«¿Qué razones habrán motivado este viaje? Intentaré, de todos modos, averiguar cualquier información que pueda ser útil para los intereses del cardenal y la seguridad del principado…», pensaba una y otra vez Bruno, mientras, en compañía de Angiolo, descendían la elegante escalinata del Magno Palazzo, respondiendo cortésmente a los saludos de cuantos se cruzaban. Después de breves palabras, y antes de retirarse a sus correspondientes actividades, acordaron reunirse dos días después en la explanada frente a la fortaleza de Castelvecchio.
—Te encuentro un poco preocupado. ¿Qué te sucede? —preguntó el jardinero a su amigo.
—¡No! Nada, Angiolo. Es que he resolver muchos asuntos en los trabajos que llevo en marcha, antes del viaje.
—Yo también. Y mi preocupación además está en casa, porque mi esposa está padeciendo con sus dichosos dolores de espalda. Pero este viaje me vendrá bien, porque podré regresar a su pueblo natal y saludar a mis familiares, a los que hace mucho tiempo que no veo.
Llegó el momento acordado y un carromato de cuatro ruedas, tirado por dos caballos y conducido por uno de los cocheros de la curia tridentina, les aguardaba en el lugar, a punto para partir. Angiolo y Bruno no tardaron en llegar.
—Buenos días, señores, me llamo Mauro Cavalese, y soy el chófer que les llevará en este viaje —saludó el cochero, mientras recogía los baúles y fardos de ambos y los colocaba y amarraba adecuadamente en la parte trasera.
—Bien —respondieron Angiolo y Bruno.
—Tomaremos rumbo al oeste, por el camino que lleva a Bolbeno, y luego, ya en Val Rendena, torceremos hacia el norte en dirección a Carisolo —comentó seguidamente Angiolo, dirigiéndose al conductor.
—De acuerdo, señor —repuso Mauro una vez hubo asegurado el aparejo y terminado de comprobar las correas del carromato; luego, como en un acto reflejo, desnudó el látigo con el que incitar a los caballos.
—No te preocupes por la seguridad en los caminos; contamos con la garantía de un salvoconducto firmado por el cardenal —le dijo Bruno al conductor una vez que este subió a la silla para iniciar el viaje.
—No estoy preocupado, en absoluto; a estas alturas de mi vida ya no le temo ni a la muerte —respondió el chófer de inmediato y cortésmente.
Poco después, una vez instalados cómodamente en sus asientos, Bruno inició la conversación:
—Hace mucho tiempo que tengo pendiente este viaje, porque deseo regresar a Val Rendena para conocer más sobre mi familia, y ahora, ¡por fin!, creo que podré aclarar algunas dudas que me atormentan desde la infancia, especialmente relacionadas con mis orígenes. El recuerdo que tengo de mi padre son sus magníficas obras pictóricas realizadas sobre la tenebrosa Danza Macabra.
—Yo también espero desvelar algunas incógnitas de mi pasado —murmuró Angiolo.
—¿Qué ruta consideráis más apropiada? —preguntó Bruno dirigiéndose al chófer.
—Señor, el camino de la Giudicarie es, sin duda, el mejor trayecto. Es el más frecuentado y, por ello, el más seguro.
—¡Pues adelante! —coincidieron los viajeros.
Mauro no tardó en tomar las riendas.
—En cuanto a la comida, podemos hacer una parada en Baselga di Vezzano, que dispone de una hospedería donde sirven una excelente carne de venado y truchas del río; además, elaboran su propio pan de centeno, y tienen una buena bodega en los sótanos. Conozco bien el lugar —manifestó Bruno, mirando a Angiolo.
Relajados ya en sus asientos el uno frente al otro, Angiolo y Bruno coincidieron en apartar las cortinas de sus ventanillas para despedirse, por un tiempo, de la hermosa ciudad de Trento.
