CAPÍTULO
TREINTA Y NUEVE

—Ah, sí, tienes toda la pinta de ser una blandengue que toca el banjo —dice Christina.

—¿En serio?

—No, qué va, ni de lejos. Espera…, deja que lo arregle, ¿vale?

Rebusca en su bolso unos segundos y saca una cajita. Dentro hay tubos y contenedores de distintos tamaños que reconozco como maquillaje, aunque no sabría qué hacer con ellos.

Estamos en casa de mis padres. Era el único lugar que se me ocurría para prepararme. Christina no tiene ningún reparo en ponerse a registrarlo todo; ya ha descubierto dos libros de texto metidos entre la cómoda y la pared, prueba del aprendizaje erudito de Caleb.

—A ver si lo entiendo bien —comento—: saliste del complejo de Osadía para prepararte para la guerra… ¿y te llevaste la bolsa de maquillaje?

—Sí, supuse que a la gente le costaría más dispararme si viera lo irresistiblemente atractiva que soy —dice, arqueando una ceja—. No te muevas.

Le quita la tapa a un tubo negro del tamaño de uno de mis dedos y deja al descubierto un palo rojo. Pintalabios, claro. Me toca los labios con él varias veces hasta cubrírmelos de color. Lo veo cuando los frunzo.

—¿Alguna vez te han hablado del milagro de depilarse las cejas? —pregunta, sosteniendo unas pinzas en alto.

—Aléjalas de mí.

—Vale —responde, suspirando—. Sacaría el colorete, pero estoy bastante segura de que el color no te irá bien.

—Sorprendente, teniendo en cuenta lo parecidos que son nuestros tonos de piel.

—Ja-ja.

Cuando nos vamos, tengo los labios rojos, las pestañas rizadas y un vestido rojo chillón. Y un cuchillo amarrado al interior de la rodilla. Todo muy lógico.

—¿Dónde se reunirá con nosotras Marcus, el destructor de vidas? —dice Christina, que va de amarillo Cordialidad, en vez de rojo; el color brilla en contraste con su piel.

—Detrás de la sede de Abnegación —respondo entre risas.

Caminamos por la acera a oscuras. Los demás estarán cenando (me he asegurado de ello), pero, por si nos topamos con alguien, llevamos chaquetas negras que ocultan casi por completo nuestra ropa cordial. Salto por encima de una grieta en el cemento, más por hábito que por otra cosa.

—¿Adónde vais vosotras dos? —dice la voz de Peter.

Vuelvo la vista atrás; está de pie en la acera, detrás de nosotras. Me pregunto cuánto tiempo lleva ahí.

—¿Por qué no estás con el grupo de ataque, cenando? —pregunto.

—No tengo —responde, dándose en el hombro al que disparé—. Estoy herido.

—¡Sí, ya! —dice Christina.

—Bueno, no quiero ir a la batalla con un puñado de tipejos sin facción —dice Peter con ojos brillantes—. Así que me quedo aquí.

—Como un cobarde —responde Christina, torciendo la boca—. Que los demás arreglen el desastre por ti.

—¡Sí! —exclama en una especie de hurra malicioso; da una palmada—. Que os divirtáis muriendo.

Cruza la calle, silbando, y se larga en dirección contraria.

—Bueno, lo hemos distraído —dice Christina—. No ha vuelto a preguntar adónde íbamos.

—Sí, bien —respondo, aclarándome la garganta—. Bueno, en cuanto a este plan, es un estupidez, ¿verdad?

—No es… una estupidez.

—Venga ya. Confiar en Marcus es una estupidez. Intentar engañar a los osados de la valla es una estupidez. Ponernos en contra de Osadía y los abandonados es una estupidez. Las tres cosas juntas… es una estupidez nueva y desconocida hasta ahora por la raza humana.

—Por desgracia, también es el mejor plan que tenemos —me recuerda—, si queremos que todos sepan la verdad.

Confié esta misión en Christina cuando creía que me iban a matar, así que parecía una tontería no confiar en ella ahora. Me preocupaba que no quisiera ir conmigo, pero se me olvidó de dónde procedía: de Verdad, donde no hay nada más importante que conocer los hechos. Puede que ahora sea osada, pero, si algo he aprendido con todo esto, es que, en realidad, nunca dejamos atrás nuestras antiguas facciones.

—Entonces, aquí es donde creciste. ¿Te gustaba? —pregunta, frunciendo el ceño—. Supongo que no, si decidiste marcharte.

