Por la mañana me despierta el zumbido de una maquinilla de afeitar eléctrica. Tobias está frente al espejo, con la cabeza inclinada para poder verse la esquina de la mandíbula.
Me abrazo las rodillas, cubiertas por la sábana, y lo observo.
—Buenos días —saluda—, ¿cómo has dormido?
—Bien —respondo, levantándome, y mientras él vuelve a echar la barbilla atrás para pasarse la máquina, yo lo abrazo por la espalda y aprieto la frente contra el tatuaje de Osadía que le asoma bajo la camiseta.
Tobias deja la maquinilla y me coge las manos. Ninguno de los dos rompe el silencio. Escucho su respiración, y él me acaricia los dedos ociosamente, olvidando lo que estaba haciendo.
—Debería arreglarme —comento al cabo de un rato; no me apetece marcharme, pero se supone que me toca trabajar en la lavandería, y no quiero que los cordiales digan que no cumplo con mi parte del trato que nos ofrecieron.
—Te buscaré algo de ropa.
Unos minutos después, camino descalza por el pasillo con la camiseta de dormir y unos pantalones cortos que Tobias ha tomado prestados de los cordiales. Cuando llego a mi dormitorio, Peter está de pie junto a la cama.
El instinto hace que reaccione buscando con los ojos un objeto contundente.
—Sal de aquí —ordeno con toda la tranquilidad que logro reunir.
Sin embargo, me cuesta evitar que me tiemble la voz. Me viene a la memoria su expresión cuando me tenía colgada del abismo por el cuello o cuando me golpeó contra la pared en el complejo de Osadía.
Se vuelve para mirarme. Últimamente me mira sin su malicia habitual, como si estuviera exhausto, encorvado, con el brazo herido en cabestrillo. Pero no me engaña.
—¿Qué haces en mi cuarto?
—¿Y tú qué haces espiando a Marcus? —responde, acercándose—. Te vi ayer, después del desayuno.
—No es asunto tuyo —respondo, sosteniendo su mirada—. Vete.
—Estoy aquí porque no sé por qué eres tú la que guarda ese disco duro. Estos días no se te ve muy estable.
—¿Que yo soy inestable? —pregunto entre risas—. Qué gracioso, viniendo de ti.
Peter aprieta los labios y guarda silencio.
—¿Por qué te interesa tanto el disco duro? —pregunto, mirándolo con los ojos entrecerrados.
—No soy estúpido, sé que contiene algo más que los datos de la simulación.
—No, no eres estúpido, ¿verdad? Crees que, si se lo llevas a los eruditos, te perdonarán la indiscreción y recuperarás su confianza.
—No quiero su confianza —responde, dando otro paso adelante—. Si la quisiera, no te habría ayudado en el complejo de Osadía.
Le clavo el índice en el esternón, metiendo bien la uña.
—Me ayudaste porque no querías que volviera a dispararte.
—Puede que no sea un traidor amante de los abnegados —dice, agarrándome el dedo—, pero nadie me controla, y menos los eruditos.
Retiro el dedo de un tirón, retorciéndolo para que no pueda agarrarlo. Me sudan las manos.
—No espero que lo entiendas —le digo, limpiándome las palmas en el borde de la camiseta mientras me acerco poco a poco al tocador—. Estoy segura de que si hubiesen atacado a Verdad en vez de a Abnegación, habrías dejado que disparasen a tu familia entre los ojos sin protestar. Pero yo no soy así.
—Cuidado con lo que dices sobre mi familia, estirada.
Se mueve a mi par, hacia el tocador, aunque me giro con cuidado para colocarme entre los cajones y él. No pienso sacar el disco duro para que así sepa dónde está, pero tampoco quiero despejarle el camino.
Peter dirige la mirada al tocador que tengo detrás, hacia el lado izquierdo, donde está escondido el disco. Frunzo el ceño y, entonces, me doy cuenta de una cosa de la que no me había percatado antes: un bulto rectangular en uno de sus bolsillos.
—Dámelo —le ordeno—. Ahora.
—No.
—Dámelo o te juro que te mataré mientras duermes.
—Si vieras lo ridícula que estás cuando amenazas a la gente… —responde, sonriendo—. Como una niñita diciéndome que va a estrangularme con su comba.
Me acerco a él, y él retrocede hacia el pasillo.
—No me llames «niñita».
—Te llamaré lo que me dé la gana.
Entro en acción, apuntando con mi puño izquierdo al lugar que más le duele: la herida de bala del brazo. Esquiva el puñetazo, pero, en vez de intentarlo de nuevo, lo agarro por el brazo con todas mis fuerzas y se lo retuerzo a un lado. Peter grita a todo pulmón y, mientras el dolor lo distrae, le doy una buena patada en la rodilla y cae al suelo.
