CAPÍTULO
CUARENTA Y UNO

Para cuando llegamos a la ciudad, ya nadie habla en la camioneta, no hay más que labios apretados y caras pálidas. Marcus esquiva baches del tamaño de personas y piezas de autobuses rotos. El recorrido es más suave cuando salimos del territorio de los abandonados y entramos en las partes más limpias de la ciudad.

Entonces oigo los disparos. A lo lejos suenan como pequeños estallidos.

Me quedo desorientada un momento y solo veo a los líderes de Abnegación de rodillas en el pavimento, junto a los rostros impávidos de los osados armados; solo veo a mi madre dando media vuelta para abrazar las balas, y a Will cayendo al suelo. Me muerdo el puño para ahogar un grito, y el dolor me devuelve al presente.

Mi madre me pidió que fuera valiente, pero, de haber sabido que su muerte me asustaría tanto, ¿se habría sacrificado tan de buena gana?

Marcus se aparta del convoy, gira por Madison Avenue y, cuando estamos a dos manzanas de Michigan Avenue, donde se desarrolla la lucha, mete la camioneta en un callejón y apaga el motor.

Fernando salta al suelo y me ofrece un brazo.

—Vamos, insurgente —dice, guiñándome un ojo.

—¿Qué? —le digo mientras acepto su brazo y me deslizo por el lateral de la camioneta.

Él abre la bolsa en la que estaba sentado y que está llena de ropa azul. Rebusca en ella y nos lanza prendas a Christina y a mí. A mí me tocan una camiseta azul chillón y un par de vaqueros azules.

—Insurgente —repite—. Nombre. Una persona que se opone a la autoridad establecida, no necesariamente beligerante.

—¿Es que tienes que ponerle nombre a todo? —dice Cara, pasándose las manos por el apagado cabello rubio para ponerse los mechones sueltos detrás de las orejas—. Simplemente estamos haciendo una cosa y, por casualidad, resulta que la hacemos en grupo. No hace falta ponernos una etiqueta nueva.

—Es que resulta que me gusta categorizar —contesta Fernando, arqueando una de sus oscuras cejas.

Lo miro. La última vez que irrumpí en la sede de una facción, lo hice con una pistola en la mano y dejando cadáveres a mi paso. Esta vez quiero que sea distinto, necesito que sea distinto.

—Me gusta —le digo—. Insurgente. Es perfecto.

—¿Ves? —le dice Fernando a Cara—. No soy el único.

—Felicidades —responde ella con ironía.

Me quedo mirando mi ropa erudita mientras los demás se desnudan.

—¡No hay tiempo para el pudor, estirada! —me dice Christina mientras me echa una mirada significativa.

Sé que tiene razón, así que me quito la camiseta roja que llevaba puesta y me meto la azul. Miro de reojo a Fernando y a Marcus para asegurarme de que no me observan, y me cambio también de pantalones. Tengo que enrollar el dobladillo de los vaqueros cuatro veces y, cuando me abrocho el cinturón, se me fruncen por arriba como el cuello de una bolsa de papel arrugada.

—¿Te ha llamado estirada? —pregunta Fernando.

—Sí, me trasladé de Abnegación a Osadía.

—Ah —dice, frunciendo el ceño—. Menudo cambio. Esa clase de cambios de personalidad de una generación a la siguiente es casi imposible en estos tiempos, genéticamente hablando.

—A veces la personalidad no tiene nada que ver con la facción que se elige —digo, pensando en mi madre; ella abandonó Osadía no porque no estuviera preparada para vivir allí, sino porque era más seguro ser divergente en Abnegación. Y después estaba Tobias, que se pasó a Osadía para escapar de su padre—. Hay otros muchos factores que tener en cuenta.

Para escapar del hombre al que me he aliado. Noto una punzada de culpa.

—Como sigas hablando así, jamás descubrirán que no eres una erudita de verdad.

Me paso un peine por el pelo para alisarlo y después me lo meto detrás de las orejas.

—Espera —me dice Cara, y me aparta una parte del pelo de la cara para sujetarlo detrás con una horquilla plateada, como suelen hacer las chicas eruditas.

Christina saca las armas que hemos traído y me mira.

—¿Quieres una? —pregunta—. ¿O prefieres el aturdidor?

Me quedo mirando la pistola de su mano. Si no me llevo el aturdidor, no podré defenderme de las personas que no dudarán en disparar contra mí. Si lo hago, reconoceré mi debilidad delante de Fernando, Cara y Marcus.

—¿Sabes lo que diría Will? —pregunta Christina.

—¿El qué? —digo, y se me rompe la voz.

—Te diría que lo superes. Que dejes de ser tan irracional y cojas la estúpida pistola.

Will tenía poca paciencia con lo irracional. Christina debe de estar en lo cierto; ella lo conocía mejor que yo.

Y ella, que perdió a un ser querido aquel día, igual que yo, fue capaz de perdonarme, un acto que debe de haberle resultado casi imposible. Habría sido imposible para mí de haberse intercambiado los papeles. Entonces, ¿por qué me cuesta tanto perdonarme?

Cierro el puño en torno a la pistola que me ofrece Christina. El metal se ha calentado con su mano. Noto que el recuerdo del disparo a Will intenta asomarse a mi mente, así que me esfuerzo por reprimirlo, pero no se deja. Suelto la pistola.

—El aturdidor es una opción perfectamente válida —dice Cara mientras se quita un pelo de la manga de la camiseta—. En mi opinión, los osados son demasiado rápidos con el gatillo.

Fernando me ofrece el aparato. Ojalá pudiera expresarle mi gratitud a Cara, pero ella no me está mirando.

