CAPÍTULO
TREINTA Y TRES

—Beatrice.

Me despierto de golpe. La habitación en la que estoy ahora (que no sé para qué experimento será) es grande, con pantallas en la pared trasera, luces azules colocadas un poco por encima del suelo y filas de bancos acolchados en el centro. Estoy sentada en el banco más alejado con Peter a mi izquierda y la cabeza recostada en la pared. Sigo sin dormir lo suficiente.

Ahora desearía no haber despertado. Caleb está de pie a pocos metros; apoya el peso en una pierna y no parece demasiado seguro de sí mismo.

—¿Te fuiste realmente de Erudición en algún momento? —le pregunto.

—No es tan sencillo…

—Sí que lo es —le digo sin emoción, aunque desearía chillarle—. ¿En qué momento decidiste traicionar a tu familia? ¿Antes de que murieran nuestros padres o después?

—Hice lo que tenía que hacer. Crees que entiendes todo esto, Beatrice, pero no es verdad. Esta situación… es mucho más grande de lo que imaginas —me asegura, y sus ojos me suplican que lo comprenda, pero reconozco el tono: es el que empleaba para regañarme cuando éramos más pequeños. Puro sentimiento de superioridad.

La arrogancia es uno de los defectos de los eruditos, lo sé. Yo la tengo a menudo.

—Todavía no has respondido a mi pregunta —insisto mientras me pongo de pie.

—Esto no es por Erudición —responde, retrocediendo—, sino por todo el mundo. Por todas las facciones y por la ciudad. Y por lo que hay al otro lado de la valla.

—Me da igual —contesto, aunque no es cierto, ya que me pica la curiosidad con la frase «al otro lado de la valla». ¿Al otro lado? ¿Cómo va a tener nada que ver con lo que haya fuera?

Entonces recuerdo algo: Marcus dijo que la información que poseían los abnegados era lo que había provocado el ataque de Jeanine. ¿Esa información también tiene que ver con lo de fuera?

Aparco la idea por el momento.

—Creía que lo tuyo eran los hechos. ¿La libertad de información? Bueno, ¿qué me dices de este hecho, Caleb?: ¿cuándo…? —empiezo, pero se me rompe la voz—. ¿Cuándo traicionaste a nuestros padres?

—Siempre he sido erudito —responde en voz baja—. Incluso cuando se suponía que era abnegado.

—Si estás con Jeanine, te odio. Igual que te habría odiado nuestro padre.

——Nuestro padre —repite él, soltando una risa burlona—. Nuestro padre era erudito, Beatrice. Me lo contó Jeanine…, estaba en el mismo curso que ella en el colegio.

—No era erudito —respondí al cabo de unos segundos—. Decidió abandonarlos. Eligió una identidad distinta, como tú, y se convirtió en otra cosa, solo que tú has elegido esta… esta maldad.

—Has hablado como una verdadera osada —dice Caleb bruscamente—. Es una cosa o la otra, nada de matices. El mundo no funciona así, Beatrice. La maldad depende del lado en el que estés.

—Da igual dónde esté, seguiré pensando que controlar mentalmente a toda una ciudad es malvado —insisto; me tiembla el labio—. ¡Seguiré pensando que entregar a tu hermana para que la estudien y ejecuten es malvado!

Es mi hermano, pero me gustaría hacerlo pedazos.

Sin embargo, en vez de intentarlo, me siento de nuevo. Jamás lograría hacerle el daño suficiente para que su traición dejara de dolerme. Y duele, me duele en todo el cuerpo. Me llevo los dedos al pecho para masajearlo y quitar parte de la tensión.

Jeanine y su ejército de científicos eruditos y traidores osados entra justo cuando me limpio las lágrimas de las mejillas. Parpadeo rápidamente para que no se dé cuenta. Apenas me mira.

—Vamos a ver los resultados, ¿de acuerdo? —anuncia.

Caleb, que ahora está de pie junto a las pantallas, pulsa algo en la parte delantera de la sala, y las pantallas se encienden. Se llenan de palabras y números que yo no entiendo.

