Después de desayunar, le digo a Tobias que voy a dar un paseo, aunque en realidad pienso seguir a Marcus. Había supuesto que se dirigiría a la residencia para invitados, pero cruza el campo que hay detrás del comedor y se mete en el edificio de filtrado de agua. Vacilo en el primer escalón, ¿de verdad quiero hacerlo?
Subo los escalones y entro por la puerta que Marcus acaba de cerrar.
El edificio de filtrado es pequeño, solo una sala con unas enormes máquinas dentro. Por lo que veo, algunas recogen el agua sucia del resto del complejo, unas cuantas la depuran, otras la examinan y el último grupo bombea el agua limpia de vuelta al complejo. Los sistemas de tuberías están todos enterrados, salvo uno que va por el suelo y envía agua a la central eléctrica, cerca de la valla. La central proporciona energía a toda la ciudad mediante una combinación de energía eólica, energía hidráulica y energía solar.
Marcus está al lado de las máquinas que filtran el agua. Allí, las tuberías son transparentes y veo agua teñida de marrón circulando por una hasta desaparecer en la máquina y salir transparente por el otro lado. Los dos observamos el proceso de depuración, y me pregunto si está pensando lo mismo que yo: que sería agradable que la vida funcionase así, filtrando la suciedad que llevamos encima para devolvernos limpios al mundo. Sin embargo, hay suciedad que no se va nunca.
Me quedo mirando la nuca de Marcus; tengo que hacerlo ahora.
Ahora.
—Te oí el otro día —suelto.
Marcus se vuelve a toda velocidad.
—¿Qué haces aquí, Beatrice?
—Te he seguido —respondo, cruzando los brazos sobre el pecho—. Te oí hablando con Johanna sobre los motivos del ataque de Jeanine a Abnegación.
—¿Te enseñaron los osados que está bien violar la intimidad de los demás o te lo has enseñado tú sola?
—Soy una persona curiosa por naturaleza. No cambies de tema.
Marcus tiene la frente arrugada, sobre todo entre las cejas, y se le ven unas profundas arrugas al lado de la boca. Parece un hombre que se ha pasado la vida frunciendo el ceño. Quizá fuera guapo de joven (puede que todavía lo sea para las mujeres de su edad, como Johanna), pero, al mirarlo, solo veo los ojos negros del paisaje del miedo de Tobias.
—Si me has oído hablar con Johanna, sabrás que ni siquiera se lo he contado a ella. ¿Qué te hace pensar que compartiré la información contigo?
Al principio no se me ocurre ninguna respuesta, pero, de repente, la tengo.
—Por mi padre —respondo—. Mi padre está muerto.
Es la primera vez que lo digo desde que le conté a Tobias, en el viaje en tren, que mis padres habían muerto por mí. En aquel momento, era un hecho que «habían muerto», algo desprovisto de emociones. Sin embargo, entre los burbujeos y ruidos de esta habitación, que «estén muertos» hace que note un golpe en el corazón, como el de un martillo, y el monstruo de la tristeza se despierta, y me araña los ojos y la garganta.
Me obligo a continuar.
—Puede que no muriera exactamente por la información de la que hablas, pero quiero saber si arriesgó la vida por ella.
—Sí —respondió Marcus con un tic en el labio—, así fue.
Los ojos se me llenan de lágrimas, y parpadeo para espantarlas.
—Bueno —digo, casi ahogada—, entonces, ¿me dices de una vez qué era? ¿Intentabais proteger algo? ¿O robarlo? ¿O qué?
—Era… —empieza Marcus, pero sacude la cabeza—. No te lo voy a contar.
—Pero quieres recuperarlo —respondo, dando un paso hacia él—. Y Jeanine lo tiene.
Marcus sabe mentir o, al menos, se le da bien ocultar secretos. No reacciona. Ojalá pudiera verlo como lo ve Johanna, como lo vería un veraz: ojalá pudiera descifrar su expresión. A lo mejor está a punto de decirme la verdad; si lo presiono lo suficiente, quizá se rinda.
