Me despierto con dolor de cabeza. Intento volverme a dormir (al menos, cuando estoy dormida estoy tranquila), pero la imagen de Caleb de pie en la entrada me importuna una y otra vez, acompañada de los graznidos de los cuervos.
¿Por qué no me pregunté nunca cómo sabían Eric y Jeanine de mi aptitud para tres facciones?
¿Por qué no pensé en que solo había tres personas en el mundo que lo sabían: Tori, Caleb y Tobias?
El corazón me late con fuerza. No tiene sentido. No sé por qué me iba a traicionar Caleb. Me pregunto cuándo pasaría: ¿después de la simulación del ataque? ¿Después de la huida de Cordialidad? ¿O sería mucho antes, cuando mi padre seguía con vida? Caleb nos contó que abandonó Erudición al descubrir lo que planeaban; ¿nos mintió?
Seguramente. Me aprieto la frente con la palma de la mano. Mi hermano prefirió la facción antes que la sangre. Debe de haber un motivo, a lo mejor ella lo amenazó o lo coaccionó de algún modo.
Se abre la puerta, pero ni levanto la cabeza ni abro los ojos.
—Estirada.
Es Peter, por supuesto.
—Sí.
Cuando aparto la mano de la cara, un mechón de pelo cae con ella. Lo miro por el rabillo del ojo; mi pelo nunca había estado tan grasiento.
Peter deja una botella de agua y un sándwich al lado de la cama. La idea de comer me da náuseas.
—¿Te han frito el cerebro? —pregunta.
—Creo que no.
—No estés tan segura.
—Ja y ja. ¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Un día, más o menos. Se supone que tengo que llevarte a las duchas.
—Si dices algo sobre lo mucho que necesito una, te meteré un dedo en el ojo —lo amenazo, cansada.
La habitación me da vueltas cuando levanto la cabeza, pero consigo bajar las piernas de la cama y levantarme. Peter y yo recorremos el pasillo. Sin embargo, cuando doblo la esquina para llegar al baño, vemos a algunas personas al otro extremo.
Una de ellas es Tobias. Puedo ver el punto en el que nuestros caminos se cruzarán, entre donde estoy ahora y la puerta de mi celda. Me quedo mirando, aunque no a él, sino a ese lugar en el que estará cuando intente tocarme la mano, como hizo la última vez que pasamos el uno junto al otro. Me cosquillea la piel de los nervios. Durante un segundo, volveré a tocarlo.
Seis pasos hasta que nos encontremos. Cinco pasos.
Sin embargo, a los cuatro pasos, Tobias se detiene. Todo su cuerpo se desmorona, lo que pilla desprevenido al traidor que lo vigila. El guardia lo suelta un instante, y Tobias cae al suelo.
Entonces se da la vuelta, se lanza hacia delante y agarra la pistola de la pistolera del osado, que es más bajo que él.
La pistola se dispara. Peter se tira hacia la derecha, arrastrándome con él. Me rozo la cabeza contra la pared. La boca del guardia osado está abierta, debe de estar gritando, pero no lo oigo.
Tobias le da una fuerte patada en el estómago, y la osada que llevo dentro admira su postura (perfecta) y su velocidad (increíble). Entonces se vuelve y apunta a Peter, pero Peter ya me ha soltado.
Tobias me coge del brazo izquierdo, me ayuda a levantarme y empieza a correr. Doy tropezones tras él. Cada vez que mi pie toca el suelo, el dolor se me clava en la cabeza, pero no puedo parar. Parpadeo para espantar las lágrimas. «Corre», me digo, como si eso lo fuese a hacer más fácil. La mano de Tobias es fuerte y áspera; dejo que me guíe por otro pasillo.
—Tobias —susurro, sin resuello.
Se detiene y me mira.
—Oh, no —dice, rozándome la mejilla con los dedos—. Vamos, a mi espalda.
Se inclina, le echo los brazos al cuello y oculto la cara entre sus omóplatos. Me levanta sin dificultad y me agarra la pierna con la mano izquierda. En la derecha todavía lleva la pistola.
Corre y, a pesar de mi peso, es veloz. Pienso tontamente en cómo puede haber sido de Abnegación. A mí me parece específicamente diseñado para la velocidad y la precisión letal. Sin embargo, no es por su fuerza, o no especialmente; es listo, pero no fuerte. Solo lo bastante fuerte como para cargar conmigo.
Aunque los pasillos están vacíos, no será por mucho tiempo. Pronto tendremos a todos los osados del edificio corriendo detrás de nosotros y quedaremos atrapados en este laberinto. ¿Cómo piensa dejarlos atrás?
Levanto la cabeza justo a tiempo de ver que nos hemos pasado una salida.
—Tobias, te la has pasado.
—¿El… qué? —pregunta, entre jadeos.
—La salida.
—No intento escapar. Si lo hacemos, nos dispararán —responde—. Intento… encontrar una cosa.
