Seguidamente, después de que unos sirvientes bajaran los equipajes, Mauro procedió a llevar el carromato a un cobertizo, y los caballos, librados de los arneses, al pesebre, donde pudo alimentarlos de paja.
—¡Acompañadme! —exclamó Nicolò Gaudenzio a los recién llegados—. ¡Y vosotros traed los equipajes! —ordenó a unos servidores.
—Muchas gracias, señor, por vuestra amabilidad —respondieron Bruno y Angiolo, mirando con respeto al castellano.
—Os alojaréis en unos aposentos de la segunda planta, junto a la biblioteca, en el ala de levante, que tiene excelentes vistas al lago. Allí estaréis más tranquilos —destacó Nicolò, mientras avanzaba por los pasillos con seguras y largas zancadas—. Cuando descanséis, podéis descender a la planta inferior, donde se encuentra el salón y os servirán la cena. Yo no podré acompañaros, he de partir sin demora hacia Castel Campo, pero regresaré mañana. Espero poder veros para despedirme de vosotros. Queda como responsable de Toblino mi sobrino Raffaello, quien os atenderá en todo cuanto necesitéis.
—Lamento que tengáis que ausentaros. Pero descuidad, no nos iremos sin despedirnos de vos —respondió Bruno, mientras Angiolo recogía los equipajes y daba unas monedas a los sirvientes.
Con un fuerte apretón de manos a los recién llegados, Nicolò partió rápidamente. Instantes después, Bruno y Angiolo ocuparon sus respectivas alcobas y acordaron encontrarse en el comedor una hora más tarde. Ambos aposentos eran salas anexas, sin comunicación interna entre sí, provistas de un amplio ventanal con vistas al lago. Lo primero que hizo Angiolo fue asomarse al exterior, para respirar aire fresco y puro, pero no tardó en entrar de nuevo a su alcoba, a causa de la humedad del lugar, que le hizo estornudar en varias ocasiones, y cerró de inmediato los postigos de las ventanas; la atmósfera del aposento era más agradable, gracias al calor que proporcionaba una gran estufa de cerámica que se levantaba en un ángulo de la alcoba. En aquella época, ya en pleno otoño, el frío alpino se hacía notar. Bruno, en cambio, se hallaba concentrado en la redacción de un escrito al cardenal:
Eminencia, estamos en Toblino, aún no puedo facilitarle mucha información, porque no he tenido oportunidad de conocer, o de descubrir, algo que pueda ser de vuestro interés, pero sí creo que debería estar atento sobre los pasos de su hermano Eriprando.
Bruno
Escribió esta misiva en un pequeño trozo de papel y lo enrolló bien. Se dirigió seguidamente hacia los establos, donde estaban el carruaje y la jaula de madera con las palomas, extrajo un ave de su interior, le ató la nota en la pata con una cinta y, ya en su aposento, la soltó desde el balcón de su alcoba. La paloma no tardó en volar rumbo a Trento.
Seguidamente, Bruno, más tranquilo, una vez cumplida aquella misión, procedió a dar un repaso a la estancia. Varias velas iluminaban aquel aposento y permitían apreciar mejor los detalles del mobiliario; no faltaban armarios, sillas, mesa de trabajo, estanterías para algunos libros y un aguamanil con espejo, toalla de algodón y jabón en uno de los extremos de la alcoba; en las paredes había un espejo y varios cuadros de artistas de la escuela de Venecia y Perugia. Bruno examinó al detalle todos los rincones del aposento, mientras valoraba la belleza del artesonado de madera del techo y demás aspectos de las obras de restauración que se llevaron a cabo en este castillo durante los veinticinco años del reinado de Bernardo Clesio, el cardenal antecesor a Cristoforo Madruzzo al frente del principado-obispado de Trento.
Más tarde, Angiolo y Bruno coincidieron en el pasillo, para descender al comedor, pero antes se interesaron por la biblioteca, cuya sala se hallaba en la misma planta, como les informó el castellano.
Abrieron la puerta y accedieron a la estancia de lectura y consulta de libros. La sorpresa fue que allí, a la luz de una vela y a pocos metros de la estufa de cerámica vidriada de la estancia, había alguien totalmente abstraído consultando un grueso manuscrito.
