Pero sigo respirando. No una respiración profunda, no lo suficiente como para dejarme satisfecha, pero respiro. Peter me cierra los párpados. ¿Sabe que no estoy muerta? ¿Lo sabe Jeanine? ¿Me ve respirar?
—Lleva el cadáver al laboratorio —dice Jeanine—. La autopsia está programada para esta tarde.
—De acuerdo —responde Peter, y empuja mi mesa.
Oigo murmullos a mi alrededor al pasar junto al grupo de mirones eruditos. Se me caen las manos por el borde al doblar una esquina y dan contra la pared. Noto un pinchazo de dolor en la punta de los dedos, aunque no consigo mover la mano por mucho que lo intento.
Esta vez, cuando bajamos por el pasillo de traidores osados, está en silencio. Al principio, Peter camina despacio, después dobla otra esquina y acelera. En el siguiente pasillo va tan deprisa que casi corre y se detiene de repente. ¿Dónde estoy? Todavía no podemos haber llegado al laboratorio. ¿Por qué se para?
Peter mete los brazos bajo mis rodillas y mis hombros, y me levanta. Se me cae la cabeza contra su hombro.
—Para ser tan pequeña, pesas mucho, estirada —masculla.
Sabe que estoy despierta. Lo sabe.
Oigo una serie de pitidos y algo que se desliza…, una puerta cerrada con llave que se abre.
—¿Qué qui…? —La voz de Tobias. ¡Tobias!—. Oh, Dios mío. No…
—Ahórrame el lloriqueo, ¿vale? —dice Peter—. No está muerta, solo paralizada. Durará aproximadamente un minuto. Y ahora, prepárate para correr.
No lo entiendo.
¿Cómo lo sabe Peter?
—Deja que la lleve yo —dice Tobias.
—No, tú tienes mejor puntería que yo. Coge mi pistola. Yo llevo a Tris.
Oigo cómo sale la pistola de la pistolera. Tobias me pasa una mano por la frente, y los dos empiezan a correr.
Al principio solo oigo el estruendo de sus pisadas, y la cabeza me rebota tanto que me duele. Noto un cosquilleo en las manos y en los pies.
—¡Izquierda! —le grita Peter a Tobias.
Entonces, alguien grita desde el otro extremo del pasillo:
—¡Eh! Pero ¿qué…?
Un disparo. Nada más.
Sigue la carrera.
—¡Derecha! —grita Peter; oigo otro tiro, y después otro—. Guau —masculla—. Espera, ¡para ahí!
Cosquilleo en la espalda. Abro los ojos justo cuando Peter abre otra puerta. Se lanza a toda velocidad por ella y, justo antes de darme en la cabeza contra el marco, saco el brazo y nos detenemos.
—¡Cuidado! —digo con dificultad.
Todavía noto la garganta tan tensa como cuando me pusieron la inyección y me cuesta respirar. Peter se pone de lado para pasar por la puerta y la cierra con el talón antes de dejarme caer en el suelo.
La habitación está casi vacía, salvo por una fila de cubos de basura que recorre la pared y una puerta metálica cuadrada al otro lado, con el tamaño justo para que entre uno de los cubos.
—Tris —dice Tobias, agachándose a mi lado; está pálido, casi amarillo.
Quiero decirle tantas cosas… Pero lo primero que me sale es:
—Beatrice.
—Beatrice —se corrige, riéndose un poco, y me da un tierno beso en los labios; yo me aferro a su camiseta.
—Si no queréis que os vomite encima, será mejor que lo dejéis para después.
—¿Dónde estamos? —pregunto.
—Es la incineradora de basuras —responde Peter, dándole una palmada a la puerta cuadrada—. La he apagado. Nos llevará al callejón. Y espero que tu puntería sea perfecta, Cuatro, si quieres salir vivo del sector de Erudición.
—No te preocupes por mi puntería —contesta Tobias; él, como yo, va descalzo.
—Tris, tú primero —dice Peter, abriendo la puerta de la incineradora.
