CAPÍTULO
CUATRO

—La biotecnología lleva existiendo mucho tiempo, aunque no siempre fue tan eficaz —dice Caleb mientras empieza a comerse el borde de la tostada; antes se ha comido el centro, como hacía cuando era pequeño.

Está sentado frente a mí en la cafetería, en la mesa más cercana a la ventana. En la madera, a lo largo del borde de la mesa, veo grabadas las letras de y te unidas por un corazón, tan pequeñas que casi ni las veo. Las recorro con los dedos mientras mi hermano sigue hablando.

—Pero, hace un tiempo, los científicos eruditos desarrollaron una solución mineral muy efectiva. Era mejor para las plantas que la tierra. Es una versión inicial de ese ungüento que te pones en el hombro; acelera el crecimiento de nuevas células.

Tanta información lo tiene descontrolado. No todos los eruditos están hambrientos de poder y faltos de conciencia, como su líder, Jeanine Matthews. Algunos son como Caleb: personas a las que todo fascina, que no se sienten satisfechas hasta saber cómo funcionan las cosas.

Apoyo la barbilla en la mano y le sonrío un poco. Esta mañana parece más animado, me alegro de que haya encontrado algo que lo distraiga de su pena.

—Entonces, Erudición y Cordialidad trabajan juntos, ¿no?

—Su vínculo es más estrecho que el de Erudición con las otras facciones. ¿No recuerdas lo que decía nuestro libro de Historia de las Facciones? Las llamaba «las facciones esenciales». Sin ellas, no sobreviviríamos. Algunos de los textos eruditos las llaman «las facciones enriquecedoras». Y una de las misiones de Erudición era ser las dos cosas: esencial y enriquecedora.

No me sienta bien saber lo mucho que nuestra sociedad necesita a los eruditos para funcionar. Sin embargo, sí que son esenciales: sin ellos nuestra agricultura sería poco eficaz, nos faltarían tratamientos médicos y no contaríamos con avances tecnológicos.

Le doy un mordisco a mi manzana.

—¿No te comes la tostada? —pregunta.

—El pan sabe raro. Quédatela, si quieres.

—Me sorprende cómo viven aquí —comenta mientras me quita la tostada del plato—. Son completamente autónomos. Tienen su propia fuente de energía, sus propias bombas de agua, su propio sistema de filtrado de agua, sus propias fuentes de alimentos… Son independientes.

—Independientes e imparciales. Debe de estar bien.

Y lo está, por lo que veo. Las grandes ventanas que hay junto a nuestra mesa dejan entrar tanta luz que es como estar sentada fuera. En las otras mesas hay grupitos de cordiales. El amarillo brilla sobre sus pieles bronceadas, mientras que en mí resulta pálido.

—Entonces, supongo que Cordialidad no era una de las facciones para las que tenías aptitudes —comenta, sonriendo.

—No. —El grupo de cordiales que tenemos a pocos asientos de nosotros se echa a reír; ni siquiera nos han mirado desde que nos sentamos a comer—. No hables tan alto, ¿vale? No quiero que lo sepa todo el mundo.

—Lo siento —responde, inclinándose sobre la mesa para hablar más bajo—. ¿Cuáles eran?

—¿Por qué quieres saberlo? —pregunto, tensándome, poniéndome rígida.

—Tris, soy tu hermano, puedes contarme cualquier cosa.

Sus verdes ojos no vacilan. Ha dejado de ponerse las inútiles gafas que llevaba en Erudición, y ahora lleva una camisa gris de Abnegación y su típico pelo corto. Tiene el mismo aspecto de hace unos meses, cuando vivíamos a ambos lados del pasillo de casa y los dos pensábamos en cambiar de facción, pero sin atrevernos a contárselo al otro. No confiar en él lo suficiente había sido un error que no quería repetir.

—Abnegación, Osadía y Erudición —respondo.

