Una noche de finales de octubre, de aquel año 1565, en las nobles estancias del Magno Palazzo de Trento, el cardenal Cristoforo Madruzzo, cardenal-príncipe-obispo de Trento, vivió una terrible pesadilla. En su lecho, envuelto en elegantes tejidos de seda, se despertó cubierto de un sudor frío y la piel erizada como la de una gallina. Sentía temblores por todo el cuerpo, y entre estornudos y bostezos logró llamar a su asistente personal.
—¡Sebastiani!, ¡Sebastiani!
Este se hallaba en la estancia anexa a la del cardenal; eran las dos de la madrugada, y Sebastiani se despertó sobresaltado.
—¿Qué ocurre, eminencia?
—¡Traedme agua! He tenido un mal sueño.
—Enseguida, eminencia.
Tras saciar la sed, el cardenal recuperó el aliento y respiró profundamente.
—Acercadme un paño para secarme el rostro y los brazos —pidió—. Y después retiraros, intentaré descansar. Me he desvelado, y quiero estar un rato despierto; aprovecharé para leer algunos capítulos del Evangelio de San Juan.
—Como deseéis, eminencia.
La sala se hallaba inmersa en una mágica atmósfera de sombras y resplandores, producidos por el fuego de la chimenea, cuyas llamas incentivaban unos extraños reflejos en el artesonado del techo de madera, que multiplicaban sus efectos sobrecogedores con los reflejos de las chispeantes llamas de las velas de los candelabros que el ayudante de cámara del cardenal, por orden de este, había encendido. Afuera, un viento fuerte golpeaba los postigos de los ventanales. El cardenal, tras apartar los gruesos cortinajes, se asomó al exterior a través de los cristales emplomados y quedó extasiado unos instantes, mientras contemplaba cómo la ciudad se hallaba adormecida, iluminada con las lámparas de aceite que delimitaban, al mismo tiempo, los anchos contornos del recinto amurallado, y las copas de los árboles más altos se balanceaban por el viento.
«¡Ay, mi querida Trento!, qué feliz me hace contemplarte desde aquí arriba, a vista de pájaro; incluso de noche, con la fría luz de la luna, que pone una nota metálica en tus tejados de piedra, eres la ciudad más hermosa del mundo», pensó el cardenal.
Momentos después, Madruzzo, cubierto con una gruesa manta, quedó dormido en su diván con el Evangelio de San Juan en las manos; en su rostro se reflejaban las estilizadas siluetas de las llamas de los candelabros, que le daban una calidez especial a su tez. Estaba tan abatido por el sueño que no percibió el golpe que el libro dio contra el suelo unos instantes después, al desprendérsele de las manos.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, entumecido por haber estado agarrotado en el diván, le costó erguirse y reclamó a sus sirvientes para que le ayudaran a vestirse. Mientras uno le acercaba las babuchas, otro le ponía la camisa de seda y dos más le traían el aguamanil con espejo, para refrescarse el rostro. Con el mayor esfuerzo, el cardenal intentaba recuperarse de su entumecimiento. Prefirió que le afeitasen más tarde, una vez que se despertara del letargo. Los primeros rayos de sol iniciaban una tímida entrada a través de los emplomados y coloreados cristales de las ventanas de la noble cámara.
Todo comenzaba ya a funcionar en el palacio cardenalicio, y el ruido del personal se percibía incluso en las estancias más íntimas. Madruzzo, una vez vestido y afeitado, prefirió permanecer leyendo en su aposento, ajeno al mundanal ruido exterior. Tampoco tenía hambre, y prefirió retrasar el desayuno. Pero, de pronto, su ayudante de cámara irrumpió en aquel silencio con unos golpes que hicieron retumbar la recia puerta de roble y quebraron la paz de la estancia.
—Eminencia, eminencia…
El cardenal se repuso en unos instantes y dirigió su mirada con cierta preocupación hacia la entrada, extrañado ante la urgencia de aquella perturbación.
—¿Qué sucede, Sebastiani?
—Acaban de traer este extraño presente para serle entregado personalmente a vuestra eminencia.
Madruzzo, temiéndose algo desagradable, no supo pronunciar palabra alguna; pero no tardó en preguntarle por el nombre de la persona que lo había enviado, y ante la negativa de su asistente personal, el cardenal, con cierto nerviosismo, recorrió a pasos rápidos todos los extremos de la estancia. Después, ordenó a Sebastiani que procediese a desvelar de inmediato, y ante él, el contenido de aquel extraño e inquietante presente.