—¡Buenas noches! —saludaron quedamente los recién llegados.
Instantes después, aquel hombre elevó el rostro hacia la puerta, al tiempo que se desprendía de los anteojos para ver mejor de lejos, y respondió cortésmente a los recién llegados:
—¡Tomad asiento, por favor!
—¡Gracias! —respondieron al unísono Angiolo y Bruno.
Estos se acomodaron con rapidez a pocos metros de aquel hombre, en un extremo de la mesa, y encendieron el candil de aceite que estaba apagado; después, Bruno se dirigió a uno de los estantes, para consultar un manuscrito.
—Me llamo Pietro Andrea Mattioli. ¿Y vosotros quiénes sois? —se interesó aquel hombre.
Al oír aquel nombre, Angiolo no pudo disimular su asombro y, al mismo tiempo, una profunda satisfacción. Se había encontrado de repente con uno de sus personajes más admirados, el médico de Siena que conoció de cerca el «Saco» de Roma del año 1527 y también los estragos de la sífilis en la Ciudad Eterna.
—No sabía que estabais aquí, en el principado de Trento —no tardó en exclamar Angiolo.
—Sí, desde hace unos meses trabajo para el cardenal Madruzzo, concretamente en un encargo sobre la versión italiana del Dioscórides.
Angiolo escuchaba con el mayor interés a Pietro Andrea, sin salir de su asombro por la felicidad de tener tan cerca a aquel admirado hombre de ciencia. Luego respondió:
—Me llamo Angiolo Tonelli, jardinero de los palacios de Trento; también trabajo para el cardenal Madruzzo. Desde hace mucho tiempo he oído hablar mucho y bien de vos.
—Sí. En realidad mi vida se desarrolla un tanto a la sombra del mundo, aunque en estrecho contacto con él. Mi tarea es estudiar las formas de curar las más terribles enfermedades a través de las plantas. Por ello, estoy más tiempo dentro de los scriptoriums de los monasterios y abadías, o en las bibliotecas de los palacios y castillos, que en los hospitales, cuando no estoy recogiendo plantas silvestres de los campos y montañas. Pero es allí, en los hospitales y centros de curación, donde finalmente se ponen en práctica mis teorías sobre las causas y orígenes de los males físicos del ser humano —repuso Pietro—. Y vos, que observáis con tanto interés, ¿quién sois?
La pregunta del científico a Bruno cogió a este consultado un códice de la biblioteca y no se había perdido detalle de toda la conversación.
—Me llamo Bruno Baschenis —dijo acercándose al instante—, y trabajo en la restauración y decoración de las obras de arte de los palacios de la ciudad de Trento. También trabajo para el cardenal Cristoforo Madruzzo. Mi padre fue Simone Baschenis, natural de Averaria, en Bergamo.
El rostro de aquel hombre se iluminó de inmediato.
—Oí hablar muy bien de vuestro progenitor. Simone es el autor de las decoraciones de las excelentes pinturas al fresco de las iglesias de Val Rendena, alusivas a la Danza Macabra —recordó el médico. Y preguntó—: Decís que «fue», ¿es que ya no vive vuestro padre?
—No. Desapareció en 1539, y en cuanto a su fallecimiento aún desconozco las causas. Mi madre, de nostalgia, no demoró su encuentro con el Altísimo, y de alguna manera se llevó la explicación a la tumba. Pero, en este viaje, aunque han pasado ya muchos años, me gustaría encontrar la respuesta, y aprovechar para recorrer las calles de Pinzolo, donde nací y viví hasta mi traslado a Trento, hace veintiséis años.
Un silencio sepulcral reinó en la sala durante unos instantes, solo roto por el golpe de los postigos de una ventana que se habían soltado a causa del viento exterior. Seguidamente, Angiolo explicó:
—Este viaje es, de alguna manera, una compensación a los trabajos que ambos, Bruno y yo, hemos realizado durante los años de la celebración del Concilio en Trento. Y aprovecharemos para regresar a nuestros pueblos de origen, después de tanto tiempo. Pero, por favor, contadnos más de vos.