El sol se acerca poco a poco al horizonte a medida que avanzamos. Antes no me gustaba la luz del atardecer porque hacía que el sector abnegado resultara aún más monocromático de lo que ya es de por sí, pero ahora me consuela ese tono gris inalterable.

—Me gustaban algunas cosas y odiaba otras —digo—. Y luego había otras cosas que no sabía que tenía hasta que las perdí.

Llegamos a la sede, cuya fachada no es más que un cuadrado de cemento, como todo lo demás en Abnegación. Aunque me encantaría entrar en la sala de reuniones y respirar el olor a madera vieja, no tenemos tiempo. Nos metemos por el callejón adyacente al edificio y caminamos hasta el fondo, donde Marcus dijo que esperaría.

Una camioneta azul celeste está allí, con el motor encendido y Marcus al volante. Dejo que Christina vaya delante para que ella se meta en el asiento del centro. No quiero sentarme cerca de él si puedo evitarlo. Es como si odiarlo mientras trabajo con él atenuara la traición a Tobias.

«No tienes alternativa —me digo—. No hay otra manera».

Con eso en mente, cierro la puerta y busco el cinturón para cerrármelo. Solo encuentro el extremo deshilachado de uno, junto con una hebilla rota.

—¿De dónde has sacado esta basura? —pregunta Christina.

—Se la robé a los abandonados. Ellos las arreglan. No ha sido fácil arrancarla. Será mejor que os libréis de esas chaquetas, chicas.

Hago una bola con ellas y las tiro por la ventana entreabierta. Marcus mueve la camioneta, que gruñe. Casi espero que el cacharro se quede inmóvil cuando pise el acelerador, pero se mueve.

Por lo que recuerdo, se tarda aproximadamente una hora en llegar a la sede de Cordialidad desde el sector de Abnegación, y para el viaje hace falta un conductor experimentado. Marcus se dirige a una de las calles principales y pisa el acelerador. Damos una sacudida hacia delante y estamos a punto de meternos en uno de los agujeros de la calzada. Me agarro al salpicadero para mantenerme firme.

—Relájate, Beatrice, no es la primera vez que conduzco un coche —dice Marcus.

—Yo también he hecho muchas cosas en la vida, ¡pero eso no quiere decir que se me den bien!

Marcus sonríe y gira a la izquierda para no golpear un semáforo caído. Christina suelta un gritito cuando pasamos por encima de más escombros, como si se lo estuviera pasando mejor que nunca.

—Una estupidez nueva y desconocida, ¿no? —me dice, alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido del viento que atraviesa la cabina.

Me agarro al asiento e intento no pensar en lo que he tomado para cenar.

Cuando llegamos a la valla, vemos a los osados de pie junto a nuestros focos, bloqueando la puerta. Las bandas azules de los brazos destacan sobre el resto de la ropa. Intento parecer afable. No conseguiré convencerlos de que soy cordial si los miro con el ceño fruncido.

Un hombre de piel oscura con una pistola en la mano se acerca a la ventanilla de Marcus. Primero lo ilumina a él con la linterna, después a Christina y después a mí. Entrecierro los ojos para protegerlos del haz de luz, y me obligo a sonreírle como si no me importara en absoluto que me apuntaran a los ojos con linternas y a la cabeza con pistolas.

Si de verdad es así como piensan en Cordialidad, deben de estar todos trastornados. O han comido demasiado pan del suyo.

—Bueno, dime, ¿qué hace un abnegado conduciendo un camión con dos cordiales? —pregunta el hombre.

—Estas dos chicas se han presentado voluntarias para llevar provisiones a la ciudad —dice Marcus—, y yo me he presentado voluntario para acompañarlas y asegurarme de que lleguen sanas y salvas.

—Además, no sabemos conducir —comenta Christina, sonriendo—. Mi papi intentó enseñarme hace años, pero yo no dejaba de confundir el pedal del acelerador con el del freno, ¡imagínese el desastre! En fin, que Joshua ha sido pero que muy amable al ofrecerse a llevarnos porque, si no, habríamos tardado una eternidad, y las cajas eran tan pesadas…

El osado levanta la mano.

—Vale, vale, ya lo pillo.

—Ay, claro, lo siento —dice Christina entre risitas—. Es que me he puesto a explicarlo porque parecías muy desconcertado, y con razón, porque ¿cuántas veces se encuentra uno a un…?