—Descubrimos algo muy interesante, señorita Prior —empieza Jeanine; nunca la había visto tan contenta, casi sonríe…, aunque no del todo—. En tu cerebro abundan unas neuronas muy concretas llamadas, simplemente, neuronas especulares. ¿Podría explicarle alguien a la señorita Prior para qué sirve esta clase de neuronas?

Los científicos eruditos alzan las manos todos a una. Ella señala a una mujer de más edad que está en primera fila.

—Las neuronas especulares se disparan cuando se realiza una acción o cuando se ve a otra persona realizando esa acción. Nos permiten imitar el comportamiento.

—¿Son responsables de algo más? —pregunta Jeanine, examinando a su «clase» como mis profesores de Niveles Superiores. Otro erudito levanta la mano.

—Del aprendizaje de las lenguas, de comprender las intenciones de los demás basándose en su comportamiento, hmmm… —frunce el ceño—. Y de la empatía.

—En concreto —dice Jeanine, y, esta vez, sí que me dedica una amplia sonrisa que le abre surcos en las mejillas—, alguien con muchas neuronas especulares bien potentes podría tener una personalidad flexible, capaz de imitar a los demás según requiera la situación, en vez de permanecer constante.

Entiendo por qué sonríe: es como si me hubiese abierto la mente y sus secretos se derramaran por el suelo para que por fin los viera.

—Es probable que una personalidad flexible tenga aptitudes para más de una facción —sigue diciendo—, ¿no cree, señorita Prior?

—Probablemente —respondo—. Si ahora consiguieras una simulación que suprimiera esa habilidad en concreto, acabaríamos de una vez con esto.

—Cada cosa a su tiempo. Reconozco que me sorprende que estés tan ansiosa por llegar a tu ejecución.

—No es verdad —respondo, cerrando los ojos—, no estás nada sorprendida —añado, suspirando—. ¿Puedo volver ya a mi celda?

Debo de parecer indiferente, pero no es así, lo que necesito es volver a mi cuarto para poder llorar en paz. Pero no quiero que ella lo sepa.

—No te pongas demasiado cómoda —gorjea Jeanine alegremente—. Pronto tendremos un suero que probar.

—Sí, lo que tú digas.

Alguien me sacude los hombros. Me despierto de golpe, buscando a mi alrededor, y veo a Tobias arrodillado junto a mí. Lleva una chaqueta de traidor osado y tiene un lado de la cabeza cubierto de sangre. La sangre le sale de una herida en la oreja; le han arrancado la parte de arriba. Hago una mueca.

—¿Qué ha pasado? —pregunto.

—Levanta, tenemos que correr.

—Es demasiado pronto, no han pasado dos semanas.

—No tengo tiempo para explicártelo. Vamos.

—Dios mío, Tobias.

Me siento y lo abrazo, apretando la cara contra su cuello. Sus brazos me sujetan, me consuelan y me dan calor. Si está aquí, significa que estoy a salvo. Mis lágrimas le dejan la piel resbaladiza.

Se levanta y me pone en pie, lo que hace que me palpite la herida del hombro.

—Los refuerzos no tardarán en llegar, vamos.

Dejo que me saque del cuarto y bajamos por el primer pasillo sin dificultad, pero, en el segundo, nos encontramos con dos guardias osados, un chico joven y una mujer de mediana edad. Tobias dispara dos veces en cuestión de segundos, acierta en ambas, un tiro en la cabeza y otro en el pecho. La mujer, que ha recibido el disparo en el pecho, se derrumba junto a la pared, pero no muere.

Seguimos adelante. Un pasillo, después otro, todos me parecen iguales. La mano de Tobias nunca vacila. Sé que, si puede lanzar un cuchillo con la precisión necesaria para darme en la punta de la oreja, también puede acertar a placer en los soldados osados que nos persigan. Pasamos por encima de cuerpos caídos (la gente que Tobias ha matado para llegar hasta mí, seguramente) y, finalmente, damos con una salida de incendios.

Tobias me suelta la mano para abrir la puerta, y la alarma contra incendios me chilla en los oídos, pero seguimos corriendo. Jadeo, sin resuello, pero no me importa, no cuando por fin estoy escapando, no cuando esta pesadilla por fin termina. Se me empieza a nublar la visión por los bordes, así que me agarro al brazo de Tobias y me sujeto con fuerza, confiando en que él me conduzca sana y salva al pie de las escaleras.

