CAPÍTULO
CUARENTA Y SIETE

Mi cabeza intenta arrastrarme hacia los recuerdos de Lynn en un intento por convencerme de que de verdad se ha ido, pero desecho las imágenes conforme aparecen. Algún día dejaré de hacerlo, si no me ejecutan por traidora o me hacen lo que tengan pensado nuestros nuevos líderes. Sin embargo, ahora mismo, me esfuerzo por mantener la mente en blanco, por fingir que este cuarto es lo único que ha existido y existirá. No debería resultarme sencillo, pero así es. He aprendido a ahuyentar la tristeza.

Tori y Harrison bajan al vestíbulo al cabo de un rato. Tori cojea hacia una silla (casi se me había olvidado su herida de bala, sobre todo por lo ágil que parecía al asesinar a Jeanine) y Harrison la sigue.

Detrás de ambos se encuentra uno de los osados, con el cadáver de Jeanine sobre el hombro. La deja caer como si fuera una piedra encima de una mesa, delante de las filas de eruditos y traidores osados.

Detrás de mí oigo gritos ahogados y murmullos, aunque no sollozos. La gente no llora por los líderes como Jeanine.

Levanto la mirada hacia su cuerpo, que parece mucho más pequeño en muerte que en vida. Solo es unos cuantos centímetros más alta que yo, y su pelo, unos cuantos tonos más oscuro. Ahora parece en calma, casi en paz. Me cuesta conectar este cuerpo con la mujer que conocía, la mujer sin conciencia.

Incluso ella era más complicada de lo que yo creía, guardaba un secreto que juzgaba demasiado terrible para revelárselo a nadie, impulsada por un instinto de protección atrozmente retorcido.

Johanna Reyes entra en el vestíbulo calada hasta los huesos de la lluvia y con la ropa roja manchada de un rojo más oscuro. Los abandonados la flanquean, aunque ella no parece fijarse en ellos ni en las armas que empuñan.

—Hola —saluda a Harrison y a Tori—. ¿Qué queréis?

—Quién iba a imaginar que la líder de Cordialidad sería tan seca —dice Tori, esbozando una sonrisa irónica—. ¿No va eso contra vuestro manifiesto?

—Si de verdad conocieras las costumbres cordiales, sabrías que no tienen un líder formal —responde Johanna en un tono que es a la vez dulce y firme—. Pero ya no represento a Cordialidad. Lo dejé para venir aquí.

—Sí, te he visto con tu pandillita de pacificadores, estorbando a todo el mundo —dice Tori.

—Sí, ha sido algo intencionado —contesta Johanna—, ya que estorbar significaba meterse entre las pistolas y los inocentes, y así hemos salvado un gran número de vidas.

Se le colorean las mejillas, y vuelvo a pensarlo: puede que Johanna Reyes siga siendo preciosa. Salvo que, ahora, creo que no es preciosa a pesar de la cicatriz, sino que, de algún modo, es preciosa con ella, como Lynn con su pelo encrespado, como Tobias con esos recuerdos de la crueldad de su padre que usa de coraza, como mi madre con sus sencillas ropas grises.

—Como sigues siendo tan generosa —dice Tori—, me pregunto si no te importaría llevar un mensaje a los cordiales.

—No me sentiría cómoda marchándome para permitir que tu ejército y tú impartáis justicia como os plazca. Sin embargo, estoy más que dispuesta a enviar a alguien a Cordialidad con un mensaje.

—De acuerdo, pues diles que pronto se creará un nuevo sistema político en el que no estarán representados. Creo que es un justo castigo por no elegir un bando del conflicto. Por supuesto, estarán obligados a seguir produciendo y suministrando alimentos a la ciudad, pero lo harán bajo la supervisión de una de las facciones dirigentes.

Durante un segundo temo que Johanna se abalance sobre Tori y la estrangule, pero se yergue aún más y dice:

—¿Es esto todo?

—Sí.

—Vale. Voy a hacer algo útil. Supongo que no permitirás que entremos algunos para atender a estos heridos, ¿no? —La mirada de Tori basta como respuesta—. Eso creía. Sin embargo, recuerda que, a veces, las personas a las que oprimes se hacen más poderosas de lo que te gustaría.

Da media vuelta y sale del vestíbulo.

Sus palabras hacen que se me encienda la bombilla. Estoy segura de que lo ha dicho como amenaza, como una amenaza casi hueca, pero mi cerebro me lo repite como si hubiese algo más…, como si bien pudiera haber aplicado sus palabras a otro grupo oprimido y no a los cordiales: a los abandonados.

Al mirar a mi alrededor, a los soldados osados y a los soldados abandonados, empiezo a ver un patrón.

—Christina, los abandonados tienen todas las armas.