—Por lo que veo, mi vida, señores, ha sido algo más inquieta que la vuestra. No hemos coincidido antes, sin duda por los numerosos viajes que he tenido que realizar. Durante catorce años fui médico de cabecera y consejero del cardenal Bernardo Clesio, y a la muerte de este, precisamente el mismo año en que, según me decís, Bruno, falleció vuestro padre, pasé con mi familia momentos muy difíciles: con esposa, dos hijos y un hermano a mi cargo, dedicándome a trabajar en el valle de Anania. Después fui nombrado médico de Gorizia y, desde hace unos meses, fui contratado por el cardenal Cristoforo Madruzzo para traducir del árabe la obra cumbre de Avicena, el Canon, o lo que es lo mismo, el Dioscórides. Desde hace una semana me encuentro en Toblino, estudiando las plantas y arbustos de esta zona del principado tridentino y examinando los valiosos libros de la biblioteca del castillo.
Angiolo no podía disimular su admiración hacia Pietro Andrea. Ambos estaban vinculados por el interés hacia la naturaleza; el primero, en cuanto a su dimensión estilística, como diseñador de jardines, y el segundo, como científico, analista de las propiedades de la botánica para la salud.
—¡Contadnos vuestras experiencias en Roma, especialmente los sangrientos episodios del saqueo! —propuso Bruno, mirando ya con afecto al médico, convencido de que se trataba de un hombre de ciencia y honesto.
—Después de unas breves estancias en Siena y Perugia, me trasladé a Roma. Allí tuve el privilegio de conocer personalmente a Jehuda Abarbanel, mejor conocido como León Hebreo, un médico y astrólogo español que, desde la ciudad de Toledo, llegó a Italia tras el decreto de expulsión de los sefardíes firmado en marzo de 1492 por la reina Isabel la Católica. Abarbanel fue una de las personas más inteligentes que haya conocido en mi vida; dedicó su existencia al amor cortés, fuerza que, para él, colma el universo y une el mundo al Altísimo. En mi biblioteca de Gorizia conservo un ejemplar de sus magnas obras, Diálogos de amor y De coeli harmonía, que me entregó para su custodia momentos antes de fallecer, porque ambos libros fueron condenados por la Inquisición. En la ciudad de Roma permanecí hasta los sangrientos episodios del saqueo del año 1527, que representaron toda una humillación de la capital de la cristiandad —respondió Pietro Andrea.
—¡Sí! Sé muy bien que grandes artífices italianos de entonces, residentes en Roma, tuvieron que marcharse a otros países, donde difundieron sus grandes obras: Rosso, Peruzzi, Parmigianino, Pierino del Vaga… fueron algunos de ellos, lo cual fue un duro golpe para nuestros artistas —comentó con profundo pesar Bruno.
—Como médico, me tocó vivir los momentos más terribles de aquellos episodios. Los muertos se agolpaban, empapados en sangre, como animales en un matadero sobre las aceras; manzanas de casas y barrios enteros eran abrasados por las llamas; ríos de sangre fluían en las calles. Las compañías de mercenarios españoles y lansquenetes alemanes entraron armados hasta los dientes en Roma, asesinando a todo ser viviente… Pero mucha gente no sabe que el culpable de todo fue Clemente VII. Tras la victoria española en Pavía, las tropas imperiales apresaron a Francisco I y, con su liberación de la fortaleza de Berlanga de Duero, este pontífice no dudó en volver a aliarse con el monarca francés contra el emperador, y Carlos V mandó atacar sin piedad la capital de la Santa Sede. En medio de todo ello, como es de suponer, surgieron terribles epidemias de enfermedades, como la cruel sífilis, consecuencia del desenfreno sexual de los soldados con mujeres que buscaban unas monedas para sobrevivir ante la barbarie. Clemente VII, mientras tanto, decidió refugiarse con varios de sus cardenales y obispos más allegados en las oscuras estancias del castillo de Sant’Angelo, donde llegó a través de galerías subterráneas que pasan por debajo del Tíber, pero no tardaría en ser capturado por los soldados españoles. Para comprar su libertad, después de siete meses de rigurosa cautividad en lóbregas mazmorras, el Papa hizo que Benvenutto Cellini, su compañero de infortunio, fundiera todas las riquezas que pudiera disponer de los fondos del Vaticano (coronas, cálices, joyas, tiaras, báculos…), además de poner en garantía sus últimos bienes… Clemente VII, y también Paulo IV, han sido los dos pontífices más funestos que hasta la fecha haya tenido el catolicismo. —Se respiraron unos momentos de espeso silencio en la estancia, y seguidamente Pietro Andrea prosiguió su narración—: Esta desgracia, que destrozó la capital de la cristiandad, parece que fue una catástrofe anunciada.