—Vale —la corta el hombre—. ¿Y cuándo pensáis regresar a la ciudad?

—No demasiado pronto —responde Marcus.

—De acuerdo, adelante.

Asiente con la cabeza mirando a los otros osados de la puerta. Uno de ellos introduce una serie de números en el teclado, y la puerta se desliza a un lado para dejarnos pasar. Marcus saluda con la cabeza al guardia que nos abre y sigue conduciendo por el trillado camino que acaba en la sede de Cordialidad. Los faros de la camioneta iluminan marcas de neumáticos, y hierba e insectos de la pradera que van de un lado a otro. En la oscuridad, a mi derecha, veo luciérnagas que se encienden a un ritmo similar al latido de un corazón.

Al cabo de unos segundos, Marcus mira a Christina.

—¿Qué narices ha sido eso?

—No hay nada que los osados odien más que el alegre parloteo de los cordiales —dice Christina, encogiéndose de hombros—. Supuse que, si lo molestaba, se distraería y nos dejaría pasar.

Sonrío enseñando todos los dientes.

—Eres un genio —le digo.

—Lo sé —responde, y mueve la cabeza como si se echara la melena sobre el hombro, aunque, en realidad, no tiene pelo para eso.

—Salvo que Joshua no es un nombre abnegado —dice Marcus.

—Lo que tú digas. Como si alguien fuera a darse cuenta.

Veo el brillo de la sede de Cordialidad más adelante, el familiar grupito de edificios de madera con el invernadero en el centro. Atravesamos el manzanar. El aire huele a tierra caliente.

De nuevo recuerdo a mi madre estirándose para coger una manzana del árbol en este mismo huerto, hace años, cuando vinimos a ayudar a los cordiales con la cosecha. Noto una punzada de dolor en el pecho, pero el recuerdo no me abruma, como hace pocas semanas. Puede que sea porque esta misión es para honrarla. O puede que me inquiete demasiado lo que va a suceder como para llorar su pérdida como es debido. En cualquier caso, algo ha cambiado.

Marcus aparca la camioneta detrás de una de las cabañas dormitorio. Por primera vez me fijo en que no hay llaves en el contacto.

—¿Cómo lo has arrancado?

—Mi padre me enseñó muchas cosas sobre mecánica y ordenadores —responde—. Conocimientos que pasé a mi hijo. No pensarías que lo ha averiguado todo él solito, ¿no?

—Pues la verdad es que sí, eso pensaba.

Abro la puerta y bajo de un salto. La hierba me roza los dedos de los pies y la parte de atrás de las pantorrillas. Christina se pone a mi derecha y echa la cabeza atrás.

—Aquí es todo tan distinto que casi se te olvida lo que está pasando allí —dice, señalando la ciudad con el pulgar.

—A menudo se les olvida —comento.

—Pero saben lo que hay más allá de la ciudad, ¿no? —pregunta.

—Saben tanto como las patrullas osadas —dice Marcus—, que es que el mundo de fuera es algo desconocido y potencialmente peligroso.

—¿Cómo sabes lo que saben ellos? —pregunto.

—Porque es lo que les contamos nosotros —responde antes de dirigirse al invernadero.

Miro a Christina y ella me mira a mí. Después corremos para alcanzarlo.

—¿Qué significa eso?

—Cuando alguien te confía toda la información, debes decidir cuánto deben saber los demás. Los líderes abnegados les contamos lo que teníamos que contarles. Esperemos que Johanna siga con sus costumbres de siempre. Normalmente está en el invernadero a estas horas de la noche.

Abre la puerta. El aire es igual de denso que la última vez que estuve aquí, aunque ahora también está algo brumoso. La humedad me enfría las mejillas.

—Vaya —dice Christina.

La luz de la luna baña el invernadero, así que no cuesta distinguir las plantas de los árboles y las estructuras artificiales. Las hojas me rozan la cara al caminar por el borde de la habitación. Entonces veo a Johanna agachada junto a un arbusto con un cuenco en las manos, recogiendo unas cositas que parecen frambuesas. Lleva el pelo peinado hacia atrás, así que le veo la cicatriz.

—Creía que no volvería a verla, señorita Prior —me dice.

—¿Es porque se supone que estoy muerta?

—Siempre espero que los que viven bajo el imperio de las armas mueran por ellas. Sin embargo, a menudo me llevo agradables sorpresas —responde, y apoya el cuenco en las rodillas para mirarme—. Aunque tampoco me engaño pensando que has venido porque te gusta estar aquí.

