CAPÍTULO
CUARENTA

El dormitorio de Erudición es uno de los más grandes de la sede de Cordialidad. Hay doce camas en total: una fila de ocho apretujadas en la pared del fondo y dos muy juntas a cada lado, dejando un enorme espacio en el centro de la sala. En ese espacio hay una gran mesa cubierta de herramientas, trozo de metal, engranajes, y piezas y cables de viejos ordenadores.

Christina y yo acabamos de explicar nuestro plan, que nos ha sonado mucho más tonto con más de una docena de eruditos mirándonos mientras hablábamos.

—Vuestro plan es defectuoso —dice Cara, que es la primera en comentar algo.

—Por eso hemos venido a veros —respondo—, para que nos digáis cómo arreglarlo.

—Bueno, en primer lugar, en cuanto a esos datos tan importantes que queréis rescatar —dice—, es ridículo grabarlos en un disco. Los discos acaban rompiéndose o en manos de las personas equivocadas, como todos los objetos físicos. Sugiero que uséis la red de datos.

—¿La… qué?

Ella mira a los demás eruditos. Uno de ellos (un joven de piel morena y gafas), dice:

—Adelante, cuéntaselo, ya no hay razón para guardar ningún secreto.

—Muchos de los ordenadores del complejo de Erudición están configurados para acceder a los datos de los ordenadores de las demás facciones —me explica Cara—. Por eso a Jeanine le resultó tan sencillo ejecutar la simulación del ataque desde un ordenador de Osadía en vez de uno erudito.

—¿Qué? —exclama Christina—. ¿Quieres decir que podéis daros un paseo por los datos de cualquier facción siempre que queráis?

—No se puede «dar un paseo» por los datos —dice el joven—. Es ilógico.

—Es una metáfora —responde Christina—. ¿No? —añade, frunciendo el ceño.

—¿Una metáfora o una simple figura retórica? —dice él, también frunciendo el ceño—. ¿O es la metáfora una categoría concreta dentro del conjunto más general de «figuras retóricas»?

—Fernando, céntrate —lo frena Cara, y él asiente—. El hecho es que la red de datos existe y eso es cuestionable desde un punto de vista ético, aunque creo que ahora puede suponernos una ventaja. Igual que los ordenadores pueden acceder a los datos desde las otras facciones, también pueden enviar datos a otras facciones. Si enviamos los datos que deseáis rescatar a todas las facciones, sería imposible destruirlos por completo.

—Cuando dices «enviamos», ¿insinúas que…? —empiezo.

—¿Que iremos con vosotras? Obviamente no iremos todos, pero algunos sí debemos hacerlo. ¿Cómo esperáis moveros por la sede de Erudición vosotras solas?

—Te das cuenta de que, si venís, podéis acabar recibiendo un tiro —dice Christina, sonriendo—. Y no vale esconderse detrás de nosotras porque no queréis romperos las gafas o algo así.

Cara se quita las gafas y las parte por el puente.

—Arriesgamos la vida al abandonar nuestra facción —dice— y la arriesgaremos de nuevo para salvar a nuestra facción de sí misma.

—Además —añade una vocecita detrás de Cara, y una niña de no más de diez u once años se asoma a su codo; tiene el pelo corto como yo, aunque negro, y un halo de cabellos encrespados alrededor—, tenemos aparatos útiles.

Christina y yo intercambiamos miradas.

—¿Qué clase de aparatos? —pregunto.

—No son más que prototipos —responde Fernando—, así que mejor no los inspeccionéis con un ojo demasiado crítico.

—No te preocupes, lo del ojo crítico no es lo nuestro —dice Christina.

—Entonces, ¿cómo mejoráis las cosas? —pregunta la niña.

—No lo hacemos, la verdad —responde Christina, suspirando—. En realidad es como si no hicieran más que empeorar.

—Entropía —dice la niña, asintiendo con la cabeza.

—¿Qué?

