III. La misión

Bruno Baschenis era un renombrado decorador de murales al fresco y autor de las singulares restauraciones llevadas a cabo en las estancias más nobles del Castellvecchio y del Magno Palazzo durante los dieciocho largos años que se prolongó el Concilio de Trento, contratado por el cardenal para tal fin, como director del patrimonio artístico de los palacios tridentinos. Hombre de treinta y cinco años, hijo del célebre pintor Simone Baschenis y autor de las afamadas pinturas al fresco alusivas a la Danza Macabra, Bruno era una persona discreta y centrada en su trabajo. Poca gente le conocía, porque era taciturno, aunque respetuoso, de finos modales, elegante, de aspecto impoluto y amigo de sus amigos. Más germánico que italiano, por su aspecto físico: rubio, alto, de ojos azules; estaba soltero, aunque había mantenido alguna relación amorosa, pero sin compromiso alguno.

Tan pronto como recibió la orden que imperaba su presencia, el consejero artístico del cardenal no tardó en bajar del andamiaje, con cuidado para no resbalar por los peldaños de madera, y, tras darles las instrucciones precisas a sus ayudantes, se fue, cambiando la camisa oscura de trabajo, cubierta de manchas de pintura y olor a barniz, por otra vestimenta blanca y limpia. Instantes después, una vez hubo descendido la ancha escalinata de mármol, entraba en la estancia del cardenal, acompañado por Sebastiani:

—Eminencia, aquí está el maestro Bruno, como pedíais. Si no me necesitáis, vuelvo a mis quehaceres.

—¡Quédate, Sebastiani! La conversación que voy a mantener con nuestro director de arte también es de tu competencia —exclamó el cardenal, mientras paladeaba el último sorbo de la taza.

—Eminencia, ¿me habéis mandado llamar? —preguntó el artista.

—Sí, Bruno, quiero encargaros una misión de especial importancia, aunque muy diferente a vuestra actividad cotidiana.

—Eminencia, sabéis bien que me debo a vos y a los intereses del principado.

—Precisamente de ello quiero hablarte. Se trata de una misión que debes cumplir en el sector norte de nuestros territorios, concretamente en el limes con el Tirol. Últimamente se están produciendo extraños acontecimientos, y necesitaría que una persona ajena al mundo militar me facilitara algunas informaciones, por el bien de la seguridad de nuestro principado. Por ello he pensado en ti. Puedes tomarte el tiempo que haga falta, como una especie de jornadas de descanso, bien merecidas, por los meritorios trabajos que has venido desarrollando durante los años del concilio, por lo cual te estoy agradecido. Se trata, querido Bruno, de un asunto de vital importancia para nuestro principado. Y quiero que, con la mayor discreción, investigues, sin levantar sospecha alguna.

Bruno quedó impávido unos instantes, después de escuchar aquellas agradables palabras, pronunciadas por la persona de mayor autoridad del principado. Después, intentando detener los acelerados latidos de su corazón, y con la mayor felicidad en su rostro, respondió:

—Gracias, eminencia. Es un honor que confiéis en mí. Este viaje me viene muy bien, porque, de ruta hacia las fronteras con el Tirol, aprovecharé para acercarme al pueblo donde nací, al que hace muchos años que no voy, e intentar saber sobre mis padres. Pero estaré siempre en alerta ante la menor noticia que pueda considerar útil, la cual le haré conocer de inmediato.

—Bien. No llevarás escolta alguna, pero sí un certificado firmado por mí, a modo de salvoconducto, que te facilitará Sebastiani, el cual podrás mostrar, en caso necesario, en todas las poblaciones y lugares a lo largo del itinerario. Y, sobre todo, no debes hablar de este asunto con nadie —recalcó Madruzzo, mirando de soslayo a su ayudante de cámara, en señal de complicidad por el motivo de aquella insólita misión, encargada a un hombre de pinceles y tonalidades cromáticas y tejidos, más que de armas.

Sebastiani no tardó en abandonar la estancia para facilitarle el documento.