—¿Qué queréis decir?
—Se dice que una noche de finales de octubre de aquel año de 1527, un cometa cruzó el cielo iluminando el firmamento. Algunos astrónomos dijeron que se trataba del cometa-espada de Plinio, que, en forma de puño cerrado, mostraba incandescente su amenazante silueta sobre la capital del mundo cristiano; algo así como la destrucción de Jerusalén del año 72 o la de Roma por los godos de Alarico del año 412 —concretó Pietro Andrea.
Angiolo y Bruno no podían disimular su estupor y cambiaron el esotérico tema de la conversación.
—¿Y cómo pudisteis hacer los tratamientos? —inquirió Angiolo—. ¿Practicasteis las sangrías?
—¡No! Estoy en contra de la práctica de la sangría, que se ha llevado de este mundo a innumerables enfermos con débiles fluidos etéreos a los que, al serles aplicadas estas curas, se les ha quitado la poca sangre que les quedaba ante los indiferentes ojos de unos médicos que se limitan a seguir unas prácticas antiguas que califico de atroces —argumentó Pietro. Tras unos instantes de enojo contenido que se reflejó en el rostro del galeno, este prosiguió—: La sífilis, también conocida como lúes, es una enfermedad venérea, cuya infección se transmite por relación sexual, ocasionada por una bacteria. Los tratamientos más habituales son a base de mercurio, aunque debo confesar que no son muy eficaces. Por ello, después de algunos años de estudios en botánica, descubrí las propiedades de la bardana, una planta de carácter depurativo que ya conocían los médicos de Julio César para lavar las heridas en la piel de los legionarios y que también es eficaz para la sífilis, al someter al enfermo a fuertes sesiones de sudoración, durante dos semanas, y después hacerle beber infusiones de raíces de bardana durante tres meses —explicó con la claridad de la experiencia el médico.
Bruno, mientras tanto, observaba con inmensa admiración a aquel gran hombre. Su aspecto físico era inconfundible: un rostro ovalado, con ancha frente, ojos saltones y mirada noble e inteligente, espesa cabellera, aunque canosa y barba prominente acabada en dos puntas; vestía con sobria elegancia, cubierto con abrigo de seda y ancho cuello de piel de armiño; debajo, una camisola de algodón con botonadura de arriba abajo. Sus delicadas manos, que contrastaban con la seguridad y experiencia de las mismas, habían dejado la pluma de ave sobre el tintero y los manuscritos en los que estaba trabajando desde el comienzo de sus sabias explicaciones.
«¡Qué maravilla!, ¡cuánto estoy aprendiendo! No podía imaginarme que en este viaje iba a encontrarme con un hombre de ciencia de esta categoría», pensaba Bruno.
—Habladnos más sobre esa milagrosa planta, señor —inquirió Angiolo—. Me gustaría saber más sobre ella.
—La bardana tiene los tallos estirados, las hojas en forma de corazón y suavemente dentadas, verdes por encima y vellosas y blanquecinas por su cara dorsal. Produce flores purpúreas y sus raíces son gruesas y negruzcas. En cuanto a la recolección, al iniciarse la primavera se arranca toda la planta, se lavan las raíces y luego se cortan en rodajas, que se secan al calor suave. La parte empleada son las raíces —amplió Pietro Andrea.
—Por lo que he podido oír, además de combatir la sífilis es también eficaz en los tratamientos de enfermedades de la piel humana —sugirió Angiolo.