—Entropía —repite la niña alegremente—. Es la teoría que dice que toda la materia del universo tiende gradualmente a alcanzar la misma temperatura. También se la conoce como «muerte térmica».

—Elia —dice Cara—, eso es de un burdo simplismo.

Elia le saca la lengua a Cara, y yo no puedo reprimir la risa. Jamás había visto a un erudito sacarle la lengua a alguien, pero, en fin, tampoco había interactuado nunca con muchos eruditos jóvenes. Solo con Jeanine y la gente que trabaja para ella, incluido mi hermano.

Fernando se agacha al lado de una de las camas y saca una caja. Tras rebuscar en ella durante unos segundos, saca un disco pequeño y redondo. Está fabricado en un material pálido que a menudo he visto en la sede de Erudición, aunque en ninguna otra parte. Me lo acerca en la palma de la mano. Cuando voy a cogerlo, aparta la mano de golpe.

—¡Cuidado! —dice—. Me lo llevé de la sede, no es algo que hayamos inventado aquí. ¿Estabas allí cuando atacaron Verdad?

—Sí, justo allí.

—¿Recuerdas cuando se rompió el cristal?

—¿Y tú? ¿Estabas tú allí? —pregunto, entrecerrando los ojos.

—No, lo grabaron y enseñaron las imágenes en la sede de Erudición. Bueno, parecía como si el cristal se hubiese roto por los disparos, pero no es cierto. Uno de los soldados eruditos lanzó uno de estos discos cerca de las ventanas. Emite una señal que, aunque no se oye, es capaz de romper el cristal.

—Vale, ¿y por qué son armas útiles?

—Descubrirás que la gente se distrae mucho cuando todas las ventanas se rompen a la vez —responde, sonriendo—. Sobre todo en la sede de Erudición, que tiene muchas ventanas.

—Vale.

—¿Qué más tienes? —pregunta Christina.

—A los cordiales les gustará este —dice Cara—. ¿Dónde está? Ah, aquí.

Saca una caja negra de plástico lo bastante pequeña como para que le quepa en la mano. En la parte superior de la caja hay dos piezas metálicas que parecen dientes. Enciende un interruptor en el fondo de la caja, y un hilo de luz azul sale del hueco entre los dientes.

—Fernando —dice Cara—, ¿quieres hacer una demostración?

—¿Estás de coña? —responde él, con los ojos muy abiertos—. No pienso volver a hacerlo. Eres peligrosa con esa cosa.

Cara le sonríe y nos explica:

—Si os tocara con este aturdidor ahora mismo, sufriríais un dolor atroz y después quedaríais inutilizadas. Fernando lo sufrió ayer en sus propias carnes. Lo inventé para que los cordiales pudieran defenderse sin disparar a nadie.

—Eso es… muy comprensivo por tu parte —comento, frunciendo el ceño.

—Bueno, se supone que la tecnología sirve para que la vida sea mejor. Creas en lo que creas, hay una tecnología para ti.

¿Qué es lo que decía mi madre en aquella simulación?: «Me preocupa que todas las diatribas de tu padre contra Erudición te hayan hecho mal». ¿Y si estaba en lo cierto, a pesar de ser una simulación? Mi padre me enseñó a ver Erudición de una manera muy concreta. Nunca me enseñó que no juzgaban las creencias de los demás y que procuraban diseñar las cosas para ellos dentro de los límites de dichas creencias. Nunca me contó que podían ser graciosos o capaces de criticar a su propia facción desde dentro.

Cara se lanza sobre Fernando con el aturdidor y se ríe cuando él retrocede de un salto.

Nunca me contó que un erudito podía ofrecerse a ayudarme, incluso después de haber matado a su hermano.

El ataque empezará por la tarde, antes de que esté demasiado oscuro como para ver las cintas azules de los brazos que distinguen a los osados traidores. En cuanto terminamos de elaborar el plan, atravesamos el huerto en dirección al claro donde guardan los camiones. Cuando salgo de entre los árboles, veo que Johanna Reyes está subida al capó de una de las camionetas, con las llaves colgándole de los dedos.

