CAPÍTULO
OCHO

Decidimos seguir las vías del tren hasta la ciudad porque ninguno de nosotros tiene un buen sentido de la orientación. Camino de traviesa en traviesa, y Tobias hace equilibrios sobre el raíl sin apenas tambalearse, mientras Caleb y Susan nos siguen arrastrando los pies. Cada ruido extraño me sobresalta, me pongo en tensión hasta que descubro que se trata del viento o de un chirrido de los zapatos de Tobias sobre el raíl. Ojalá pudiéramos seguir corriendo, pero, llegados a este punto, ya es suficiente hazaña seguir moviendo los pies.

Entonces oigo un gruñido sordo que procede de los raíles.

Me agacho y pongo las palmas de las manos sobre ellos, cerrando los ojos para concentrarme en la sensación del metal. La vibración parece un suspiro que me atraviesa el cuerpo. Me quedo mirando entre las rodillas de Susan, vías abajo, y no veo ninguna luz, aunque eso no quiere decir nada, ya que el tren podría circular sin claxon y sin faros que anuncien su llegada.

Me llega el destello de un vagoncito de tren que está lejos, pero se acerca deprisa.

—Ya llega —digo; me cuesta levantarme, ya que lo único que me apetece es quedarme sentada, pero me levanto y me limpio las manos en los vaqueros—. Creo que deberíamos subir.

—¿Aunque lo conduzcan los eruditos? —pregunta Caleb.

—Si así fuera, se lo habrían llevado al complejo de Cordialidad para buscarnos —responde Tobias—. Creo que merece la pena correr el riesgo. Podremos escondernos en la ciudad, mientras que aquí solo esperamos a que nos encuentren.

Salimos de las vías, y Caleb, como un auténtico erudito, da instrucciones pormenorizadas a Susan sobre cómo subirse a un tren en marcha. Se acerca el primer vagón; presto atención al rítmico traqueteo sobre las traviesas y al susurro de la rueda de metal sobre las vías de metal.

Cuando pasa el primer vagón, empiezo a correr sin hacer caso de lo mucho que me arden las piernas. Primero, Caleb ayuda a Susan a subir a un vagón intermedio, y después salta él mismo. Tomo aire rápidamente, me lanzo hacia la derecha y me golpeo contra el suelo del vagón, con las piernas colgando por el borde. Caleb me agarra por el brazo izquierdo y me sube. Tobias usa el tirador de la puerta para meterse dentro detrás de mí.

Levanto la mirada y dejo de respirar.

Unos ojos brillan en la oscuridad, hay unas formas negras sentadas en el vagón, y son más que nosotros.

Los abandonados.

El silbido del viento cruza el vagón. Todos están de pie y armados, salvo Susan y yo, que no tenemos armas. Uno de los hombres sin facción, que tiene un parche en el ojo, apunta con su pistola a Tobias. Me pregunto de dónde la habrá sacado.

A su lado, una abandonada de mayor edad blande un cuchillo…, un cuchillo de los que yo usaba para cortar el pan. Detrás, alguien lleva una gran plancha de madera con un clavo.

—Nunca había visto cordiales armados —comenta la mujer del cuchillo.

El abandonado de la pistola me resulta familiar. Lleva ropas hechas jirones de distintos colores: una camiseta negra con una chaqueta destrozada de Abnegación encima, vaqueros azules remendados con hilo rojo y botas marrones. Toda la ropa de las facciones está representada en el grupo que tengo delante: pantalones negros de Verdad con camisas negras de Osadía; vestidos amarillos con sudaderas azules encima. La mayoría de las prendas están rotas o manchadas de algún modo, aunque otras, no. Imagino que serán recién robadas.

—No son cordiales —dice el hombre de la pistola—. Son osados.

Entonces lo reconozco: es Edward, un compañero iniciado que dejó Osadía después de que Peter lo atacara con un cuchillo de untar. Por eso lleva el parche en el ojo.

