CAPÍTULO
TREINTA Y SIETE

Se tumba a mi lado hasta que me duermo. Suponía que sufriría pesadillas, pero debo de estar demasiado cansada, porque mi mente permanece vacía. Cuando abro los ojos de nuevo, él no está, aunque sí una pila de ropa en la cama, a mi lado.

Me levanto, me meto en el baño y me siento en carne viva, como si me hubieran raspado toda la piel hasta dejarme limpia y cada aliento me picara un poco; sin embargo, también me siento estable. No enciendo la luz porque sé que será pálida y brillante, como las luces del complejo de Erudición. Me ducho a oscuras, apenas capaz de distinguir el jabón del acondicionador, y me digo que saldré de allí convertida en alguien nuevo y fuerte, que el agua me curará.

Antes de salir del baño me pellizco las mejillas con ganas para que la sangre salga a la superficie. Es una estupidez, pero no quiero parecer débil y agotada delante de todos.

Cuando regreso a la habitación de Tobias, Uriah está tirado boca abajo en la cama, Christina sostiene en alto la escultura de la cómoda de Tobias para examinarla y Lynn se ha acercado a Uriah, almohada en alto, y lo mira con una sonrisa malvada.

Lynn golpea a Uriah en la nuca.

—¡Hola, Tris! —saluda Christina.

—¡Ay! —grita Uriah—. ¿Cómo es posible que seas capaz de hacerme daño con una almohada, Lynn?

—Es por mi excepcional fuerza bruta —responde ella—. ¿Te han pegado un tortazo, Tris? Tienes una mejilla de color rojo chillón.

No me habré pellizcado la otra lo suficiente.

—No, es mi… rubor matutino.

Pruebo a soltar la broma como si fuera un idioma nuevo. Christina se ríe, puede que un poco más de lo que merecía mi comentario, pero agradezco el esfuerzo. Uriah rebota en la cama unas cuantas veces en su camino hacia el borde.

—Entonces, eso de lo que no estamos hablando —dice, y hace un gesto hacia mí—. Casi te mueres, un sádico tarta de fresa te salvó, y ahora estamos todos metidos en una guerra muy seria con los abandonados como aliados.

—¿Tarta de fresa? —pregunta Christina.

—Argot osado —dice Lynn, sonriendo—. Se supone que es un insulto muy gordo, pero ya no lo usa nadie.

—Porque es demasiado ofensivo —añade Uriah, asintiendo.

—No, porque es tan estúpido que ningún osado con un mínimo de sentido común lo usaría. Vamos, que ni siquiera se le pasaría por la cabeza. Tarta de fresa. ¿Cuántos años tienes, doce?

—Y medio —responde él.

Me da la sensación de que las pullas son en mi honor, para que no tenga que decir nada. Solo puedo reírme. Y lo hago, tanto como para deshacer un poco el nudo que se me ha formado en el estómago.

—Abajo hay comida —dice Christina—. Tobias ha preparado huevos revueltos, que, por cierto, resulta que es una comida asquerosa.

—Eh, a mí me gustan los huevos revueltos —protesto.

—Pues será un desayuno de estirados —responde, cogiéndome del brazo—. Vamos.

Juntas bajamos las escaleras, nuestros pasos hacen un ruido que jamás se habría permitido en casa de mis padres. Mi padre siempre me regañaba por bajar las escaleras corriendo. «No debes llamar la atención —decía—. Es una falta de cortesía con las personas que te rodean».

Oigo voces en el salón, un coro entero, de hecho, salpicado de alguna que otra carcajada y de una melodía apenas audible que tocan con un instrumento, un banjo o una guitarra. No es lo que cabría esperar de una casa abnegada, donde todo está siempre en silencio por muchas personas que haya reunidas. Las voces, las risas y la música dan vida a las adustas paredes. Hasta yo siento algo más de calor.