—En efecto. La bardana la he utilizado en mi clínica de Gorizia para enfermos reumáticos, con erupciones de la piel, úlceras varicosas, forúnculos, eczemas y supuraciones. En los males internos, a base del cocimiento de una cucharada por taza, tres veces al día; y en los externos, el mismo cocimiento para combatir las erupciones de la piel. —El médico tomó después un sorbo de agua de la jarra que tenía sobre una vieja mesa, en un rincón de la sala, próxima a la estufa de cerámica, y, tras un momento de silencio, se quedó mirando fijamente a aquellas dos personas que tenía delante, y luego prosiguió—: Pero también he descubierto otra planta que ofrece todavía más virtudes contra la sífilis. Se trata de la caléndula, una planta silvestre que cura las heridas, con cuyo extracto he logrado cicatrizar las úlceras. Los extractos los elaboro a base de alcohol, que extraigo de la destilación del vino, y la fórmula: tres partes de flor de caléndula y una de orujo o vino destilado; y para tomar, en forma de infusión, añado tomillo en la decocción.
Angiolo y Bruno no salían de su asombro ante todo cuanto estaban oyendo de aquel médico. Y después, el primero exclamó:
—Señor, no habíamos oído hablar de esta planta que, por lo que nos estáis diciendo, podríamos calificar de milagrosa.
—La caléndula debe su nombre al término «calendae», con el que los romanos designaban los primeros días del mes. Con ello se hacía referencia a un largo período de floración, desde comienzos de mayo hasta mediados de noviembre. Las flores son grandes, de color amarillo intenso, aunque es la que tiene sus flores doradas la más eficaz para las curaciones que, desde hace pocos años, estoy practicando con el mayor éxito en la clínica de Gorizia.
Angiolo y Bruno escuchaban sin parpadear las explicaciones del galeno.
—¿En qué lugares puedo encontrar estas plantas? —volvió a preguntar el jardinero.
—En diferentes territorios del principado de Trento se desarrollan y florecen de forma natural tanto la bardana como la caléndula, especialmente en los valles de Val Rendena —concretó Pietro Andrea.
—Es la zona que vamos a recorrer.
En aquellos momentos, el médico guardó silencio y luego prosiguió con la conversación que estaba manteniendo sobre temas que al galeno tanto le agradaba explicar.
—Muchos de estos trabajos los he podido desarrollar gracias a Gerolamo Cardano, médico y alquimista, buen amigo, a quien conocí cuando ejercía de profesor de Medicina en la universidad de Bolonia. Cardano es, además, astrólogo y físico. Su más célebre trabajo ha sido haber abierto el camino de la física experimental; recuerdo que se apasionaba hablando de Ptolomeo y analizando las interpretaciones de los sueños. Pero, al ver que su vida corría peligro tras ser expulsado de la universidad y acusado de herejía por la Inquisición, no dudó en buscar refugio en Val Rendena, concretamente en el pueblo de Carisolo. Su casa se encuentra en el interior de un espeso bosque de robles próximo a la iglesia de San Stefano. Pero, por favor, esta información solo la conozco yo; sed discretos, porque su vida correría peligro…
—Esa población está en nuestra ruta —respondió calladamente Angiolo.
—Descuidad, lo haremos con la mayor discreción —añadió Bruno.
—Gracias, señores. Voy a entregaros unas notas en un sobre para que, si no es mucha molestia, se lo deis de mi parte. Gerolamo os atenderá bien en su cripta, rodeado de atanores, vidrios y fraguas —amplió Pietro Andrea.
Seguidamente, Bruno decidió cambiar el rumbo de la conversación.
—¿Esta biblioteca de Toblino es tan interesante para vuestros estudios?
—Los libros que veis en estas estanterías no son todos. Las obras más valiosas, que son incunables y originales, al haber sido condenadas por la Inquisición, se encuentran ocultas en una cámara secreta —respondió Pietro calladamente.
—¿Y esa cámara se encuentra aquí, en Toblino? —se interesó Bruno.
El galeno quedó sin habla, y, tras examinar con mirada de bisturí a ambos, decidió responder.