—¿Tres facciones? —pregunta, arqueando las cejas.

—Sí, ¿por qué?

—Es que parecen muchas. Cada uno tenía que elegir un tema de investigación en la iniciación de los eruditos, y el mío fue la simulación de la prueba de aptitud, así que sé mucho sobre su diseño. Es muy difícil que alguien obtenga dos resultados; de hecho, el programa no lo permite. Pero obtener tres… Ni siquiera sé cómo es posible.

—Bueno, la administradora de la prueba tuvo que modificarla. La forzó a pasar a la situación del autobús para poder descartar Erudición…, salvo que no la descartó.

—Una modificación del programa —comenta Caleb, apoyando la barbilla en uno de sus puños—. Me pregunto cómo sabía hacerlo. No es algo que se enseñe.

Frunzo el ceño. Tori era una tatuadora y voluntaria para las pruebas de aptitud…, ¿cómo sabía alterar el programa de la prueba? Si se le daban bien los ordenadores, era solo por hobby, y dudo que ese nivel de conocimientos sirva para jugar con una simulación erudita.

Entonces recuerdo algo de una de nuestras conversaciones: «Mi hermano y yo nos trasladamos desde Erudición».

—Era erudita —digo—. Una trasladada. Puede que sea por eso.

—Puede —responde, dándose golpecitos en la mejilla, de izquierda a derecha, con los dedos; nuestros desayunos siguen entre los dos, casi olvidados—. ¿Qué nos dice eso sobre la química de tu cerebro? ¿O sobre su anatomía?

—No lo sé —respondo, riéndome un poco—. Solo sé que siempre estoy consciente durante las simulaciones y que, a veces, puedo despertarme de ellas. Y otras veces ni siquiera funcionan conmigo, como en la simulación del ataque.

—¿Cómo te despiertas de ellas? ¿Qué haces?

—Pues… —digo, intentando recordarlo; es como si hubiese pasado mucho tiempo desde la última, aunque solo han sido unas semanas—. Cuesta explicarlo porque se suponía que las simulaciones de Osadía se acababan cuando nos calmábamos. Sin embargo, en una de las mías…, la que sirvió a Tobias para averiguar mi secreto…, hice algo imposible: rompí un cristal con tan solo tocarlo.

La expresión de Caleb se vuelve distante, como si observara un lugar lejano. A él no le había pasado nada semejante en la simulación de la prueba de aptitud, lo sé, así que quizá se pregunte lo que se siente o cómo es posible. Se me calientan las mejillas; mi hermano me analiza el cerebro como analizaría un ordenador o una máquina.

—Eh, vuelve —lo llamo.

—Lo siento —responde, centrándose de nuevo en mí—. Es que…

—Fascinante, sí, lo sé. Cuando algo te fascina, es como si alguien te hubiese chupado la vida —digo, y él se ríe—. ¿Podemos hablar de otra cosa? Puede que no haya traidores de Erudición u Osadía por aquí, pero me sigue resultando raro hablar de esto en público.

—Vale.

Antes de poder seguir, las puertas de la cafetería se abren y por ellas entra un grupo de abnegados. Llevan ropas de Cordialidad, como yo, pero, también como yo, resulta obvio a qué facción pertenecen en realidad. Guardan silencio, aunque no están taciturnos, sino que sonríen a los cordiales con los que se cruzan, inclinando la cabeza, y unos cuantos se detienen a intercambiar saludos.

Susan se sienta al lado de Caleb y sonríe un poco. Lleva el pelo peinado hacia atrás, con el moño de siempre, aunque la melena rubia le brilla como el oro. Caleb y ella se sientan un poco más cerca de lo que suelen sentarse los amigos, aunque no se tocan. Ella inclina la cabeza para saludarme.

—Lo siento —dice—. ¿Interrumpo?

