CAPÍTULO
CUARENTA Y DOS

Todos se desperdigan por el edificio en busca de los cuartos de la limpieza, siguiendo mis instrucciones de encontrar una escalera. Oigo chirridos de deportivas en las baldosas y gritos de «He encontrado uno…, no espera, aquí solo hay cubos, déjalo» y «¿Qué altura de escalera necesitamos? No vale con una de tijera, ¿no?».

Mientras registran el lugar, yo localizo el aula de la tercera planta que da a la ventana erudita. Después de tres intentos, acierto con la ventana correcta.

Me asomo al exterior, por encima del callejón, y grito:

—¡Eh!

Después me agacho a toda velocidad, pero no oigo disparos. «Bien —pienso—, no reaccionan al ruido».

Christina entra en el aula con una escalera bajo el brazo y los demás detrás.

—¡La tengo! Creo que será lo bastante larga cuando la extendamos.

Intenta volverse demasiado deprisa, y la escalera golpea a Fernando en el hombro.

—¡Oh! Perdona, Nando.

El porrazo le ha ladeado las gafas. El chico sonríe a Christina, se las quita y se las guarda en el bolsillo.

—¿Nando? —le pregunto—. Creía que a los eruditos no os gustaban los apodos.

—Cuando una chica guapa te pone un apodo, lo más lógico es aceptarlo.

Christina aparta la mirada y, al principio, creo que es por vergüenza, pero entonces veo que hace una mueca, como si, en vez de un cumplido, le hubiesen dado un tortazo. La muerte de Will está demasiado reciente como para coquetear con ella.

La ayudo a guiar el extremo de la escalera a través de la ventana para cruzar el hueco entre los dos edificios. Marcus nos echa una mano para estabilizarla. Fernando deja escapar un grito triunfal cuando la escalera llega a la ventana erudita.

—Ahora hay que romper el cristal —digo.

Fernando saca el dispositivo correspondiente del bolsillo y me lo ofrece.

—Seguramente tu puntería es mejor.

—No cuentes con ello —respondo—, mi brazo derecho está fuera de servicio. Tendría que lanzar con la izquierda.

—Yo lo hago —dice Christina.

Pulsa el botón del lateral del dispositivo y lo lanza furtivamente hacia el otro lado del callejón. Aprieto los puños, a la espera. El cacharro rebota en el alféizar y rueda hasta el cristal. Vemos un relámpago de luz naranja y, de repente, la ventana (y las ventanas que hay encima, debajo y al lado de esta) revientan en cientos de pedacitos que llueven sobre los veraces de abajo.

Al hacerlo, los de abajo se vuelven y disparan al cielo. Todo el mundo se tira sobre las baldosas, pero yo me quedo de pie, en parte maravillada por la perfecta sincronía de sus movimientos y en parte indignada por la forma en que Jeanine Matthews ha vuelto a convertir a los seres humanos de otra facción en piezas de una máquina. Ni una de las balas acierta en las ventanas del aula y, por supuesto, ninguna entra dentro.

Como no disparan de nuevo, me asomo para mirarlos: han regresado a sus posiciones originales, la mitad mirando hacia Madison Avenue y la otra mitad, hacia Washington Street.

—Solo reaccionan ante el movimiento, así que… no os caigáis de la escalera —digo—. El que vaya primero tendrá que asegurarla al otro lado.

Me doy cuenta de que Marcus, que se supone que debería presentarse voluntario como abnegado que es, no lo hace.

—¿Hoy no te sientes muy estirado, Marcus? —le dice Christina.

—Si yo fuera tú, tendría cuidado con los blancos de mis insultos —responde—. Sigo siendo la única persona de los presentes que puede encontrar lo que buscamos.

—¿Es una amenaza?

—Iré yo —digo antes de que Marcus responda—. También soy en parte estirada, ¿no?

Me meto el aturdidor en la cintura de los vaqueros y me subo a un pupitre para tener un mejor ángulo de visión. Christina sostiene la escalera por el lateral, y yo me subo encima y empiezo a avanzar.

Una vez pasada la ventana, coloco los pies en los estrechos bordes de la escalera y las manos en los travesaños. La escalera parece tan sólida y estable como una lata de aluminio; cruje y se hunde con mi peso. Intento no mirar abajo, a los veraces; intento no pensar en que sus armas podrían alzarse y dispararme.

Me quedo mirando mi destino, la ventana erudita, y respiro de manera superficial, deprisa. Solo quedan unos cuantos travesaños.

Una brisa recorre el callejón y me empuja hacia un lado, y pienso en cuando escalé la noria con Tobias. Él me sujetaba. Ahora no queda nadie para hacerlo.

Echo un vistazo al suelo, tres plantas más abajo, a los ladrillos, que son más pequeños de lo que deberían, a las filas de veraces esclavizados por Jeanine. Me duelen los brazos (sobre todo el derecho), aunque sigo avanzando por el hueco.

La escalera se mueve, se acerca más al borde del marco de la ventana del otro lado. Christina mantiene firme un extremo, pero no puede hacer nada para evitar que se deslice el otro. Aprieto los dientes e intento no moverla demasiado, pero no soy capaz de arrastrar ambas piernas a la vez. Tengo que dejar que la escalera se balancee un poco. Solo quedan cuatro travesaños.