—Sí, no está lejos de aquí. Se accede a través de un mecanismo escondido. Es una especie de cripta que me mostró confidencialmente Nicolà Gaudenzio… —susurró el médico—. Esto os lo cuento dada la relación directa y amistad que todos tenemos con el cardenal. Pero si esta información estuviese en conocimiento del Santo Oficio, de la Inquisición, toda esta sabiduría sería pasto de las llamas, por lo que confío en vuestra discreción, por el bien de todos.
—En Trento me hablaron de unos libros prohibidos. ¿Y qué obras se guardan en este secreto archivo? —se interesó Bruno.
—Precisamente el manual más importante de todos… —susurró Pietro. Tras unos instantes de silencio, el médico tomó aire y prosiguió su relato, con la complicidad y el mayor interés de los dos—: Se trata del Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, es decir, el índice de las obras prohibidas, aquellas publicaciones que la Iglesia católica catalogó como libros perniciosos para la fe. En este documento se establecen, en su primera parte, las normas de la Iglesia con respecto a la censura de libros. El propósito de esta lista era prevenir la lectura de libros o trabajos calificados de inmorales por la Iglesia, por sus contenidos en errores teológicos o morales, previniendo con ello la corrupción de los fieles —arguyó Pietro Andrea.
—¿Y cuándo se imprimió este índice? —preguntó Bruno.
—La primera edición es del año 1559 —respondió Pietro Andrea—, a iniciativa de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, de la Iglesia católica, que es como oficialmente se llama al Santo Oficio. En ella aparecen tres listas que agrupan todas las obras y escritos de un autor prohibido, los libros específicos de un autor prohibido y los escritos específicos de un autor incierto… —confirmó el galeno.
En aquellos instantes entró en la sala un sirviente para comunicarles que la cena ya estaba servida en el comedor.
—Muy bien. Ahora bajamos —contestó Angiolo.
En el salón comedor, con la cabeza apoyada sobre su brazo, Mauro aguardaba en silencio a sus compañeros en el extremo de una larga mesa de madera, sin cesar de bostezar de hambre, aunque con los ojos medio cerrados de sueño y cansancio. Angiolo y Bruno, acompañados de Pietro Andrea, se aproximaron al lugar y tomaron asiento junto a él. Al pronto se acercó Raffaello, el sobrino del señor del castillo, que se incorporó a la mesa para acompañarles en el ágape.
—¡Mi bienvenida a Toblino, señores! —exclamó el joven—. Ya me ha hablado de vosotros mi tío antes de partir hacia Castel Campo.
—Muchas gracias, Raffaello. Lamentamos no poder permanecer más tiempo en este agradable castillo —respondió Bruno, mientras Angiolo saludaba a Mauro.
—Nací en esta fortaleza —dijo Raffaello— y desde siempre me he interesado por su historia, y algunas leyendas…
—¿Leyendas? —preguntó con interés Angiolo al anfitrión.
—Sí, este castillo guarda una sobrecogedora leyenda, que no conoce mucha gente: hace algunos años, había dos jóvenes amantes, Claudia Petta, hija de una poderosa familia de Rovereto, y Adriano Fossombrone, capellán de Pèrgine, quien solicitó al Papa, sin éxito, colgar los hábitos. Entonces, ambos, locamente enamorados, al ver sus amores imposibles, decidieron poner fin a sus vidas, tomaron una barca y se internaron una noche de espesa niebla en la oscuridad del lago. Tras una corta travesía, Adriano y Claudia decidieron arrojarse a las frías aguas, asidos por las manos, y poner fin a sus vidas. Después, nada se supo de ellos; incluso la barca sigue navegando a la deriva por el lago. Se cree que el espectro de Claudia sigue deambulando por las estancias de este castillo —relató Raffaello.
Los comensales no daban crédito a cuanto estaban oyendo; apenas habían probado alimento alguno.
—Esta noche la pasaré en las cuadras, con los caballos —susurró Mauro, y una ruidosa carcajada retumbó en la estancia.