—No —responde Caleb—. ¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

Estoy a punto de huir del comedor para no tener que participar en una educada y cuidadosa conversación abnegada cuando entra Tobias, nervioso. Debe de haber estado trabajando en la cocina esta mañana, como parte de nuestro acuerdo con Cordialidad. A mí me toca trabajar en la lavandería mañana.

—¿Qué ha pasado? —pregunto cuando se sienta a mi lado.

—En su entusiasmo por resolver conflictos, los cordiales parecen haber olvidado que entrometerse genera más conflicto todavía —responde Tobias—. Si nos quedamos más tiempo, acabaré pegándole un puñetazo a alguien, y no será bonito.

Caleb y Susan lo miran, arqueando las cejas. Unos cuantos cordiales de la mesa de al lado dejan de hablar y nos miran.

—Ya me habéis oído —les dice Tobias, y todos apartan la mirada.

—Como decía —sigo, tapándome la boca para ocultar la sonrisa—, ¿qué ha pasado?

—Te lo cuento después.

Debe de tener algo que ver con Marcus. A Tobias no le gustan las caras de sospecha de los abnegados cuando comenta algo sobre la crueldad de Marcus, y Susan está sentada frente a él. Cruzo las manos sobre el regazo.

Los abnegados se sientan a la mesa, aunque no justo a nuestro lado, sino a una respetuosa distancia de dos asientos. La mayoría nos saluda con la cabeza, eso sí. Son los amigos, los vecinos y los compañeros de trabajo de mi familia, y, antes, su presencia me habría animado a permanecer en silencio y comportarme con modestia. Sin embargo, ahora me dan ganas de hablar más fuerte, de apartarme todo lo posible de mi antigua identidad y del dolor que la acompaña.

Tobias se queda completamente inmóvil cuando una mano cae sobre mi hombro derecho, disparándome punzadas de dolor por todo el brazo. Aprieto los dientes para no gruñir.

—Le dispararon en ese brazo —dice Tobias sin mirar al hombre que se me ha puesto detrás.

—Mis disculpas —responde Marcus, levantando la mano antes de sentarse a mi izquierda—. Hola.

—¿Qué quieres? —pregunto.

—Beatrice —dice Susan en voz baja—. No hace falta…

—Susan, por favor —la interrumpe Caleb, también en voz baja; ella cierra la boca, aprieta los labios y aparta la mirada.

—Te he hecho una pregunta —insisto, volviéndome con el ceño fruncido hacia Marcus.

—Me gustaría discutir una cosa con vosotros —dice Marcus; parece tranquilo, pero está enfadado, la tensión de su voz lo delata—. Los otros abnegados y yo mismo hemos decidido que no deberíamos quedarnos. Creemos que, dado que es inevitable que continúe el conflicto en nuestra ciudad, sería egoísta permanecer aquí mientras lo que queda de nuestra facción sigue al otro lado de esa valla. Nos gustaría pediros que nos escoltarais.

No me lo esperaba. ¿Por qué quiere Marcus regresar a la ciudad? ¿Es de verdad una decisión de los abnegados o es que pretende hacer algo allí…, algo que tiene que ver con la información que oculta?

Me quedo mirándolo unos segundos y después miro a Tobias. Se ha relajado un poco, aunque mantiene la vista clavada en la mesa. No sé por qué actúa así cuando su padre está cerca. Nadie, ni siquiera Jeanine, es capaz de acobardarlo.

—¿Qué te parece? —le pregunto.

—Creo que deberíamos irnos pasado mañana.

—Vale, gracias —dice Marcus; después se levanta y se sienta en el otro extremo de la mesa, con el resto de los abnegados.

Me acerco lentamente a Tobias sin saber cómo consolarlo sin empeorar las cosas. Cojo mi manzana con la mano izquierda y le doy la derecha bajo la mesa.

Sin embargo, no consigo apartar la mirada de Marcus. Quiero saber más sobre lo que le dijo a Johanna y, a veces, si quieres la verdad, tienes que exigirla.