La escalera da un tirón a la izquierda, y entonces, al mover el pie derecho hacia delante, no acierto en el travesaño.

Chillo cuando el cuerpo se me inclina a un lado y me abrazo a la escalera, con la pierna colgando en el aire.

—¿Estás bien? —me dice Christina desde detrás.

No respondo, subo la pierna y la meto bajo el cuerpo. Mi caída ha hecho que la escalera se aparte aún más del alféizar. Ya solo se apoya en un milímetro de hormigón.

Decido avanzar deprisa. Me lanzo hacia el alféizar justo cuando la escalera termina de resbalarse. Me aferro al borde, y el hormigón me araña las puntas de los dedos, que cargan con todo mi peso. Oigo varias voces gritar detrás de mí.

Aprieto los dientes para subir, y el hombro derecho me chilla de dolor. Doy patadas al edificio de ladrillo, esperando que me dé tracción, aunque no ayuda. Grito entre dientes mientras tiro de mi cuerpo hacia la ventana, con medio cuerpo dentro y medio cuerpo todavía colgando. Por suerte, Christina no dejó que la escalera cayera demasiado.

Ningún veraz me dispara.

Me meto en la habitación erudita, que resulta ser un cuarto de baño. Me dejo caer en el suelo, sobre el hombro izquierdo, y procuro respirar a pesar del dolor. Me caen gotas de sudor por la frente.

Una mujer erudita sale de uno de los compartimentos, y yo me pongo en pie como puedo, saco el aturdidor y apunto hacia ella sin pensar.

Ella se queda paralizada y levanta los brazos; se le ha quedado pegado un poco de papel higiénico en el zapato.

—¡No dispares! —exclama, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.

Entonces recuerdo que voy vestida como los eruditos, así que dejo el aturdidor en el borde del lavabo.

—Mis disculpas —le digo, intentando adoptar el lenguaje formal que suelen emplear en Erudición—. Estoy un poco nerviosa después de todo lo sucedido. Regresamos para recuperar parte de los resultados de las pruebas del… Laboratorio 4-A.

—Oh —dice la mujer—. No parece muy aconsejable.

—Los datos son de suma importancia —respondo, intentando sonar tan prepotente como algunos de los eruditos que he conocido—. Preferiría que no acabasen acribillados a balazos.

—No soy quién para obstaculizar vuestra misión —dice—. Ahora, si me disculpas, voy a lavarme las manos y a ponerme a cubierto.

—Suena bien —respondo; decido no avisarla de que tiene papel higiénico pegado al zapato.

Me vuelvo para mirar hacia la ventana. Al otro lado del callejón, Christina y Fernando intentan levantar la escalera para colocarla de nuevo sobre el alféizar. Aunque me duelen los brazos y las manos, me asomo por la ventana y agarro el otro extremo de la escalera para apoyarla en su sitio. Después la sujeto para que Christina cruce a rastras.

Esta vez la escalera es más estable, y Christina pasa al otro lado sin problemas. Me releva para sujetarla mientras yo pongo la papelera frente a la puerta para que no entre nadie más. Después meto los dedos bajo el chorro del grifo de agua fría para calmarlos.

—Esto es bastante inteligente, Tris —comenta.

—No hace falta que te sorprendas tanto.

—Es que… —dice, haciendo una pausa—. Tenías aptitudes para Erudición, ¿verdad?

—¿Importa? —pregunto en un tono demasiado seco—. Las facciones están destrozadas y, además, eran una estupidez desde el principio.

Jamás había dicho algo semejante. Ni siquiera lo había pensado. Sin embargo, me sorprende descubrir que me lo creo…, me sorprende descubrir que estoy de acuerdo con Tobias.

—No intentaba insultarte. Tener aptitudes para Erudición no es algo malo. Y menos ahora.

—Lo siento, es que estoy… tensa. Nada más.

Marcus entra por la ventana y se deja caer en el suelo. Cara es sorprendentemente ágil, se mueve sobre los travesaños como si estuviese tocando las cuerdas de un banjo, rozándolos brevemente antes de pasar al siguiente.

Fernando será el último y se encontrará en la misma posición que yo, con la escalera suelta por un extremo. Me acerco a la ventana para avisarle de que se detenga si veo que la escalera se resbala.

Fernando, el que yo pensaba que no tendría problemas, avanza con más torpeza que los demás. Seguramente se ha pasado toda la vida detrás de un ordenador o de un libro. Se arrastra con la cara roja y se aferra a los travesaños tan fuerte que tiene las manos moteadas y moradas.

A medio camino del callejón, veo que algo se le sale del bolsillo. Son sus gafas.

—¡Ferna…! —grito, pero ya es tarde.

Las gafas caen, golpean el borde de la escalera y se estrellan contra el pavimento.

Como una ola, los veraces de abajo se giran todos a la vez y disparan hacia arriba. Fernando chilla y cae sobre la escalera. Una bala le da en la pierna. No he visto dónde han acabado las demás, pero compruebo que no ha sido en un buen sitio cuando la sangre empieza a gotear entre los travesaños de la escalera.

Fernando se queda mirando a Christina, lívido. Christina se lanza hacia él, por la ventana, dispuesta a subirlo.

—¡No seas idiota! —la detiene él con voz débil—. Dejadme aquí.

Es lo último que dice.