—No, hemos venido por otra razón.

—Vale —dice, levantándose—. Pues vamos a hablar de ello.

Lleva el cuenco al centro de la habitación, donde tienen lugar las reuniones de Cordialidad. La seguimos a las raíces del árbol, donde se sienta y me ofrece el cuenco de frambuesas. Cojo un puñadito y se lo paso a Christina.

—Johanna, esta es Christina —dice Marcus—. Osada nacida en Verdad.

—Bienvenida a la sede de Cordialidad, Christina —la saluda Johanna, esbozando una sonrisa cómplice; es curioso que dos personas nacidas en Verdad puedan acabar en sitios tan dispares: Osadía y Cordialidad—. Dime, Marcus —añade a continuación—, ¿a qué se debe la visita?

—Creo que Beatrice debería encargarse del asunto, yo solo hago de transporte.

Ella me mira sin cuestionarlo, aunque, por su mirada cautelosa, me doy cuenta de que preferiría hablar con Marcus. Lo negaría si se lo preguntara, pero estoy casi segura de que Johanna Reyes me odia.

—Hmmm… —empiezo; no es mi momento más brillante; me seco las palmas de las manos en la falda—. Las cosas se han puesto feas.

Las palabras salen a borbotones, sin sutilezas ni sofisticación. Explico que los osados se han aliado con los abandonados y que planean destruir Erudición por completo, dejándonos sin una de las dos facciones esenciales. Le cuento que en el complejo de Erudición hay información importante, además de todos los conocimientos que poseen, que es vital recuperar. Cuando termino, me percato de que no le he contado qué tiene eso que ver con ella o con su facción, pero es que no sé cómo decirlo.

—Estoy algo desconcertada, Beatrice. ¿Qué quieres que hagamos, exactamente?

—No he venido a pediros ayuda —respondo—. Creía que debíais saber que va a morir mucha gente y muy pronto. Y sé que no te gustaría quedarte aquí sin hacer nada mientras sucede, aunque parte de tu facción sí lo desee.

Ella baja la mirada, y su sonrisa torcida la traiciona y me deja claro que he dado en el clavo.

—También quería preguntarte si podemos hablar con los eruditos que protegéis aquí. Sé que están escondidos, pero necesito ponerme en contacto con ellos.

—¿Y qué pretendes hacer?

—Dispararles —respondo, poniendo los ojos en blanco.

—No tiene gracia.

—Lo siento —digo, suspirando—. Necesito información, nada más.

—Bueno, tendréis que esperar a mañana. Podéis dormir aquí.

Me quedo dormida en cuanto mi cabeza toca la almohada, pero me despierto más temprano de lo anticipado. Por el brillo cercano al horizonte calculo que el sol está a punto de salir.

Al otro lado del estrecho pasillo, entre dos camas, está Christina, con la cara contra el colchón y una almohada encima de la cabeza. Entre nosotras hay una cómoda con una lámpara encima. Los tablones de madera del suelo crujen al pisarlos, da igual por dónde lo hagas. Y en la pared de la izquierda hay un espejo, colocado sin pensárselo mucho. Todos, salvo los abnegados, dan por sentados los espejos. Todavía me estremezco un poco cuando veo uno al descubierto.

Me visto sin molestarme en no hacer ruido; ni quinientos osados ruidosos podrían despertar a Christina cuando está profundamente dormida, aunque un susurro erudito quizá sí. Tiene ese don.

Salgo al exterior cuando el sol se asoma entre las ramas de los árboles y veo a un grupo de cordiales reunidos cerca del huerto. Me acerco para averiguar lo que hacen.

Están de pie en círculo, cogidos de la mano. La mitad son adolescentes y la otra mitad, adultos. La mayor, una mujer de pelo gris trenzado, habla.

—Creemos en un Dios que ofrece la paz y la valora —dice—. Así que daos la paz y valoradla.

Yo no lo consideraría una señal para hacer nada, pero parece que los cordiales sí. Todos se mueven a una, buscan a la persona que tienen frente a ellos en el círculo y le dan las manos. Cuando todos tienen pareja, se quedan así varios segundos, mirándose los unos a los otros. Algunos murmuran una frase, otros sonríen, y otros guardan silencio y no se mueven. Después se separan y pasan a otra persona para realizar la misma serie de acciones.

