V. La ciudad de los símbolos

No sé las razones del duelo —dijo Bruno—, pero estoy del todo en contra de la resolución de cualquier asunto por la vía de la violencia.

—Lo mismo pienso yo. Ambos, como me alegra comprobar, somos personas de diálogo, y la violencia no entra en nuestros conceptos —replicó Angiolo.

—Es probable que se haya tratado de un ajuste de cuentas, o bien que el propietario de este mesón, que he oído tiene fama por su violencia, haya desafiado a un cliente, que estuviera un poco bebido, por haber querido abusar de su hija, Giulia, que, por cierto, es una joven hermosísima —intentó aclarar Bruno.

Habían transcurrido unos pocos minutos cuando, al girar la calle el carromato, vieron a dos personas que dialogaban en voz alta.

—Mauro, frena un poco las riendas de los caballos para ir más despacio —pidió discretamente Angiolo al cochero—. Nos sobra tiempo.

Angiolo, en realidad, lo que quería era escuchar la conversación que aquellos dos hombres estaban manteniendo en aquel lugar. Y no tardaron en salir de dudas:

—¡Se lo merecía! ¡Se lo merecía! No tenía que haber bebido tanto y, menos aún, desafiar al padre —gritaba un tanto exaltado uno de los dos individuos.

—Este pobre hombre ya llevaba tiempo detrás de Giulia, pero el padre nunca aprobó esa relación —repuso el otro.

—No lo aprobó porque siempre estaba borracho y metido en broncas callejeras. Poco podía ofrecerle a su hija.

—Pero eso no es para mandarle al otro mundo. Y Giulia… ¿Qué será de ella?

—Giulia es joven y muy guapa, y no tardará en olvidarse de ese haragán, y que Dios lo tenga en su gloria —justificó.

Tras oír aquellas últimas palabras, Angiolo miró a Bruno.

—Tenías razón, amigo Bruno —dijo calladamente, mientras hacía un gesto con la mano a Mauro para que acelerara el paso de los caballos.

Pocos minutos después, el carromato rodaba sobre las húmedas losetas de piedra de las calles más céntricas del corazón urbano de la ciudad.

—La catedral de Trento fue el gran centro religioso del concilio, en su interior se celebraron importantes sesiones —argumentó Angiolo—. Y a nivel artístico, ¿qué puedo decirte yo que tú no conozcas?

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Bruno, que asintió con la cabeza a las palabras que le acababa de decir su amigo.

—No sabía que te interesara tanto el arte, Angiolo. Pero déjame que te explique algo que mucha gente no conoce de nuestra catedral, ahora que estamos atravesando la Piazza del Duomo. Se trata del edificio religioso más importante de la ciudad; el altar mayor está dedicado a san Vigilio, el santo mártir que predicó el cristianismo en el principado de Trento. La catedral fue construida en la segunda mitad del siglo XIII, en un lugar sagrado, sobre los cimientos de anteriores templos y altares de cultos paganos. Si te fijas con atención, el edificio tiene planta de cruz latina. Sobre la intersección de la nave principal y el crucero se eleva una robusta torre octogonal, llamada cimborrio o linterna, desde cuyas ventanas superiores se ilumina el corazón de la iglesia, que es el presbiterio, donde se encuentra el altar mayor. Y ahora podrás ver mejor el hastial del lado del Evangelio, con su amplio rosetón en forma de flor de doce pétalos, que parten de un círculo central que contiene en su centro la tau.

—Me parece muy interesante. También recuerdo haber visto en una ocasión en el interior de la catedral un extraño artilugio circular que alguien hacía girar —musitó Angiolo.

—Sí. Ese objeto de hierro, suspendido en la pared, es la rueda de la fortuna, un elemento que transmite prosperidad al edificio, a las personas vinculadas con él y a todo cuanto representa. Cada mañana, un sacerdote, al hacer girar esta rueda y hacer que se oiga el metalizado sonido de unas campanillas, está invocando los bienes materiales —comentó Bruno.