Me quedo sin escalones que bajar y abro los ojos. Tobias está a punto de abrir la puerta de salida, pero lo freno.

—Tengo que… recuperar… el aliento…

Hace una pausa, y apoyo las manos en las rodillas, echándome hacia delante. Todavía me palpita el hombro. Frunzo el ceño y lo miro.

—Vamos, salgamos de aquí —me insiste.

El alma se me cae a los pies. Me quedo mirándolo a los ojos, que son azul oscuro, con un parche de azul claro en el iris derecho.

Le sujeto la barbilla con la mano y acerco sus labios a los míos para besarlo muy despacio, suspirando al retirarme.

—No podemos salir de aquí porque esto es una simulación —le digo.

Había tirado de mi mano derecha para levantarme. El verdadero Tobias habría recordado que tengo una herida en el hombro.

—¿Qué? —pregunta, frunciendo el ceño—. ¿No crees que si estuviera en una simulación lo sabría?

—No estás en una simulación, tú eres la simulación —respondo, y levanto la mirada para añadir en voz alta—: Tendrás que hacerlo mejor, Jeanine.

Lo único que necesito es despertarme, y sé cómo hacerlo, no es la primera vez: en mi paisaje del miedo, cuando rompí un tanque de cristal tocándolo con la palma de la mano, o cuando hice que apareciese una pistola en la hierba para disparar a los pájaros. Me saco una navaja del bolsillo (una navaja que no estaba ahí hace un segundo) y obligo a mi pierna a ser tan dura como el diamante.

Me intento clavar la navaja en el muslo, y la hoja se dobla.

Me despierto con lágrimas en los ojos y oigo el grito de frustración de Jeanine.

—¿Qué ha sido? —pregunta.

Entonces le quita la pistola a Peter de la mano y recorre la habitación a grandes zancadas para ponérmela contra la cabeza. Me pongo rígida, me quedo fría. No me va a disparar. Soy un problema que no es capaz de resolver, no me va a disparar.

—¿Qué es lo que te da la pista? Dímelo, dímelo si no quieres que te mate.

Me levanto poco a poco del sillón, me pongo en pie y aprieto la piel aún más contra el frío cañón.

—¿Piensas que te lo voy a decir? ¿De verdad piensas que me creo que me matarás sin averiguar antes la respuesta a tu pregunta?

—Chica estúpida —dice—. ¿Crees que esto va sobre ti y tu anómalo cerebro? Esto no es por ti, no es por mí, ¡es por mantener esta ciudad a salvo de los que quieren mandarla al infierno!

Reúno las pocas fuerzas que me quedan y me abalanzo sobre ella, arañando la piel que encuentran mis uñas, clavándoselas lo más fuerte que puedo. Ella grita a todo pulmón, un sonido que hace que me arda la sangre. Le doy un puñetazo en la cara.

Un par de brazos me rodean, me apartan de ella, y un puño me da en el costado. Gruño y sigo tirando hacia Jeanine, aunque Peter me mantiene a raya.

—El dolor no me obligará a decírtelo. El suero de la verdad no me obligará a decírtelo. Las simulaciones no me obligarán a decírtelo. Soy inmune a las tres cosas.

Le sangra la nariz y tiene unos buenos arañazos en las mejillas y en el lateral del cuello; la sangre que mana los ha puesto rojos. Me lanza una mirada furibunda y se pellizca la nariz para contener la hemorragia; tiene el pelo revuelto y la mano libre temblorosa.

—Has fallado, ¡no puedes controlarme! —le grito, y lo hago tan fuerte que me duele la garganta; en vez de seguir forcejeando, me derrumbo sobre el pecho de Peter—. Nunca podrás controlarme.

Dejo escapar unas carcajadas locas y amargas. Saboreo su ceño fruncido, el odio en sus ojos. Era como una máquina; era fría y sin sentimientos, con la lógica como única guía. Y yo la he roto.

La he roto.