CAPÍTULO
CUARENTA Y SEIS

Tori se levanta con una expresión salvaje y se vuelve hacia mí.

Yo no siento nada.

Todo lo que he arriesgado para llegar hasta aquí: conspirar con Marcus, pedir ayuda a los eruditos, arrastrarme por una escalera a tres plantas de altura, disparar contra mí en una simulación… Y todos los sacrificios que he hecho: mi relación con Tobias, la vida de Fernando, mi posición entre los osados… Todo para nada.

Para nada.

Un segundo después se abre de nuevo la puerta de cristal, y Tobias y Uriah irrumpen en la habitación como si estuviesen dispuestos a entablar batalla (Uriah tose, seguramente por el veneno), pero la batalla ya ha terminado. Jeanine está muerta, Tori se ha alzado vencedora y yo soy una traidora a Osadía.

Al verme, Tobias se detiene a medio paso, a punto de tropezarse con sus propios pies. Abre más los ojos.

—Es una traidora —dice Tori—. Ha estado a punto de dispararme por defender a Jeanine.

—¿Qué? —exclama Uriah—. Tris, ¿qué está pasando? ¿Tiene razón? ¿Y qué haces aquí?

Sin embargo, yo solo miro a Tobias. En mi pecho se enciende una chispa de esperanza, curiosamente dolorosa al combinarse con lo culpable que me siento por haberlo engañado. Tobias es tozudo y orgulloso, pero es mío, puede que me escuche, puede que exista una posibilidad de que todo lo hecho no sea en vano…

—Ya sabes por qué estoy aquí, ¿no? —digo en voz baja.

Le ofrezco la pistola de Tori. Él se acerca, con las piernas algo inestables, y la recoge.

—Encontramos a Marcus en la habitación de al lado, atrapado en una simulación —dice Tobias—. Has venido con él.

—Sí —respondo; la sangre del mordisco de Tori me cae por el brazo.

—Confiaba en ti —responde, temblando de rabia—. Confié en ti y me abandonaste… ¿para trabajar con él?

—No, él me contó una cosa, y todo lo que me contó mi hermano, todo lo que dijo Jeanine mientras estuve en la sede de Erudición encaja perfectamente con lo que me contó Marcus. Y quería…, necesitaba saber la verdad.

—La verdad —se burla—, ¿crees que un mentiroso, un traidor y un sociópata te contó la verdad?

—¿La verdad? —pregunta Tori—. ¿De qué estás hablando?

Tobias y yo nos miramos. Sus ojos, que normalmente parecen pensativos, ahora se presentan duros y críticos, como si intentaran pelarme capa a capa para examinarlas minuciosamente.

—Creo… —empiezo, pero tengo que detenerme a respirar porque no lo he convencido; he fallado, y es probable que esto sea lo último que me permitan decir antes de detenerme—. ¡Creo que el mentiroso eres tú! —exclamo con la voz rota—. Me dices que me quieres, que confías en mí, que consideras que mi perspicacia es superior a la media, pero, en cuanto esa creencia en mi perspicacia, esa confianza, ese amor se pone a prueba, todo se desmorona. —Estoy llorando, pero no me da vergüenza permitir que las lágrimas me brillen en las mejillas o me entorpezcan el habla—. Así que tuviste que mentir cuando me dijiste todas esas cosas… Tuvo que ser mentira, porque no puedo creerme que tu amor sea tan frágil.

Doy un paso hacia él, de modo que solo quede un espacio de escasos centímetros entre nosotros y los otros no puedan oírnos.

—Sigo siendo la persona que moriría antes que matarte —le aseguro, recordando la simulación del ataque y el palpitar de su corazón bajo mi mano—. Soy justo quien crees que soy. Y, ahora mismo, te estoy diciendo que sé…, que sé que esta información lo cambiará todo. Todo lo que hemos hecho y todo lo que estamos a punto de hacer.

Me quedo mirándolo como si pudiera comunicarle la verdad con los ojos, aunque eso sea imposible. Aparta la mirada, y ni siquiera estoy segura de que haya escuchado mis palabras.

—Ya basta —interviene Tori—. Llevadla abajo. La juzgaremos junto con los demás criminales de guerra.