—He contemplado esta catedral en infinidad de ocasiones, pero nunca me había percatado de estos datos. Veo que en este viaje voy a aprender mucho. Pero háblame más de esa ventana circular —se interesó Angiolo.

—El rosetón de doce hojas fue muy utilizado en el arte gótico, a lo largo del siglo XIII, como símbolo del universo en su desarrollo cíclico espacio-temporal. Representa también la multiplicación de los cuatro elementos: agua, aire, fuego y tierra, por los tres principios alquímicos: azufre, sal y mercurio; o también los tres estados de cada elemento, en sus fases sucesivas de evolución, de culminación y de involución. Este número, por tanto, tiene una gran riqueza en la simbología cristiana, puesto que constituye la combinación del cuatro del mundo espacial y del tres del tiempo sagrado que mide la creación-recreación de la cifra doce, que no es otra cosa que la del mundo acabado. Es la del ciclo litúrgico del año de doce meses y de su expresión cósmica, que es el zodíaco —explicó Bruno.

—Todo esto es nuevo para mí, pero me interesa mucho. Y la tau, ¿qué representa? —volvió a preguntar Angiolo.

—La tau es uno de los cuatro grandes grupos de cruces existentes en la simbología cristiana. Si el compás era el signo que confería a la divinidad el atributo de Gran Arquitecto del Universo, representado en forma de triángulo equilátero, la tau constituía el apoyo del báculo del gran maestre templario, cuyos magos portaban colgada en el pecho. Esta singular cruz cósmica es también símbolo de la sabiduría y del conocimiento. En el alfabeto hebreo, la tau se relaciona con Neptuno, el último de los siete planetas sagrados de la antigüedad, relacionado con el espíritu y el signo Piscis…

—En esta fuente que dejamos a nuestra izquierda de pequeño me zambullía jugando con los amigos, y les mojábamos las ropas a las chicas para ver mejor sus pechos, mientras combatíamos las altas temperaturas del verano —comentó con mirada picaresca Angiolo.

—Sí, yo también tengo algunos recuerdos de juventud relacionados con esta fuente, dedicada al dios Neptuno, como el beso que le di a una joven antes de ser perseguido por su robusto padre, quien me lanzó unos perros de caza que casi me destrozan los pantalones. Afortunadamente logré trepar por una tapia y esconderme.

—Ja, ja, ja —rió Angiolo—. ¿Y no has vuelto a ver a aquella joven?

—Era la hija de la poderosa familia de los Pretorio, cuyo palacio ves enfrente, junto a la Torre Civica. Recuerdo sus hermosos ojos azules, larga melena rubia y una cintura de avispa. Fue mi primer amor. Pero, aunque bien joven, era consciente de que no tenía futuro, porque yo era un don nadie para sus padres. Después me enteré de que fue obligada a contraer matrimonio con el hijo de una influyente familia de Mantua relacionada con el comercio del azafrán, y yo me fui encerrando cada vez más en mi trabajo.

—Parece que este lugar tiene algo especial… —susurró Angiolo.

—Sí, y no es una casualidad que así sea. Neptuno es la inspiración, el genio, la estética, la vida superior; por tanto, el misticismo, el pensamiento superior y la capacidad de ser médium. Pero la ampliación de la ciudad se la debemos a Federico Vanga, quien, a comienzos del siglo XIII, y con la colaboración de los templarios, planificó el tramado urbanístico de la ciudad, además de la construcción de la catedral y la edición del Codice Minerario —amplió Bruno.

—¿Pero hubo templarios en Trento? —preguntó Angiolo.