—¿Cómo voy a esconder esto? —pregunto.

—No te molestes —responde Fernando.

—Vale.

—Será mejor que nos vayamos —dice Marcus, mirando la hora.

El corazón me late tan deprisa que me marca cada segundo, aunque el resto de mi cuerpo parezca entumecido. Apenas noto el suelo. Jamás había estado tan asustada y, teniendo en cuenta todo lo que he visto en las simulaciones y todo lo que hice durante el ataque, eso no tiene sentido.

O puede que sí. Sea lo que sea lo que los abnegados pretendieran enseñar a todos antes del ataque, bastó para que Jeanine tomara medidas drásticas y terribles para detenerlos. Y ahora estoy a punto de terminar el trabajo, el trabajo por el que murió mi antigua facción. Ahora está en juego algo mucho más importante que mi vida.

Christina y yo vamos delante. Corremos por las aceras limpias y llanas de Madison Avenue, dejamos atrás State Street y nos dirigimos a Michigan Avenue.

A media manzana de la sede de Erudición, me paro en seco.

Delante de mí hay un grupo de gente dispuesto en cuatro filas, una persona cada medio metro de distancia, con las pistolas en alto y preparadas. Parpadeo y se convierten en osados controlados por la simulación en el sector de Abnegación, durante el ataque. «¡Contrólate! ¡Contrólate, contrólate, contrólate!…». Parpadeo de nuevo y vuelven a ser los veraces…, aunque algunos de ellos, vestidos de negro, parecen osados. Si no me ando con cuidado, perderé la noción de la realidad, no sabré ni dónde estoy, ni qué día es, ni quién soy.

—Dios mío —dice Christina—. Mi hermana, mis padres… ¿Y si…?

Me mira, y creo saber lo que piensa porque yo ya lo he experimentado antes: «¿Dónde están mis padres? Tengo que encontrarlos». Sin embargo, si sus padres han acabado en la misma situación que estos veraces, controlados por la simulación y armados, no puede hacer nada por ellos.

Me pregunto si Lynn estará en una de esas filas, en otra parte.

—¿Qué hacemos? —pregunta Fernando.

Me acerco a los veraces. Puede que no estén programados para disparar. Me quedo mirando los ojos vidriosos de una mujer que va vestida con una blusa blanca y unos pantalones negros. Tiene pinta de acabar de salir del trabajo. Doy otro paso.

¡Bang! Me tiro al suelo instintivamente y me cubro la cabeza con las manos antes de arrastrarme de vuelta, hacia los zapatos de Fernando. Él me ayuda a ponerme en pie.

—¿Y si mejor no hacemos eso? —me dice.

Me echo un poco adelante, no demasiado, y me asomo al callejón entre el edificio que tenemos al lado y la sede de Erudición. También hay veraces en el callejón. No me sorprendería que hubiera una densa capa de veraces rodeando todo el complejo.

—¿Existe alguna otra entrada a la sede? —pregunto.

—No que yo sepa —responde Cara—. A no ser que quieras saltar de un tejado a otro.

Se ríe un poco al decirlo, como si fuera un chiste, y yo arqueo las cejas.

—Espera —dice—, no estarás pensando…

—¿El tejado? No. Las ventanas.

Camino hacia la izquierda procurando no avanzar ni un centímetro hacia los veraces. El edificio de la izquierda se solapa con la sede de Erudición al final de este lateral. Debe de haber ventanas de un edificio mirando a las del otro.

Cara masculla algo así como que en Osadía son todos unos cabezotas pirados, pero corre detrás de mí, al igual que Fernando, Marcus y Christina. Intento abrir la puerta de atrás del edificio, pero está cerrada con llave.

Christina da un paso adelante y dice:

—Retroceded.

Apunta con la pistola a la cerradura, me tapo la cara con un brazo y ella dispara. Oímos un fuerte estallido y un zumbido agudo, los efectos secundarios de disparar una pistola en un espacio tan reducido. La cerradura está rota.

Tiro de la puerta para abrirla y entro. Me encuentro con un largo vestíbulo con suelo de baldosas y puertas a ambos lados, algunas abiertas, otras cerradas. Cuando me asomo a las abiertas, veo filas de viejos escritorios y pizarras en las paredes, igual que las de la sede de Osadía. El aire huele a moho, como las hojas del libro de una biblioteca mezcladas con el olor a solución limpiadora.

—Antes era un edificio comercial —dice Fernando—, pero los eruditos lo transformaron en colegio, para los estudios posteriores a la Elección. Después de las obras de renovación en la sede, hace como una década (ya sabes, cuando todos los edificios del Millennium se conectaron), dejaron de enseñar aquí. Era demasiado antiguo y costaba demasiado actualizarlo.

—Gracias por la clase de historia —dice Christina.

Cuando llego al final del vestíbulo, entro en una de las aulas para averiguar dónde estoy. Se ve la parte de atrás de la sede de Erudición, aunque no hay ventanas al otro lado del callejón, a la altura de la calle.

Justo al otro lado de la ventana, tan cerca que casi podría tocarla si saco la mano, hay una niña veraz que lleva un arma del largo de su antebrazo. Está tan quieta que me pregunto si seguirá respirando.

Estiro el cuello para mirar hacia las ventanas más altas. Sobre mi cabeza, en el edificio del colegio, hay muchas ventanas. Sin embargo, en la fachada trasera de la sede solo hay una que esté en línea con otra de aquí. Y está en la tercera planta.

—Buenas noticias —anuncio—: he encontrado un sitio por el que entrar.