Tobias no se mueve. Uriah me coge del brazo y me aleja de él, a través del laboratorio, a través de la habitación de la luz, a través del pasillo azul. Therese, de los abandonados, se une allí a nosotros y me mira con curiosidad.

Una vez en las escaleras, noto un suave codazo. Cuando vuelvo la vista atrás, veo una bolita de gasa en la mano de Uriah. La acepto e intento esbozar una sonrisa de gratitud, pero no me sale.

Mientras bajamos las escaleras, me aprieto con fuerza la gasa contra la mano y esquivo cadáveres sin mirarlos a la cara. Uriah me sujeta del codo para evitar que caiga. La venda de gasa no me ayuda con el dolor del mordisco, aunque me hace sentir algo mejor, y también el que Uriah, al menos, no parezca odiarme.

Por primera vez me doy cuenta de que el desprecio de los osados por las personas de más edad no es una oportunidad. Es posible que sea lo que me condene. No dirán: «Es joven, deben de haberla confundido». Dirán: «Es una adulta y ha tomado una decisión».

Por supuesto, estoy de acuerdo con ellos, tomé una decisión. Decidí elegir a mi madre y a mi padre, y su lucha.

Bajar las escaleras es más fácil que subirlas. Llegamos a la quinta planta antes de darme cuenta de que nos dirigimos al vestíbulo.

—Dame tu pistola, Uriah —dice Therese—. Alguien tiene que estar libre para disparar a posibles elementos hostiles, y tú no puedes hacerlo si tienes que estar sujetándola para que no se caiga por las escaleras.

Uriah le entrega el arma sin cuestionarlo, y yo frunzo el ceño. Therese ya tiene una pistola, ¿por qué quiere también la de Uriah? Sin embargo, no pregunto, ya tengo suficientes problemas.

Llegamos a la planta de abajo y pasamos por delante de una gran sala de reuniones llena de gente vestida de negro y blanco. Me detengo un instante para observarlos. Algunos están apiñados en grupitos, apoyados los unos en los otros, llorando. Otros permanecen solos, apoyados en las paredes o sentados en las esquinas, con los ojos apagados o mirando algo muy lejano.

—Hemos tenido que disparar a tantos… —masculla Uriah, apretándome el brazo—. Solo para entrar en el edificio, no nos quedaba más remedio.

—Lo sé.

Veo a la hermana de Christina y a su madre abrazadas a un lado del cuarto. Y, a la izquierda, a un joven de pelo oscuro que brilla a la luz fluorescente: Peter. Tiene la mano sobre el hombro de una mujer de mediana edad; la reconozco, es su madre.

—¿Qué hace ese aquí? —pregunto.

—El muy cobarde apareció después del enfrentamiento, cuando ya estaba hecho todo el trabajo. He oído que su padre ha muerto. Pero, al parecer, su madre está bien.

Peter vuelve la vista atrás y se encuentra con mi mirada durante un instante. En ese instante intento sentir algo de lástima por la persona que me salvó la vida, pero, aunque ya no albergo el odio de antes, sigo sin sentir nada por él.

—¿Por qué frenáis? —pregunta Therese—. Seguid andando.

Dejamos atrás la sala de reuniones y entramos en el vestíbulo principal, donde una vez abrazara a Caleb. El retrato gigante de Jeanine está hecho añicos en el suelo. El humo que flota en el aire se condensa alrededor de las estanterías, que han quedado reducidas a cenizas. Todos los ordenadores están destrozados, tirados por el suelo.

En el centro de la habitación, sentados en fila, están algunos de los eruditos que no lograron huir, junto con los traidores osados que han sobrevivido. Busco caras familiares y encuentro a Caleb cerca de la parte de atrás, aturdido. Aparto la vista.

—¡Tris! —oigo decir a alguien.

Christina está sentada cerca de la parte delantera, al lado de Cara, con una tela bien apretada rodeándole la pierna. Me hace señas para que me acerque, y me siento a su lado.

—¿No ha habido suerte? —pregunta en voz baja.

Sacudo la cabeza.

Christina suspira y me echa un brazo sobre los hombros. El gesto me resulta tan reconfortante que estoy a punto de llorar. Sin embargo, nosotras no somos de las que lloran juntas; somos de las que luchan juntas. Así que me trago las lágrimas.

