I. El personaje

Trento. Otoño de 1565.

Habían transcurrido ya dos años desde la clausura del más importante concilio, el XVI Ecuménico de la Iglesia Católica, celebrado en la capital del principado de Trento, en los confines alpinos del mundo cristiano, y los ecos del sínodo aún retumbaban en la ciudad, cuyas calles y plazas seguían vestidas de fiesta, con toda clase de pasatiempos, bailes, pruebas deportivas y exhibiciones circenses. El dinero corría con abundancia, la gente se divertía y todo el mundo transmitía felicidad. Durante los dieciocho años que duró el sínodo, Trento conoció su período de mayor esplendor: se habían construido grandes y elegantes edificios rodeados de jardines con monumentales fuentes, unas espectaculares realizaciones diseñadas por los más reconocidos artistas del Renacimiento. La capital del principado se multiplicó durante aquellos años del concilio, fruto del aumento de la calidad de vida y por la frenética actividad sexual de algunos mandatarios de la Iglesia y embajadores de las diferentes naciones que estuvieron representadas. Las puertas de la ciudad se habían abierto para recibir a personas de todos los oficios y condiciones, interesadas por ver de cerca los grandes cambios que, en los últimos años, se habían producido en la capital del Trentino.

El gran artífice de aquel milagro llevado a cabo en esta ciudad de la Italia alpina no era otro que el cardenal Cristoforo Madruzzo.

Madruzzo pertenecía a una de las familias más aristocráticas del Trentino; nació en el homónimo castillo, ubicado en el pueblo de Calavino, el 5 de julio de 1512. De muy joven se inclinó por la carrera eclesiástica, estudiando en las universidades de Padua y Bolonia. A la edad de 17 años ya ejerció de canónigo en Trento, luego en Salzburgo, en 1536, y en Brescia, en 1537. Y solo dos años después, tras la repentina muerte de Bernardo Clesio, Madruzzo fue nombrado príncipe-obispo de Trento, o lo que es lo mismo, la máxima autoridad de la curia tridentina y del poder absoluto en el principado. Además, en 1543 se convirtió en el administrador del obispado de Brixen, y en 1545, coincidiendo con la apertura del Concilio de Trento, fue elevado a la categoría de cardenal por el pontífice Pablo III y se convirtió en el anfitrión de las autoridades religiosas y civiles que, desde todos los territorios del mundo cristiano, llegaban a Trento en representación de los intereses de la Iglesia de Roma y también al frente de las embajadas de sus correspondientes países. Sabemos igualmente que Madruzzo fue a España en 1548 para entrevistarse con el emperador Carlos I, en su afán de animar a los dignatarios de la Iglesia hispana para que acudieran al Concilio de Trento; gracias a este viaje, la representación española en el sínodo se incrementó notablemente.

Por aquel entonces, el Trentino era un territorio perteneciente al Sacro Imperio Romano Germánico. No es de extrañar, por lo tanto, que Madruzzo, máxima figura del catolicismo en aquellas fértiles tierras de la Italia alpina, y como hombre de Estado, llevara a cabo importantes misiones al servicio del emperador Carlos I de España, de su hermano Fernando I y del monarca Felipe II, participando activamente en la dieta de Ratisbona, en 1541, como representante del emperador, donde se confirmó enérgicamente la doctrina católica contra la Reforma lanzada por Martín Lutero, además de mantener el gobierno del ducado de Milán, entre finales de 1556 y agosto de 1557.

El único retrato del que disponemos de Cristoforo Madruzzo se lo debemos al artista Tiziano, quien, a petición del cardenal, le visitó en 1552. Gracias a este exclusivo lienzo, podemos aproximarnos al perfil de este singular hombre de Estado italiano: tenía un severo aspecto altivo; ojos pequeños, pero de mirada noble y penetrante; de semblante solemne y de recio porte; pelo negro; bigote corrido y poco espeso, con barbilla bien recortada que unía ambas patillas; manos finas y aterciopeladas. Se dice que prefirió un traje negro para posar ante el artista, y así no enemistarse con la Iglesia ni con el emperador. Un reloj sobre una mesita, típico de las pinturas de Tiziano, recordaba que, a pesar de la categoría del personaje retratado, todos somos vulnerables ante el momento final de nuestras vidas.