La gente empieza a salir al pasillo, todos vestidos de gris, negro, amarillo y rojo. Peter se lanza sobre mí, medio agachado, y me da un puñetazo en el estómago. Me encorvo, pero el dolor no me para; dejo escapar un ruido, entre grito y gruñido, y me abalanzo sobre él con el codo izquierdo cerca de la boca, de modo que pueda empotrárselo en la cara.
Uno de los cordiales me sujeta por los brazos y me aparta de Peter tirando de mí y, prácticamente, levantándome del suelo. Noto punzadas en la herida del hombro, aunque apenas lo registro por el subidón de adrenalina. Intento volver a tirarme sobre él, procurando no hacer caso de las caras de pasmo de cordiales y abnegados (y de Tobias) que me rodean, y la mujer que se ha arrodillado junto a Peter susurra para tranquilizarlo. No quiero prestar atención a sus gruñidos de dolor ni al sentimiento de culpabilidad que noto en el estómago. Lo odio. No me importa. Lo odio.
—¡Cálmate, Tris! —me dice Tobias.
—¡Tiene el disco duro! —chillo—. ¡Me lo ha robado! ¡Lo tiene!
Tobias se acerca a Peter haciendo caso omiso de la mujer que está agachada a su lado y pone un pie sobre las costillas del chico para que no se mueva. Después le mete la mano en el bolsillo y saca el disco duro.
—No estaremos en un refugio para siempre, y esto no ha sido muy inteligente por tu parte —le comenta Tobias con mucha tranquilidad; después se vuelve hacia mí y añade—: Ni tampoco por la tuya. ¿Quieres que nos echen?
Frunzo el ceño. El cordial que me sujeta el brazo empieza a tirar de mí por el pasillo. Intento zafarme de él.
—¿Qué crees que estás haciendo? ¡Suéltame!
—Has violado los términos de nuestro acuerdo de paz —me explica con amabilidad—. Tenemos que seguir el protocolo.
—Ve con él —me recomienda Tobias—, es mejor que te calmes un poco.
Examino los rostros de la multitud que nos rodea. Nadie discute con Tobias y todos evitan mirarme a los ojos, así que permito que dos cordiales me escolten por el pasillo.
—Cuidado con el suelo —me avisa uno de ellos—. Hay algunos tablones algo irregulares.
Noto el corazón golpeándome en el pecho, señal de que me estoy calmando. El canoso hombre de Cordialidad abre una puerta que tenemos a la izquierda. Tiene un cartel que pone: «SALA DE CONFLICTOS».
—¿Me vais a castigar en mi cuarto sin salir o algo así? —pregunto, frunciendo el ceño.
No me extrañaría un castigo de ese tipo en Cordialidad: meterme en una habitación durante un rato y enseñarme a hacer inspiraciones purificadoras o a emplear el pensamiento positivo.
En la habitación hay tanta luz que tengo que entrecerrar los ojos para ver algo. En la pared de enfrente hay unas enormes ventanas que dan al huerto. A pesar de ello, la habitación parece pequeña, seguramente porque el techo, al igual que las paredes y el suelo, está también cubierto de tablones de madera.
—Siéntate, por favor —dice el hombre mayor, haciendo un gesto hacia el taburete del centro del cuarto; como todos los muebles del complejo de Cordialidad está fabricado en madera sin pulir y parece recio, como si siguiera unido a la tierra. No me siento.
—Ya ha terminado la pelea, no volveré a hacerlo —le aseguro—. Aquí no.
—Tenemos que seguir el protocolo —dice el hombre más joven—. Siéntate, por favor, y hablaremos de lo sucedido antes de dejarte ir.
Todos hablan en voz baja, no como los abnegados, que susurran y siempre parecen pisar suelo sagrado e intentan no molestar, sino baja, suave, tranquilizadora… Entonces me pregunto si se lo enseñarán a los iniciados de esta facción: a hablar, a moverse y a sonreír para fomentar la paz.
No quiero sentarme, pero lo hago, me coloco en el borde del asiento para poder levantarme deprisa, en caso necesario. El hombre más joven se me pone enfrente y oigo que chirrían unas bisagras detrás de mí. Vuelvo la cabeza para mirar y veo que el otro hombre está manipulando algo en un mostrador.
—¿Qué haces?
—Preparar un té —responde.
—No creo que esto se solucione con té.
—Entonces, dinos —dice el hombre más joven, de modo que miro hacia él y las ventanas; me sonríe—, ¿cuál crees que es la solución?
—Echar a Peter del complejo.
—Me parece que tú fuiste la que lo atacó —contesta él en tono amable—. De hecho, que fuiste tú la que le disparó en el brazo.