Era una mañana fría de finales de octubre y pocas personas transitaban por las calles y plazas, a excepción de los habituales puestos de mercaderes y buhoneros que comenzaban a abrir sus tenderetes en torno a la fuente de Neptuno, en la Piazza del Duomo. La campana mayor de la iglesia de Santa Maria Maggiore repicaba los tradicionales setenta y ocho golpes, con los que la ciudad despertaba del letargo nocturno, recordando a todos que eran las siete y cuarto de la mañana. Unos tímidos rayos de sol comenzaban a despuntar por las altas montañas, y amenazantes nubarrones iban, al mismo tiempo, cubriendo los cielos y tapando las estrellas. Las lámparas de aceite iluminaban las coloreadas fachadas de las casas. En las aceras, algunos borrachos hacían los mayores esfuerzos para no perder el equilibrio, tambaleándose, con los labios llenos de espuma y vomitando, consecuencia de la resaca de una noche de mucha bebida. También observaron mujeres de alegre vida que regresaban de los burdeles y se dirigían a sus miserables viviendas de los barrios extremos de la ciudad, mientras contaban con recelo y desespero las escasas monedas que habían ganado.
—Gracias al concilio, Trento se ha convertido en una de las ciudades más hermosas de Europa, atrayendo a toda clase de artistas y literatos —comentó Bruno.
—Pero este esplendor también ha influido paralelamente en un aumento considerable de las casas de apuestas y de juego, los prostíbulos y los mercados de trata de esclavos, además del nacimiento de algunas asociaciones de criminales y maleantes —repuso Angiolo.
—Sí, algo he oído, pero tú, Angiolo, estás mejor informado que yo. Mi trabajo, como sabes, me obliga a permanecer jornadas enteras sobre un andamio, resolviendo la restauración de un mural, techo o escultura, mientras que tu actividad está más próxima con la gente, con el sentir del pueblo.
El jardinero miró con afecto a su amigo y le dio como respuesta una leve sonrisa, que secundó con un palmada en el hombro.
Aún faltaban casi dos horas para que se abrieran las puertas de la muralla, y por ello acordaron hacer un alto, para desayunar, antes de salir de la ciudad, y aprovechar para calentar las gargantas, que se habían enfriado por el aire de la mañana. Entonces, Angiolo, tras recibir el beneplácito de Bruno, gritó al chófer:
—¡Mauro, dirígete a la posada que hay cerca del Palazzo Rocabruna para desayunar!
—Como deseéis, señor.
En aquel lugar tomaron un vaso de leche caliente con crema de chocolate y algunos bollos recién horneados. Los pocos clientes que había estaban reclinados por el sueño sobre la barra o en las mesas. El cochero prefirió permanecer en la puerta, aguardando sentado en su silla del carromato.
—Es como si fuera este mi primer viaje —manifestó Angiolo, mirando a Bruno, mientras saboreaba con gula uno de los bollos calientes.
—A mí me ocurre lo mismo; a pesar de las muchas salidas que tuve que realizar durante las sesiones del concilio, parece como si este viaje fuese el primero —repuso Bruno.
Mientras consumían el último sorbo del vaso, ambos pudieron advertir cómo unos hombres atravesaron la sala arrastrando un pesado paquete de gruesa tela, desde la estancia interior, de cuyo extremo del fardo goteaba sangre. Entonces se miraron algo sorprendidos. Y Angiolo, acercándose discretamente al mozo de la barra, le preguntó:
—¿Qué ha sucedido?
Aquel joven quedó impávido, sin habla; rehuyendo aquella pregunta se apartó, con cierto temor en el rostro, hacia el extremo de la barra, donde se hallaban las barricas de vino, simulando que estaba muy atareado. Entonces, Angiolo volvió a repetirle las mismas palabras, con mirada imperante y fría, y en voz alta.
—¡Señor! No grite, se lo ruego —repuso con miedo el camarero—. Anoche, a altas horas, se produjo un duelo, a espada, que tuvo como escenario el patio trasero, en secreto, para evitar la presencia de la guardia. Lamento no poder decirles nada más. Si el dueño de la posada, que está fuera, se enterara de que les he contado esto, me mataría con sus propias manos.
—No te preocupes, joven, no diremos nada —repusieron Angiolo y Bruno, que dejaron unas monedas sobre el mostrador y salieron de aquel lugar.
Segundos más tarde ambos subieron de nuevo al carruaje.