—Los templarios de esta región mantuvieron estrechas relaciones con los teutones, a través de los Alpes. El Temple contó con una importante encomienda en esta ciudad, próxima a la judería, que no tardaría en ser destruida totalmente tras la caída en desgracia de la Orden, con la muerte de su último gran maestre, Jacques Bernard de Molay, en la primavera de 1314, en París. Pocos años después, como castigo divino, el mundo occidental sufrió terribles epidemias, entre ellas la peste. Mi padre, Simone Baschenis, dedicó toda su vida a este sobrecogedor tema y se especializó en la pintura mural de frescos relacionados con la Danza Macabra. En este viaje tendremos oportunidad de admirar algunas de sus maravillosas realizaciones —explicó con emoción Bruno.

—A partir de ahora, intentaré mirar con otros ojos tanto la catedral como esta fuente de Neptuno y otros lugares de la ciudad. Veo que nada está fortuitamente, ni es fruto del azar —exclamó Angiolo.

—Además, durante unos trabajos de restauración de frescos medievales, concretamente de las hermosas pinturas de Santa Maria del Popolo, descubrí la representación de los doce símbolos del zodíaco; otra cuestión que confirmaría la vinculación de la catedral de Trento, dedicada a san Vigilio, con el Temple y el judaísmo —amplió Bruno.

—¿El judaísmo? —se interesó de inmediato Angiolo.

—Sí, Angiolo. Detrás mismo de la catedral, y a pocos pasos de la encomienda del Temple, se hallaba la judería de Trento. Tras la desaparición de los caballeros de la cruz paté, la minoría hebrea de la ciudad quedó desprotegida, pero la Iglesia buscó una excusa para su exterminio, y la encontró en la figura de un joven judío, Simeón, natural de Trento. Su desaparición se atribuyó a los rabinos de la ciudad, quienes, bajo las más crueles torturas, fueron obligados a confesar una culpabilidad que no pudo ser demostrada, pero que sirvió para justificar el comienzo de unas feroces y sangrientas persecuciones contra toda la comunidad hebrea de la capital del principado que obligaron a todas aquellas familias a permanecer ocultas en lugares subterráneos y practicar el criptojudaísmo.

—¿Y cuándo tuvo lugar aquel atropello? —volvió a preguntar Angiolo.

—Fue el 21 de marzo de 1475, víspera del Viernes Santo, también llamado Viernes Negro, anterior a la Pascua, jornada de conmemoración de la Crucifixión de Jesús Cristo y su muerte en el Gólgota. De inmediato, y sin pruebas sólidas, solamente el fruto de una confesión extraída a base de horrendas torturas, toda la comunidad hebrea fue acusada de la muerte de aquel joven, al objeto de drenar su sangre para fines rituales judíos. Ocho miembros de la comunidad fueron torturados y quemados en la hoguera, y sus familias fueron obligadas a convertirse al cristianismo. De no pasar por la pila bautismal, sus cuerpos arderían en una pira…

—¿Y nadie salió en defensa de aquellas personas?

—¡No! Más que nada por miedo a los poderes. El mismo obispo de Trento, Giovanni Hinderbach, para calmar un poco a las gentes y, sobre todo, a los inquisidores, decidió canonizar a Simonino, como era conocido aquel joven judío, y publicó el primer libro impreso en esta ciudad: Historia de un niño cristiano asesinado en Trento, ilustrado con doce grabados.

Una cierta rabia contenida se dibujó en el rostro de Angiolo.

No habían pasado muchos minutos cuando el carromato abandonaba la Piazza del Duomo, pasando frente a la iglesia de Santa Maria Maggiore, llevándoles hacia el sector occidental de la ciudad. Precisamente en la encrucijada con la Via Belenzani se alza una sencilla fuente de piedra coronada por un águila bicéfala de color negro: el águila de san Venceslao, orgullo y emblema del principado de Trento.