—No tienes ni idea de lo que hizo para merecerlo. —Se me vuelven a teñir de rojo las mejillas, calentándose al ritmo de mi corazón—. Intentó matarme, y a otra persona…, a otra persona le clavó en el ojo… un cuchillo de untar mantequilla. Es malvado. Tengo todo el derecho del mundo a…
Entonces noto un pinchazo en el cuello, y unos puntos oscuros cubren al hombre que tengo delante y me tapan su cara.
—Lo siento querida —me dice—, solo seguimos el protocolo.
El hombre mayor lleva una jeringa en la mano, y dentro todavía quedan unas cuantas gotas de lo que me ha inyectado. Son verde brillante, el color de la hierba. Parpadeo rápidamente y los puntos oscuros desaparecen, aunque el mundo sigue pareciendo nadar delante de mí, como si me balanceara en una mecedora.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta el joven.
—Estoy… —Iba a decir «enfadada», enfadada con Peter, enfadada con los cordiales…, pero no es cierto, ¿no? Sonrío—. Estoy bien. Un poco como… como si flotara. O me meciera. ¿Qué tal estás tú?
—El mareo es un efecto secundario del suero, puede que necesites descansar un poco esta tarde. Y estoy bien, gracias por preguntar. Ya puedes irte, si quieres.
—¿Me podrías decir dónde está Tobias? —pregunto; cuando me imagino su cara, el afecto que siento por él me burbujea dentro y solo quiero besarlo—. Cuatro, me refiero. Es guapo, ¿verdad? La verdad es que no sé por qué le gusto tanto. No soy muy simpática, ¿no?
—No, la mayor parte del tiempo, no —responde—, pero creo que podrías serlo si lo intentaras.
—Gracias, es muy amable por tu parte.
—Creo que lo encontrarás en el huerto. Lo vi salir en esa dirección después de la pelea.
Me río un poco.
—La pelea, qué tontería… —comento.
Y sí que parece una tontería estrellar el puño contra el cuerpo de otra persona. Como una caricia, pero demasiado fuerte. Las caricias están mucho mejor. A lo mejor debería haber acariciado el brazo de Peter, así nos habríamos sentido mucho mejor los dos. Y ahora no me dolerían los nudillos.
Me levanto y me dirijo a la puerta. Tengo que apoyarme en la pared para mantener el equilibrio, pero es resistente, así que no me importa. Voy dando traspiés por el pasillo, riéndome de mis dificultades para mantenerme en pie. Vuelvo a ser torpe, como cuando era más joven. Mi madre siempre me sonreía y decía: «Ten cuidado con donde pisas, Beatrice. No quiero que te hagas daño».
Salgo al exterior, y el verde de los árboles parece más verde, tan potente que casi lo saboreo. A lo mejor puedo saborearlo y es como la hierba que decidí masticar cuando era pequeña, por curiosidad. Casi me caigo escaleras abajo por el balanceo, y me echo a reír cuando la hierba me hace cosquillas en los pies descalzos. Me dirijo al huerto.
—¡Cuatro! —lo llamo, pero ¿por qué grito un número? Ah, sí, porque es su nombre, así que lo repito—. ¡Cuatro! ¿Dónde estás?
—¿Tris? —me llega una voz desde los árboles a mi derecha.
Es casi como si el árbol me hablara. Suelto una risita, aunque, por supuesto, no es más que Tobias, que está agachado debajo de una rama.
Corro hacia él, y el suelo se echa a un lado y pierdo el equilibrio. Él me pone la mano en la cintura y me sujeta. Su contacto me hace estremecer de pies a cabeza, y todo mi cuerpo arde por dentro, como si sus dedos lo hubiesen encendido. Me aprieto más a él, pegándome, y levanto la cabeza para besarlo.
—¿Qué te han…? —empieza, pero lo detengo con mis labios; él me devuelve el beso, aunque es demasiado rápido, y dejo escapar un profundo suspiro.
—Te has quedado corto —comento—. Vale, no del todo, pero…
Me pongo de puntillas para besarlo otra vez, y él me pone un dedo en los labios para detenerme.
—Tris, ¿qué te han hecho? Te portas como una lunática.
—Eso ha sido muy grosero por tu parte. Me han puesto de buen humor, nada más. Y ahora quiero besarte, así que relájate y…
—No voy a besarte, voy a averiguar qué está pasando.
Hago morritos durante un segundo, pero sonrío al encajar las piezas del puzle.
—¡Por eso te gusto! —exclamo—. ¡Porque tú tampoco eres muy simpático! Ahora tiene mucho más sentido.
—Venga, vamos a ver a Johanna.
—Tú también me gustas.
—Eso es alentador —responde sin entonación—. Vamos. Venga ya, por amor de Dios, mejor te llevo en brazos.
Me levanta del suelo metiendo un brazo bajo mis rodillas mientras con el otro me rodea la espalda. Yo le rodeo el cuello con los brazos y le planto un beso en la mejilla. Entonces descubro que es muy agradable la sensación del aire en los pies cuando los balanceo, así que los muevo arriba y abajo de camino al edificio en el que trabaja Johanna.
