CAPÍTULO
NUEVE

Uno de los abandonados ha encendido un fuego para calentar la comida. Los que quieren comer se sientan en círculo alrededor del gran cuenco metálico que contiene el fuego, calientan las latas, pasan los cubiertos, y después pasan las latas para compartirlas. Intento no pensar en la cantidad de enfermedades que podrían extenderse así mientras meto la cuchara en la sopa.

Edward se deja caer en el suelo a mi lado y me quita la lata de sopa de las manos.

—Entonces, todos erais de Abnegación, ¿eh? —pregunta mientras se mete varios fideos y un trozo de zanahoria en la boca, y le pasa la lata a la mujer de la izquierda.

—Antes, sí —respondo—. Pero es evidente que Tobias y yo nos trasladamos, y… —De repente se me ocurre que no debería decirle a nadie que Caleb se unió a los eruditos—. Caleb y Susan siguen siendo abnegados.

—Y él es tu hermano. Caleb. ¿Plantaste a tu familia para convertirte en osada?

—Suenas como un veraz —respondí, irritada—. ¿Te importaría dejar de juzgarme?

—En realidad, él antes era erudito —dice Therese, inclinándose hacia mí—, no veraz.

—Sí, lo sé —respondí—, estaba…

—Y yo también —añade Therese, interrumpiéndome—. Pero tuve que irme.

—¿Qué pasó?

—No era lo bastante lista —explica mientras se encoge de hombros; después coge la lata de alubias que tiene Edward y mete dentro la cuchara—. No obtuve la puntuación suficiente en el test de inteligencia de la iniciación, así que me dijeron: «O te pasas toda la vida limpiando los laboratorios de investigación o te marchas». Y me marché.

Baja la mirada y lame su cuchara. Yo cojo las alubias y se las paso a Tobias, que está mirando fijamente el fuego.

—¿Hay muchos de Erudición por aquí? —pregunto.

—En realidad, la mayoría son de Osadía —responde, sacudiendo la cabeza, y la mueve para señalar a Edward, que frunce el ceño—. Después va Erudición; después, Verdad, y también hay un puñado de Cordialidad. Pero nadie fracasa en la iniciación de los abnegados, así que tenemos muy pocos de esos, salvo por unos cuantos que sobrevivieron al ataque de la simulación y vinieron a nosotros en busca de refugio.

—Supongo que lo de Osadía no debería sorprenderme.

—Bueno, claro, tenéis la peor iniciación de todas, y luego está lo de los viejos.

—¿Lo de los viejos? —pregunto, y miro a Tobias, que ahora nos escucha y parece casi normal de nuevo, con ojos pensativos y oscuros a la luz del fuego.

—Una vez que los osados alcanzan cierto nivel de deterioro físico se les pide que se marchen —me cuenta—. De una manera o de otra.

—¿Y cuál es la otra? —pregunto, y el corazón me late muy deprisa, como si ya conociera una respuesta a la que no soy capaz de hacer frente sin ayuda.

—Digamos que, para algunos, la muerte es preferible a vivir sin facción —responde Tobias.

—Esa gente es idiota —dice Edward—. Yo preferiría vivir sin facción antes que ser osado.

—Entonces fue una suerte que acabaras aquí —responde Tobias en tono frío.

—¿Suerte? —repite Edward, resoplando—. Sí, qué suerte tengo, que soy tuerto y todo.

—Si no recuerdo mal, se rumoreaba que provocaste ese ataque —dice Tobias.

—¿De qué hablas? —le pregunto—. Estaba ganando, por eso Peter se puso celoso y…

Veo la sonrisita de satisfacción de Edward y dejo de hablar. Quizá no me enterase de todo lo que pasó durante la iniciación.

—Hubo un incidente en ese sentido —comenta Edward—, en el que Peter no salió victorioso. Aunque no como para merecer que me claven un cuchillo de untar en el ojo.

—Eso no te lo discuto —dice Tobias—. Si te hace sentir mejor, le dispararon en el brazo a treinta centímetros de distancia durante el ataque de la simulación.

Y sí que parece que lo hace sentir mejor, porque se le ensancha la sonrisa.

