Esa noche no sueño con Tobias, ni con Will, sino con mi madre. Estamos en los huertos de Cordialidad, donde las manzanas están maduras y cuelgan a pocos centímetros de nuestras cabezas. Las sombras de las hojas se le dibujan en la cara, y va vestida de negro, aunque nunca la vi de ese color cuando estaba viva. Me enseña a trenzarme el pelo, haciéndome demostraciones con uno de sus mechones y riéndose cuando mis dedos se lían.
Me despierto preguntándome cómo no me di cuenta, después de sentarme todos los días con ella a la mesa del desayuno, de que estaba llena a reventar de energía osada. ¿Era porque lo escondía muy bien? ¿O quizá porque yo, en realidad, no la miraba?
Entierro la cara en el fino colchón en el que he dormido. Nunca la conoceré. Sin embargo, por lo menos, tampoco ella sabrá nunca lo que le hice a Will. Llegados a este punto, no creo que pudiera soportar que se enterara.
Todavía estoy parpadeando para espantar el sueño de los ojos cuando sigo a Peter por el pasillo, unos segundos o unos minutos después, no sabría decirlo.
—Peter —le digo; me duele la garganta, debo de haber gritado mientras dormía—. ¿Qué hora es?
Él lleva reloj, pero la esfera está tapada, así que no lo veo. Ni siquiera se molesta en mirarlo.
—¿Por qué estás siempre llevándome de un lado a otro? —pregunto—. ¿No deberías estar participando en alguna actividad depravada? Como patear cachorritos o espiar a las chicas mientras se cambian, por ejemplo.
—Sé lo que le hiciste a Will, ¿sabes? No finjas ser mejor que yo, porque somos exactamente iguales.
En este lugar, lo único que distingue un pasillo de otro es su longitud. Decido etiquetarlos por los pasos que doy antes de doblar la esquina. Diez. Cuarenta y siete. Veintinueve.
—Te equivocas —replico—. Puede que los dos seamos malos, pero hay una enorme diferencia entre nosotros: a mí no me gusta ser así.
Peter se ríe un poco, y caminamos entre las mesas del laboratorio erudito. Entonces me doy cuenta de dónde estoy y de adónde vamos: regresamos a la habitación que me enseñó Jeanine, la habitación en la que me ejecutarán. Tiemblo tanto que me castañetean los dientes y me cuesta seguir andando, me cuesta pensar con claridad. «No es más que una habitación —me digo—. Una habitación como cualquier otra».
Qué mentirosa soy.
Esta vez, la cámara de ejecución no está vacía, sino que cuatro traidores osados se encuentran en una esquina, y dos eruditos, una mujer de piel oscura y un hombre mayor, los dos con batas de laboratorio, están junto a Jeanine, cerca de la mesa metálica del centro. Han colocado varias máquinas alrededor y hay cables por todas partes.
No sé qué hará la mayoría de esas máquinas, aunque sí distingo un monitor cardiaco. ¿Para qué lo necesita?
—Llévala a la mesa —dice Jeanine en tono aburrido.
Me quedo mirando durante un segundo la lámina de acero que me espera. ¿Y si ha cambiado de idea sobre ejecutarme? ¿Y si esta es mi hora? Las manos de Peter me sujetan los brazos, y me retuerzo con todas mis fuerzas.
Sin embargo, él me levanta en el aire sin problemas, esquiva mis patadas y me golpea contra la mesa metálica, dejándome sin resuello. Dejo escapar un grito ahogado, alzo el puño para pegar a lo loco y alcanzo sin pretenderlo la muñeca de Peter, que hace una mueca, pero los otros traidores se han acercado a ayudar.
Uno de ellos me sujeta los tobillos mientras el otro hace lo propio con los hombros. Peter se dedica a atarme con unas correas negras que evitarán que me mueva. Doy un respingo al notar el dolor en el hombro herido y dejo de forcejear.