Me quedo en la entrada del salón. Hay cinco personas encajadas en el sofá de tres plazas echando una partida de un juego de cartas que reconozco de la sede de Verdad. En el sillón hay un hombre con una mujer sobre el regazo, y alguien está sentado en el brazo del mismo sillón, con una lata de sopa en la mano. Tobias está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la mesita. Todo en su postura sugiere comodidad: una pierna doblada, la otra extendida, un brazo sobre la rodilla, la cabeza ladeada para escuchar… Nunca lo había visto tan relajado sin una pistola. Ni siquiera creía que fuera posible.

Noto que se me cae el alma a los pies, igual que cuando descubro que me han mentido, aunque no sé exactamente quién me ha mentido esta vez ni sobre qué. Sin embargo, esto no es lo que me enseñaron a creer sobre los abandonados. Me enseñaron que su destino era peor que la muerte.

Sigo donde estoy unos segundos, hasta que la gente se percata de mi presencia. Su conversación muere poco a poco. Me seco las palmas de las manos en el borde de la falda. Demasiados ojos y demasiado silencio.

Evelyn se aclara la garganta.

—Gente, esta es Tris Prior. Me parece que ayer oísteis hablar mucho de ella.

—Y Christina, Uriah y Lynn —añade Tobias; le agradezco el intento de desviar la atención de los presentes, aunque no funciona.

Me quedo pegada al marco de la puerta unos instantes y, entonces, uno de los abandonados (un hombre mayor, de piel arrugada cubierta de tatuajes), dice:

—¿No se supone que estás muerta?

Algunos se ríen y yo intento sonreír, pero me sale una sonrisa torcida y pequeñita.

—Se supone —respondo.

—No nos gusta darle a Jeanine Matthews lo que quiere —dice Tobias.

Se levanta y me pasa una lata de guisantes, aunque no está llena de guisantes, sino de huevos revueltos. El aluminio me calienta los dedos.

Se sienta, así que me siento a su lado y como un poco. No tengo hambre, pero sé que necesito comer, de modo que mastico y trago. Ya estoy acostumbrada a la forma de comer de los abandonados, así que le paso los huevos a Christina y acepto la lata de melocotones de Tobias.

—¿Por qué está todo el mundo acampado en casa de Marcus? —le pregunto.

—Evelyn lo echó. Dijo que también era su casa y que él la había usado muchos años, así que le tocaba a ella —responde Tobias, sonriendo—. Eso provocó una discusión muy violenta en el patio delantero, pero, al final, ganó Evelyn.

Miro a la madre de Tobias. Está en la otra esquina del cuarto, hablando con Peter mientras come más huevos de otra lata. El estómago me da un vuelco. Tobias habla de ella casi con adoración, pero yo todavía recuerdo lo que me dijo sobre la fugacidad de mi papel en la vida de Tobias.

—Hay pan por alguna parte —dice, levantando una cesta de la mesita para pasármela—. Coge dos, lo necesitas.

Mientras mastico la corteza del pan, miro a Peter y a Evelyn de nuevo.

—Creo que intenta reclutarlo —explica Tobias—. Sabe cómo hacer que la vida sin facción resulte pero que muy atractiva.

—Cualquier cosa con tal de sacarlo de Osadía. Me da igual que me haya salvado la vida, no me gusta.

—Con suerte, ya no tendremos que seguir preocupándonos por las distintas facciones cuando esto acabe. Creo que será bueno.

No digo nada, no me apetece discutir con él aquí, ni recordarle que no será tan sencillo convencer a Osadía y a Verdad de que se unan a los abandonados en su cruzada contra el sistema de facciones. Puede que suponga otra guerra.

Se abre la puerta principal y entra Edward. Hoy lleva un parche con un ojo azul pintado encima, párpado medio bajado incluido. El efecto del enorme ojo sobre su atractivo rostro resulta tanto grotesco como gracioso.

—¡Eddie! —lo saluda alguien, pero el ojo bueno de Edward ya ha dado con Peter.

