CAPÍTULO
TREINTA

Una vez leí en alguna parte que llorar desafía cualquier explicación científica. Las lágrimas solo sirven para lubricar los ojos. No existe una razón real para que las glándulas lagrimales produzcan un exceso de lágrimas a instancias de las emociones.

Creo que lloramos para liberar nuestra parte animal sin perder nuestra humanidad, porque llevo dentro una bestia que ladra, gruñe y lucha por la libertad, por Tobias y, sobre todo, por la vida. Y, por mucho que lo intento, no logro acallarla.

Así que sollozo con la cara entre las manos.

Izquierda, derecha, derecha. Izquierda, derecha, izquierda. Derecha, derecha. Nuestros giros, en orden, desde el punto de origen (mi celda) hasta nuestro destino.

Es una habitación distinta, con un sillón algo reclinado, como el de un dentista. En una esquina hay una pantalla y un escritorio. Jeanine está sentada al escritorio.

—¿Dónde está? —pregunto.

Llevo horas esperando para hacer la pregunta. Me quedé dormida y soñé que perseguía a Tobias por la sede de Osadía. Por mucho que corría, él siempre me llevaba la ventaja suficiente para verlo desaparecer al doblar una esquina, a tiempo de vislumbrar una manga o el tacón de un zapato.

Jeanine me mira con cara de no entenderme, pero no es verdad, está jugando conmigo.

—Tobias —añado de todos modos; me tiemblan las manos, aunque esta vez no es de miedo, sino de rabia—. ¿Dónde está? ¿Qué le estáis haciendo?

—No veo por qué debería darte esa información —responde Jeanine—. Y, como ya no tienes nada que ofrecer a cambio, creo que no puedes darme ninguna razón para hacerlo, salvo que quieras cambiar los términos de nuestro acuerdo.

Quiero gritarle que por supuesto, por supuesto que prefiero saber cómo está Tobias antes que saber más sobre mi divergencia, pero no lo hago. No debo tomar decisiones apresuradas. Hará lo que pretenda hacerle a Tobias, lo sepa yo o no. Es más importante comprender mejor lo que me sucede a mí.

Tomo aire por la nariz y lo expulso por la nariz. Sacudo las manos. Me siento en el sillón.

—Interesante —comenta ella.

—¿No se supone que tendrías que estar dirigiendo una facción y planificando una guerra? —pregunto—. ¿Qué haces aquí, experimentando con una chica de dieciséis años?

—Eliges formas distintas de referirte a ti según te convenga —dice, echándose atrás en su asiento—. A veces insistes en que no eres una niña, mientras que otras insistes en lo contrario. Lo que me gustaría saber es: ¿cómo te ves realmente? ¿Como una cosa o como la otra? ¿Como las dos? ¿Como ninguna?

—No veo por qué debería darte esa información —respondo, hablando con voz monótona y objetiva, como la suya.

Oigo una risa disimulada. Peter se está tapando la boca, pero Jeanine lo mira y la risa se transforma en un ataque de tos.

—Las burlas son algo infantil, Beatrice —dice—. No te favorecen.

—Las burlas son algo infantil, Beatrice —repito, imitándola lo mejor que sé—. No te favorecen.

—El suero —dice Jeanine, mirando a Peter, y él da un paso adelante y se pone a toquetear una caja negra que hay en el escritorio, de la que saca una jeringa con una aguja ya puesta.

Se acerca a mí y yo alargo una mano.

—Permíteme —le digo.

Él mira a Jeanine para ver si da permiso, y ella contesta:

—De acuerdo, adelante.

Peter me da la jeringa y yo me meto la aguja en el lateral del cuello y presiono el émbolo. Jeanine pulsa uno de los botones y todo se oscurece.

Mi madre está de pie en el pasillo con el brazo estirado para poder agarrarse a la barra de arriba. No mira a la gente que está sentada a mi alrededor, sino a la ciudad que pasa junto al autobús. Le veo arrugas en la frente y alrededor de la boca cuando frunce el ceño.