—¿Qué está pasando? —exijo saber, arqueando el cuello para mirar a Jeanine—. ¡Acordamos cooperación a cambio de resultados! Acordamos…
—Esto es algo al margen de nuestro acuerdo —responde Jeanine, mirando la hora—. No tiene que ver contigo, Beatrice.
La puerta se abre de nuevo.
Tobias entra (cojeando), acompañado de varios traidores osados. Tiene la cara magullada y un corte en la ceja. No se mueve con su habitual cuidado, sino que avanza completamente derecho. Debe de estar herido. Intento no pensar en cómo habrá acabado así.
—¿Qué es esto? —dice con voz áspera y ronca.
De gritar, seguramente.
Se me cierra la garganta.
—Tris —dice, y se lanza hacia mí, pero los traidores son demasiado rápidos y lo agarran antes de que pueda avanzar más—. Tris, ¿estás bien?
—Sí, ¿y tú?
Asiente, pero no me lo creo.
—En vez de perder más tiempo, señor Eaton, me pareció que debía adoptar el enfoque más lógico. El suero de la verdad sería preferible, por supuesto, pero tardaríamos días en coaccionar a Jack Kang para que nos diese un poco, ya que está celosamente protegido por los veraces, y preferiría no perder tanto tiempo.
Da un paso adelante, jeringa en mano. Este suero está teñido de gris, podría ser una nueva versión de la simulación, pero lo dudo.
Me pregunto qué hará. No puede ser nada bueno, teniendo en cuenta lo satisfecha de sí misma que parece Jeanine.
—Dentro de unos segundos inyectaré este líquido a Tris. Llegados a ese punto confío en que tu instinto altruista se apodere de ti y me cuentes todo lo que necesito saber.
—¿Qué necesita saber? —pregunto, interrumpiéndola.
—Información sobre los refugios de los abandonados —responde Tobias sin mirarme.
Abro mucho los ojos. Los abandonados son nuestra última esperanza, ahora que la mitad de los osados leales y todos los veraces están listos para la simulación, y que media Abnegación está muerta.
—No se lo digas, me van a matar de todos modos. No le des nada.
—Refrésqueme la memoria, señor Eaton —dice Jeanine—. ¿Qué hacen las simulaciones de Osadía?
—Esto no es una clase —contesta entre dientes—. Dime qué vas a hacer.
—Lo haré si respondes mi pregunta. Es muy sencilla.
—Vale —dice Tobias, mirándome—. Las simulaciones estimulan la amígdala, que es la responsable de procesar el miedo, inducen una alucinación basándose en dicho miedo, y después transmiten los datos a un ordenador para procesarlos y observarlos.
Es como si se lo hubiese memorizado. Puede que lo haya hecho, ya que se pasó mucho tiempo dirigiendo las simulaciones.
—Muy bien —lo felicita ella—. Cuando estaba desarrollando las simulaciones osadas, hace años, descubrimos que ciertos niveles de potencia sobrecargaban el cerebro y lo insensibilizaban demasiado con respecto al terror como para inventar nuevos entornos. Fue ahí cuando diluimos la solución para que las simulaciones fuesen más instructivas. Sin embargo, todavía recuerdo cómo lo hicimos —explica, y da unos golpecitos en la jeringa con la uña—. El miedo es más poderoso que el dolor. Así que ¿hay algo que quieras decirme antes de que inyecte a la señorita Prior?
Tobias aprieta los labios.
Y Jeanine me pincha con la aguja.
Empieza sin hacer ruido, con el latido de un corazón. Al principio no estoy segura de quién es el dueño del corazón que oigo, puesto que late demasiado fuerte como para ser mío. Entonces me doy cuenta de que sí, de que es el mío, y de que se acelera cada vez más.
Me sudan las palmas de las manos y la parte de atrás de las rodillas.
Entonces empiezan los gritos.
Y
no
puedo
pensar.
Tobias forcejea con los traidores osados junto a la puerta.