Ella mira a su alrededor y después a mí, con el ceño fruncido.

Recuerdo a Therese pidiéndole la pistola a Uriah, a pesar de que ella ya tenía una. Recuerdo que Tobias apretó los labios cuando le pregunté por la incómoda alianza entre osados y abandonados, como si me ocultara algo.

Entonces, Evelyn, con porte majestuoso, hace su entrada en el vestíbulo, como una reina que regresa a su reino. Tobias no la sigue, ¿dónde está?

Evelyn se pone detrás de la mesa en la que yace el cadáver de Jeanine Matthews. Edward cojea detrás de ella. Evelyn saca una pistola, apunta al retrato caído de Jeanine y dispara.

La habitación guarda silencio. Ella deja caer la pistola en la mesa, al lado de la cabeza de Jeanine.

—Gracias. Sé que todos os preguntáis por lo que pasará ahora, así que os lo voy a explicar.

Tori se endereza en su silla y se inclina hacia Evelyn, como si quisiera decir algo, pero Evelyn no le hace caso.

—El sistema de facciones que, durante tanto tiempo, ha medrado abusando de los seres humanos que descartaba, se disolverá de inmediato. Sabemos que la transición será difícil para vosotros, pero…

—¿Sabemos? —la interrumpe Tori, escandalizada—. ¿De qué hablas, qué vas a disolver?

—Hablo de que tu facción —responde Evelyn, mirando por primera vez a Tori—, que hasta hace pocas semanas clamaba junto a los eruditos por la restricción del suministro de comida y otros artículos a los abandonados, clamor que condujo a la destrucción de los abnegados, tu facción, como digo, dejará de existir —dice, sonriendo un poco—. Y si decidís levantaros en armas contra nosotros, os va a costar encontrar las armas con las que hacerlo.

Entonces, todos y cada uno de los soldados sin facción levantan sus pistolas. Los abandonados están bien distribuidos por el borde del cuarto, y también los hay en la entrada de uno de los huecos de las escaleras. Nos tienen rodeados.

Es un plan tan elegante, tan astuto, que casi me río.

—Ordené a mi mitad del ejército que despojara a vuestra mitad del ejército de sus armas en cuanto completara la misión —dice Evelyn—. Ahora veo que han tenido éxito. Lamento el engaño, pero sabíamos que os han condicionado para aferraros al sistema de facciones como si fuera vuestra madre y que tendríamos que ayudaros a entrar en esta nueva era.

—¿Ayudarnos? —repite Tori, poniéndose de pie con gran esfuerzo y cojeando hacia Evelyn, que recoge tranquilamente su arma y apunta con ella a Tori.

—No llevo más de una década muriendo de hambre para ceder ante una mujer osada con una herida en la pierna —dice Evelyn—. Así que, si no quieres que te dispare, toma asiento entre los miembros de tu extinta facción.

Todos los músculos del brazo de Evelyn están en tensión; sus ojos no son fríos, no como los de Jeanine, aunque sí calculadores, siempre evaluando y planificando. No sé cómo esta mujer pudo plegarse en algún momento a la voluntad de Marcus. Seguramente antes no era esta misma mujer, todo acero, templada al fuego.

Tori aguanta delante de Evelyn durante unos segundos; después retrocede cojeando, alejándose de la pistola y dirigiéndose al borde de la sala.

—Los que nos habéis ayudado a acabar con Erudición seréis recompensados —dice Evelyn—. Los que os habéis opuesto a nosotros seréis juzgados y castigados por vuestros crímenes.

Alza la voz con la última frase, y me sorprende comprobar lo bien que se oye por todas partes.

Detrás de ella se abre la puerta de las escaleras, y Tobias sale con Marcus y Caleb detrás, sin que casi nadie se dé cuenta. Casi nadie, salvo yo, porque estoy entrenada para fijarme en él. Me quedo mirándole los zapatos mientras él se acerca. Son deportivas negras con ojales cromados para los cordones. Se detienen a mi lado, y él se agacha junto a mi hombro.

Lo miro, esperando encontrarme con una mirada fría e inflexible.

Pero no es así.

Evelyn sigue hablando, aunque a mí ya no me llega su voz.

—Tenías razón —dice Tobias en voz baja, en equilibrio sobre las puntas de los pies, y sonríe un poco—. Sé quién eres, solo hacía falta que me lo recordaran.

Abro la boca, pero no tengo nada que decir.

En ese momento, todas las pantallas del vestíbulo de Erudición (al menos, todas las que no acabaron destrozadas en el ataque) se encienden, incluido un proyector situado en la pared en la que antes colgaba el retrato de Jeanine.

Evelyn deja a medio terminar lo que estuviera diciendo, Tobias me da la mano y me ayuda a levantarme.

—¿Qué es esto? —exige saber Evelyn.