La tolva para la basura tiene más o menos un metro de ancho por un metro veinte de alto. Meto una pierna dentro y, con la ayuda de Tobias, paso también la otra pierna. Me da un vuelco el estómago al deslizarme por el corto tubo de metal. Después, una serie de rodillos me golpean la espalda al pasar sobre ellos.
Huele a fuego y a ceniza, pero no me he quemado. Entonces caigo, me doy en los brazos contra una pared metálica y gruño. Aterrizo en un suelo de cemento, duro, y el dolor del impacto me pone de gallina la piel de las espinillas.
—Ay —digo, alejándome de la abertura mientras grito—. ¡Adelante!
Las piernas ya se me han recuperado cuando aterriza Peter, que lo hace de lado, en vez de sobre los pies. Gruñe y se aleja a rastras de la abertura para recuperarse.
Miro a mi alrededor. Estamos dentro de la incineradora, que estaría completamente a oscuras de no ser por las líneas de luz que rodean una puertecita al otro lado. El suelo es de metal sólido en algunas zonas y de rejilla de metal en otras. Todo huele a basura podrida y a fuego.
—No te quejarás de que nunca te llevo a sitios bonitos —dice Peter.
—Jamás se me ocurriría —respondo.
Tobias cae en el suelo, aterriza de pie y después inclina las rodillas hacia delante y pone una mueca. Lo ayudo a levantarse y después me pego a él. Es como si aumentara la intensidad de todos los olores, imágenes y sentimientos del mundo. Estaba casi muerta y ahora estoy viva. Gracias a Peter.
A Peter, precisamente.
Peter cruza la rejilla del suelo y abre la puertecita. La luz entra a chorros en la incineradora. Tobias se aleja conmigo del olor a fuego, del horno metálico, y salimos a la sala de paredes de cemento en la que se encuentra.
—¿Tienes esa pistola? —pregunta Peter a Tobias.
—No, me pareció más interesante disparar las balas con la nariz, así que me la dejé arriba.
—Vamos, sácala de una vez.
Peter saca otra pistola y sale de la habitación de la incineradora. Nos encontramos en un húmedo pasillo con tuberías al aire en el techo, aunque solo tiene unos tres metros de largo. El cartel que hay junto a la puerta dice «SALIDA». Estoy viva y me marcho de aquí.
La zona que va desde la sede de Osadía a la sede de Erudición no tiene el mismo aspecto en el sentido contrario. Supongo que todo parece distinto cuando no vas de camino a la muerte.
Cuando llegamos al final del callejón, Tobias aprieta un hombro contra la pared y se inclina un poco para asomarse por la esquina. Su rostro no expresa ninguna emoción cuando saca un brazo y, tras apoyarlo en la pared del edificio, dispara dos veces. Me meto los dedos en las orejas e intento no prestar atención a los disparos y a lo que me recuerdan.
—Deprisa —dice Tobias.
Corremos, Peter primero, yo segunda y Tobias el último, por Wabash Avenue. Vuelvo la vista atrás para ver a quién ha disparado Tobias y veo a dos hombres en el suelo, detrás de la sede de Erudición. Uno no se mueve, y el otro se agarra un brazo y corre hacia la puerta. Enviarán a otros a perseguirnos.
Noto la cabeza embotada, seguramente de cansancio, aunque la adrenalina me mantiene en pie.
—¡Toma la ruta menos lógica! —grita Tobias.
—¿Qué? —dice Peter.
—La ruta menos lógica, ¡así no nos encontrarán!
Peter tuerce a la izquierda, baja por otro callejón, esta vez lleno de cajas de cartón con mantas deshilachadas y almohadas manchadas; supongo que será una antigua vivienda de los sin facción. Salta por encima de una caja contra la que yo me estrello; la aparto de una patada.
Al final del callejón tuerce a la izquierda, hacia el pantano. Estamos de nuevo en Michigan Avenue, a plena vista de la sede de los eruditos, si a alguien se le ocurre mirar hacia la calle.