Nunca antes había presenciado una ceremonia cordial. Solo estoy familiarizada con la religión de la facción de mis padres, a la que parte de mí todavía se aferra y que los demás consideran una tontería: las oraciones antes de cenar, las reuniones semanales, los actos de servicio al prójimo, los poemas sobre un Dios sacrificado… Esto es algo distinto y misterioso.

—Ven, únete a nosotros —dice la mujer de pelo gris; tardo unos segundos en darme cuenta de que habla conmigo. Me llama, sonriente.

—Oh, no, solo estoy…

—Vamos —insiste, y es como si no me quedara más remedio que dar unos pasos adelante y ponerme entre ellos.

Ella es la primera que se me acerca para darme la mano. Sus dedos están secos y rugosos, y sus ojos buscan los míos, insistentes, aunque me siento rara al enfrentarme a su mirada.

Una vez que lo hago, el efecto es inmediato y peculiar. Me quedo quieta, todas y cada una de las partes que me componen se quedan quietas, como si pesaran más de lo normal, solo que no es un peso desagradable. Sus ojos son castaños, de un mismo tono uniforme, y no se mueven.

—Que la paz de Dios esté contigo —dice en voz baja—, incluso en tiempos turbulentos.

—¿Por qué iba a estarlo? —pregunto en voz baja para que no lo oiga nadie más—. Después de todo lo que he hecho…

—Esto no es por ti. Es un regalo. No puedes ganártelo, si no, dejaría de ser un regalo.

Me suelta y pasa a otra persona, pero me quedo con la mano extendida, sola. Alguien se acerca para tomármela, pero me retiro del grupo, primero andando y después corriendo.

Me meto entre los árboles lo más deprisa que puedo, y solo cuando los pulmones me arden, paro.

Aprieto la frente contra el tronco más cercano, aunque me araña la piel, y reprimo las lágrimas.

Todavía por la mañana, aunque un poco más tarde, camino bajo la llovizna hacia el invernadero principal. Johanna ha convocado una reunión de emergencia.

Permanezco lo más oculta posible, en el borde de la sala, entre dos grandes plantas que están suspendidas en una solución mineral. Tardo unos minutos en encontrar a Christina, que está vestida de amarillo cordial en el lateral derecho del invernadero, pero no cuesta ver a Marcus, que se encuentra entre las raíces del árbol gigante con Johanna.

Johanna tiene las manos entrelazadas delante de ella y el pelo peinado hacia atrás. La herida que le dejó la cicatriz también le dañó el ojo: la pupila está tan dilatada que sobrepasa el iris, y el ojo izquierdo no se mueve con el derecho al examinar a los cordiales que tiene frente a ella.

Sin embargo, no hay solo cordiales. También hay personas con el pelo muy corto y moños apretados que deben de pertenecer a Abnegación, y unas cuantas filas de personas con gafas que deben de ser eruditos. Cara está entre ellos.

—He recibido un mensaje de la ciudad —dice Johanna cuando todos se callan—. Y me gustaría comunicároslo.

Se tira del dobladillo de la camisa y vuelve a entrelazar las manos. Parece nerviosa.

—Los osados se han aliado con los abandonados. Pretenden atacar Erudición dentro de dos días. Su batalla no solo será contra el ejército erudito y osado, sino también contra los eruditos inocentes y los conocimientos que tanto les ha costado adquirir. —Baja la mirada y sigue hablando—. Sé que no reconocemos líderes, así que no tengo derecho a dirigirme a vosotros como si lo fuera, pero espero que me perdonéis si, solo por esta vez, os pido que reconsideremos nuestra decisión de no involucrarnos.

Se oyen murmullos. No se parecen en nada a los murmullos osados, ya que son más suaves, como pajaritos que salen volando de sus ramas.

—Al margen de nuestra relación con los eruditos, sabemos mejor que ninguna otra facción lo esencial que resulta su papel en esta sociedad —dice—. Hay que protegerlos de una masacre innecesaria, no ya porque sean seres humanos, sino porque, además, no podemos sobrevivir sin ellos. Propongo que entremos en la ciudad como fuerzas de paz no violentas e imparciales para poner freno en todo lo posible a la extrema violencia que, sin duda, tendrá lugar. Por favor, habladlo entre vosotros.