Cuando llegamos a su despacho, está sentada detrás de un escritorio con una pila de papeles delante y mastica una goma de borrar. Nos mira y abre un poco la boca. Unos mechones de pelo oscuro le tapan el lado izquierdo de la cara.
—No deberías taparte la cicatriz —le digo—, estás más guapa sin el pelo en la cara.
Tobias me deja caer en el suelo, y el impacto hace que me duela un poco el hombro, pero me gusta el sonido de mis pies al golpear los tablones. Me río, aunque ni Johanna ni Tobias se ríen conmigo. Qué raro.
—¿Qué le habéis hecho? —pregunta Tobias, tenso—. Por amor de Dios, ¿qué habéis hecho?
—Pues… —empieza Johanna, mirándome con el ceño fruncido—, le habrán dado demasiado. Es muy pequeña, seguramente no tuvieron en cuenta su altura y su peso.
—¿Deben haberle dado demasiado de qué?
—Tienes una voz muy bonita —digo.
—Tris, cállate, por favor —me pide Tobias.
—Del suero de la paz —explica Johanna—. En pequeñas dosis tiene un leve efecto calmante y mejora el humor. El único efecto secundario es un ligero mareo. Se lo administramos a los miembros de nuestra comunidad a los que les cuesta mantener la paz.
—No soy idiota —responde Tobias, resoplando—. A todos los miembros de tu comunidad les cuesta mantener la paz porque todos son humanos. Seguramente lo echáis en el suministro de agua.
Johanna guarda silencio durante unos segundos y cruza las manos en el regazo.
—Está claro que no es el caso, ya que, de lo contrario, este conflicto no se hubiera producido —dice al fin—. Sin embargo, aquí todo lo que hacemos lo decidimos juntos, como facción. Si pudiera darles el suero a todos los habitantes de la ciudad, lo haría. De haberlo hecho, no os encontraríais ahora en esta situación.
—Claro, sin duda, drogar a toda la población es la mejor solución a nuestro problema. Un gran plan.
—El sarcasmo no es agradable, Cuatro —responde ella con calma—. Y siento el error de la sobredosis de Tris, de verdad, pero ha violado los términos de nuestro acuerdo, y me temo que ello os impida quedaros mucho más tiempo. No podemos pasar por alto el conflicto entre el chico, Peter, y ella.
—No te preocupes, pretendemos marcharnos en cuanto sea humanamente posible.
—Bien —responde Johanna, sonriendo un poco—. Cordialidad y Osadía solo podrán convivir en paz si mantenemos las distancias.
—Eso explica muchas cosas.
—¿Cómo dices? ¿Qué insinúas?
—Explica —contesta Tobias, con los dientes apretados— por qué, fingiendo neutralidad, ¡como si tal cosa fuera posible!, nos habéis dejado morir a manos de los eruditos.
Johanna deja escapar un suave suspiro y mira por la ventana. Al otro lado hay un huertecito con parras que se meten por las esquinas de las ventanas, como si intentaran entrar para unirse a la conversación.
—Los cordiales no harían algo así —digo—. Qué malo eres.
—Somos neutrales por el bien de la paz… —empieza a recitar Johanna.
—Paz —dice Tobias, casi como si escupiera la palabra—. Sí, estoy seguro de que se podrá disfrutar de una hermosa paz cuando estemos todos muertos, sometidos bajo la amenaza del control mental o inmersos en una simulación eterna.
Johanna contrae el rostro, y yo la imito para ver qué se siente al poner la cara así. No es muy agradable. La verdad es que no sé por qué lo habrá hecho.
—La decisión no era mía. De haberlo sido, seguramente estaríamos manteniendo una conversación distinta —dice al fin.
—¿Dices que no estás de acuerdo con ellos?
—Digo que no sería apropiado discrepar con mi facción en público, aunque sí lo haga en la intimidad de mi corazón.
—Tris y yo nos iremos dentro de dos días —responde Tobias—. Espero que tu facción no cambie de idea y mantenga este complejo como refugio.
—No es tan fácil deshacer nuestras decisiones. ¿Y qué pasa con Peter?
—Tendrás que encargarte de él por separado, porque no vendrá con nosotros.
Tobias me da la mano, y es agradable sentir su piel contra la mía, aunque no sea una piel suave ni blanda. Sonrío para disculparme de Johanna, pero su expresión no cambia.
—Cuatro —dice—, si tus amigos y tú preferís no… experimentar los efectos de nuestro suero, lo mejor sería que evitarais el pan.
Tobias vuelve la cabeza para darle las gracias mientras caminamos juntos hacia el pasillo; yo voy dando saltitos.