Cuando el ayudante abrió aquella enigmática caja de madera, bien envuelta en telas de terciopelo y lazos de seda dorada, el cardenal quedó aterrorizado y sin habla al comprobar el contenido: se trataba de la cabeza del capitán Marco Massarelli, uno de los jefes militares del principado de Trento, responsable de la defensa de las fronteras con el norte, frente a los territorios del Tirol.
—¿Y el portador de esta atrocidad? —preguntó Madruzzo bastante nervioso a su asistente, con el semblante fuera de sí, en tono airado, con los ojos vidriosos y desencajados a punto de salírsele de las órbitas.
—Eminencia, es un hombre de mediana edad, mal vestido, que intentó salir huyendo tan pronto entregó el paquete al soldado de guardia. Pero este, ante la sospecha, logró retenerlo en el puesto de la puerta principal de entrada al palacio, donde se encuentra en estos momentos, esperando instrucciones sobre qué hacer con él.
—Pues traed ante mí a ese rufián. Tiene que aclararme quién es el autor de este cruel asesinato.
—Eminencia, lamento decirle que ese sujeto no podrá gesticular ni una sola palabra, porque, según me ha informado el sargento de guardia, el autor del envío se ha asegurado de que mantenga el silencio cortándole la lengua —inquirió Sebastiani tartamudeando.
—¡Qué contrariedad! Quien o quienes hayan cometido este asesinato, además de buscar en mi persona el mayor dolor, lo han hecho procurando no descuidar el menor detalle. Pero les descubriré. De momento, recluidle en las celdas de los sótanos del palacio, hasta nueva orden.
Después, el cardenal mandó quedarse solo en su alcoba, para analizar la situación, y ordenó que nada ni nadie le molestase. Al cabo de unas horas, sin dejar de darle vueltas a aquel agravio, volvió a reclamar la presencia de su asistente personal. Sebastiani no tardó en llegar.
—Que me traigan al emisario que está retenido en los calabozos.
—Enseguida, eminencia.
Minutos después, regresó el secretario del cardenal, acompañado por el jefe de la guardia de palacio. Ambos llegaron muy alterados.
—Eminencia, el preso ha muerto envenenado, tenía el rostro contraído y los labios y la boca llenos de espuma.
—Ese hombre estaba bien preparado para no dar información alguna, ni con la palabra ni por escrito. ¿Pero quién, o quiénes, estarán detrás de todo esto?
El cardenal no cesaba de hacerse todas estas preguntas, mientras recorría a paso rápido los extremos de la noble estancia. Después, Sebastiani comentó:
—Eminencia, el sargento de la guardia revisó las pertenencias de ese hombre, y en uno de sus bolsillos ha encontrado esta nota, escrita con sangre: «Daghe l’aiga a le corde». No sabemos a qué puede referirse.
—Esa frase está escrita en un italiano común en la ciudad de Génova. Se trata de todo un símbolo contra el poder establecido, utilizado para resaltar el coraje y la valentía de alguien que se enfrenta a los abusos, anteponiendo el bien común al propio riesgo, sin pensar que ese acto puede crear graves consecuencias personales —explicó el cardenal, y un prolongado y frío silencio reinó entonces en la estancia—. No sabemos quién escribió esta nota, pero presiento que no fue redactada por el emisario, sino que fue colocada expresamente en la ropa de este desdichado, probablemente para confundirme a mí —comentó con secreto Madruzzo—. ¡Sebastiani, entrégame la misiva! Y tú, sargento, ya puedes retirarte. Procurad darle cristiana sepultura a ese preso, y avisa al teniente Domenico Tonelli para que se presente ante mí.
—Sí, eminencia, lo enterraremos en el cementerio a extramuros del palacio. Respecto al teniente, no hace mucho que le he visto en el patio, conversando con algunos de sus soldados.
A pesar de su juventud, Tonelli, natural de Trento, había sabido ganarse la confianza del cardenal Madruzzo por su valentía y fidelidad al principado en varias acciones de armas. Este, que se hallaba en el acuartelamiento del palacio, no tardó en personarse en las estancias del cardenal tan pronto como recibió el mensaje. Madruzzo le aguardaba, solo, de pie y apoyado sobre el respaldo de su diván.
—¿Qué desea, eminencia?
—Acaban de enviarme, dentro de una caja de madera y sin ningún mensaje escrito, la cabeza de Marco Massarelli.
