Christina entra en la habitación. Todos guardamos silencio.
—No pretendo ser insensible, pero tenemos que irnos antes de que los osados y los abandonados entren en el edificio —dice Marcus—. Si no lo han hecho ya.
Oigo unos golpecitos en la ventana y miro rápidamente, creyendo durante una fracción de segundo que será Fernando intentando entrar, pero no es más que lluvia.
Salimos del baño detrás de Cara. Ahora es nuestra líder, ya que es la que mejor conoce la sede de Erudición. Christina va detrás, después Marcus, después yo. Nos encontramos en un pasillo de Erudición que es idéntico a cualquier otro pasillo de Erudición: pálido, brillante y estéril.
Pero este pasillo está más activo que nunca. Gente de azul corre de un lado a otro, en grupos y sola, gritándose cosas como: «¡Están a las puertas! ¡Subid todo lo que podáis!» o «¡Han inutilizado los ascensores! ¡Corred a las escaleras!». Es entonces, justo en el centro del caos, que recuerdo que me he dejado el aturdidor en el cuarto de baño. Vuelvo a estar desarmada.
Los traidores osados también pasan corriendo junto a nosotros, aunque menos desesperados que los eruditos. Me pregunto qué estarán haciendo Johanna, los cordiales y los abnegados en medio de este caos. ¿Estarán atendiendo a los heridos? ¿O se han puesto entre las armas osadas y los eruditos inocentes para recibir balazos en nombre de la paz?
Me estremezco. Cara nos conduce hasta una escalera trasera y nos unimos a un grupo de aterrados eruditos para subir uno, dos, tres tramos de escaleras. Entonces, Cara abre con el hombro una puerta al lado del rellano, manteniendo la pistola pegada al pecho.
Reconozco esta planta.
Es mi planta.
Se me embota un poco la cabeza. Estuve a punto de morir aquí. Deseé morir aquí.
Freno y me quedo atrás. No consigo librarme de este aturdimiento, aunque la gente pasa volando por mi lado y Marcus me grita algo que no consigo oír bien. Christina da media vuelta, me agarra y tira de mí hacia Control-A.
Dentro de la sala de control veo filas de ordenadores, pero, en realidad, no las veo; una especie de gasa me tapa los ojos. Intento apartarla parpadeando. Marcus se sienta frente a uno de los ordenadores y Cara, frente a otro. Enviarán todos los datos de aquí a los ordenadores de las otras facciones.
Detrás de mí, la puerta se abre y oigo a Caleb decir:
—¿Qué hacéis aquí?
Su voz me despierta y me vuelvo para quedarme mirando su pistola.
Tiene los ojos de mi madre, de un verde pálido, casi gris, aunque la camisa azul hace que el color parezca más potente.
—Caleb, ¿qué crees que estás haciendo?
—¡Estoy aquí para evitar que vosotros hagáis algo! —exclama con voz temblorosa; la pistola le tiembla en las manos.
—Hemos venido a salvar los datos eruditos que los abandonados quieren destruir —digo—. No creo que quieras detenernos.
—Eso no es verdad —responde, y señala a Marcus con la cabeza—. ¿Para qué lo ibais a traer a él si no fuera porque buscáis otra cosa? ¿Algo más importante para él que todos los datos eruditos juntos?
—¿Te lo ha contado Jeanine? —pregunta Marcus—. ¿A ti, a un niño?
—Al principio no me lo contó, ¡pero no quería que eligiera una facción sin conocer antes los hechos!
—Los hechos son que la realidad la aterra —dice Marcus—, mientras que a los abnegados, no. No. Ni tampoco a tu hermana, y eso la honra.
Frunzo el ceño. Me dan ganas de pegarle incluso cuando me alaba.
—Mi hermana no sabe en lo que se mete —dice Caleb con cariño, mirándome de nuevo—. No sabe lo que quieres enseñar a todo el mundo…, ¡no sabe que lo arruinará todo!
—¡Estamos aquí con un propósito! —exclama Marcus, casi a gritos—. ¡Hemos terminado nuestra misión y ha llegado el momento de hacer lo que nos enviaron a hacer!
No sé nada del propósito ni de la misión de la que habla Marcus, pero Caleb no parece desconcertado.
—No nos enviaron a nosotros —responde Caleb—. Nuestra única responsabilidad es para con nosotros mismos.
—Esa es la clase de pensamiento interesado que cabe esperar de alguien que ha pasado tanto tiempo con Jeanine Matthews. ¡Estás tan poco dispuesto a renunciar a tu bienestar que el egoísmo te despoja de toda humanidad!