En el momento de cruzar la puerta de la Torre Vanga, más conocida como «Torre Rossa» por el color de la piedra, abierta bajo el adarve de las murallas del sudoeste, una larga comitiva de carros llenos de alimentos, que habían estado gran parte de la noche en trayecto hasta la capital del principado, iniciaba su entrada en Trento para abastecer los mercados, comenzando una jornada más en el ciclo vital de la ciudad. El pescado llegaba de los puertos del Adriático, y también del lago de Garda; las manzanas y uvas, de los valles de Non, Ledro y Cembra; las carnes, de los mataderos de la ciudad de Rovereto; el vino, de Val di Cei; las hortalizas, de Arco y Tenno, y el pan se elaboraba en las tahonas de Trento; era el pan de espelta, especialidad de trigo de origen celta que daba una masa nutritiva y esponjosa de color grisáceo. Las tahonas acababan de abrir sus puertas, con los panes recién elaborados a lo largo de la noche en sus obradores, y una agradable fragancia perfumaba las calles y plazas; los pastores eran los más madrugadores en la cola de las panaderías, para salir a las montañas con sus grandes rebaños de cabras y ovejas.

Estaban transitando en aquellos instantes bajo el portalón, cuando dos de los comerciantes que aguardaban su turno para entrar en la ciudad, tras cruzarse toda clase de insultos, se pelearon con violencia, a causa de la competencia de los productos que portaban en sus carros; en este caso, barricas de vino. De pie, en el suelo, no paraban de darse golpes y puñetazos. De pronto, uno sacó un cuchillo del cinturón y fue a clavárselo al oponente, pero una saeta lanzada por un ballestero de la guardia cruzó el aire desde la almena superior hasta la puerta y se clavó en un lateral del carro, con un fuerte chasquido que hizo callar a la multitud. Enseguida todos giraron la cabeza hacia las almenas y pudieron ver al jefe de la guardia que, con gran vozarrón, les ordenaba dispersarse inmediatamente, cosa que hicieron al instante.

—¿Has visto eso? —comentó entre dientes Angiolo.

—Los mandatos del cardenal son muy claros en cuanto al orden social se refiere. No admite el más mínimo alboroto en las calles y plazas de la ciudad —justificó Bruno.

Un grupo de personas se agolpó en torno al lugar donde se había desarrollado la pelea, mientras los soldados uniformados, con espadas y armas de fuego, se abrían paso para despejar la entrada e instaban a la multitud a que se reordenara para dejar libre el acceso a la ciudad.

—¿Y qué hubiera sucedido si el comerciante hubiese resultado herido de muerte? —preguntó Angiolo.

Mauro, que había podido escuchar la pregunta, tras solicitar permiso para entrar en la conversación, respondió:

—El género que portaba habría sido confiscado y llevado a los almacenes generales de la municipalidad, que se encuentran en la Via del Suffragio, desde donde luego sería distribuido en los hospitales y albergues, y lo sobrante sería entregado a los pocos días a las familias más pobres de la ciudad. Conozco muy bien este proceso, ya que un hermano mío, Michello, es uno de los responsables de estos almacenes. Y la familia del fallecido no quedaría desamparada, sino que recibiría una ayuda del principado, como gracia del cardenal.

—Me parece una decisión muy acertada —exclamó Angiolo; mientras Bruno, que igualmente conocía al detalle el tema en cuestión, aprobaba con la cabeza las explicaciones que había dado el chófer.

Tras dejar atrás la Torre Vanga, cruzaron el puente de piedra de San Lorenzo, que salva las nerviosas y frías aguas del Adigio, dejando a sus espaldas Trento. La ciudad, al fondo del valle, con el Castello del Buonconsiglio, y la cilíndrica y pétrea torre de Augusto sobre las murallas del Castelvecchio, como referencia espacial, lentamente iba perdiéndose en la lejanía. Las hojas de los espesos bosques de hayas ya comenzaban a mostrar su variado y sorprendente colorido otoñal.

—El camino de la Giudicarie es estrecho y pedregoso en algunos tramos, por lo que es propicio a los asaltos de bandidos —recordó Angiolo—. Es un sendero de mucho trasiego humano que se corresponde con una antigua calzada romana, cuyo trazado sigue el curso del río Sarca. Esta ruta la he hecho en más de una ocasión, durante los años del concilio, para diseñar con plantas y árboles algunos de los jardines y terrazas de los castillos, palacios y fortalezas relacionados con el príncipe-obispo de Trento.