—He visto a tu madre y a tu hermana en la habitación de al lado —le digo.

—Sí, yo también. Mi familia está bien.

—Me alegro, ¿y tu pierna?

—Bien, Cara me ha dicho que se curará; no sangra demasiado. Una de las enfermeras eruditas me ha llenado los bolsillos de pastillas para el dolor, antiséptico y gasas antes de que la bajaran aquí, así que tampoco me duele demasiado —explica; a su lado, Cara examina el brazo de otro erudito—. ¿Dónde está Marcus?

—No lo sé, tuvimos que dividirnos. Debería estar aquí abajo, a no ser que lo hayan matado o algo.

—No me sorprendería, la verdad.

La habitación es un caos durante un buen rato (gente que entra y sale corriendo, nuestros guardias abandonados cambiándose el sitio, nuevos prisioneros de azul que se sientan en nuestro grupo), pero, poco a poco, todo se calma, y entonces lo veo: Tobias aparece por la puerta que da a las escaleras.

Me muerdo el labio e intento no pensar, intento no regodearme en los fríos sentimientos que me hielan el pecho ni en el peso que noto sobre la cabeza. Me odia. No me cree.

Christina me abraza con más ganas cuando pasa junto a nosotros sin tan siquiera mirarme. Me vuelvo para observarlo. Se detiene al lado de Caleb, lo agarra por el brazo y lo pone en pie de un tirón. Caleb forcejea un segundo, pero no es ni la mitad de fuerte que Tobias y no puede soltarse.

—¿Qué? —pregunta, aterrado—. ¿Qué quieres?

—Quiero que desactives el sistema de seguridad del laboratorio de Jeanine para que los abandonados tengan acceso a su ordenador —responde Tobias sin mirar atrás.

«Y lo destruyan», pienso, y el peso sobre mi pecho aumenta todavía más, si cabe. Tobias y Caleb desaparecen de nuevo en las escaleras.

Christina se deja caer sobre mí y yo sobre ella, de modo que nos sostenemos la una a la otra.

—Jeanine activó todos los transmisores de Osadía, ¿sabes? —dice—. Uno de los grupos de abandonados cayó en la emboscada de unos osados controlados por la simulación, que llegaban tarde del sector de Abnegación, hace unos diez minutos. Supongo que ganaron los abandonados, aunque no sé cómo se puede llamar ganar a disparar a un puñado de personas con el encefalograma plano.

—Sí.

No hay mucho más que decir, y ella parece darse cuenta.

—¿Qué ha pasado después de que me dispararan? —pregunta.

Le describo el pasillo azul con dos puertas y la simulación, desde el momento en que reconocí la sala de entrenamiento osada hasta el momento en que me disparé. No le cuento la alucinación sobre Will.

—Espera, ¿era una simulación? ¿Sin transmisor?

Frunzo el ceño. No me había molestado en analizarlo, sobre todo dadas las circunstancias.

—Si el laboratorio reconoce a la gente, puede que también tenga datos de todo el mundo y pueda ofrecer un entorno simulado concreto, según tu facción.

Ahora da igual averiguar cómo configuró Jeanine la seguridad de su laboratorio, la verdad, aunque sienta bien hacer algo, pensar en un problema nuevo que resolver después de no haber conseguido solucionar el más importante.

Christina se endereza, puede que sienta lo mismo que yo.

—O el veneno contiene algún tipo de transmisor —sugiere; no había pensado en eso—. Pero ¿cómo pasó Tori? No es divergente.

—No lo sé —respondo, ladeando la cabeza.

«Puede que sí lo sea», pienso.

Su hermano lo era y, después de lo que le pasó, es posible que Tori no quisiera admitirlo, por mucho que llegara a aceptarse la divergencia.

He descubierto que las personas no son más que una capa tras otra de secretos. Crees que las conoces, que las entiendes, pero sus motivos siempre permanecen ocultos, enterrados en sus corazones. Nunca conocerás a nadie, aunque, a veces, puedes decidir confiar en alguien.

—¿Qué crees que harán con nosotros cuando nos declaren culpables? —pregunta al cabo de un minuto de silencio.

—¿Sinceramente?

—¿De verdad te parece un buen momento para ser sincera?