—Esto —dice Tobias, pero me lo dice solo a mí— es la información que lo cambiará todo.

Me tiemblan las piernas de alivio y temor.

—¿Lo has hecho tú? —pregunto.

—Lo has hecho tú —responde—. Yo solo he obligado a Caleb a cooperar.

Le rodeo el cuello con los brazos y le beso en los labios con ganas. Él me sostiene el rostro con ambas manos y me devuelve el beso. Me aprieto mucho contra su cuerpo para eliminar la distancia que nos separa, hasta que consigo hacerla desaparecer, aplastando con ella los secretos que nos ocultábamos y las sospechas que albergábamos…, para siempre, espero.

Y, entonces, oigo una voz.

Nos separamos y nos volvemos hacia la pared, donde ha aparecido la proyección de una mujer de pelo castaño corto. Está sentada a un escritorio de metal, con las manos unidas sobre él, en un lugar que no reconozco; el fondo está demasiado borroso.

—Hola, me llamo Amanda Ritter. En este archivo os contaré solo lo que necesitáis saber. Soy la líder de una organización que lucha por la justicia y la paz. La importancia de dicha lucha ha ido en aumento (y, por consiguiente, se ha hecho casi imposible) en las últimas décadas. Esta es la razón.

En la pared empiezan a aparecer imágenes, algunas pasan tan deprisa que apenas se ven. Un hombre de rodillas con el cañón de una pistola en la frente. La mujer que lo amenaza no tiene expresión alguna en el rostro.

A lo lejos, una persona pequeña colgada del cuello de un poste de teléfonos.

Un agujero en el suelo del tamaño de una casa, lleno de cadáveres.

Y hay más imágenes, pero se mueven deprisa, así que solo me quedo con fragmentos sueltos de sangre y huesos, muerte, crueldad y rostros impasibles.

Justo cuando ya no puedo más, aparece de nuevo la mujer en pantalla, detrás de su escritorio.

—No recordáis nada de esto, pero, si pensáis que estas acciones son obra de un grupo terrorista o de un régimen gubernamental tiránico, solo acertaréis en parte. La mitad de las personas que aparecen en estas imágenes, cometiendo esos terribles crímenes, son vuestros vecinos, vuestros parientes, vuestros colegas de trabajo. La batalla en la que luchamos no es contra ningún grupo en concreto, sino contra la naturaleza humana en sí misma… o, al menos, contra lo que ha llegado a ser.

Por esto estaba dispuesta Jeanine a esclavizar mentes y a asesinar, para que nadie lo supiera. Para mantenernos dentro de los límites de la valla, ignorantes y a salvo.

Parte de mí lo entiende.

—Por eso sois tan importantes —dice Amanda—. Nuestra lucha contra la violencia y la crueldad solo trata los síntomas de una enfermedad, no la enfermedad en sí. Vosotros sois la cura.

»Para manteneros a salvo, diseñamos una forma de separaros de nosotros, de nuestro suministro de agua, de nuestra tecnología y de nuestra estructura social. Hemos creado vuestra sociedad de un modo concreto, con la esperanza de que redescubráis el sentido moral que la mayoría de nosotros ha perdido. Con el tiempo, esperamos que empecéis a cambiar, cosa de la que casi ninguno de nosotros es capaz.

»La razón por la que os dejo estas grabaciones es que sepáis cuándo ayudarnos. Sabréis que ha llegado el momento adecuado cuando haya muchos entre vosotros cuyas mentes parezcan más flexibles que las de los demás. A estas personas las llamaréis divergentes. Una vez que su número aumente, vuestros líderes deben dar la orden para que Cordialidad abra la puerta para siempre, de modo que podáis abandonar vuestro aislamiento.

Y eso era lo que mis padres querían hacer: utilizar lo aprendido para ayudar a los demás. Abnegados hasta el final.

—La información de este vídeo se restringirá a los que estén en el Gobierno —dice Amanda—. Empezaréis de cero, pero no nos olvidéis —añade, esbozando una sonrisita—. Estoy a punto de unirme a vosotros. Como los demás, olvidaré voluntariamente mi nombre, a mi familia y mi hogar. Adoptaré una identidad nueva con falsos recuerdos y una historia falsa. Sin embargo, para que sepáis que la información que os he proporcionado es precisa, os diré el nombre que estoy a punto de asumir como propio. —Su sonrisa se ensancha y, por un momento, me da la impresión de que la reconozco—. Mi nombre será Edith Prior, y hay muchas cosas que estoy deseando olvidar.

Prior.

El vídeo acaba, y el proyector pinta la pared de azul. Me agarro a la mano de Tobias y, durante un instante, todos guardamos silencio, como si contuviésemos el aliento.

Después empiezan los gritos.