Recuerdo haberle sostenido la cabeza mientras él gritaba y haber limpiado después la sangre del suelo.

—Hola, Edward —lo saludo.

Él inclina la cabeza a modo de saludo, pero no baja la pistola.

—Tris.

—Seáis quienes seáis, tendréis que bajar del tren si queréis seguir con vida —dice la mujer.

—Por favor —le pide Susan; le tiembla el labio y los ojos se le llenan de lágrimas—. Llevamos corriendo… Y los demás están muertos y creo… —empieza, pero deja escapar otro sollozo—. Creo que no puedo seguir…

Siento el extraño impulso de darme cabezazos contra la pared. Los sollozos de los demás me hacen sentir incómoda. Puede que sea egoísta por mi parte.

—Huimos de los eruditos —explica Caleb—. Si bajamos, les resultará más sencillo encontrarnos. Así que os agradeceríamos que nos dejarais ir en el tren a la ciudad con vosotros.

—¿Ah, sí? —dice Edward, ladeando la cabeza—. ¿Acaso habéis hecho algo por nosotros alguna vez?

—Yo te ayudé cuando nadie quería hacerlo —respondo—. ¿Te acuerdas?

—Puede que tú sí, pero ¿y los otros? No mucho.

Tobias da un paso adelante, de modo que la pistola de Edward queda casi contra su cuello.

—Me llamo Tobias Eaton —anuncia—. Creo que no os conviene echarme del tren.

El efecto del nombre en la gente del vagón es inmediato y desconcertante: bajan las armas e intercambian miradas.

—¿Eaton? ¿De verdad? —pregunta Edward, arqueando las cejas—. Reconozco que no me lo esperaba. Vale —añade, aclarándose la garganta—, podéis venir. Pero cuando lleguemos a la ciudad, nos tendréis que acompañar. —Entonces, sonríe un poco y dice—: Sabemos de alguien que te ha estado buscando, Tobias Eaton.

Tobias y yo nos sentamos en el borde del vagón con las piernas colgando.

—¿Sabes de quién habla? —pregunto, y Tobias asiente—. ¿De quién?

—Es difícil de explicar. Tengo que contarte muchas cosas.

—Sí —respondo, apoyándome en él—, yo también.

No sé cuánto tiempo ha pasado cuando nos dicen que hay que bajar. Sin embargo, cuando lo hacen, estamos en la parte de la ciudad en la que viven los abandonados, aproximadamente a un kilómetro y medio del lugar donde crecí. Reconozco todos los edificios por los que pasamos de cuando perdía el autobús a clase y tenía que ir andando: el de los ladrillos rotos, el de la farola caída y apoyada en la fachada…

Nos ponemos los cuatro en fila en la puerta del vagón. Susan gime.

—¿Y si nos hacemos daño? —pregunta.

—Saltaremos juntas, tú y yo —respondo, dándole la mano—. Lo he hecho un montón de veces y nunca me he hecho daño.

Ella asiente con la cabeza y me aprieta tanto los dedos que me duelen.

—A la de tres —digo—. Una, dos y ¡tres!

Salto y tiro de ella. Mis pies tocan el suelo y siguen caminando, mientras que Susan cae al pavimento y rueda de lado. Sin embargo, salvo por un arañazo en la rodilla, parece que está bien. Los demás saltan sin problemas…, incluso Caleb, que lo hace por segunda vez, por lo que yo sé.

No sé bien qué abandonado conocerá a Tobias. Podrían ser Drew o Molly, que fallaron la iniciación osada…, pero ni siquiera sabían su verdadero nombre y, además, Edward ya los habría matado, a juzgar por lo dispuesto que estaba a dispararnos. Debe de ser alguien de Abnegación o del instituto.

Susan parece más tranquila. Camina sola, al lado de Caleb, y, como ya no hay lágrimas, se le están secando las mejillas.

Tobias camina junto a mí, tocándome el hombro con cuidado.

—Hace tiempo que no le echo un vistazo —comenta—. ¿Cómo está?