Cruza la habitación, a punto de tirar de una patada la lata que alguien tiene en la mano. Peter retrocede hacia las sombras del marco de la puerta como si intentara fundirse con él hasta desaparecer.

Edward se detiene a pocos centímetros de los pies de Peter y se mueve como si fuese a darle un puñetazo. Peter retrocede a tal velocidad que se da con la cabeza contra la pared. Entonces, Edward sonríe y todos los abandonados que nos rodean se ríen con él.

—No eres tan valiente a plena luz del día —dice Edward, y añade, dirigiéndose a Evelyn—: Asegúrate de no proporcionarle ningún utensilio. Nunca se sabe lo que hará con ellos.

Mientras habla, le quita el tenedor a Peter.

—Devuélvemelo —le dice él.

Edward sujeta a Peter por el cuello usando la mano libre y aprieta los dientes del tenedor justo contra la nuez del otro chico. Peter se pone rígido y colorado.

—Mantén la boca cerrada cuando yo esté cerca —dice Edward en voz baja— o volveré a hacer esto, solo que, la próxima vez, te lo clavaré en el esófago.

—Ya vale —dice Evelyn.

Edward suelta el tenedor y a Peter. Después cruza la habitación y se sienta al lado de la persona que lo ha llamado Eddie hace un momento.

—No sé si lo sabrás —dice Tobias—, pero Edward es un poquito inestable.

—Ya lo intuía.

—Aquel chico, Drew, el que ayudó a Peter con la maniobra del cuchillo de untar, al parecer cuando lo echaron de Osadía intentó unirse al mismo grupo de abandonados en el que estaba Edward. Date cuenta de que ahora no lo ves por ninguna parte.

—¿Lo mató Edward?

—Casi —responde Tobias—. Está claro que por eso aquella otra trasladada…, ¿se llamaba Myra?, dejó a Edward. Ella era demasiado dulce para soportarlo.

Me siento vacía al pensar que Drew estuvo a punto de morir a manos de Edward. Drew también me atacó a mí.

—No quiero hablar de eso —digo.

—Vale —responde Tobias, tocándome el hombro—. ¿Te cuesta volver a una casa abnegada? Quería habértelo preguntado antes. Si te resulta difícil, podemos irnos a otra parte.

Me termino el segundo trozo de pan. Todas las casas abnegadas son iguales, así que este salón es idéntico al mío, y es verdad que me trae recuerdos si lo observo con atención: la luz que entra por los estores cada mañana, lo suficiente para que mi padre pudiera leer; el entrechocar de las agujas de punto de mi madre todas las noches. Sin embargo, las imágenes no me asfixian; es un comienzo.

—Sí, pero no tanto como cabría esperar —digo, y él arquea una ceja—. En serio. Las simulaciones de la sede de Erudición… me ayudaron, en cierto modo. A resistir, supongo —añado, frunciendo el ceño—. O puede que no. A lo mejor me ayudaron a dejar de resistirme tanto, a dejarlo ir. —Sí, eso suena más acertado—. Algún día te lo contaré —le digo, y mi voz suena como si estuviese muy lejos.

Me toca la mejilla y, aunque estamos en un cuarto lleno de gente, abarrotado de risas y charlas, me besa muy despacio.

—¡Eh, Tobias! —dice el hombre de mi izquierda—. ¿Es que no te criaron los estirados? Creía que lo más que hacía tu gente era… rozarse las manos o algo así.

—Entonces, ¿cómo explicas que haya tantos niños abnegados? —pregunta Tobias, arqueando las cejas.

—Los crearon por pura fuerza de voluntad —interviene la mujer que está sentada en el brazo del sillón—. ¿No lo sabías?

—No, no tenía ni idea —responde, sonriendo—. Mis disculpas.

Todos se ríen, nos reímos, y de repente caigo en que puede que esté conociendo a la verdadera facción de Tobias. No se caracterizan por una virtud concreta. Reclaman todos los colores, todas las actividades, todas las virtudes y todos los defectos.