Sospecharía que esto es un sueño si no fuera por lo intenso del dolor de cabeza. Normalmente, solo mis sueños tienen tan poco sentido. Si no intentaba escapar, ¿por qué me ha llevado consigo? ¿Y qué hace, si no está escapando?
Se detiene de repente y está a punto de dejarme caer. Ha llegado a un pasillo ancho con cristales a ambos lados, detrás de los cuales se ven oficinas. Los eruditos están paralizados en sus escritorios, mirándonos. Tobias no les hace caso; por lo poco que veo, tiene la mirada fija en la puerta del final del pasillo. En la puerta hay un cartel que dice: «CONTROL - A».
Tobias registra todas las esquinas de la habitación y dispara a la cámara del techo, a nuestra derecha. La cámara cae al suelo. Después dispara a la cámara de la izquierda, y la lente se hace añicos.
—Hora de bajar —dice—. Se acabó la carrera, te lo prometo.
Me deslizo por su espalda y le doy la mano. Tobias se dirige a una puerta cerrada por la que acabamos de pasar y entra en un armario de suministros. Cierra la puerta y mete una silla bajo el pomo para bloquearla. Lo miro; tengo un estante lleno de folios a mi espalda. Encima de nosotros, la luz azul parpadea. Sus ojos me recorren la cara casi como si deseara comerme.
—No tengo mucho tiempo, así que iré al grano —dice, y asiento—. No he venido en una misión suicida, sino por dos razones: la primera era encontrar las dos salas centrales de control para que, cuando ataquemos, sepamos qué destruir primero y librarnos así de todos los datos de las simulaciones, de modo que no puedan activar los transmisores de los osados.
Eso explica la carrera sin huida; y hemos encontrado una sala de control, al final de ese pasillo.
Me quedo mirándolo, todavía desorientada.
—La segunda razón —añade, aclarándose la garganta— es asegurarme de que aguantabas, porque tenemos un plan.
—¿Qué plan?
—Según uno de nuestros infiltrados, en principio han programado tu ejecución para dentro de dos semanas a contar desde hoy —responde—. Al menos, esa es la fecha prevista por Jeanine para la nueva simulación a prueba de divergentes. Así que, dentro de catorce días, los abandonados, los osados leales y los abnegados que están dispuestos a luchar entrarán en el complejo de Erudición y destruirán su mejor arma: el sistema informático. Eso significa que superaremos en número a los osados traidores y, por tanto, a los eruditos.
—Pero le has dicho a Jeanine dónde están los refugios.
—Sí —contesta, frunciendo un poco el ceño—. Eso es un problema. Pero, como ambos sabemos, muchos de los abandonados son divergentes, y bastantes de ellos ya se iban hacia el sector abnegado cuando nos fuimos, así que solo se verán afectados algunos de los refugios. Así que seguirán contando con una población muy numerosa para contribuir a la invasión.
Dos semanas, ¿conseguiré sobrevivir dos semanas aquí dentro? Ya estoy tan cansada que me cuesta permanecer en pie sola. Ni siquiera me atrae demasiado el rescate que propone Tobias; no quiero la libertad, sino dormir. Quiero que esto acabe.
—No… —empiezo, pero me ahogo con las palabras y empiezo a llorar—. No puedo… aguantar… tanto.
—Tris —me regaña; él nunca me mima, ojalá lo hiciera solo por esta vez—, tienes que hacerlo. Tienes que sobrevivir.
—¿Por qué? —La pregunta se me forma en el estómago y me sale de la garganta como un gemido; lo que quiero es golpearle el pecho con los puños como una niña con rabieta. Se me llenan los ojos de lágrimas, y, aunque sé que me comporto de una manera ridícula, no puedo parar—. ¿Por qué tengo que sobrevivir? ¿Por qué no hacen algo los demás? ¿Y si yo no quiero seguir haciendo esto?
Y me doy cuenta de que por «esto» me refiero a la vida. No la quiero, quiero a mis padres y llevo semanas deseando estar con ellos. He intentado regresar a su lado con todas mis fuerzas, y ahora que estoy tan cerca de conseguirlo me dice que no lo haga.
—Lo sé —responde, y jamás le había oído hablar con una voz tan tierna—. Sé que es difícil, que es lo más difícil que has hecho —añade, y yo sacudo la cabeza—. No puedo obligarte, no puedo obligarte a sobrevivir —dice, y me aprieta contra él para acariciarme el pelo y metérmelo detrás de la oreja; sus dedos me recorren el cuello hasta bajar al hombro—. Pero lo harás. Da igual que creas no poder hacerlo, lo harás porque así eres tú.
Echo la cabeza atrás y lo beso. No es un beso tímido ni vacilante, sino un beso de los de antes, de cuando estaba segura de nosotros. Le acaricio la espalda y los brazos, como hacía antes.
No quiero decirle la verdad: que se equivoca, que no quiero sobrevivir a esto.
Se abre la puerta y los traidores osados se meten como pueden en el armario. Tobias da un paso atrás y ofrece la pistola, con la culata por delante, al traidor más cercano.