—Está bien. Por suerte, me he traído la medicina para el dolor —respondo, contenta de poder hablar de algo intrascendente…, todo lo intrascendente que puede ser una herida, por lo menos—. Creo que no estoy ayudando a que se cure bien, no dejo de usar el brazo o de aterrizar sobre él.

—Ya tendrá tiempo para curarse cuando acabe todo.

—Sí.

«O dará igual si me curo o no, porque estaré muerta», añado mentalmente.

—Toma —me dice, sacándose una navajita del bolsillo de atrás para dármela—. Por si acaso.

Me la meto en el bolsillo. Ahora estoy todavía más nerviosa.

Los abandonados nos conducen por la calle y tuercen a la izquierda para meterse en un mugriento callejón que apesta a basura. Las ratas salen corriendo entre chillidos de terror, y solo les veo las colas, que se meten entre las pilas de desperdicios, cubos de basura vacíos y cajas de cartón mojadas. Respiro por la boca para no vomitar.

Edward se detiene frente a uno de los destrozados edificios de ladrillo y fuerza la puerta de acero para entrar. Hago una mueca, como si esperase que el edificio entero se nos cayera encima si empuja demasiado. Las ventanas tienen tal capa de mugre que apenas entra la luz por ellas. Seguimos a Edward hasta una habitación oscura y húmeda, y, a la vacilante luz de un farol, veo… personas.

Hay personas sentadas junto a camas enrolladas. Personas abriendo latas de comida. Personas bebiendo botellas de agua. Y niños que pasan de un grupo de adultos a otro y que no se limitan a un color de ropa concreto; niños sin facción.

Estamos en un almacén de abandonados, y los abandonados, que, supuestamente, están desperdigados, aislados y no tienen comunidad…, están juntos en su interior. Están juntos, como una facción.

No sé qué me esperaba de ellos, pero me sorprende lo normales que parecen. No se pelean ni se evitan. Algunos cuentan chistes, otros hablan en voz baja. Sin embargo, poco a poco, todos se van dando cuenta de que no encajamos allí.

—Vamos —dice Edward, doblando un dedo para llamarnos—. Está allí.

Miradas y silencio nos reciben en nuestro recorrido por el edificio, que se supone que está abandonado. Al final no logro reprimir más las preguntas.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué estáis así, todos juntos?

—Creías que estaban…, que estábamos todos divididos —dice Edward, volviéndose para hablar conmigo—. Bueno, lo estuvieron durante un tiempo. Estaban demasiado hambrientos como para hacer otra cosa que no fuera buscar comida. Pero entonces llegaron los estirados y empezaron a darles comida, ropa, herramientas, de todo. Y así se hicieron más fuertes y esperaron. Ya estaban así cuando los encontré, y me dieron la bienvenida.

Entramos en un pasillo oscuro. Me siento como en casa en la oscuridad y en el silencio, ya que es como estar en los túneles de la sede de Osadía. Tobias, sin embargo, se enrolla un hilo suelto de la camisa en el dedo, adelante y atrás, una y otra vez. Sabe a quién vamos a ver, aunque yo sigo sin tener ni la más remota idea. ¿Cómo es posible que sepa tan poco del chico que dice que me quiere, del chico cuyo verdadero nombre es tan poderoso como para mantenernos vivos en un vagón de tren lleno de enemigos?

Edward se detiene frente a una puerta metálica y llama con el puño.

—Espera, ¿has dicho esperaban? —pregunta Caleb—. ¿Y qué es lo que esperaban, exactamente?

—A que el mundo se hiciera pedazos —responde Edward—. Y ya ha pasado.

La puerta se abre, y por ella se asoma una mujer con aspecto austero y un ojo vago. Su ojo bueno nos examina a los cuatro.

—¿Vagabundos? —pregunta.

—Ni de lejos, Therese —responde Edward, y señala con el pulgar a Tobias, que está detrás de él—. Ese de ahí es Tobias Eaton.