Detrás espera un pequeño convoy de vehículos llenos de cordiales…, y no solo de cordiales, porque veo abnegados entre ellos, con sus serios cortes de pelo y sus inmutables bocas. Robert, el hermano mayor de Susan, está con ellos.

Johanna baja de un salto del capó. En la parte de atrás hay una pila de cajas en las que pone «MANZANAS», «HARINA» y «MAÍZ». Es una suerte que solo tengamos que encajar a dos personas.

—Hola, Johanna —la saluda Marcus.

—Marcus, espero que no te importe que te acompañemos a la ciudad.

—Claro que no, tú primero.

Johanna entrega a Marcus las llaves y se sube en la parte descubierta trasera de una de las camionetas. Christina se dirige a la cabina y yo a la parte de atrás, con Fernando.

—¿No quieres sentarte delante? —pregunta Christina—. Y te haces llamar osada…

—Me voy a la parte de la camioneta en la que hay menos posibilidades de que vomite.

—Potar forma parte de la vida.

Estoy a punto de preguntarle si piensa vomitar mucho en el futuro próximo, cuando la camioneta arranca de un tirón. Me agarro al lateral con ambas manos para no caer, pero, al cabo de unos minutos, cuando me acostumbro a los baches y saltos, me suelto. Las otras camionetas ruedan con estrépito delante de nosotros, detrás de la de Johanna, que es la que abre la marcha.

Estoy tranquila hasta que llegamos a la valla. Espero encontrarme con los mismos guardias que intentaron detenernos en el camino de ida, pero la puerta está abandonada y abierta. Noto que me nace un temblor en el pecho y se me extiende hasta las manos. Con tanto conocer gente nueva y hacer planes, se me había olvidado que mi plan es meterme derechita en una batalla que podría costarme la vida. Justo cuando acababa de darme cuenta de que merecía la pena vivir.

El convoy frena al atravesar la valla, como si esperase que alguien saliera corriendo y nos detuviese. Todo está en silencio, salvo las cigarras de los lejanos árboles y los motores de las camionetas.

—¿Crees que ha empezado ya? —pregunto a Fernando.

—Puede. Puede que no. Jeanine tiene muchos informantes. Seguramente alguien le habrá contado que iba a pasar algo, así que ha ordenado a las fuerzas osadas que vuelva a la sede de Erudición.

Asiento, aunque, en realidad, estoy pensando en Caleb. Era uno de esos informantes. Me pregunto por qué estaba tan convencido de que era mejor ocultarnos el mundo exterior; tan convencido como para traicionar a las personas que, en teoría, deberían ser más importantes para él, con tal de ayudar a Jeanine, a la que no le importaba nadie.

—¿Conociste a un chico llamado Caleb?

—Caleb —repite Fernando—. Sí, había un Caleb en mi clase de iniciados. Era muy inteligente, pero…, ¿cómo se dice coloquialmente? Un pelota —dice, sonriendo—. Los iniciados estaban algo divididos entre los que aceptaban todo lo que decía Jeanine y los que no. Obviamente, yo me encontraba entre estos últimos. Caleb estaba entre los primeros. ¿Por qué preguntas?

—Lo conocí cuando estaba prisionera —digo, y mi voz me suena distante hasta a mí—. Solo era por curiosidad.

—Yo no lo juzgaría con demasiada dureza. Jeanine puede ser muy persuasiva si no eres suspicaz por naturaleza. Yo siempre he sido suspicaz por naturaleza.

Me quedo mirando por encima de su hombro izquierdo al horizonte que se aclara a medida que nos acercamos a la ciudad. Busco los dos dientes de lo alto del Centro y, cuando por fin los encuentro, me siento mejor y peor a la vez; mejor, porque el edificio me resulta muy familiar, y peor, porque ver esos dientes significa que ya nos queda poco para llegar.

—Sí, yo también —digo.