—Sí, sé muy bien la peligrosidad de estos caminos. Pueden salirnos bandidos en cualquier lugar; por ello, hemos de estar bien atentos. El salvoconducto del cardenal nos abre las puertas de castillos, palacios y ciudades, pero no nos libra de la ferocidad de los asaltantes sin bandera ni credo —apuntilló Bruno, al tiempo que daba una amable palmada en la ancha espalda de su amigo.

—¿Dónde haremos noche? —preguntó Angiolo.

—Vamos a tomarnos este viaje con tranquilidad. Creo que ambos nos hemos ganado un merecido descanso en nuestras actividades. Tú, por los magníficos diseños en jardinería, y las acertadas elecciones de las mejores flores de época, que son también todo un orgullo para nuestra ciudad; y yo, por las restauraciones artísticas llevadas a cabo en salas y salones de los palacios de Trento, así como en otros lugares del principado. Por todo ello, ambos debemos considerarnos dichosos por este viaje, dos años después de la clausura del cónclave —argumentó Bruno.

—He dejado a Antonella, mi esposa, un poco achacosa de su dichoso mal de la espalda; cuando se aproximan los fríos, sus huesos le recuerdan la enfermedad que tanto la atormenta. Y en cuanto a mis hijos, Domenico y Luigi, ya hace tiempo que se marcharon de casa a destinos bien distintos, como sabes. El primero eligió la carrera militar, ya es teniente y se encuentra destacado en Brixen. Ayer precisamente, bien temprano, después de haber pasado unos días con nosotros, partió al frente de sus hombres a un destino que no quiso comunicarnos ni a su madre ni a mí. Y Luigi hace tiempo que ingresó en la comunidad de San Romedio, donde ya profesa como monje en ese santuario rupestre del valle de Non, cerca del lago de Santa Giustina. En las escasas ocasiones en las que puede abandonar el monasterio nos trae una canasta de manzanas. A ambos, como puedes imaginar, los echamos mucho de menos. Estamos muy orgullosos de ellos —exclamó con todo sentimiento Angiolo.

—De cualquier modo, debes sentirte feliz al contar con una familia. Yo, en cambio, estoy solo, sin parientes, dependiendo del mecenazgo de los Dossi, a cuya familia tanto le debo. Ellos me acogieron desde el primer día que llegué a Trento, y no dudaron en considerarme y tratarme como un miembro más de los suyos. Después del fallecimiento de mis padres naturales, al llegar a la capital del principado, los Dossi se convirtieron en mi única familia; aunque en ningún momento, ¡bien lo sabe Dios!, he olvidado a mis progenitores… —Bruno hinchó sus pulmones con una profunda inspiración antes de proseguir su historia—: Por todo ello, este viaje supone para mí mucho más que un mero descanso, una bocanada de aire fresco en medio de las prolongadas jornadas de trabajo que, a diario, desarrollo en los andamios de los palacios de Trento, buscando las formas de restauración de un cuadro, una estatua de mármol, un friso de escayola o un artesonado de madera. En Pinzolo, antes de llegar a Carisolo, está enterrada mi madre, y aprovecharé para colocarle unos lirios azules en su tumba; recuerdo que eran sus flores preferidas —explicó, muy emocionado, con los ojos húmedos.

Las ruedas del carromato seguían su marcha, balanceándose por la irregularidad del terreno, a través de un camino pedregoso y de barro que se abría paso entre espesos bosques y ríos. Ya hacía rato que habían dejado atrás la fortaleza de Vigolo, sobre el lago de Terlago. El camino estaba cubierto de charcos, por las lluvias caídas los días anteriores, y algunos agujeros en el suelo hacían que basculase la cabina; el aire fresco que entraba por las rendijas de las ventanas obligó a sus ocupantes a cubrirse con una manta. Así, tras un rato de silencio, por haber echado una cabezada, se despertaron de pronto, cuando Mauro frenó el carromato y los caballos quedaron frenados de golpe.