—¿Qué pasa? —le pregunto.

—Hay tanto por hacer… —responde, y señala con un pequeño gesto las ventanas del autobús—. Y quedan tan pocos de nosotros para hacerlo…

Está claro a qué se refiere: al otro lado de las ventanas hay escombros hasta donde alcanza la vista. En la acera de enfrente veo un edificio en ruinas. Fragmentos de cristal se acumulan en los callejones. Me pregunto qué habrá provocado tanta destrucción.

Ella me sonríe, y veo otras arrugas distintas junto a los rabillos de los ojos.

—Vamos a la sede de Erudición.

Frunzo el ceño. Me he pasado casi toda la vida evitando la sede de Erudición. Mi padre decía que ni siquiera le gustaba respirar el aire de aquel lugar.

—¿Por qué vamos allí?

—Nos van a ayudar.

¿Por qué noto un pinchazo en el estómago cuando pienso en mi padre? Me imagino su cara, curtida por toda una existencia de frustración con el mundo que lo rodeaba, y su pelo, corto según las prácticas abnegadas, y siento el mismo dolor en el estómago que cuando llevo mucho tiempo sin comer: un dolor hueco.

—¿Le ha pasado algo a papá? —pregunto.

—¿Por qué me preguntas eso? —pregunta ella a su vez, sacudiendo la cabeza.

—No lo sé.

No siento el dolor cuando miro a mi madre, pero sí me da la impresión de que debo grabar en mi cerebro cada segundo que estemos juntas hasta que toda mi memoria se adapte a su forma. Pero, ¿cómo no va a ser mi madre algo permanente?

El autobús se detiene y las puertas se abren con un crujido. Mi madre avanza por el pasillo, conmigo detrás. Es más alta que yo, así que me quedo mirando entre sus hombros, la parte superior de su columna. Parece frágil, aunque no lo sea.

Bajo al pavimento. Trozos de cristal se rompen bajo mis pies. Son azules y, a juzgar por los agujeros del edificio de mi derecha, solían ser ventanas.

—¿Qué ha pasado?

—La guerra —responde mi madre—. Es lo que estábamos tan empeñados en evitar.

—Y… ¿cómo nos van a ayudar los eruditos?

—Me preocupa que todas las diatribas de tu padre contra Erudición te hayan hecho mal —dice con amabilidad—. Han cometido errores, por supuesto, pero ellos, como todo el mundo, son una mezcla de bien y de mal, no una cosa o la otra. ¿Qué haríamos sin médicos, sin científicos y sin profesores? —pregunta, y me acaricia el pelo—. Procura recordarlo, Beatrice.

—Lo haré —le prometo.

Seguimos caminando. Sin embargo, algo de lo que ha dicho me inquieta. ¿Es lo de mi padre? No…, mi padre siempre se está quejando de Erudición. ¿Es lo que ha dicho sobre los eruditos? Salto para evitar un gran fragmento de cristal. No, no puede ser eso, tiene razón sobre los eruditos. Todos mis profesores lo eran, y también el médico que le recolocó el brazo a mi madre cuando se lo rompió hace muchos años.

Es la última parte: «Procura recordarlo». Como si ella no fuese a tener la oportunidad de recordármelo después.

Noto que algo se mueve en mi cabeza, como si se acabara de abrir algo que estuviera cerrado.

—¿Mamá? —la llamo; ella me mira, y un mechón de pelo rubio se le sale del moño y le toca la mejilla—. Te quiero.

Apunto a una ventana con el dedo, y la ventana estalla. Partículas de cristal nos llueven encima.

No quiero despertarme en un cuarto de la sede de Erudición, así que no abro los ojos de golpe, ni siquiera cuando se desvanece la simulación. Intento conservar todo el tiempo posible la imagen de mi madre y del pelo que se le pegaba al pómulo. Pero cuando ya no veo más que el rojo del interior de mis párpados, los abro.

—Tendrás que hacerlo mejor —le digo a Jeanine.

—Esto no es más que el principio —responde ella.