No quiero seguir escuchando esto. Mientras Caleb mira a Marcus, me vuelvo y le doy una buena patada en la muñeca. El impacto lo sorprende, y se le cae la pistola. La lanzo al otro lado del cuarto con la punta del pie.
—Tienes que confiar en mí, Beatrice —me dice; le tiembla la barbilla.
—¿Después de que la ayudaras a torturarme? ¿Después de que permitieras que estuviese a punto de matarme?
—No la ayudé a tor…
—¡Pues está claro que no la detuviste! Estabas allí mismo y te quedaste mirando…
—¿Qué iba a hacer? ¿Qué…?
—¡Podrías haberlo intentado, cobarde! —grito tan fuerte que noto la cara caliente y se me saltan las lágrimas—. Intentarlo aunque fallaras, ¡porque me quieres!
Jadeo para recuperar el aliento. Lo único que oigo es a Cara tecleando, manos a la obra. Caleb no parece tener respuesta; su expresión de súplica desaparece poco a poco hasta dejarle el rostro vacío.
—Aquí no encontraréis lo que buscáis —dice—. Jeanine no guardaría unos archivos tan importantes en los ordenadores públicos. No sería lógico.
—Entonces, ¿los ha destruido? —pregunta Marcus.
—No cree en destruir la información —responde Caleb, sacudiendo la cabeza—. Solo en contenerla.
—Bueno, gracias a Dios. ¿Dónde la guarda?
—No os lo voy a decir.
—Creo que lo sé —digo.
Caleb ha dicho que no guardaría la información en un ordenador público. Eso quiere decir que la guarda en uno privado: o el de su despacho o el del laboratorio del que me habló Tori.
Caleb no me mira.
Marcus recoge el arma de Caleb y le da la vuelta en la mano, de modo que la culata le sobresalga del puño. Después echa el brazo atrás y golpea a Caleb bajo la mandíbula. A mi hermano se le ponen los ojos en blanco y cae al suelo.
No quiero saber cómo ha perfeccionado Marcus esa maniobra.
—No podemos dejar que salga corriendo a contarle a los demás lo que estamos haciendo —dice Marcus—. Vamos, Cara puede encargarse del resto, ¿verdad?
Cara asiente sin apartar la mirada de la pantalla. Con un nudo en el estómago, salgo de la sala de control con Marcus y Christina en dirección a las escaleras.
El pasillo de fuera no está vacío. Hay trocitos de papel y huellas sobre las baldosas. Marcus, Christina y yo corremos en fila hacia las escaleras. Clavo la mirada en la nuca de Marcus, donde la curva del cráneo asoma a través del pelo rapado.
Lo único que veo cuando lo miro es un cinturón que cae sobre Tobias y la culata de un revólver golpeando la mandíbula de Caleb. Me da igual que haya hecho daño a Caleb (yo también lo habría hecho), pero, de repente, la rabia me ciega, no soporto que sea a la vez un hombre que sabe cómo hacer daño a los demás y un hombre que se pasea por ahí presumiendo ser el modesto líder de Abnegación.
Sobre todo porque he decidido unirme a él, lo he elegido a él, en vez de a Tobias.
—Tu hermano es un traidor —dice cuando doblamos la esquina—. Se merece algo peor, no hace falta que me mires así.
—¡Cállate! —le grito, empujándolo con fuerza contra la pared; está demasiado sorprendido para defenderse—. ¡Te odio, ya lo sabes! Te odio por lo que le hiciste, y no me refiero a Caleb. —Me acerco a su cara y susurro—: Y aunque puede que no te dispare yo misma, ten por seguro que no te ayudaré si alguien intenta matarte, así que será mejor que reces a Dios por no verte en esa situación.
Se me queda mirando, indiferente en apariencia. Lo suelto y me dirijo de nuevo a las escaleras con Christina pisándome los talones y Marcus unos pasos por detrás.
—¿Adónde vamos? —pregunta Christina.
—Caleb ha dicho que lo que buscamos no estará en un ordenador público, así que tiene que estar en uno privado. Por lo que sé, Jeanine solo tiene dos ordenadores privados, uno en su despacho y otro en su laboratorio.
—Entonces, ¿a cuál vamos?
—Tori me contó que el laboratorio de Jeanine tenía unas medidas de seguridad demenciales, y yo ya he estado en su despacho y es una habitación normal.
—Entonces…, laboratorio.
—Última planta.
Llegamos a la puerta y, cuando la abrimos, un grupo de eruditos, niños incluidos, corren escaleras abajo. Me agarro a la barandilla y me abro camino entre ellos a codazos, sin mirarlos a la cara, como si no fueran humanos, sino una masa que me estorba.