—Sí, parece gracioso, pero el tema es más serio de lo que os imagináis. Desde hace unos años son cada vez menos los viajeros que, de paso por la Giudicaire, hacen un alto en el camino para alojarse en este castillo, por miedo, sin duda, a unos fantasmas que aparecen de noche y que podrían estar relacionados con la leyenda que os he contado —expuso Raffaello.
—Hay que tener más miedo a los vivos que a los muertos —exclamó Angiolo.
—Se me ocurre una idea, que puede ser útil. Mañana, con calma, os la diré —manifestó Pietro Andrea, dirigiéndose a Raffaello.
—Me interesa también la historia real de este castillo —comentó Bruno, mientras cortaba un trozo de queso parmesano y vertía vino de la jarra en su vaso.
—Según los libros leídos y, sobre todo, las historias que, desde pequeño, me han contado, el origen de este castillo es muy antiguo. Se dice que sus cimientos, excavados en la misma orilla del lago, se alzan sobre un templo dedicado a Fati, divinidad celta protectora de las aguas y manantiales, de la tribu de los tublinates, que darían nombre al lago y a la fortaleza. Mañana, si la niebla lo permite, podréis admirar sobre las copas de los árboles la puntiaguda cima del Daino, la montaña sagrada de los antiguos celtas. Este estratégico enclave, tras la conquista de las legiones romanas, fue convertido en sólido fortín militar. También hay quien asegura que el temible Atila, rey de los hunos, en su marcha con sus ejércitos hacia la Ciudad Eterna, plantó en las orillas del lago un roble, para recordar su paso por este lugar. El documento escrito más antiguo que se conserva de Toblino se remonta al año 1124, en tiempos de Odorico, su primer señor. Esta fue, por lo tanto, la primera fortaleza en levantarse en todo el valle del Sarca. Cuatro siglos después, en tiempos del cardenal Bernardo Clesio, se llevaron a cabo importantes restauraciones. Y, no lejos de aquí, en Sarche, el cardenal Cristoforo Madruzzo mandó construir la Villa Vescovile, sede de una importante hacienda agrícola eclesiástica —arguyó Raffaello.
—Villa Vescovile…, ese lugar me trae algunos recuerdos —murmuró entre dientes Angiolo—, por los jardines que diseñé, rodeando al monumental palacio, y también por algunas de las escandalosas fiestas que, en sus salones, durante el concilio, allí se celebraron.
—Sí. No cabe duda de que estamos en un enclave estratégico, elevado sobre una pequeña península y rodeado por las aguas del lago, donde se aprecia un admirable encuentro entre el rústico alpino y la belleza del Renacimiento —completó Bruno.
—Se ve tu pasión por la arquitectura —expresó el responsable de la fortaleza, con una sonrisa. Y añadió—: La piedra roja procede de las canteras de Calavino, y el agradable aspecto que ofrece todo el conjunto, incluyendo las decoraciones interiores de las salas, se lo debemos a Baldassare Cometti di Lorenzo, natural de Vezzano, un artista contratado por el cardenal Bernardo Clesio. Mañana, con las luces del sol, también os asombraréis al comprobar el contraste de los muros del castillo con el azul intenso del agua del lago.
—Este vino tiene un buen paladar —exclamó Angiolo, mientras levantaba su jarra de cerámica y animaba a los demás comensales a hacer un brindis.
—El vino que vamos a catar es cosecha propia —expuso Raffaello, tras chocar su jarra con la de los demás—. Los viñedos se extienden en las tierras más soleadas de nuestra propiedad y, tras la vendimia, todo el proceso de elaboración y envejecimiento en barricas de roble se lleva a cabo en los sótanos del castillo. Mañana podéis entrar a visitar nuestras bodegas, aunque ya hemos iniciado la recogida de la uva, y habrá mucho trasiego.
Después se produjo una pausa, cuando un sirviente trajo los postres.
—Tengo deseos igualmente de admirar mañana, con los rayos del amanecer, si se levanta pronto la niebla, el vistoso colorido de las hojas de los bosques de hayas y robles en esta temporada al reflejarse en las cristalinas aguas del lago —apuntilló Angiolo. En aquellos instantes, un búho real entró en la estancia por el ventanuco que se abría al patio.