Oigo algo que suena como el grito de un niño a mi lado y retuerzo la cabeza para ver de dónde viene, pero solo hay un monitor cardiaco. Por encima de mí, las líneas entre las baldosas del techo se retuercen y deforman para convertirse en criaturas monstruosas. El olor a carne podrida lo impregna todo; me dan arcadas. Las criaturas monstruosas adoptan una forma más definida: son pájaros, cuervos, con picos tan largos como mi antebrazo y alas tan oscuras que parecen tragarse toda la luz.
—Tris —dice Tobias, y aparta la vista de los cuervos.
Está junto a la puerta, donde estaba antes de la inyección, salvo que ahora tiene un cuchillo. Lo aparta de su cuerpo, le da la vuelta para que apunte hacia él, hacia su estómago, y se lo acerca de modo que la punta de la hoja le toque el cuerpo.
—¿Qué haces? ¡Para!
—Lo hago por ti —responde, sonriendo un poco.
Entonces empuja el cuchillo despacio, y la sangre le mancha el dobladillo de la camiseta. Tengo náuseas, tiro de las correas que me sujetan a la mesa.
—¡No, para!
Forcejeo, y en una simulación ya habría conseguido liberarme, así que eso significa que esto es real, es real. Grito, y Tobias se clava el cuchillo hasta el mango. Se derrumba en el suelo y la sangre forma charcos rápidamente a su alrededor. Los pájaros de sombras vuelven hacia él sus ojillos negros y se abalanzan sobre su cuerpo en un tornado de alas y garras para picotearle la piel. Le veo los ojos a través del remolino de plumas; sigue consciente.
Un pájaro aterriza en los dedos que sujetan el cuchillo. Tobias lo saca de nuevo, y el arma cae al suelo. Debería desear que estuviera muerto, pero soy tan egoísta que me veo incapaz de hacerlo. Levanto la espalda de la mesa; todos los músculos se me contraen, y me duele la garganta por culpa de este grito que ya no forma palabras y no quiere parar.
—Sedante —ordena una voz severa.
Otra aguja en el cuello, y mi corazón empieza a ralentizarse. Sollozo de alivio. Durante unos segundos solo consigo sollozar de alivio.
Eso no ha sido miedo, era otra cosa, una emoción que no debería existir.
—Soltadme —dice Tobias, y suena más ronco que antes.
Parpadeo deprisa para ver a través de las lágrimas. Tiene marcas rojas en los brazos, en los puntos donde lo sujetaban las manos de los traidores, pero no se muere, está bien.
—Solo os lo diré si me soltáis.
Jeanine asiente, y él corre hacia mí. Me coge una mano y me acaricia el pelo. Cuando aparta las puntas de los dedos, están húmedas de lágrimas, pero no se las seca. Se inclina sobre mí y aprieta su frente contra la mía.
—Los refugios de los abandonados —dice en tono apagado, con la boca pegada a mi mejilla—. Tráeme un mapa y te los marcaré.
Tiene la frente fresca y seca. Me duelen los músculos, seguramente por haberlos tenido encogidos durante el tiempo que Jeanine haya dejado actuar el suero.
Retrocede, aunque seguimos con los dedos entrelazados hasta que los traidores tiran de él para llevárselo a otra parte. Mi mano cae en la mesa como un peso muerto. No quiero seguir luchando contra las correas, lo único que deseo es dormir.
—Ya que estás aquí… —dice Jeanine cuando Tobias y sus acompañantes desaparecen; levanta la vista y centra sus ojos pálidos en uno de los eruditos—. Ve a por él, es la hora. Mientras duermes —añade, dirigiéndose a mí—, realizaremos una pequeña intervención para observar unas cuantas cosas sobre tu cerebro. No será nada invasivo. Sin embargo, antes de nada…, te prometí total transparencia en estos procedimientos, así que me parece justo que sepas exactamente quién me ayudará en mis investigaciones —explica, y sonríe un poco—. Es la misma persona que me informó sobre las facciones para las que tenías aptitudes y que metió a tu madre en la última simulación, para que fuese más eficaz.
Mira hacia la entrada mientras el sedante empieza a hacer efecto, de modo que veo todo borroso por los bordes. Vuelvo la vista atrás y, a través de la bruma de las drogas, lo veo:
Caleb.