En vez de parar, siguen saliendo más personas del siguiente rellano, un flujo constante de gente vestida de azul bajo una pálida luz azul, con el blanco de los ojos brillando como si fueran lámparas en contraste con todo lo demás. Sus sollozos de terror rebotan cien veces en la cámara de cemento, haciendo eco; chillidos de demonios con ojos encendidos.
Cuando llegamos al rellano de la séptima planta, la multitud va clareando hasta desaparecer. Me paso las manos por los brazos para librarme de los fantasmas de pelo, mangas y piel que me han rozado en el camino de subida. Veo la parte de arriba de las escaleras desde donde estamos.
También veo el cadáver de un guardia con los brazos colgando del borde de un escalón y, de pie sobre él, un abandonado con un parche en el ojo.
Edward.
—Mira quién es —dice.
Está en lo más alto de un corto tramo de siete escalones, y yo estoy al pie del mismo tramo. El traidor osado yace entre nosotros con los ojos vidriosos y una mancha oscura en el pecho producto de algún disparo, seguramente de Edward.
—Es una vestimenta extraña para alguien que se supone que odia a los eruditos —sigue diciendo—. Creía que estarías en casa, esperando a que tu novio regresara convertido en un héroe.
—Como ya habrás adivinado, no era una opción —respondo, subiendo un escalón.
La luz azul proyecta sombras sobre los tenues huecos bajo los pómulos de Edward, que se lleva la mano a la espalda.
Si está aquí, quiere decir que Tori ya está arriba. Lo que quiere decir que puede que Jeanine ya esté muerta.
Noto que tengo a Christina detrás de mí; la oigo respirar.
—Vamos a pasar por ahí —digo, subiendo otro escalón.
—Lo dudo —contesta, y saca la pistola. Me lanzo sobre él, por encima del guardia herido, y Edward dispara, pero le he sujetado la muñeca, así que no apunta bien.
Me pitan los oídos e intento mantener el equilibrio sobre la espalda del guardia muerto.
Christina lanza un puñetazo por encima de mi cabeza y conecta con la nariz de Edward. No consigo mantenerme sobre el cadáver, caigo de rodillas y le clavo las uñas en la muñeca a Edward. Él me dobla el brazo hasta que me caigo de lado, dispara de nuevo y acierta en la pierna de Christina.
Entre jadeos, Christina saca la pistola y dispara. La bala da en el costado de Edward, que grita y suelta la pistola antes de caer de boca. Cae encima de mí, y yo me golpeo la cabeza contra uno de los escalones de cemento. El brazo del guardia muerto se me clava en la columna.
Marcus recoge la pistola de Edward y nos apunta con ella a los dos.
—Levanta, Tris —dice, y a Edward—. Tú, no te muevas.
Busco con la mano la esquina de un escalón y me arrastro como puedo entre Edward y el guardia para salir. Edward se sienta sobre el guardia (como si fuera una especie de cojín) y se agarra el costado con ambas manos.
—¿Estás bien? —pregunto a Christina.
—Aaah —dice, con una mueca—. Sí, me ha dado en el lateral, no en el hueso.
Me acerco para ayudarla a levantarse.
—Beatrice —me detiene Marcus—, tenemos que dejarla aquí.
—¿Qué quieres decir con «dejarla»? ¡No podemos irnos! ¡Podría suceder algo terrible!
Marcus me aprieta el esternón con el índice, justo el hueco entre los omóplatos, y se inclina sobre mí.
—Escúchame —dice—, Jeanine Matthews se habrá retirado a su laboratorio al primer signo de ataque porque es la habitación más segura del edificio. Y en cualquier momento decidirá que Erudición está perdida y es mejor borrar los datos que arriesgarse a que los encuentre alguien, de modo que esta misión no servirá de nada.
Y habré perdido a todos: a mis padres, a Caleb y, por último, a Tobias, que nunca me perdonará por trabajar con su padre, sobre todo si no tengo forma de demostrar que merecía la pena.
—Vamos a dejar aquí a tu amiga —insiste, y noto su rancio aliento en la cara— y vamos a seguir, a no ser que quieras que vaya yo solo.
—Tiene razón —dice Christina—, no hay tiempo. Me quedaré aquí y evitaré que Ed os siga.
Asiento. Marcus quita el dedo y me deja una dolorosa marca circular. Me la restriego para calmar las molestias y abro la puerta de la parte superior de las escaleras. Vuelvo la vista atrás antes de atravesarla, y Christina, que se aprieta el muslo con una mano, esboza una sonrisa de pena.