—¡Ya hemos llegado a Baselga di Vezzano, señores! —exclamó el chófer, mientras sujetaba las riendas con fuerza.

—Gracias, Mauro.

Mientras descendían del carromato, el chófer se ocupó de atender a los caballos, que mostraban síntomas de cansancio, en las cuadras de aquel albergo.

La hospedería estaba llena de buhoneros, ganaderos y comerciantes de paso. Los efluvios del vino podían cortarse en el ambiente, y los gritos de los comensales hacían difícil comprender cualquier conversación. Las jarras de vino corrían y se derramaban por todas las mesas.

—Posadera, ¿podríamos encontrar un lugar más tranquilo? —preguntó Angiolo, dirigiéndose a una de las camareras.

—¿Cuántos sois? —repuso esta.

—Tres. Nuestro chófer no tardará en venir —exclamó Bruno.

—Acompañadme. Estaréis mejor en la habitación del fondo, acaba de quedar libre una mesa y tiene el calor de la parte trasera de la chimenea.

—¡Gracias!

La posadera era mujer de mediana edad y de fuerte complexión; vestida con una apretada blusa azul marino, a juego con sus grandes y luminosos ojos, que ponía al descubierto unos hermosos y firmes pechos; falda larga y zapatos cómodos para su tarea; el pelo rubio oro, recogido en dos largas y anchas trenzas. Colgaba del cuello y basculaba sobre sus pechos un medallón a modo de camafeo de cuarzo blanco. Esta no le quitaba la vista de encima a Bruno.

—He visto cómo te miraba —comentó con sorna Angiolo.

—Sí, estaba un poco ruborizado. Es una mujer muy atractiva. Volveré otro día por aquí con más tranquilidad —respondió Bruno, tartamudeando.

Mauro, tras asegurar los caballos y el carro en el establo, también se incorporó a la mesa. La comida se desarrolló con toda normalidad. Mientras, en el salón principal se había formado un altercado entre los comensales, por el exceso de vino y algunas grapas de más para finalizar los postres. Después de pagar, los tres atravesaron el comedor principal casi a empujones entre el gentío, hasta alcanzar el umbral de la posada, para salir al exterior, y Bruno, volviendo el rostro y mirando con dulzura a la posadera, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Franchesca Borzago, señor.

—Encantado. Yo soy Bruno Baschenis, y vivo en Trento —respondió, estrechándole la mano a aquella señora tan gentil, y sin dejar de mirarla con la mayor estima. Ella hacía lo mismo. No cabía la menor duda de que, entre ambos, se había producido una fuerte atracción física.

Sin darse cuenta, ambos salieron al exterior de la posada hablando animadamente y, en un momento, Bruno aprovechó para cortar del árbol próximo a la fachada de la hospedería un ramillete de flores, camelias rojas, que regaló a Franchesca. Ella lo tomó con estima, y no dudó en desprender una flor que, de inmediato, se colocó en su pecho, sin dejar de mirar con ternura a Bruno, mientras este hacía lo propio. Luego volvieron a despedirse.

Mientras tanto, Mauro preparó el carromato en las cuadras y lo llevó hasta la puerta principal, con los caballos ya ensillados. Bruno, con el rostro emocionado, comentó a Angiolo:

—Hacía tiempo que no experimentaba una sensación así. Me ha parecido una mujer maravillosa. Intentaré volver a este lugar en otra ocasión. Tuve un amor de joven, pero no llegamos a casarnos porque ella, estando haciendo los preparativos de la boda, enfermó de tisis, y los médicos no pudieron hacer nada por su delicada salud. Siempre he guardado su recuerdo en mi corazón. Aquella desgracia me causó el más terrible pesar y me sumió durante muchos meses en una profunda melancolía, y aquella tristeza me impedía realizar cualquier tarea por fácil que fuese; un mal de difícil curación, al decir de los médicos de Trento. Por ello, le tengo un gran respeto a la ciencia médica. De no haber elegido el camino del arte, que ha sido la constante en toda mi familia, sin duda habría tomado el camino de la medicina, en mi afán por curar a los enfermos y estudiar las causas de los males que ponen en peligro la salud y la felicidad de las personas.