Therese se queda mirando a Tobias unos segundos y asiente.

—Sin duda lo es. Esperad.

Cierra de nuevo la puerta, y Tobias traga saliva, veo cómo se le mueve la nuez.

—Sabes a quién van a llamar, ¿no? —le dice Caleb.

—Caleb, cállate, por favor —responde Tobias.

Para mi sorpresa, veo que mi hermano reprime su curiosidad de erudito.

La puerta se vuelve a abrir, y Therese da un paso atrás para que pasemos. Entramos en una vieja sala de calderas con maquinaria que surge de la oscuridad de una forma tan repentina que me golpeo las rodillas y los codos. Therese nos conduce por el laberinto de metal hasta la parte de atrás de la habitación, donde varias bombillas cuelgan del techo, sobre una mesa.

Una mujer de mediana edad está detrás de la mesa. Tiene el pelo negro y rizado, y piel aceitunada. Sus rasgos son adustos, tan angulares que casi resulta poco atractiva, pero no del todo.

Tobias se aferra a mi mano. En ese momento me doy cuenta de que la mujer y él tienen la misma nariz: aguileña, algo grande para la cara de ella, pero del tamaño apropiado en la de él. También tienen la misma mandíbula cuadrada, la misma barbilla, el labio superior fino y orejas algo separadas. Lo único diferente son los ojos: en vez de azules, los de ella son tan oscuros que parecen negros.

—Evelyn —la saluda Tobias, y la voz le tiembla un poco.

Evelyn era el nombre de la mujer de Marcus y madre de Tobias. Suelto un poco la mano de Tobias. Hace unos días estuve recordando su funeral. Su funeral. Y ahora la tengo delante, mirándome con unos ojos que son más fríos que los de cualquier otra abnegada que haya conocido.

—Hola —lo saluda ella, rodeando la mesa, mientras lo examina—. Pareces mayor.

—Sí, bueno, el paso del tiempo le hace eso a la gente.

Él ya sabía que su madre estaba viva. ¿Desde cuándo?

—Así que por fin has venido… —empieza a decir ella, sonriendo.

—No por la razón que crees —la interrumpe Tobias—. Estábamos huyendo de los eruditos y nuestra única posibilidad de escapar pasaba por confesar mi nombre a tus mal armados lacayos.

Por algún motivo, está enfadado con ella, aunque no puedo evitar pensar que, si yo descubriera que mi madre está viva después de creerla muerta durante tanto tiempo, jamás me habría dirigido a ella como Tobias se dirige ahora a su madre, al margen de lo que hubiera hecho.

La idea me duele, así que la aparto de mi cabeza y me concentro en lo que tengo delante. En la mesa, detrás de Evelyn, hay un gran mapa con marcas por todas partes. Un mapa de la ciudad, obviamente, pero no estoy segura de qué indican las marcas. En la pared hay también una pizarra con un gráfico encima. No soy capaz de descifrar la información del gráfico, está escrito en una taquigrafía que desconozco.

—Ya veo —responde Evelyn, sin perder la sonrisa, aunque ya no le parece tan divertido—. Entonces, preséntame a tus compañeros refugiados.

Sus ojos se posan un instante en nuestras manos, y los dedos de Tobias se abren. Primero me señala a mí.

—Esta es Tris Prior. Su hermano, Caleb. Y su amiga, Susan Black.

—Prior —dice ella—. Conozco a varios Prior, pero a ninguno que se llame Tris. Sin embargo, Beatrice…

—Bueno —respondo—, yo conozco a varios Eaton vivos, pero ninguno se llama Evelyn.

—Prefiero que me llamen Evelyn Johnson. Sobre todo, si hablo con un grupo de abnegados.

—Y yo prefiero que me llamen Tris —contesto—. Y no somos abnegados. Al menos, no todos.

Evelyn mira a Tobias.

—Qué amigos más interesantes te has buscado.