—¿Quién lo hizo? ¿Tú? —pregunta.

—No, Tris.

—Bien hecho.

Asiento con la cabeza, aunque me revuelve un poco el estómago que me feliciten por eso.

Bueno, no tanto. Al fin y al cabo, era Peter.

Me quedo mirando las llamas que envuelven los fragmentos de madera que las alimentan. Se agitan de un lado a otro, como mis pensamientos. Recuerdo la primera vez que me di cuenta de que nunca había visto a un osado anciano. Y cuando me di cuenta de que mi padre era demasiado viejo para subir por los caminos del Pozo. Ahora comprendo más de lo que me gustaría.

—¿Sabéis algo de cómo andan las cosas? —pregunta Tobias a Edward—. ¿Se han unido todos los osados a Erudición? ¿Ha hecho algo Verdad?

—Osadía está partida en dos —responde Edward, hablando entre la comida que tiene en la boca—. La mitad está en la sede de Erudición y la otra mitad en la sede de Verdad. Lo que queda de Abnegación está con nosotros. No ha pasado mucho más, salvo lo que os haya pasado a vosotros, supongo.

Tobias asiente. Me alivia un poco saber que, al menos, la mitad de los osados no son traidores.

Lleno la cuchara una y otra vez hasta llenarme. Después, Tobias nos busca camastros y mantas, y yo encuentro una esquina vacía para tumbarnos. Cuando se agacha para desatarse los cordones, veo el símbolo de Cordialidad en la parte baja de su espalda, las ramas que se curvan sobre su columna. Cuando se endereza, paso por encima de las mantas y lo rodeo con mis brazos para acariciar el tatuaje con la punta de los dedos.

Tobias cierra los ojos. Confío en que el menguante fuego nos oculte mientras le paso la mano por la espalda, tocando cada tatuaje sin verlo. Me imagino el ojo de Erudición, la balanza desequilibrada de Verdad, las manos unidas de Abnegación y las llamas de Osadía. Con la otra mano encuentro el fuego tatuado sobre sus costillas. Noto su aliento entrecortado en mi mejilla.

—Ojalá estuviéramos solos —me dice.

—Yo deseo eso mismo casi siempre.

Me quedo dormida arrullada por el sonido de las conversaciones lejanas. Estos días me cuesta menos dormir cuando hay ruido, así puedo concentrarme en eso en vez de en los pensamientos que se me cuelan en la cabeza cuando no se oye nada. El ruido y la actividad son el refugio de los afligidos y los culpables.

Me despierto cuando el fuego ya no es más que brasas y quedan pocos abandonados despiertos. Tardo unos segundos en darme cuenta de por qué me he despertado: oigo las voces de Evelyn y Tobias a unos cuantos metros de mí. Me quedo quieta y espero que no descubran que he despertado.

—Tendrás que contarme lo que está pasando aquí si esperas que te ayude —dice él—. Aunque todavía no sé bien para qué me necesitas.

Veo la sombra de Evelyn en la pared, parpadeando con el fuego. Es delgada y fuerte, como Tobias. Se mete los dedos en el pelo mientras habla.

—¿Qué te gustaría saber, exactamente?

—Háblame del gráfico. Y del mapa.

—Tu amigo acertó al pensar que el mapa y el gráfico indicaban todos nuestros refugios —dice—. Aunque se equivocaba con el recuento de población…, más o menos. Los números no documentan a todos los abandonados, sino solo a unos cuantos. Y me apuesto lo que quieras a que averiguas cuáles son.

—No estoy de humor para adivinanzas.

—A los divergentes —responde ella, suspirando—. Estamos documentando a los divergentes.

—¿Cómo sabéis quiénes son?

—Antes del ataque, parte de la ayuda abnegada consistía en examinar a los abandonados en busca de cierta anomalía genética. A veces, los exámenes suponían volver a pasar por la prueba de aptitud. Otras veces era más complicado, pero nos explicaron que sospechaban que teníamos el mayor índice de población divergente de todos los grupos de la ciudad.

—No lo entiendo, ¿por qué…?