—Estoy seguro de que la sigues amando, pero te diré que ya han pasado algunos años, y he advertido con claridad que esta mujer que nos ha servido la comida ha experimentado hacia ti la misma sensación que tú hacia ella —comentó Angiolo.

—Sí, Angiolo, pero entre la desgracia de la muerte de aquel primer amor y el desengaño del siguiente, por culpa de los padres de ella, como ya te hablé cuando pasamos por la Piazza de Neptuno, me va a costar encontrar el amor —dijo Bruno en voz baja.

De nuevo en ruta, el carromato tomó dirección a Toblino. El camino se hacía más complicado a medida que avanzaba, por el barro que impedía el giro de las ruedas y hacía que a los caballos se les hundieran sus patas hasta las rodillas. En aquel momento, un grupo de jinetes pasó a todo galope sin detenerse delante del carromato, salpicándoles de agua y barro por los charcos del suelo.

—Me ha parecido ver a hombres del capitán Eriprando —comentó quedamente Bruno.

—Sí, creo que son mercenarios a las órdenes de Eriprando Madruzzo, hermano del cardenal, hombre sin bandera. Todo el mundo sabe que ahora defiende los intereses de varios señores de esta zona —explicó el jardinero.

—Me interesa que me des la mayor información sobre este asunto. Tampoco a mí me ha caído bien este personaje, por muy hermano que sea del cardenal —repuso Bruno.

—No puedo decirte mucho más; solo lo poco que ha llegado a mis oídos. Este Eriprando, al frente de una partida de insurrectos y hombres de baja calaña, protege los bienes de algunos señores de los ataques de bandidos, o asalta diligencias echándoles la culpa a bandoleros, cuando no se dedica a apresar a los trabajadores de las minas de hierro o de las canteras de plata de la región que no cumplen con las cantidades de mineral que los señores nobles propietarios de dichas explotaciones les exigen que extraigan de las entrañas de la tierra. —Ante la atenta mirada de Bruno, que ni parpadeaba, escuchando cuanto le decía su amigo, Angiolo se tomó una corta pausa antes de proseguir la descripción de aquella sobrecogedora historia—: En las profundas y asfixiantes galerías subterráneas de las montañas, los cabecillas apresados no tardan en ser sometidos a humillantes sesiones de latigazos en las plazas de sus pueblos natales, como escarmiento ante sus familiares y amigos, y en muchas ocasiones son degollados y sus cabezas colgadas de una picota en los cruces de caminos.

—¿Sabes si el cardenal conoce todo esto? —preguntó Bruno.

—Me temo que no —dijo apesadumbrado Angiolo.

«Es posible que el enemigo lo tenga su eminencia más cerca de lo que se imagina», pensó Bruno, que segundos más tarde no tardaría en comprobar con sus propios ojos la veracidad de las palabras de su compañero y amigo.

—Allí hay uno de estos crueles testimonios de la violencia de la ley del poder y la sinrazón humana que tenemos en nuestra sociedad —exclamó con estupor Angiolo, mientras Bruno contemplaba el escalofriante balanceo al aire de tres cabezas colgadas de los retorcidos soportes de hierro de una picota, de las cuales aún goteaba sangre.

A corta distancia, dos buitres de plumaje pardo aguardaban en las ramas de un vetusto roble a que se alejara el carromato para seguir devorando el festín.

—Aunque representemos los intereses de nuestro principado, y estemos a las órdenes del cardenal Madruzzo, no me parece bien lo que está sucediendo —insinuó en voz baja Angiolo.