La lluvia espolvorea sus gotitas por los paneles del techo. Johanna se sienta en una raíz del árbol a esperar, pero los cordiales no empiezan a conversar sin más, como la última vez que estuve aquí. Los susurros, que apenas se distinguen de la lluvia, se convierten en un tono de voz normal, y oigo algunas voces que se alzan sobre otras, casi gritando, aunque no del todo.

Cada voz que se alza me estremece. He presenciado multitud de discusiones en mi vida, sobre todo en los últimos dos meses, pero ninguna me asustó tanto como esta. Se supone que los cordiales no discuten.

Decido no esperar más. Camino por el borde de la sala de reuniones, metiéndome como puedo entre las personas que están de pie, y saltando por encima de manos y piernas estiradas. Algunos se me quedan mirando; puede que vista una camisa roja, pero los tatuajes de la clavícula se ven más que nunca, sobre todo de lejos.

Me paro cerca de la fila de eruditos. Cara se levanta y cruza los brazos cuando me acerco.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta.

—Vine a contarle a Johanna lo que pasaba —respondo—. Y a pedir ayuda.

—¿A mí? ¿Por qué…?

—A ti, no —digo, intentando olvidar lo que dijo sobre mi nariz, aunque me cuesta—. A todos vosotros. Tengo un plan para salvar parte de los datos de vuestra facción, pero necesito vuestra ayuda.

—En realidad —interviene Christina, que aparece junto a mi hombro izquierdo—, el plan es de las dos.

Cara me mira, después la mira a ella y vuelve a mirarme a mí.

—¿Queréis ayudar a Erudición? No lo entiendo.

—Tú querías ayudar a Osadía —digo—. ¿Crees que eres la única persona que no cumple a ciegas todas las órdenes de su facción?

—Encaja en tu patrón de comportamiento —dice Cara—. Al fin y al cabo, disparar a los que se te interponen es un rasgo de Osadía.

Noto un pinchazo en la garganta. Se parece mucho a su hermano, desde la arruga entre las cejas a las mechas oscuras de su pelo rubio.

—Cara —dice Christina—. ¿Nos vas a ayudar o no?

—Sí, obviamente —responde, suspirando—. Y seguro que los demás también. Reuníos con nosotros en el dormitorio erudito cuando acabe la asamblea para contarnos vuestro plan.

La asamblea dura otra hora más. Para entonces, ya no llueve, aunque el agua todavía salpica los paneles de las paredes y el techo. Christina y yo hemos estado sentadas, con la espalda apoyada en una de las paredes, absortas en un juego que consiste en sujetar con el pulgar el pulgar del contrario. Ella siempre gana.

Finalmente, Johanna y los demás que han salido como líderes de la discusión se ponen en fila en las raíces del árbol. Johanna tiene la cabeza gacha y se ha soltado el pelo, que se la tapa un poco. Se supone que debe contarnos el resultado de la conversación, pero se queda allí, con los brazos cruzados, dándose toquecitos en el codo con la punta de los dedos.

—¿Qué está pasando? —pregunta Christina.

Johanna por fin levanta la vista.

—Resulta obvio que ha sido difícil llegar a un acuerdo —dice—, pero la mayoría de vosotros desea mantener nuestra política de no intervención.

A mí me da igual que Cordialidad decida ir a la ciudad o no, aunque empezaba a albergar la esperanza de que no fueran todos unos cobardes, ya que, para mí, esta decisión suena a cobardía pura y dura. Me hundo un poco en el suelo.

—No deseo instigar una división dentro de nuestra comunidad, una comunidad que me ha dado tanto —dice Johanna—, pero mi conciencia me obliga a ir en contra de esta decisión. Si alguna persona más siente que su conciencia la obliga a marcharse a la ciudad, será bienvenida.

Al principio me pasa como a los demás, que no sé bien qué está diciendo. Johanna ladea la cabeza, de modo que la cicatriz es de nuevo visible, y añade:

—Si mi decisión supone que ya no podré seguir formando parte de Cordialidad, lo entenderé. Pero —dice, sorbiéndose la nariz—, por favor, tened por seguro que, si os dejo, os dejo con amor y no con rencor.

Johanna inclina la cabeza para despedirse de la multitud, se mete el pelo detrás de las orejas y se dirige a la salida. Unos cuantos cordiales se ponen en pie a toda prisa, después otros tantos más y, pronto, todo el grupo está de pie, y algunos de ellos (no muchos, pero algunos) se van detrás de ella.

—Esto no es lo que me esperaba —comenta Christina.