No sé qué los une, lo único que tienen en común, según parece, es el fracaso. Sea lo que sea, parece suficiente.

Al mirarlo me da la impresión de verlo por fin como es, en vez de como es en relación conmigo. ¿Hasta qué punto lo conozco si no había visto esto antes?

El sol comienza a ponerse. El sector abnegado dista de guardar silencio. Los osados y los abandonados vagan por las calles, algunos con botellas en la mano, otros con pistolas.

Delante de mí, Zeke empuja la silla de ruedas de Shauna por delante de la casa de Alice Brewster, antigua líder de Abnegación. No me ven.

—¡Hazlo otra vez! —grita ella.

—¿Seguro?

—¡Sí!

—Vale…

Zeke echa a correr detrás de la silla. Entonces, cuando ya casi ni lo veo, se apoya sobre los asideros de la silla de modo que los pies no toquen el suelo, y los dos vuelan calle abajo, Shauna chillando y Zeke riendo.

Doblo a la izquierda en el siguiente cruce y bajo por la agrietada acera hacia el edificio en el que Abnegación celebraba sus reuniones mensuales. Aunque es como si hubiese pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en él, todavía recuerdo dónde está. Una manzana al sur, dos manzanas al oeste.

El sol sigue su camino hacia el horizonte a medida que avanzo. Los edificios se destiñen a la luz de la tarde, así que todos parecen grises.

La fachada de la sede de Abnegación no es más que un rectángulo de cemento, como todos los demás edificios del sector, aunque, cuando abro la puerta, los familiares suelos y filas de bancos de madera me dan la bienvenida. En el centro de la sala hay un tragaluz que deja entrar un cuadrado de luz naranja. Es el único adorno.

Me siento en el antiguo banco de mi familia. Antes me sentaba al lado de mi padre, y Caleb, al lado de mi madre. Ahora es como si fuera la única superviviente. La última Prior.

—Es agradable, ¿verdad? —dice Marcus, que entra y se sienta frente a mí, con las manos sobre el regazo y la luz del sol entre los dos.

Tiene un enorme moratón en la mandíbula, donde Tobias le dio el puñetazo, y el pelo recién rapado.

—No está mal —respondo, poniéndome derecha—. ¿Qué haces aquí?

—Te vi entrar —dice, y se examina las uñas con atención—. Y quiero hablar contigo sobre la información que robó Jeanine Matthews.

—¿Y si es demasiado tarde? ¿Y si ya sé lo que es?

Marcus levanta la cabeza y entorna los oscuros ojos. Su mirada es mucho más venenosa de lo que jamás será la de Tobias, aunque tenga los ojos de su padre.

—No es posible.

—Eso no lo sabes.

—Sí que lo sé, en realidad. He visto lo que le pasa a la gente que descubre la verdad. Es como si se les hubiera olvidado lo que buscaban y dieran vueltas por ahí, intentando recordarlo.

Un escalofrío me recorre la columna y se me extiende por los brazos, poniéndome el vello de punta.

—Sé que Jeanine decidió asesinar a media facción para robarla, así que debe ser muy importante —digo, y hago una pausa; sé otra cosa más, pero acabo de darme cuenta.

Justo antes de atacar a Jeanine, me dijo: «Esto no es por ti. No es por mí».

Y por «esto» se refería a lo que me estaba haciendo, a intentar encontrar una simulación que funcionara conmigo. Con los divergentes.

—Sé que tiene algo que ver con los divergentes —le suelto—. Sé que la información tiene que ver con lo que hay más allá de la valla.

—Eso no es lo mismo que saber lo que hay al otro lado.

—Bueno, ¿me lo vas a contar o piensas ponerlo en alto para que salte como un perrito para cogerlo?

—No he venido por el capricho de discutir, y no, no te lo voy a contar, pero no porque no quiera. Es porque no tengo ni idea de cómo describírtelo. Tendrás que verlo por ti misma.

Mientras habla, noto que la luz del sol se vuelve más naranja que amarilla y proyecta sombras más oscuras sobre su rostro.