—Creo que nos obligarán a comer un montón de tarta y a echarnos una siesta demencialmente larga —respondo, mirándola por el rabillo del ojo.

Se ríe. Yo intento no hacerlo; si me permito reír, también empezaré a llorar.

Oigo un chillido y busco su origen entre la multitud.

—¡Lynn! —grita Uriah, que es quien había chillado.

Corre hacia la puerta, donde dos osados llevan a Lynn en una camilla improvisada fabricada con lo que parece ser un estante. Está pálida (demasiado pálida) y se sujeta el estómago con las manos.

Me pongo en pie de un salto y voy hacia ella, pero unas cuantas pistolas abandonadas me impiden avanzar demasiado. Levanto las manos y me quedo quieta, observando.

Uriah rodea la multitud de criminales de guerra, y señala a una erudita de aspecto serio y cabellos grises.

—Tú, ven aquí.

La mujer se pone de pie y se sacude los pantalones. Se acerca con paso ligero al borde de gente sentada y mira a Uriah, expectante.

—Eres médica, ¿verdad?

—Sí —responde ella.

—¡Pues cúrala! —le exige Uriah, frunciendo el ceño—. Está herida.

La doctora se acerca a Lynn y pide a los dos osados que la dejen en el suelo. Lo hacen, y ella se agacha junto a la camilla.

—Querida, aparta las manos de la herida, por favor —le pide a Lynn.

—No puedo, duele —gime ella.

—Sé que duele, pero no podré examinarla si no me la enseñas.

Uriah se arrodilla al lado de la doctora y la ayuda a apartar las manos de Lynn de su estómago. La doctora le retira la camiseta: la herida de bala no es más que un círculo rojo en la piel de Lynn, pero es como si tuviese un moratón alrededor. Nunca había visto un moratón tan oscuro.

La doctora frunce los labios, y entonces sé que Lynn puede darse por muerta.

—¡Cúrala! —exclama Uriah—. ¡Tú puedes curarla, así que hazlo!

—Todo lo contrario —responde ella, mirándolo—. Como habéis incendiado las plantas del edificio dedicadas a hospital, no puedo curarla.

—¡Hay otros hospitales! —dice, casi a gritos—. ¡Puedes sacar cosas de allí!

—Su estado es demasiado crítico —responde la médica en voz baja—. Si no os hubieseis empeñado en quemarlo todo a vuestro paso, podría haberlo intentado, pero, en estas circunstancias, intentarlo no serviría de nada.

—¡Cállate! —dice, apuntando al pecho de la doctora—. ¡No he sido yo el que ha quemado tu hospital! Es mi amiga y no…, solo quiero…

—Uri —dice Lynn—. Cállate, es demasiado tarde.

Uriah deja caer los brazos y sujeta la mano de Lynn; le tiemblan los labios.

—Yo también soy su amiga —le digo al abandonado que me apunta con su arma—. ¿Os importaría apuntarme con las pistolas desde ahí?

Me dejan pasar, y corro junto a Lynn para sostenerle la mano libre, que está pegajosa de sangre. No hago caso de las armas que me apuntan a la cabeza y me centro en su cara, que está amarillenta, en vez de blanca.

No parece percatarse de mi presencia, está mirando a Uriah.

—Por lo menos no he muerto dentro de la simulación —dice débilmente.

—Tampoco vas a morir ahora.

—No seas estúpido. Uri, escucha, yo también la quería. La quería.

—¿Que querías a quién? —pregunta, y se le rompe la voz.

—A Marlene —responde Lynn.

—Sí, todos queríamos a Marlene —responde Uriah.

—No, no en ese sentido —dice ella, sacudiendo la cabeza, y cierra los ojos.

Su mano tarda unos minutos en relajarse dentro de la mía. La guío hacia su estómago, le cojo la otra mano, que sostiene Uriah, y hago lo mismo. Él se restriega los ojos antes de que caigan las lágrimas y nos miramos por encima del cadáver de Lynn.

—Deberías contárselo a Shauna —digo—, y a Hector.

—Claro —responde, sorbiéndose la nariz mientras le toca la cara con la palma de la mano. Me pregunto si todavía tendrá las mejillas calientes. No quiero tocarla, por si descubro que no es así.

Me levanto y regreso con Christina.