—¿Por qué la población divergente es mayor entre los abandonados? —lo interrumpe ella, y suena como si sonriera—. Está claro que los que no consiguen limitarse a una sola forma de pensar tienen más probabilidades de abandonar una facción o de fallar en su iniciación, ¿no?

—No era eso lo que iba a preguntar. Quiero saber por qué te preocupa cuántos divergentes haya.

—Los eruditos buscan mano de obra, y la han encontrado temporalmente en Osadía. Ahora buscarán más, y nosotros somos el lugar más obvio, a no ser que averigüen que tenemos más divergentes que nadie. Por si acaso no lo hacen, quiero saber cuántas personas resistentes a las simulaciones tenemos entre nosotros.

—Me parece bien —responde Tobias—, pero ¿por qué les preocupa tanto a los abnegados encontrar a los divergentes? No era para ayudar a Jeanine, ¿no?

—Claro que no, pero me temo que no lo sé. Los abnegados eran reacios a proporcionar información que solo sirviera para saciar la curiosidad. Nos contaron lo que creían que debíamos saber.

—Extraño —masculla Tobias.

—A lo mejor deberías preguntárselo a tu padre. Él fue el que me contó lo tuyo.

—Lo mío. ¿El qué mío?

—Que sospechaba que eras divergente —responde ella—. Siempre te estaba observando, tomando nota de tu comportamiento, atento. Por eso… Por eso creí que estarías a salvo con él. Más a salvo con él que conmigo.

Tobias no dice nada.

—Ya veo que debí de equivocarme.

Él sigue sin decir nada.

—Ojalá… —empieza ella.

—No te atrevas a disculparte —la corta Tobias con voz temblorosa—. Esto no es una heridita que puedas curar con una palabra o dos y un abrazo, o algo así.

—Vale, vale. No lo haré.

—¿Para qué se están uniendo los abandonados? ¿Qué pensáis hacer?

—Queremos usurpar Erudición. Una vez que nos libremos de ellos, no habrá quien evite que nos hagamos con el control del Gobierno.

—Y a eso pretendes que te ayude, a derribar un Gobierno corrupto para instaurar una especie de tiranía sin facciones —responde Tobias, resoplando—. Ni de coña.

—No queremos ser tiranos, queremos establecer una sociedad nueva, sin facciones.

Se me seca la boca. ¿Sin facciones? ¿Un mundo en el que nadie sabe quién es ni dónde encaja? Ni siquiera soy capaz de imaginarlo, solo veo caos y aislamiento.

Tobias se ríe.

—Ya. Entonces, ¿cómo vais a usurpar Erudición?

—A veces, un cambio drástico requiere medidas drásticas —dice Evelyn, y su sombra se encoge de hombros—. Supongo que requerirá un alto grado de destrucción.

Me estremezco ante la palabra «destrucción». En alguna parte, en mi lado más oscuro, ansío la destrucción, siempre que se trate de los eruditos. Sin embargo, la palabra adquiere un nuevo sentido para mí ahora que ya he visto su aspecto: cuerpos de gris tirados en aceras y bordillos; líderes de Abnegación ejecutados en sus patios delanteros, al lado de los buzones. Aprieto tan fuerte la cara contra el camastro en el que duermo que me hago daño en la frente, todo por expulsar el recuerdo. Fuera, fuera.

—En cuanto a por qué te necesitamos —dice Evelyn—, para hacer esto necesitamos ayuda osada. Ellos tienen las armas y la experiencia en combate. Tú podrías salvar la distancia que nos separa.

—¿Tan importante crees que soy para los osados? Porque no lo soy, no soy más que una persona a la que no le da miedo casi nada.

—Lo que te estoy sugiriendo es que te hagas importante —responde su madre, y veo que su sombra se alarga del techo al suelo—. Seguro que encuentras un modo, si te lo propones. Piensa en ello. —Se echa atrás los rizos y se los recoge en un moño—. La puerta siempre está abierta.

Unos minutos después, vuelve a tumbarse a mi lado. No quiero reconocer que estaba espiando, aunque querría decirle que no confío en Evelyn, ni en los abandonados, ni en nadie que hable con tanta indiferencia de destruir una facción entera.

Antes de reunir el valor para hablar, su respiración se acompasa y se queda dormido.