—Podría ayudarte —me ofrezco.
El labio superior de Marcus se tuerce hacia arriba.
—No tienes ni idea de lo ridículo que suena eso —me suelta—. Puede que hayas logrado detener la simulación del ataque, niña, pero fue cuestión de suerte, no de habilidad. Si vuelves a hacer algo útil en el futuro próximo, me muero de la sorpresa.
Este es el Marcus que conoce Tobias, el que sabe dónde pegar para hacer más daño.
—Tobias no se equivoca contigo —respondo, temblando de rabia—: no eres más que una basura arrogante y mentirosa.
—Eso ha dicho, ¿eh? —comenta, arqueando las cejas.
—No, en realidad no te menciona lo suficiente para decir tanto, lo he supuesto yo sola —explico, y aprieto los dientes—. Para él no eres prácticamente nada, ¿sabes? Y, a medida que pasa el tiempo, cada vez eres menos.
Marcus no me responde, sino que se vuelve hacia la depuradora. Me quedo un momento para disfrutar de mi triunfo, y el sonido del agua en circulación se mezcla con los latidos de mi corazón en los oídos. Después salgo del edificio y, hasta que no llevo recorrido medio camino, no me doy cuenta de que no he ganado. Ha ganado Marcus.
Sea cual sea la verdad, tendré que sacársela a otro, porque a él no volveré a preguntársela.
Esa noche sueño que estoy en un campo y me encuentro con una bandada de cuervos posada en el suelo. Cuando espanto a unos cuantos, me doy cuenta de que están encima de un hombre, picoteándole la ropa, que es gris abnegado. Alzan el vuelo sin avisar, y veo que el hombre es Will.
Entonces me despierto.
Giro la cabeza para taparme la cara con la almohada y, en vez de su nombre, dejo escapar un sollozo que clava mi cuerpo al colchón. Vuelvo a sentir el monstruo de la tristeza retorciéndose en el vacío que antes ocupaban mi corazón y mi estómago.
Ahogo un grito llevándome las dos manos al pecho. Ahora, esa cosa monstruosa me rodea el cuello con sus garras, apretándome las vías respiratorias. Me giro y meto la cabeza entre las rodillas, respirando hasta que dejo de sentirme ahogada.
Aunque el aire es cálido, me estremezco. Salgo de la cama y me arrastro por el pasillo camino de la habitación de Tobias. Tengo las piernas tan blancas que casi brillan en la oscuridad. Su puerta cruje al abrirla, lo bastante como para despertarlo; se me queda mirando un segundo.
—Ven aquí —dice, medio dormido, y se aparta para dejarme sitio en la cama.
Debería habérmelo pensado con más detenimiento. Duermo con una larga camiseta que me ha prestado uno de los cordiales y que me llega justo debajo del culo, pero no se me ocurrió ponerme unos pantalones cortos antes de salir. Los ojos de Tobias se pasean por mis piernas desnudas y hacen que me ruborice. Me tumbo de cara a él.
—¿Pesadilla? —me pregunta, y asiento—. ¿Qué ha pasado?
Sacudo la cabeza, ya que no puedo decirle que tengo pesadillas por Will si no quiero explicarle el porqué. ¿Qué pensaría de mí si supiera lo que he hecho? ¿Cómo me miraría?
Me deja una mano en la mejilla y me acaricia lentamente el pómulo con el pulgar.
—Estamos bien, ¿sabes? —me dice—. Los dos. ¿Vale? —asiento, aunque me duele el pecho—. Lo demás está mal —susurra, y su aliento me hace cosquillas—, pero nosotros, no.
—Tobias —empiezo, pero pierdo el hilo de mis ideas y lo beso, porque sé que besarlo me distraerá de todo.