—¡Mala idea! —grito.
Peter toma la siguiente calle a la derecha. Al menos, todas las calles están despejadas, sin señales de tráfico por el suelo, ni agujeros que tengamos que esquivar. Me arden los pulmones como si hubiese inhalado veneno. Las piernas, que, al principio, me dolían, ahora están entumecidas, cosa que me viene mejor. Oigo gritos a lo lejos.
Entonces se me ocurre: lo menos lógico sería dejar de correr.
Agarro a Peter por la manga y lo arrastro hacia el edificio más cercano. Tiene seis plantas de altura y unas grandes ventanas dispuestas en cuadrícula, divididas por pilares de ladrillo. La primera puerta que pruebo está cerrada, pero Tobias dispara contra la ventana que hay al lado hasta que se rompe y la abre desde dentro.
El edificio está completamente vacío, ni una silla, ni una mesa. Y hay demasiadas ventanas. Nos dirigimos a las escaleras de emergencia, y me arrastro bajo el primer rellano para ocultarnos. Tobias se sienta a mi lado, y Peter frente a nosotros, con las rodillas contra el pecho.
Intento recuperar el aliento y calmarme, pero no me resulta fácil. Estaba muerta. Estaba muerta y, de repente, ya no lo estaba, y ¿por qué? ¿Por Peter? ¿Peter?
Me quedo mirándolo. Sigue con su cara de inocencia, a pesar de todo lo que ha hecho para demostrar que no tiene nada de inocente. El pelo que le cae sobre la cabeza está liso, brillante y oscuro, como si no acabásemos de correr más de un kilómetro a toda velocidad. Sus ojos redondos examinan las escaleras y después se concentran en mi cara.
—¿Qué? —pregunta—. ¿Por qué me miras así?
—¿Cómo lo has hecho?
—No ha sido tan difícil. Teñí de morado un suero paralizante y lo cambié por el suero letal. Sustituí el cable que se suponía que leería tu latido por otro sin conexión. La parte del monitor cardiaco fue más complicada; tuve que pedir ayuda con el remoto y demás a un erudito…, no entenderías el sistema aunque te lo explicara.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunto—. Me querías muerta, ¡estabas dispuesto a hacerlo tú mismo! ¿Qué ha cambiado?
Aprieta los labios y no aparta la mirada hasta pasado un buen rato. Entonces abre la boca, vacila y por fin dice:
—No puedo deberle nada a nadie, ¿vale? La idea de que te debía algo me ponía enfermo. Me despertaba en plena noche con ganas de vomitar. ¿Deberle algo a una estirada? Es ridículo, absolutamente ridículo. Y no podía permitirlo.
—¿De qué me hablas? ¿Me debías algo?
—El complejo de Cordialidad —responde, poniendo los ojos en blanco—. Alguien me disparó, la bala iba directa a mi cabeza; me habría acertado entre los ojos. Y tú me apartaste de un empujón. Antes de eso estábamos en paz: yo casi te mato en la iniciación y tú casi me matas durante la simulación del ataque; todo bien, ¿no? Pero, después…
—Estás loco —dice Tobias—. El mundo no funciona así…, no estamos todos llevando la cuenta.
—¿Ah, no? —dice Peter, arqueando las cejas—. No sé en qué mundo vivirás tú, pero, en el mío, las personas solo tienen dos motivos para hacer algo por ti: el primero es que quieren algo a cambio; y el segundo es que creen deberte algo.
—Esos no son los únicos motivos —le digo—. A veces lo hacen porque te quieren. Bueno, puede que tú no, pero…
—Esa es la típica estupidez que diría una estirada ilusa —se burla Peter.
—Supongo que tendremos que asegurarnos de que nos debas algo —comenta Tobias—, si no queremos que vayas corriendo al mejor postor.
—Sí, más o menos así es como funciona.