—¿Eso son recuentos de población? —pregunta Caleb, que está detrás de mí; se acerca a ellos, boquiabierto—. Y… ¿qué? ¿Refugios de los abandonados? —añade, señalando la primera línea del gráfico, en la que pone: «7……… Grn Hse.»—. Me refiero a estos puntos del mapa. Son refugios, como este, ¿verdad?

—Demasiadas preguntas —dice Evelyn, arqueando una ceja; reconozco la expresión, es igual que la de Tobias…, al que también desagradan las preguntas—. Por razones de seguridad, no responderé a ninguna. De todos modos, es hora de cenar.

Hace un gesto hacia la puerta, y Susan y Caleb se dirigen a ella, seguidos por mí. Tobias y su madre salen los últimos. Nos volvemos a abrir paso entre el laberinto de máquinas.

—No soy estúpida —dice en voz baja—. Sé que no quieres saber nada de mí…, aunque todavía no entiendo por qué… —añade, y Tobias resopla—. Pero volveré a extender mi invitación. Aquí nos vendría bien tu ayuda, y sé que compartes mi opinión sobre el sistema de facciones…

—Evelyn —la interrumpe Tobias—, elegí Osadía.

—Se puede volver a elegir.

—¿Qué te hace pensar que estoy interesado en pasar más tiempo cerca de ti? —le suelta, y oigo que se detiene, así que freno un poco para escuchar lo que responde ella.

—Que soy tu madre —dice, y casi se le rompe la voz, que resulta de una vulnerabilidad inusitada—. Que eres mi hijo.

—Está claro que no lo entiendes. No tienes ni la más remota idea de lo que me has hecho —responde Tobias, sin aliento—. No quiero unirme a tu pequeña pandilla de abandonados. Lo que quiero es salir de aquí lo antes posible.

—Mi pequeña pandilla de abandonados es dos veces mayor que Osadía —responde Evelyn—. Será mejor que te la tomes en serio, porque puede que sus acciones decidan el futuro de esta ciudad.

Tras decir lo cual, lo adelanta y me adelanta. Vuelvo a oír sus palabras en mi cabeza: «Dos veces mayor que Osadía». ¿Cuándo han crecido tanto?

Tobias me mira con las cejas gachas.

—¿Desde cuándo lo sabes? —le pregunto.

—Desde hace un año —responde, dejándose caer sobre la pared mientras cierra los ojos—. Me envió un mensaje en código a Osadía en el que me decía que me reuniera con ella en la estación de clasificación de los trenes. Lo hice porque sentí curiosidad, y allí estaba ella, viva. No fue un reencuentro feliz, como ya te habrás imaginado.

—¿Por qué se fue de Abnegación?

—Tenía un amante —responde, sacudiendo la cabeza—. Y no me extraña, porque mi padre… —empieza, y vuelve a sacudir la cabeza—. Bueno, digamos que Marcus no era más amable con ella que conmigo.

—¿Por eso… estás tan enfadado con ella? ¿Porque no le fue fiel?

—No —responde con demasiada contundencia, abriendo los ojos—. No, no es por eso.

Me acerco a él como quien se acerca a un animal salvaje, pisando con mucha precaución el suelo de cemento.

—Entonces, ¿por qué es?

—Tenía que dejar a mi padre, lo entiendo. Pero ¿es que ni siquiera pensó en llevarme con ella?

—Ah —respondo, apretando los labios—. Porque te dejó con él.

Lo dejó en su peor pesadilla, con razón la odia.

—Sí, eso fue lo que hizo —concluye, dándole una patada al suelo.

Busco sus dedos con la mano, y él los introduce en los huecos entre los míos. Sé que ya son suficientes preguntas, por ahora, así que dejo que se alargue el silencio entre nosotros hasta que él decide romperlo.

—Me da la impresión de que es mejor tener a los abandonados de amigos que de enemigos.

—Puede, pero ¿cuál será el coste de esa amistad? —pregunto.

—No lo sé, aunque quizá no tengamos alternativa.