—Me parece que Tobias tenía razón —le digo—: te gusta ser el único que lo sabe. Te gusta que yo no lo sepa. Te hace sentir importante. Por eso no me lo cuentas, no porque sea indescriptible.

—Eso no es verdad.

—¿Y cómo voy a creérmelo?

Marcus me mira y yo le devuelvo la mirada.

—Una semana antes del ataque de la simulación, los líderes abnegados decidieron que había llegado el momento de revelar a todo el mundo la información del archivo. A todo el mundo, a toda la ciudad. Pretendíamos hacerlo, aproximadamente, siete días después del ataque. Resulta obvio por qué no pudimos cumplirlo.

—¿Ella no quería que revelarais lo que hay al otro lado de la valla? ¿Por qué no? ¿Y, para empezar, cómo sabía ella algo sobre el tema? Creía que habías dicho que solo los líderes abnegados lo sabían.

—No somos de aquí, Beatrice. Nos colocaron aquí con un objetivo específico. Hace un tiempo, los abnegados se vieron obligados a pedir ayuda a los eruditos para alcanzar ese objetivo, pero, al final todo se torció por culpa de Jeanine. Porque ella no quiere hacer lo que se supone que debemos hacer. Antes prefiere recurrir al asesinato.

Nos colocaron aquí.

El cerebro me bulle por el exceso de información. Me agarro al borde del banco en el que estoy sentada.

—¿Qué se supone que debemos hacer? —pregunto, y mi voz es poco más que un susurro.

—Te he contado lo suficiente para convencerte de que no miento. En cuanto al resto, de verdad que no me considero a la altura de la tarea de explicártelo. El único motivo por el que te he revelado tanto es que la situación ha llegado a un punto crítico.

Crítico. De repente, entiendo el problema: el plan de los abandonados es destruir no solo los datos importantes de Erudición, sino toda la información que posee. Arrasarán con todo.

No me parecía una buena idea desde el principio, pero sabía que podríamos superarlo, ya que los eruditos seguirían sabiendo la información relevante, aunque no contaran con sus datos. Sin embargo, esto es algo que desconocerían hasta los eruditos más sabios; algo que, si se destruye, no lograríamos replicar.

—Si te ayudo, traicionaré a Tobias. Lo perderé —digo, tragando saliva—. Así que necesito una buena razón.

—¿Aparte de hacerlo por el bien de nuestra sociedad? —pregunta Marcus, que arruga la nariz de asco—. ¿Eso no te basta?

—Nuestra sociedad está hecha polvo, así que no, no me basta.

—Tus padres murieron por ti, es cierto —dice Marcus, suspirando—, pero, la noche en que casi te ejecutan, tu madre no había ido a la sede de Abnegación a salvarte. No sabía que estabas allí. Intentaba recuperar el archivo que guardaba Jeanine. Y cuando oyó que estabas a punto de morir, corrió a salvarte y dejó el archivo en sus manos.

—Eso no es lo que me dijo ella —respondí, airada.

—Mentía porque debía hacerlo. Pero, Beatrice, el hecho es que…, el hecho es que tu madre sabía que, seguramente, no saldría viva de la sede de Abnegación, pero que tenía que intentarlo. Estaba dispuesta a morir por ese archivo, ¿lo entiendes?

Los abnegados están dispuestos a morir por cualquier persona, amigo o enemigo, si la situación lo requiere. Quizá por eso les cueste sobrevivir a situaciones en las que su vida corre peligro. No obstante, hay pocas cosas por las que estén dispuestos a morir. No valoran demasiado las cosas del mundo físico.

Así que, si no miente y de verdad mi madre estaba dispuesta a morir por hacer pública esta información…, yo daría lo que fuera por alcanzar ese objetivo.

—Intentas manipularme, ¿no?

—Supongo que eso tendrás que decidirlo tú —responde mientras las sombras se le introducen en las cuencas de los ojos como si fuesen agua oscura.