Sacudo la cabeza. No me imagino vivir de ese modo, siempre controlando quién me ha dado qué y qué debería darle a cambio, incapaz de sentir amor, lealtad o perdón; un tuerto con un cuchillo en la mano deseando sacarle el ojo a alguien. Eso no es vida, es una versión inferior de la vida. Me pregunto dónde la habrá aprendido.
—Bueno, ¿cuándo creéis que podremos salir de aquí? —pregunta Peter.
—Dentro de un par de horas —responde Tobias—. Deberíamos ir al sector de Abnegación, allí es donde estarán ya los abandonados y los osados que no estén conectados a las simulaciones.
—Fantástico.
Tobias me rodea con un brazo, y yo aprieto la mejilla contra su hombro y cierro los ojos para no tener que mirar a Peter. Hay mucho que decir, aunque no sé bien el qué, pero no podemos decirlo ni aquí ni ahora.
Mientras caminamos entre las calles que antes fueran mi hogar, las conversaciones mueren poco a poco y todas las miradas convergen en mí. Por lo que ellos saben (y estoy segura de que lo saben, porque a Jeanine se le da bien difundir las noticias), morí hace menos de seis horas. Me doy cuenta de que algunos de los abandonados junto a los que paso tienen manchas de tinte azul. Están listos para la simulación.
Ahora que estamos aquí, a salvo, noto los cortes en las plantas de los pies, provocados por la carrera por el basto pavimento y por los fragmentos de cristal de las ventanas rotas. Cada paso escuece. Me concentro en eso en vez de en las miradas.
—¿Tris? —dice alguien delante de nosotros.
Levanto la cabeza, y veo a Uriah y a Christina en la acera, comparando revólveres. Uriah suelta la pistola en la hierba y sale corriendo hacia mí. Christina lo sigue, aunque más despacio.
Uriah me alcanza, pero Tobias le pone una mano en el hombro para detenerlo. Me embarga la gratitud; creo que ahora mismo no sería capaz de soportar un abrazo de Uriah, ni sus preguntas, ni su sorpresa.
—Ha pasado por mucho —explica Tobias—, necesita dormir. Estará en esta calle, en el número treinta y siete. Ven a verla mañana.
Uriah me mira con el ceño fruncido. Los osados no comprenden bien las restricciones, y Uriah solo ha conocido esa facción. Sin embargo, debe de respetar la opinión de Tobias sobre mí, ya que asiente y dice:
—Vale, mañana.
Christina me aprieta un poco el hombro cuando pasamos junto a ella. Intento mantenerme derecha, pero mis músculos son como una jaula que me empuja los hombros hacia abajo. Los ojos que me siguen por la calle me pinchan en la nuca. Me siento aliviada cuando Tobias nos conduce al camino de entrada a la casa gris que pertenecía a Marcus Eaton.
No sé de dónde saca Tobias la fuerza para entrar por esta puerta. Para él, esta casa debe de albergar los ecos de los gritos de su padre, los correazos, y las horas pasadas dentro de armarios pequeños y oscuros; sin embargo, no parece tan inquieto cuando nos conduce a Peter y a mí a la cocina. Todo lo contrario, es como si se irguiera más. Pero puede que así sea Tobias: es fuerte en los momentos en los que se supone que debería ser débil.
Tori, Harrison y Evelyn están en la cocina. Verlos me abruma. Apoyo el hombro en la pared y cierro los ojos, apretándolos con fuerza. Tengo grabada en el interior de los párpados la silueta de la mesa de ejecución. Abro los ojos, intento respirar. Están hablando, pero no oigo lo que dicen. ¿Por qué está aquí Evelyn, en la casa de Marcus? ¿Dónde está Marcus?
Evelyn echa un brazo por encima de Tobias y le toca la cara con la otra mano, apretando la mejilla contra la de su hijo. Le dice algo. Él sonríe al retirarse. Madre e hijo, reconciliados. No sé si es buena idea.
Tobias me da media vuelta y, tras ponerme una mano en el brazo y otra en la cintura para evitar la herida del hombro, me empuja hacia las escaleras. Subimos juntos.