Me devuelve el beso. Su mano empieza en mi mejilla y después baja por mi costado, se amolda a la curva de mi cintura, se ahueca sobre mi cadera, se desliza hasta mi pierna desnuda y me hace estremecer. Me pego más a él y le echo una pierna encima. Estoy tan nerviosa que oigo un zumbido en la cabeza, pero el resto de mi cuerpo parece saber exactamente lo que hace, ya que todo late al mismo ritmo, todo mi cuerpo quiere lo mismo: escapar de mí y convertirse en parte de él.
Mueve la boca contra la mía y desliza la mano bajo el borde de mi camiseta; y no lo detengo, aunque sé que debería, sino que dejo escapar un débil suspiro y las mejillas se me ponen rojas de vergüenza. O no me oye o no le importa, porque aprieta la palma de la mano contra la parte baja de mi espalda y me empuja hacia él. Entonces me recorre lentamente la columna con la punta de los dedos. La camiseta se me sube, pero no la bajo, ni siquiera cuando noto el aire fresco en el estómago.
Me besa en el cuello, y le agarro el hombro para mantener el equilibrio mientras aprieto el puño con el que le sujeto la camiseta. Su mano llega hasta la parte alta de mi espalda y me rodea el cuello. Tiene mi camiseta enrollada en el brazo, y nuestros besos rallan la desesperación. Sé que me tiemblan las manos de tanta energía nerviosa, así que le sujeto con más fuerza los hombros con la esperanza de que no lo note.
Entonces sus dedos me rozan la venda del hombro y un relámpago de dolor me atraviesa. No ha sido para tanto, pero me devuelve a la realidad: no puedo estar con él de esa forma si una de mis razones para desearlo es olvidarme un momento de la tristeza.
Me aparto y, poco a poco, me bajo el borde de la camiseta hasta que me cubre de nuevo. Durante un segundo nos quedamos tumbados y nuestras alteradas respiraciones se mezclan. No pretendo llorar. «Ahora no es un buen momento para llorar; no, para ya». Sin embargo, soy incapaz de apartar las lágrimas por mucho que parpadeo.
—Lo siento —digo.
—No te disculpes —responde, casi como si me regañara, y me seca las lágrimas de las mejillas con la mano.
Sé que tengo cuerpo de pajarito, estrecho y pequeño, a punto de echar a volar, de cintura recta y frágil, pero, cuando él me toca así, como si no soportara apartar la mano, no deseo ser diferente.
—No quiero estar hecha un desastre —digo, aunque se me rompe la voz—. Es que me siento tan… —empiezo, sacudiendo la cabeza.
—Está mal. Da igual que tus padres estén en un lugar mejor…, el caso es que no están contigo, y eso está mal, Tris. No debería haber pasado. No debería haberte pasado a ti. Y cualquiera que te diga que no pasa nada, miente.
Un sollozo me vuelve a estremecer, y Tobias me abraza tan fuerte que me cuesta respirar, aunque no me importa. Mis dignos llantos dan paso a un horror total, con la boca abierta y la cara contraída, produciendo sonidos similares a los de un animal moribundo. Si esto sigue así, me romperé, y puede que sea lo mejor, puede que sea mejor hacerse añicos que seguir con esta carga.
Tobias guarda silencio durante un buen rato hasta que me tranquilizo.
—Duerme —me pide—. Si las pesadillas vienen a por ti, yo lucharé contra ellas.
—¿Con qué?
—Con mis propias manos, obviamente.
Le rodeo la cintura con el brazo y respiro hondo, con la cara sobre su hombro. Huele a sudor, aire fresco y menta, del ungüento que a veces usa para relajar los músculos doloridos. También huele a seguridad, como los paseos al sol por el huerto y los desayunos en silencio en el comedor. Y, justo antes de quedarme dormida, estoy a punto de olvidarme de nuestra ciudad desgarrada por la guerra y de todos los problemas que pronto irán a nuestro encuentro, si no los encontramos nosotros primero.
Justo antes de quedarme dormida, lo oigo susurrar:
—Te quiero, Tris.
Y puede que hubiera respondido con las mismas palabras de no estar ya apenas consciente.