—Eminencia, ¿podría acompañarme Angiolo Tonelli, buen amigo y responsable de los jardines de palacio? Hace tiempo que también él echa de menos su comarca de origen, que es el territorio por donde, precisamente, voy a moverme. Además, al no llevar protección, ambos nos daríamos una mayor seguridad, aunque Angiolo desconocerá los motivos de este viaje —expuso Bruno.

—¡De acuerdo! Pero tú serás el responsable de la misión. Llevaros una jaula con algunas de nuestras palomas para tenerme informado en caso necesario. También Angiolo es persona de mi mayor confianza, pero él no deberá saber nada de esta misión —le recordó el cardenal.

—Descuide, eminencia. Saldremos lo antes posible —dijo, y seguidamente tomó la mano derecha del cardenal, la besó con el mayor respeto y se dirigió a la puerta haciendo la reverencia.

Bruno salió de la estancia privada del cardenal y, al atravesar el largo pasillo decorado con grandes murales por él mismo restaurados, se quedó unos instantes parado ante los elegantes frescos de la torre del agua, analizando las figuras correspondientes a las cuatro estaciones, en un intento por obtener una leve distracción, ya que en su cabeza no cesaban de aparecer los detalles del encuentro que acababa de mantener con su eminencia, al tiempo que no dejaba de preguntarse las razones que podrían haber motivado aquel inesperado y urgente viaje. ¿Qué querría realmente el cardenal? Bajó la ancha y monumental escalinata de mármol blanco y no tardó en llegar a los jardines del ala sur, donde le habían indicado que se encontraba Angiolo. Al ver a su amigo, atareado entre ayudantes y planificando las plantaciones de otoño de los parterres, Bruno, con un gesto amable, requirió su presencia.

Angiolo era un hombre de carácter risueño y bonachón, charlatán y bromista; sus pelos blancos anunciaban que ya hacía algún tiempo que había rebasado el ecuador de su vida. Era natural de una aldea de las montañas del Brenta, y, tras la muerte de sus padres, a la edad de quince años, no dudó en abandonar su pueblo natal, Caderzone, para trasladarse a Trento, en cuya ciudad se convirtió en afamado paisajista de jardines. Estaba casado y tenía dos hijos: Domenico, teniente de los ejércitos del principado de Trento, a quien el cardenal le había encomendado realizar la misión, y Luigi, monje recluido en el eremitorio de San Romedio.

—Bruno, hacía días que no hablábamos. ¿Qué deseas? —manifestó Angiolo, y, después de sacudirse las manos que tenía llenas de tierra y abono, soltó la azada en el suelo y propinó unas fuertes palmadas en la espalda de su amigo que casi le hicieron perder el equilibrio.

Bruno respondió con una sonrisa a las muestras de afecto de Angiolo; luego se justificó:

—Amigo Angiolo, yo también me alegro de verte. Acabo de tener un encuentro con el cardenal, quien me ha concedido un permiso, en agradecimiento por los trabajos realizados durante los años del concilio, y voy a visitar el pueblo que me vio nacer, en la Val Rendena. ¿Te gustaría acompañarme? Tenemos permiso de su eminencia, un salvoconducto y el dinero necesario.

El rostro del jardinero se iluminó de felicidad al escuchar aquellas palabras.

—¡Claro, hombre! ¡No sabes la alegría que me das!, pues hacía mucho tiempo que no visitaba a mis parientes, por no tener ni el tiempo ni los ahorros suficientes. Pero déjame un par de días para organizar los trabajos que tienen que hacerse en los jardines de palacio sin que echen en falta mi presencia.

—Bien. Saldremos dentro de dos jornadas, al amanecer —concretó Bruno.

Bruno Baschenis y Angiolo Tonelli eran personas de plena confianza de Cristoforo Madruzzo. Además de ser hábiles y renombrados artesanos, y de trabajar para el cardenal, tenían un elemento común: el ser huérfanos por haber perdido a sus padres en extrañas circunstancias. Por los excelentes logros alcanzados en sus tareas profesionales, los dos fueron merecedores de algunos privilegios, como el de poder salir y entrar de los palacios tridentinos con la mayor libertad, a cualquier hora, sin que los guardias les pidieran la menor explicación.

Las vidas de ambos iban a estar estrechamente relacionadas.