Arriba está su antiguo dormitorio y el antiguo dormitorio de sus padres, con un cuarto de baño entre los dos, y nada más. Me lleva a su dormitorio y me quedo parada un momento, observando la habitación en la que ha pasado gran parte de su vida.
No me quita la mano del brazo, no ha dejado de tocarme de algún modo desde que salimos del hueco de las escaleras de aquel edificio, como si temiera que me rompiese si no me sujeta.
—Marcus no entró ni una vez en mi cuarto desde que me fui, estoy bastante seguro —dice—. Porque no había nada fuera de su sitio cuando regresé.
Los miembros de Abnegación no tienen mucho para decorar, ya que lo decorativo se considera un capricho y un exceso, pero Tobias tenía las pocas cosas que se nos permitía poseer: una pila de trabajos del instituto, una pequeña estantería y, curiosamente, una escultura hecha con cristal azul y que descansa sobre su cómoda.
—Mi madre me la regaló a escondidas cuando era pequeño. Me dijo que la guardara donde nadie la viera. El día de la ceremonia, la puse sobre la cómoda antes de irme para que él la viera. Un pequeño acto de rebeldía.
Asiento. Es raro estar en un lugar que contiene un único recuerdo tan completo. Esta habitación es el Tobias de dieciséis años, el que está a punto de elegir Osadía para huir de su padre.
—Vamos a curarte los pies —dice, pero no se mueve, se limita a pasar los dedos al interior de mi codo.
—Vale.
Entramos en el baño de al lado y me siento en el borde de la bañera. Él se sienta a mi lado, y me pone una mano en la rodilla mientras abre el grifo y pone el tapón. El agua cae en la bañera y me cubre los dedos de los pies. Mi sangre la vuelve rosa.
Tobias se agacha dentro de la bañera, me pone el pie en su regazo y me lava con cuidado los cortes más profundos con una toallita. No noto nada, ni siquiera cuando me los enjabona. Nada. El agua se pone gris.
Recojo la pastilla de jabón y le doy vueltas en las manos hasta tener la piel cubierta de una espuma blanca. Le cojo las manos y paso los dedos por ellas, procurando llegar al interior de las líneas de las palmas y a los espacios entre los dedos. Sienta bien hacer algo, limpiar algo y volver a tocar a Tobias.
Dejamos el suelo del baño lleno de agua mientras nos mojamos para enjuagarnos. El agua me da frío, pero no me importa temblar. Saca una toalla y empieza a secarme las manos.
—No sé… —digo, y mi voz suena ahogada—. Toda mi familia está muerta o son traidores; ¿cómo voy…?
Mis palabras no tienen sentido. Los sollozos me estremecen el cuerpo, la mente, todo. Me aprieta contra él, y el agua de la bañera me empapa las piernas. Su abrazo es fuerte. Me quedo escuchando el latido de su corazón y, al cabo de un rato, consigo que el ritmo me calme.
—Yo seré tu familia —me dice.
—Te quiero —respondo.
Ya se lo dije una vez, antes de ir a la sede de Erudición, pero estaba dormido. No sé por qué no lo dije cuando podía oírlo. Puede que me diera miedo confiarle algo tan personal como mi devoción o que temiera no saber lo que era querer a alguien. Sin embargo, ahora creo que lo más aterrador era no haberlo dicho antes de que fuera demasiado tarde. No decirlo antes de que casi fuera demasiado tarde para mí.
Soy suya y él es mío, y ha sido así desde el principio.
Se me queda mirando. Espero, con las manos agarradas a sus brazos para no caerme, mientras él medita su respuesta.
—Dilo otra vez —dice, frunciendo el ceño.
—Tobias, te quiero.
Tiene la piel resbaladiza por el agua y huele a sudor, y mi camiseta se le pega a los brazos cuando se rodea con ellos. Aprieta la cara contra mi cuello y me besa justo por encima de la clavícula, me besa en la mejilla, me besa en los labios.
—Yo también te quiero —dice.