—A mí tampoco. Pero no todos los males que pueda haber en nuestra sociedad hay que achacárselos al cardenal. Es probable que estas cabezas correspondan a malhechores, bandidos ajusticiados por la ley. No creo que sean de indefensas, humildes y nobles personas —justificó Bruno.

Luego cambió el tema de la conversación. Pero en la mente de Bruno no se borraba cuanto había observado. Y pensó: «De todos modos, el cardenal debería estar informado de cuanto hemos presenciado».

—Pienso que, a lo largo del viaje, encontraré el tiempo para contarte algo de mi vida —susurró Angiolo en voz baja, y añadió—: No falta mucho para la primera parada, donde podremos comer, descansar y pasar la noche.

—Ya tenía ganas de estirar un poco las piernas —asintió Bruno, mientras no dejaba de pensar en la conversación que acababa de mantener con su compañero de viaje.

Tras dejar atrás el espejo de cristal del lago de Santa Massenza, comenzaron a tomar contacto con otro lago, no menos agradable que el anterior, pero sus aguas, en lugar de celestes, eran de un intenso azul marino; altos cipreses y viejos olivos flanqueaban el camino. Comenzaba ya a caer la tarde cuando una bandada de grullas cruzó el cielo reflejándose en el espejo de la superficie de las tranquilas aguas del lago, mientras una suave y fresca brisa mecía las copas de los árboles.

—Estamos en Val dei Laghi —confirmó Angiolo—, donde se alza el castillo de Toblino, la única fortaleza de toda la región que se encuentra en medio de un lago. Sus muros están lamidos por las aguas, a la sombra de elevadas montañas y rodeados de pinos, cipreses, castaños y robles. Me han dicho que este lago está encantado, porque en sus profundas aguas, de un color azul intenso, habitan espeluznantes monstruos y sorprendentes leyendas flotan en su atmósfera. En este castillo podemos cenar y descansar para partir mañana con los primeros rayos del amanecer; el chófer y nuestros caballos también lo agradecerán. Los propietarios de esta fortaleza, tengo entendido, son gente acogedora, fieles al príncipe-obispo de Trento, y espero que nos reciban con agrado.

—Me parece una excelente decisión —musitó Bruno, mientras pensaba que sería el lugar ideal para enviarle una paloma mensajera al cardenal, con la información sobre Eriprando, su hermano.

Al llegar frente al portalón de la fortaleza, los soldados que estaban en el pasillo de ronda superior bajaron a la puerta para pedir a los recién llegados que se identificaran; mientras tanto otros guardias, desde las almenas del torreón circular, amenazaban a los ocupantes del carromato con sus ballestas y armas de fuego.

—¡Deteneos! ¡No disparéis! Estamos en viaje por estas tierras y tenemos salvoconducto del cardenal Madruzzo; comunicádselo al castellano —argumentó con convicción y seguridad Bruno tras descender del carromato y exhibir el documento al aire.

El sargento de guardia, después de asegurarse de la autenticidad del certificado, mandó descansar a sus soldados, y estos no tardaron en bajar sus amenazantes armas. Al rato, se oyeron crujir los goznes de las bisagras y las pesadas hojas de madera del portalón se abrieron de par en par. Enfrente, dentro del recinto, se encontraba Nicolò Gaudenzio, señor del castillo, hombre de mediana estatura y fuerte complexión, larga melena pelirroja, barba del mismo color, ojos pequeños, verdes, y mirada profunda, quien vino a saludarles. Tras descender del carromato, y con la mayor amabilidad, no tardaron en aproximarse al responsable de aquella fortaleza. Bruno, sin desprenderse del documento cardenalicio, lo mostró con toda confianza.

—Me llamo Bruno Baschenis, artista restaurador de los palacios de Trento, y vengo acompañado de Angiolo Tonelli, amigo mío. Estamos de viaje por estos valles del principado.

—He oído hablar de vos, y también de vuestro trabajo. Sois bienvenidos a esta vuestra casa.