras: «Eros y Thanatos, el Amor y la Muerte, están más próximos entre sí en las profundidades de la conciencia humana de lo que sabe o quiere aceptar el frío raciocinio. Para nadie podría ser la muerte un espanto mayor que para los amantes, y sin embargo ella posee, en su carácter absoluto y antes que la vida en su relatividad, el poder para otorgar al amor el fulgor de la ansiada eternidad»… —concluyó el médico.

Los rostros de todos quedaron ensimismados ante aquellas hermosas palabras de despedida para los amantes, que, en esa humilde tumba, acababan de recibir descanso eterno para el viaje a la Eternidad, de manera que sus almas ya no vagarían por las estancias del castillo pidiendo ese descanso que necesitaban.

Después de la citada ceremonia, Angiolo y Bruno se dirigieron a la puerta de entrada del castillo. Con un cálido abrazo se despidieron con afecto y respeto del médico.

—Si os es posible acercaros a Carisolo —dijo discretamente el médico—, ¿podríais entregarle este sobre a Gerolamo Cardano? Son unos apuntes que escribí anoche en la biblioteca; estoy seguro que le van a venir bien para sus trabajos sobre alquimia en la cripta. Dentro van también unas letras mías, como presentación.

—Muchas gracias, amigo Pietro Andrea. Lo haremos, sin duda. Será un placer saludarle de vuestra parte —respondió Bruno con sincera amabilidad, mientras se guardaba el sobre en un bolsillo de su abrigo.

—Cuando vengáis a Trento, no dudéis en preguntar por mí, en el Castello del Buonconsiglio; y en mi casa será muy bien recibido —manifestó Angiolo.

Bruno se fundió con Pietro Andrea en un afectuoso abrazo, deseando volver a verse en la ciudad de Trento. Instantes después, ya en el patio, junto al portalón de entrada, Mauro aguardaba con el carromato a punto, y se produjo la despedida con los señores de Toblino, la cual no fue menos afectuosa. El castellano no dudó en ofrecerles un par de jinetes de escolta para la seguridad en el viaje, pero lo rechazaron sin titubear, al tiempo que les daban las gracias. Momentos después, el látigo del cochero batió el aire y espoleó a los caballos, alejándose del castillo, siguiendo siempre el curso del río Sarca, a contracorriente.