Un gesto de dolor y rabia contenida se dibujó en el rostro del joven teniente. Después de tragar saliva con cierta dificultad, con los ojos húmedos y la voz quebrada, manifestó:
—Eminencia, no sé quién puede estar detrás de este vil asesinato. Marco Masarelli, además de gran militar, era un hombre querido y admirado por sus valores humanos y su lealtad al cardenal y a nuestro principado. Además, como su eminencia sabe, era un buen amigo mío de infancia; estudiamos juntos en Trento la carrera militar.
—Sí, Domenico, eso mismo he pensado de inmediato al contemplar apesadumbrado y triste el contenido de la caja, por ello principalmente he solicitado tu presencia.
—¿Podría ser Fernando, el archiduque y conde del Tirol, que, como todos sabemos, hace tiempo que codicia nuestro querido principado? —insinuó el teniente.
—Es posible. En esa dirección han ido mis pensamientos. Pero podría tratarse también de una estrategia para que declarásemos la guerra al Tirol y otros interesados se beneficiaran de las consecuencias —conjeturó el cardenal, sin dejar de andar a paso rápido de un extremo a otro de la sala.
—Es cierto, eminencia, y en efecto, son muchos quienes anhelan nuestro territorio, entre ellos el dux de Venecia.
—¡En efecto, Domenico! Y algunos no muy lejanos a nosotros, como son los señores de Lodron. —El cardenal, tras mencionar a esa influyente familia y volver a recorrer los extremos de la sala, fijó sus afiladas pupilas en el rostro del joven teniente y le dijo—: Domenico, mientras se terminan de aclarar aquí, en Trento, las causas de este asesinato y los autores del mismo, quiero que te dirijas al limes con el Tirol, al frente de una compañía de hombres de tu entera confianza, bien preparada para combatir los rigores del duro invierno alpino. Tan pronto como puedas facilitarme alguna noticia que aclare este asunto, házmelo saber con la mayor rapidez y secretismo posibles. He pensado en ti por la lealtad que siempre me has demostrado y por la valentía y el arrojo de tus acciones.
—Así lo haré, eminencia. Saldré en un par de días, tan pronto como tenga todo preparado —confirmó aquel joven teniente, antes de besar la mano derecha del cardenal y retirarse hacia la puerta, procurando no darle la espalda.
—Bien, mantenme informado en todo momento de cualquier noticia que pueda ser clave para la seguridad de Trento y de todo el principado. Sé discreto, este asunto solo lo conocemos nosotros y mi ayudante de cámara.
—Sí, eminencia. Me llevaré un centenar de palomas y saldremos al amanecer para no llamar la atención de los habitantes de la ciudad, como si de unas maniobras militares se tratase —confirmó Tonelli, segundos antes de atravesar la puerta.
El cardenal hizo un suave gesto con su mano, como señal de aprobación, al tiempo que las pupilas de ambos se cruzaban en aquella preocupante atmósfera.
Instantes después, Sebastiani irrumpió en la cámara del cardenal con documentos que debían ser firmados. Detrás de él, aprovecharon para entrar algunos servidores de palacio, para terminar de vestirle.
—¡Dejadme solo!, ¡ya requeriré vuestra presencia! —imperó Madruzzo a todos después de haber firmado los documentos que contenía la carpeta.
En pocos segundos la sala quedó vacía, con la sola presencia del cardenal, y este, tras calentarse las manos ante el fuego de la chimenea y dirigiendo de nuevo su mirada a la ciudad, se aisló en sus pensamientos. «¿Quién puede estar detrás de este sanguinario y cobarde asesinato? Massarelli era un hombre valiente, leal a Trento y a nuestro principado. ¿Por qué?», se preguntaba una y otra vez Madruzzo, que no pudo evitar derramar unas lágrimas, mientras con su pañuelo de seda y encaje limpiaba el vaho del cristal emplomado de la ventana.
Poco después, el cardenal pidió que le trajesen un sencillo desayuno para reponer las fuerzas enervadas por el insomnio de la noche anterior y el sobrecogimiento por la tristeza ante el asesinato de Massarelli. Mientras consumía un sorbo de la taza de leche con miel, al tiempo que se calentaba sus dedos con la misma, le vino al pensamiento Bruno, su consejero de arte y siempre inspirado restaurador de las obras de los palacios tridentinos. De inmediato, volvió a reclamar la presencia de su ayudante de cámara y este no tardó en cruzar la puerta.
—¡Sebastiani, llama a Bruno Baschenis, para que se presente de inmediato ante mí!
—Sí, eminencia, creo que se encuentra trabajando en el artesonado de la planta noble superior del palacio.